En casa y a cubierto
Trasfondo y desarrollo de la campaña electoral de 1983
EL MANIFIESTO
La importancia central del manifiesto en las elecciones generales británicas suele causar extrañeza entre los observadores extranjeros. Los manifiestos de los partidos en Gran Bretaña han adquirido una importancia cada vez mayor a lo largo de los años y se han hecho cada vez más detallados. En Estados Unidos y Europa continental, las «plataformas» de los partidos tienen menos autoridad, y en consecuencia no se estudian tan minuciosamente. Incluso en Gran Bretaña ha sido sólo recientemente cuando los manifiestos han empezado a incluir propuestas tan detalladas.
El primer manifiesto conservador fue el discurso dirigido por sir Robert Peel en 1835 a sus electores de Tamworth. El «manifiesto de Tamworth», a pesar de todas las diferencias evidentes, se parece en un aspecto fundamental al actual manifiesto conservador: siempre constituye en gran parte una declaración de la política del dirigente del partido.
Nunca me vi impedida por el desbarajustado aparato de comités y normas del partido que hace que la elaboración y la aprobación del manifiesto de los laboristas parezca una pesadilla. No obstante, el dirigente del partido no puede dar órdenes a sus compañeros de partido más veteranos: el resto del partido en el gobierno y en el parlamento necesita sentirse comprometido con las propuestas del manifiesto, con lo cual se hacen necesarias muchas consultas. Hablé de esta cuestión con Cecil Parkinson y ambos convinimos en que Geoffrey Howe era la persona adecuada para supervisar el proceso de elaboración del manifiesto. Nunca ha habido un creyente más devoto en las virtudes de las consultas que Geoffrey. Había sido necesario excluir a Hacienda del Gabinete de Guerra de las Malvinas, y ahora, naturalmente, se alegró de esta posibilidad de ampliar su papel. Como ministro de Hacienda tenía la veteranía y la experiencia necesarias para supervisar el trabajo político requerido. Vista en retrospectiva, esta medida fue acertada en cuanto a uno de sus objetivos —el de reducir mi carga de trabajo— pero, como se verá, dio lugar a considerables inconvenientes. En 1987 decidí supervisar yo misma la preparación del manifiesto.
Todo el proceso empezó casi un año antes de las elecciones. El sábado 19 de junio aprobé la creación de grupos para la elaboración de la política del partido, con el encargo de identificar «tareas para la administración conservadora durante el resto de esta década; elaborar propuestas para la acción cuando sea posible; cuando no sea posible, identificar temas para su estudio». En un principio se contempló la creación de once grupos de esta índole, aunque de hecho dos jamás se crearon; abandonamos la idea de un grupo para la «reforma constitucional», porque me parecía que realmente no había nada destacado que decir acerca del tema, y los términos de referencia para «la ampliación de la facultad de elegir» resultaron ser demasiado vagos. (Convenía tratar este tema en detalle entre todos los demás grupos). Los nueve grupos que finalmente creamos cubrían el desempleo, la empresa, cuestiones relativas a la mujer y a la familia, educación, las ciudades y la ley y el orden, la trampa de la pobreza, la Comunidad Europea, las industrias nacionalizadas y el transporte urbano. Decidimos que el presidente de cada grupo debía ser un parlamentario —diputado o par— que contribuiría a seleccionar los miembros del grupo entre personas de mentalidad conservadora del mundo de los negocios, el mundo académico, el voluntariado y la Administración local. Para mantener informado al Gobierno, asesores especiales de los ministros en cuestión asistirían a las reuniones. (Los asesores especiales son cargos políticos y, por lo tanto están libres del deber de neutralidad política que impide el empleo de funcionarios en este desempeño). Las labores administrativas y de investigación las desarrollaban miembros del Departamento de Investigación de Partido Conservador.
En esencia, los grupos políticos tenían dos fines. El primero y más importante era involucrar al Partido en su totalidad en nuestros planes para el futuro. Creo que este objetivo se cumplía. El segundo era generar nuevas ideas para el manifiesto y, desgraciadamente, en este aspecto fracasaron. Por una razón o por otra se tardó demasiado en encontrar presidentes apropiados y el correcto equilibrio de miembros en los grupos. No fue hasta octubre o noviembre de 1982 cuando los grupos se pusieron realmente a trabajar; en un principio, habíamos creído con mucho optimismo que podrían ponerse en marcha en julio. Estaba previsto que entregaran su material a finales de marzo de 1983, pero por aquel entonces los que estábamos en el Gobierno ya hacía tiempo que habíamos empezado nuestro propio trabajo de elaboración de una línea política. Otro problema es la vanidad humana de querer demostrar que se va con ventaja. Con demasiada frecuencia sus propuestas se filtraron a la prensa. De hecho, The Times publicó una detallada relación del informe del grupo de Política Educativa.
El caso es que las propuestas realmente audaces que haya en un manifiesto sólo pueden desarrollarse a lo largo de un considerable período de tiempo. Recurrir a ideas brillantes pensadas en el último momento supone correr el peligro de producir un manifiesto incoherente e irrealizable. De modo que, al final, el trabajo real para el manifiesto de 1983 se tuvo que hacer en el Número 10, y por los ministros en sus departamentos.
Por su cargo de jefe de mi Unidad Política[30] en el Número 10, y por sus dotes personales, Ferdy Mount estaba maravillosamente situado para redactar el borrador del manifiesto. Podía ver cómo pensaban los ministros por los documentos llamados «Mirada hacia adelante» que yo había recibido a finales de 1982. El siguiente paso se dio en febrero de 1983, cuando Geoffrey Howe escribió a sus colegas del Consejo pidiéndoles que le remitieran sus sugerencias para el manifiesto antes de finales de abril. Sus propuestas serían aceptadas, modificadas o rechazadas por un grupo más reducido de ministros y asesores directamente responsables ante mí. Hacienda controlaría muy de cerca el coste de cada propuesta —otra ventaja de la estrecha participación de Geoffrey—, con el resultado de que durante las elecciones pudimos decir que todas nuestras propuestas habían sido tenidas en cuenta en el último Libro Blanco del Gasto Público. Dado que esperábamos que el contraste entre la prudencia conservadora y la prodigalidad laborista sería un tema central en la campaña, esto tenía sentido político, además de económico.
Ferdy, Geoffrey Howe y el asesor especial de Geoffrey, Adam Ridley, colaboraron intensamente en la elaboración del primer borrador de Ferdy en marzo y principios de abril. A continuación, el fin de semana del 9 al 10 de abril, se les unieron Cecil Parkinson, Keith Joseph, Norman Tebbit, David Howell y Peter Cropper (director del Departamento de Investigación del Partido Conservador), y en ese momento se analizaron a fondo las propuestas de los diferentes departamentos. Para finales de abril teníamos un borrador bastante completo, sobre el que trabajé con Geoffrey, Cecil, Ferdy y Adam en Chequers el domingo 24 de abril. Poco después, el comité asesor del partido para la elaboración de líneas políticas, con Keith Joseph como presidente, se reunió para darle el sello de aprobación del partido; curiosamente, a la vista de los acontecimientos posteriores, las principales críticas provenían de los dos representantes del Comité 1922[31], que pensaban que no estábamos haciendo todo lo necesario para cambiar los tipos de interés. El miércoles 4 de mayo se enviaron capítulos del borrador del manifiesto a ministros concretos, para su comprobación y aprobación. Luego se introdujeron unos pocos cambios finales en mi última reunión de estrategia preelectoral, el domingo siguiente en Chequers, tras lo cual estaba listo para mandarse a imprimir. Finalmente lo corregimos en una reunión no oficial del Consejo.
Las promesas más importantes del manifiesto se distribuían en tres grupos. En primer lugar, prometíamos acelerar la privatización, que era fundamental para nuestro planteamiento económico. En caso de ganar las elecciones, nos comprometíamos a vender British Telecom, British Airways, una parte considerable de British Steel, British Shipbuilders, British Leyland y el mayor número posible de aeropuertos británicos. Las prospecciones petrolíferas de British Gas en el mar también se privatizarían y se haría entrar capital privado en la Compañía Nacional de Autobuses. Este era un programa ambicioso: mucho más amplio de lo que jamás hubiéramos creído posible cuando ganamos las elecciones sólo cuatro años antes.
El segundo grupo importante de promesas tenía que ver con la reforma sindical. Aprovechando las consultas realizadas para nuestro Libro Verde de la Democracia Sindical, prometimos legislar en el sentido de hacer obligatorio el sufragio para la elección de los gestores sindicales, y también para la convocatoria de huelgas (sin el cumplimiento de este requisito previo, los sindicatos perderían su inmunidad ante la ley). Como ya he mencionado también había un cauteloso compromiso de considerar una posible legislación sobre recluta política de los sindicatos y sobre las huelgas en los servicios esenciales. La cautela estaba justificada. En un momento en el que el Partido Laborista prometía revocar nuestras anteriores reformas sindicales, nosotros seguíamos adelante con nuevas reformas: el contraste era enorme, y estábamos seguros de que los votantes se percatarían de ello.
El tercer grupo de importantes propuestas se refería a la Administración local. En especial, prometíamos suprimir el Consejo Municipal del Gran Londres y los Consejos de los Condados Metropolitanos, devolviendo sus funciones (que ya habíamos restringido) a consejos más próximos a los ciudadanos: los municipios, en el caso de Londres, y los distritos en las demás zonas metropolitanas. La propuesta sorprendió a casi todos y posteriormente se describió como una medida de última hora, de elaboración imprecisa. La verdad era bien distinta. El año anterior un comité del Gabinete había estudiado el tema muy a fondo y recomendado la eliminación, pero experiencias previas de filtraciones me aconsejaron no plantear la cuestión ante el Consejo de Ministros para una decisión final hasta poco antes de las elecciones. También prometimos introducir restricciones en los impuestos municipales, con una legislación que nos permitiera poner límites al despilfarro en municipios con un alto índice de gastos, en beneficio de los contribuyentes locales y de la economía más general.
Aunque el manifiesto suponía un paso adelante en nuestro programa, la verdad es que no resultaba un documento apasionante. Los primeros años de Administración conservadora se habían visto dominados por la lucha contra la inflación y por otro tipo de lucha en el Atlántico Sur. Por muy grandes que fueran los logros, ni la economía ni la defensa son el tipo de temas que generan material estimulante para un manifiesto. La política social es otra cosa, pero sólo acabábamos de empezar a dirigir nuestra atención hacia este campo, que se haría cada vez más importante a lo largo de los próximos dos mandatos. Y, al menos en esta ocasión, Geoffrey Howe resultó ser demasiado prudente. Me sentí algo decepcionada, aunque desde un punto de vista táctico veía que tenía sentido que produjéramos un manifiesto insípido y nos centráramos en la denuncia del extremismo laborista. Quizá la característica más importante del manifiesto fuera lo que no estaba incluido en su contenido. No prometía un cambio de dirección, ni un descenso de la velocidad. No daba cuartel a los abogados del socialismo y del corporativismo. En el prólogo exponía mi visión de Gran Bretaña y los británicos:
[…] una gran cadena humana que se extiende hacia el pasado y en dirección al futuro. Todos están unidos por una creencia común en la libertad y en la grandeza de Gran Bretaña. Todos son conscientes de su propia responsabilidad a la hora de contribuir a ambas.
¿Estaba en lo cierto al creer que éste era el espíritu del momento? ¿O era el socialismo lo que la gente quería de verdad? El electorado no tardaría en darnos su respuesta.
D-21 A D-14
En Gran Bretaña la campaña electoral sólo dura unas cuatro semanas, normalmente menos. Para fines de planificación en las elecciones siempre empleábamos el llamado «sistema D- (menos)», numerando cada día en una cuenta atrás hasta el Día D: el día mismo de las elecciones. El período más intenso de la campaña empieza a partir del D-21, que en este caso era el jueves 19 de mayo. Inauguramos nuestra campaña el D-20, viernes 20 de mayo, dos días después de la publicación del manifiesto. El primero de nuestros cinco espacios electorales se emitió por televisión el D-23.
No fue una buena semana para Francis Pym. En respuesta a una pregunta planteada en Question Time (Tiempo de Preguntas) de la BBC, dijo que en su opinión «los triunfos electorales aplastantes no suelen producir gobiernos muy afortunados». Naturalmente, la gente dedujo que no quería que ganáramos por una gran mayoría. Por supuesto, esto era muy cómodo para los que ocupaban escaños seguros, como el propio Francis. Pero resultaba bastante molesto para los candidatos conservadores más marginales y para quienes esperaban obtener su escaño a costa de otros partidos. Y dado que la complacencia probablemente fuera nuestra peor enemiga en la campaña, este comentario estaba fuera de lugar.
La primera conferencia de prensa de la campaña tuvo lugar el viernes 20 de mayo. Geoffrey Howe desafió a los laboristas en el tema del coste de las propuestas por ellos presentadas en su manifiesto y dijo que si no los publicaban lo haríamos nosotros. Era el primer planteamiento de un tema de campaña que resultó muy eficaz. Patrick Jenkin continuó con una llamada de atención a los planes laboristas de nacionalizar y regular la industria. Hubo una serie de preguntas acerca de la economía. Pero inevitablemente, lo que la prensa realmente quería saber era qué pensaba yo acerca del comentario de Francis. Lo habíamos visto venir y yo había comentado lo que debíamos decir en la sesión informativa de esa mañana. Francis había sido jefe de los whips[32] con el primer ministro Ted Heath, y aproveché ese hecho como base para mi respuesta:
Yo no creo que tuviera problemas para manejar un triunfo electoral aplastante. Creo que el comentario al que se refieren era producto de la prudencia natural de un jefe de whips. La prudencia de un ex jefe de whips. Ya saben que hay un club de jefes de whips. Son gente muy insólita.
Abandoné la conferencia de prensa para emprender la primera gira de mi campaña, en la zona oeste del país. A las once menos cuarto de la mañana abandonamos la sede central del partido para dirigirnos a la Estación Victoria, y desde allí seguimos en tren a Gatwick para coger el vuelo a St. Mawgan, Cornualles. Se nos unió un grupo de unos cuarenta o cincuenta periodistas, y viajamos todos juntos en la parte trasera del avión. Fue un agradable día de campo. Visité el mercado de pescado de Padstow Harbour y seguí hasta Trelyll Farm, cerca de Wadebridge. Allí me sorprendió la prensa. Estaba sobre un montón de hierba cortada y el fotógrafo del Daily Mirror me pidió que cogiera unos manojos para la foto. No vi nada malo en ello, así que le hice el favor. Él tomó su fotografía, y al día siguiente apareció ésta con el siguiente pie de foto: «Que coman hierba». No conviene cooperar tanto con la prensa.
El lunes 23 de mayo (D-17) mi campaña empezó en serio. Abrimos, como siempre, con una reunión informativa para preparar la conferencia de prensa de esa mañana; en la reunión dedicamos algún tiempo a hablar de la publicidad del partido. Saatchi & Saatchi había concebido una campaña muy brillante en 1979. Sus anuncios y carteles de 1983 no eran tan buenos, aunque había sus excepciones. Un anuncio comparaba el manifiesto del Partido Comunista y el del Laborista imprimiendo una lista de compromisos idénticos de ambos partidos. Era una lista larga. Un segundo cartel presentaba los catorce derechos y libertades que el votante perdería si ganaban los laboristas y cumplían con su programa. Otro cartel, dirigido a las minorías étnicas con el lema «Los laboristas piensan que es negro, los conservadores piensan que es británico» causó cierta polémica. Pero a mí me pareció absolutamente correcto. Sí impuse mi veto a uno que mostraba una foto especialmente poco favorecedora de Michael Foot bajo el lema «Con los conservadores todos los jubilados se benefician». Quizá fuera una correcta observación política, pero no me gustan los ataques personales.
Mi discurso de esa noche lo pronuncié en el Ayuntamiento de Cardiff. Era un discurso largo, que se alargó todavía más, para ganar en vitalidad, cuando me salí del texto, algo que siempre parece ayudar en los discursos. Toqué todos los principales temas electorales —puestos de trabajo, sanidad, pensiones, defensa—, pero mis pasajes preferidos eran los referidos a los planes laboristas para el ahorro:
Bajo un gobierno laborista, prácticamente no hay ningún sitio donde pueda uno depositar sus ahorros y tenerlos a buen recaudo del Estado. Quieren nuestro dinero para invertirlo en socialismo estatal, y están empeñados en conseguirlo. Si metemos los ahorros en un banco, ellos lo nacionalizan. Si los depositamos en un fondo de pensiones o una empresa de seguros de vida, el gobierno laborista les obligaría a invertir el dinero en sus propios proyectos socialistas. Si escondemos el dinero en un calcetín, lo más probable es que acabasen nacionalizando los calcetines.
Ese martes había regresado temprano del recorrido diario a fin de prepararme para una sesión de preguntas y respuestas con Susan Lawley en el programa Nationwide (A Todo el País). Por desgracia, la entrevista degeneró en una discusión sobre el hundimiento del General Belgrano.
La izquierda pensaba que estaba ganando puntos al mantener la atención del público sobre este tema, aprovechándose de discrepancias menores para apoyar su teoría de un gobierno despiadado y ansioso de sangre. Esto no sólo era despreciable, también resultaba estúpido. La inmensa mayoría de los votantes aceptó nuestro punto de vista de que lo primero era proteger las vidas de los británicos. En el tema del Belgrano, como en todo lo demás, las obsesiones de la izquierda estaban en desacuerdo con sus intereses. Pero el episodio entero me pareció desagradable.
El miércoles 25 de mayo fue un día difícil para ambos partidos, aunque sufrimos muchos menos daños que los laboristas. El Partido Laborista se mostró tan ineficaz durante la campaña que los periódicos, en un desesperado intento por conseguir cosas interesantes, se centraron fundamentalmente en la filtración de documentos. El principal motivo de interés en esta ocasión había sido la filtración de un borrador para un informe del Civil Service Select Committee (comité escogido de funcionarios públicos), que atacaba nuestra política económica. Cecil Parkinson se puso en contacto con Edward du Cann, presidente del Comité, quien rápidamente publicó una declaración señalando el hecho de que el informe no había sido aprobado por el comité. Era típico de la falta de pegada del Partido Laborista que desperdiciaran totalmente esta oportunidad de ponernos en evidencia, y prefirieran dedicar su conferencia de prensa de esa mañana a «temas de la mujer». Estábamos asombrados. Mientras bromeábamos al respecto les dije a mis compañeros masculinos en la sesión informativa: «si se salen con la suya, pronto vais a ser vosotros quienes deis a luz a los niños».
Nuestra conferencia de prensa de ese día, aunque supuestamente iba a tratar sobre temas de defensa, de hecho se dedicó a la denuncia de que nuestro candidato por Stockton South había sido miembro del National Front. Lo había abandonado hacía algunos años, y ahora mantenía que era un conservador ortodoxo y que lamentaba su pasado. Desde nuestro punto de vista, la cosa no pasaba de mera dificultad periférica, pero algunos periodistas de izquierdas parecían considerarse a sí mismos como una especie de Woodward y Bernstein, los periodistas del Watergate, luchando contra el establishment. Nuevamente sirvió para distraer la atención del Partido Laborista de los temas de verdadero interés para el electorado.
En ese momento el Partido Laborista tenía graves problemas. Ese mismo día —el mismo que nosotros habíamos elegido para dedicar a defensa— Jim Callaghan pronunció un discurso en Gales en el que rechazaba el desarme nuclear unilateral. Los periódicos estaban llenos de declaraciones contradictorias sobre de la postura de los laboristas con respecto a las armas nucleares. Incluso entre los diputados laboristas más importantes había confusión: se podía elegir entre Michael Foot, Dennis Healey y John Silkin, ya que cada uno parecía tener su propia política defensiva. En nuestra conferencia de prensa y a lo largo de toda la campaña Michael Heseltine se mostró devastador en sus críticas a la política de los laboristas.
Siempre fui consciente de que había unos pocos temas en los cuales el Partido Laborista resultaba especialmente vulnerable; temas en los que defendían políticas irresponsables y a los que el público otorgaba una gran importancia. Eran cuestiones claves. Una de ellas era el tema de la defensa. Otra era el gasto público, en el que los votantes siempre albergan la sospecha de que los laboristas gastarán demasiado y cobrarán demasiados impuestos. Por esa razón tenía un gran interés en que Geoffrey Howe calculara el coste de las promesas laboristas de forma más completa de lo normal. El resultado fue un excelente análisis de veinte folios, donde se demostraba que los planes de los laboristas suponían un aumento en los gastos del Parlamento de entre 36.000 y 43.000 millones de libras; la última cifra era casi igual al total de la recaudación tributaria en ese momento. La credibilidad económica de los laboristas jamás se recuperó. De hecho, el derroche de los laboristas ha sido su talón de Aquiles en todas las elecciones en las que he luchado: lo cual es una razón más para que un gobierno conservador gestione los asuntos económicos del país con prudencia.
Ese miércoles mi gira electoral me llevó al este de Inglaterra, viajando en avión y en autobús. Hacía un día precioso. Pasé parte de la jornada haciendo campaña en East Dereham, en Norfolk, para Richard Ryder. Como ya he señalado, Richard había sido secretario político mío, y estaba encantada de poder ayudarle. Y claro está, su mujer, Caroline, también había trabajado para mí. Casi una ocasión familiar. Me dirigí a una multitud en la plaza del mercado, que estaba repleta de gente. También había unos cuantos provocadores, lo cual hizo que fuera más divertido. Me lancé a un clásico discurso de campaña rural. Después alguien me dijo que encima de la tribuna donde me había colocado para el discurso había un gran cartel que anunciaba una película llamada La misión.
D-14 A D-7
El jueves 26 de mayo (D-14) los sondeos de opinión recogidos en la prensa nos auguraban una ventaja de entre un 13 a un 19 por ciento sobre los laboristas. El principal peligro a partir de ahora sería la complacencia entre los votantes conservadores, más que cualquier intento desesperado por parte de los laboristas por volver a escena.
El jueves resultó ser otro día agradable de campaña tradicional, esta vez en Yorkshire. Un momento destacado fue la comida en el fish and chips de Harry Ramsden —«el fish and chips más grande del mundo libre»— en Leeds. Disfruté enormemente, pero fue bastante caótico, con los cámaras poniéndolo todo patas para arriba ante el sobresalto de los comensales.
Esa tarde hablé en el Royal Hall, en Harrogate, centrándome en un tema esencial dentro mi estrategia política. La turbulencia de la política de los años setenta y ochenta había revolucionado las pautas establecidas de la política británica. La desviación de los laboristas hacia la izquierda y el extremismo de los sindicatos había decepcionado y fraccionado sus propias bases de apoyo. Ni los socialdemócratas ni los liberales lograban comprender la importancia de lo que estaba ocurriendo. Se dirigían a la izquierda de clase media, especialmente a quienes trabajaban en el sector público, sospecho que probablemente porque Roy Jenkins y Shirley Williams buscaban instintivamente a los de su propia clase, permitiendo que esta tendencia instintiva se impusiera a su objetividad. De hecho, los partidarios laboristas más numerosos e insatisfechos pertenecían a la creciente clase trabajadora y media baja; las mismas personas que Ronald Reagan estaba conquistando en Estados Unidos, a quienes se llamaba los «demócratas de Reagan». Se estaban beneficiando de las oportunidades que nosotros habíamos puesto a su disposición, especialmente la venta de casas de protección oficial; y lo que es más importante, compartían nuestros valores, incluyendo una fuerte creencia en la vida familiar y un intenso patriotismo. Ahora teníamos la oportunidad de atraerlos a la opción conservadora, y mi discurso en Harrogate iba orientado precisamente a este fin:
En este país las cosas en las que la mayoría de nosotros creemos son más numerosas que las cosas que nos dividen. Hay gente de toda condición que comparte nuestros puntos de vista, pero que no nos han votado en el pasado. En estas elecciones nos jugamos tantas cosas que creo que debéis decirles: el Partido Laborista hoy en día ya no es el partido al que apoyabais. Ya no representa las tradiciones y las libertades que hicieron que éste fuera un gran país. Es el Partido Conservador el que se ha mantenido fiel a esas tradiciones y libertades.
En general, a los políticos no les gustan las elecciones. Pero una ventaja es que durante el desarrollo de la campaña ves muchos aspectos del país que de otra manera quedarían ocultos en informes y memorandos. Por ejemplo, ningún informe oficial podría transmitir la emoción de la visita a las fábricas de electrónica avanzada de los alrededores de Reading que hice aquel viernes. También fue mi primer encuentro con el teléfono portátil.
A mi vuelta a Londres ya se había producido otro increíble avatar en la campaña de los laboristas. El secretario general del Partido Laborista, Jim Mortimer, puso en conocimiento de un grupo de asombrados periodistas que «el punto de vista unánime del comité de campaña es que Michael Foot es el líder del Partido Laborista». Con declaraciones cómo ésta uno se preguntaba cuánto durarían ambos en sus cargos.
Esa tarde yo tenía mis pensamientos puestos en la próxima cumbre económica del G7 en Williamsburg, para la cual tendría que desplazarme a Estados Unidos el sábado a mediodía. El presidente Reagan tenía un gran interés en que yo estuviera allí. Me había enviado un mensaje el 10 de mayo para decirme que lo entendería perfectamente si no podía acudir a Washington para asistir a una reunión bilateral previa a la cumbre, pero que esperaba que pudiera ir a Williamsburg. El mensaje concluía:
Te deseo el mayor éxito en las elecciones, y que consigas otro mandato en que seguir adelante con la política valiente y de principios que has emprendido.
Sobre todo, quería que yo ganara, al igual que yo siempre quise que ganara él. Recibí un informe, de cuya autenticidad no tenía motivos para dudar, en el sentido de que el presidente había dicho que no se me debía someter a ninguna presión en un sentido u en otro para que yo asistiera a la cumbre. «Demonios», me comunicaron que había dicho, «lo importante es que salga reelegida». Yo compartía su análisis.
Fueran cuales fueran sus implicaciones electorales para mí, no había duda de que la cumbre de Williamsburg tenía una gran importancia internacional. El presidente Reagan estaba resuelto a que fuera un éxito. En anteriores cumbres del G7 la libertad para la auténtica discusión se había visto algo limitada debido a que se redactaba un borrador de comunicado incluso antes de que se reunieran los líderes. En esta ocasión los norteamericanos insistieron en que habláramos primero y elaboráramos el borrador después, lo cual, por muy inconveniente que les resultara a los funcionarios, era mucho más sensato. Pero me llevé un borrador británico por si hacía falta.
El ambiente en Williamsburg era excelente, no sólo gracias al radiante buen humor del presidente, sino también por el lugar en sí. Cada jefe de Gobierno se alojaba en una casa distinta de los alrededores de esta restaurada ciudad virginiana. Los amables ciudadanos nos dieron la bienvenida ataviados con trajes coloniales al estilo antiguo. Era un contraste completo respecto al ambiente quizá excesivamente lujoso de Versalles.
Mantuve una larga conversación a solas con el presidente. Cubrimos un amplio espectro de temas: desde las negociaciones para el desarme nuclear hasta el estado de la economía norteamericana y las tendencias proteccionistas del Congreso de los Estados Unidos: un tema que nos causaba cada vez mayor preocupación. Posteriormente, mantuve una conversación breve pero importante con el primer ministro Nakasone de Japón. Lo había conocido cuando visité su país en calidad de líder de la oposición. Puede que fuera el más inteligible y «occidental» de los dirigentes japoneses de mi época como primera ministra; mejoró el perfil de su país y fomentó estrechos vínculos con Estados Unidos. En esta ocasión, mi interés principal era instar a que Nissan acabara de decidirse a invertir en Gran Bretaña, lo cual esperaba que fuera a generar miles de puestos de trabajo. Comprensiblemente, la postura del señor Nakasone era que la decisión atañía a la empresa. Aquí debería añadir que en la prensa británica se decía que Nissan no habría seguido adelante con su inversión si los laboristas hubieran ganado las elecciones. La empresa lo negó públicamente, pero probablemente fuera cierto.
Los dos objetivos principales que el presidente Reagan y yo compartíamos de cara a la cumbre eran la reafirmación de políticas económicas correctas y una manifestación pública de nuestro apoyo unánime a la postura de la OTAN respecto al control armamentista, especialmente respecto al despliegue de misiles Cruise y Pershing II. Introduje el debate sobre control de armas en la comida del sábado. De hecho, esa misma mañana ya teníamos lo que todos considerábamos como un satisfactorio borrador de comunicado. Había que tener en cuenta la postura de Francia —que no pertenecía a la estructura de mando de la OTAN—. Pero el presidente Mitterrand dijo que no difería del fondo de nuestra propuesta. De hecho, planteó una enmienda que pudimos aceptar, dado que fortalecía la línea que queríamos seguir. Aunque parece poco probable que el presidente Mitterrand lo viera así.
Pierre Trudeau de Canadá sí tenía problemas con la línea dura en el terreno de la disuasión, y nos instó a todos a que fuéramos «más suaves» con la Unión Soviética. A continuación él y yo protagonizamos un intercambio de opiniones que posteriormente le describí en una carta como «bastante animado». Al final, redactamos un texto altamente satisfactorio sobre el control armamentista.
El texto sobre economía también resultó bastante satisfactorio, excepto algunos términos algo ambiguos referentes a la coordinación de los tipos de cambio. En un momento dado el presidente Mitterrand se había dejado tentar por la grandilocuencia al hablar de un «nuevo Bretton Woods», con lo cual se refería al sistema de tipos de cambio fijos que rigió entre 1944 y 1973. Pero no insistió en el tema en Williamsburg.
Volví a casa en el vuelo nocturno de British Airways, segura de que el resultado de la cumbre reforzaba mi planteamiento de los importantísimos temas electorales de defensa y economía. Esta cumbre también marcaba un cambio en la relación entre el presidente Reagan y los demás dirigentes. Puede que anteriormente los demás hubieran admirado su elocuencia y su amor por los principios, pero en ocasiones habían desconfiado de su dominio de los detalles. Yo misma había sentido cierta preocupación a este respecto en ocasiones anteriores. Pero no esta vez. Estaba claro que había hecho los deberes. Se sabía todos los datos y las cifras al dedillo. Dirigió las conversaciones con gran habilidad y aplomo. Consiguió todo lo que quería conseguir en la cumbre, a la vez que permitía que todos creyeran que habían logrado al menos una parte de lo que ellos querían, y todo con una enorme afabilidad. Lo que el presidente Reagan demostró en Williamsburg era que tanto en cuestiones internacionales como nacionales era un gran político.
El lunes 30 de mayo era fiesta. Ese día Denis Healey publicó lo que el Partido Laborista calificó como el «auténtico» manifiesto conservador, un asunto absurdo, lleno de mentiras, medias verdades y alarmas tomadas de informes sobre documentos filtrados, especialmente el documento sobre gasto público del CPRS, grupo de seguimiento de la política central, y todo con adornos imaginativos. No me sorprendió. Los laboristas ya habían probado esta táctica en 1979, y entonces tampoco había funcionado. Una vez más, los laboristas no trabajaban en pro de los intereses del electorado, sino para sus propias obsesiones. No lograban entender que la propaganda jamás puede convencer a la gente de lo increíble. Aunque en el caso de la prensa sí que parece posible el empeño.
La tarde del martes estaba previsto que yo hablara en el George Watson’s College en Edimburgo. Mi idea era aprovechar la ocasión para informar sobre Williamsburg y defender nuestro historial en los servicios sociales. Pero tras repasar el material que ya habíamos escrito, me di cuenta de que aún nos quedaba mucho trabajo por hacer y al final se acabó redactando con una prisa tremenda, como frecuentemente ocurre con mis discursos. Varios pasamos la tarde previa al discurso de rodillas en mi habitación del Hotel Caledonian, pegando trocitos del discurso con papel celo. Más tarde volamos a Inverness, donde pasamos la noche. Nos dio la serenata una gran multitud de manifestantes, cantando a la puerta del hotel.
Al día siguiente (miércoles 1 de junio, D-8) di una conferencia de prensa, concedí entrevistas a la televisión, visité dos fábricas escocesas, volé a Manchester, visité una panadería en Bolton y una fábrica de cerveza en Stockport, y regresé a Londres para empezar a trabajar en otro discurso. No me suele afectar la presión del trabajo ni los ataques por parte de mis oponentes. Pero este día fue diferente. Denis Healey hizo un comentario de mal gusto en el sentido de que me había «regodeado en las matanzas» de la guerra de las Malvinas. Me sentí molesta y dolida. Habíamos tomado una decisión consciente de no tocar el tema de las Malvinas en la campaña, y no habíamos hecho nada para convertirlo en tema de discusión. El comentario dolió y ofendió a muchos —no todos conservadores— y en especial a los parientes de aquellos que habían luchado y muerto en la guerra. Posteriormente el señor Healey se retractó a medias: su intención había sido decir «conflicto» y no «matanzas» —una aclaración que no cambiaba nada—. Neil Kinnock volvió sobre el tema unos días después, de manera aún más ofensiva, si ello era posible. Estos comentarios eran muy reveladores, por su propia estupidez: de hecho, perjudicaron enormemente a los laboristas. No partían del cálculo político, sino de las zonas más zafias y brutales de la imaginación.
D-7 A DÍA D
No obstante, en la conferencia de prensa de la mañana del jueves se siguió hablando del General Belgrano, y no pude ocultar mi irritación ante la incapacidad de algunos periodistas para entender la dura realidad de la guerra. Dije lo siguiente:
Me parece absolutamente asombroso que la única alegación que ustedes tienen contra mí es que de hecho cambié las reglas de enfrentamiento con aprobación del Gabinete de Guerra, a fin de permitir que se hundiera un barco que suponía un peligro para nuestras fuerzas.
El viernes, después de la conferencia de prensa, Cecil y yo teníamos que decidir si necesitábamos una campaña publicitaria a gran escala en la prensa para el fin de semana. Dos sondeos de opinión de ese mismo día indicaban que llevábamos una ventaja sobre los laboristas de un 11 y un 17 por ciento. Parecía que podíamos cantar victoria. Pero muchos votantes se deciden en la última semana, algunos incluso de camino a las urnas, de modo que yo siempre he sido muy prudente en las campañas. Cecil era igual de veterano en las elecciones, y en un principio pensamos publicar costosos anuncios de tres páginas en los periódicos del domingo. Pero decidimos correr un riesgo y ahorrar dinero, reduciendo los anuncios a un formato más económico de dos páginas. Aquí mis cálculos políticos coincidían con mi intuición de hija de un tendero de Grantham. El despilfarro obvio es mala publicidad.
Pasé el sábado (D-5) haciendo campaña en Westminster North, para después seguir a los distritos de Ealing y Hendon, próximos al mío. Hice campaña en Finchley durante la mayor parte de la tarde y después fui a apoyar a nuestro candidato en Hampstead y en Highgate.
De regreso al Número 10, empecé a trabajar casi inmediatamente en el discurso que tenía previsto pronunciar al día siguiente en la Concentración Juvenil que celebramos en el Centro de Congresos de Wembley. Mis redactores de discursos y yo trabajamos hasta bien entrada la noche, haciendo un alto para cenar algo caliente, que serví en la cocina aprovechando la gran cantidad de comida precocinada y congelada que siempre guardaba para estas ocasiones. Un pastel de carne y patatas y un vaso de vino ayudan mucho a subir la moral. La redacción de mis discursos era una importante actividad política para mí. Como dijo uno de mis redactores: «Nadie escribe discursos para la señora Thatcher, los escribimos con la señora Thatcher». Cada palabra escrita pasa por la trituradora de mi crítica antes de ser incluida en un discurso. Estas son ocasiones para pensar creativa y políticamente, y para elaborar temas más amplios en los que encajan políticas más concretas. Con frecuencia me descubrí recurriendo a frases e ideas de estas sesiones en momentos de improvisación, respondiendo a preguntas en la sesión de preguntas al primer ministro y en entrevistas para la televisión. Todo ello me ponía a cubierto de los riesgos inherentes al largo desempeño de la función pública: a nadie se le ocurrió nunca acusarme de tener mentalidad de funcionario. (Eran ellos quienes tenían que pensar igual que yo). Estas ocasiones con frecuencia se prolongaban hasta altas horas de la noche, y posiblemente puedan describirse como tensas pero divertidas.
Lo mismo cabría decir de la Concentración Juvenil. Algunos de los críticos más rancios se ofendieron por las bromas del cómico que actuó antes de que yo saliera al escenario. Lo que realmente les ofendía era el amplio atractivo social del nuevo Partido Conservador, demostrado tanto por la gente poco convencional que había encima del escenario como fuera de él. Como dijo un punk a un periodista: «Más vale la Dama de Hierro que todos esos señores de cartón».
Uno de los sondeos del domingo indicó que por primera vez la Alianza había dejado atrás a los laboristas. Esto generó un nuevo ambiente y una nueva incertidumbre en los últimos días de campaña. Pero personalmente jamás creí que la Alianza ganaría a los laboristas, aunque no sería porque no se esforzaran en ello los dirigentes laboristas, con todos sus errores.
Presidí nuestra última conferencia de prensa de la campaña el miércoles por la mañana (D-l), acompañada por más o menos el mismo equipo que había lanzado el manifiesto. Entre los periodistas reinaba un ambiente de fiesta de fin de curso, y nosotros estábamos tan confiados que pudimos compartirlo. Dije que los temas vitales en los que los electores tendrían que elegir entre los partidos eran la defensa, los puestos de trabajo, los servicios sociales, la propiedad de la vivienda y el imperio de la ley. Tenía interés en responder a la acusación de que una gran mayoría conservadora nos llevaría a abandonar nuestras políticas del manifiesto y perseguir un «programa oculto» de tipo extremo. Sostuve que una gran mayoría conservadora de hecho haría algo bastante diferente: sería un golpe para el extremismo dentro del Partido Laborista. Y creo que ése era el verdadero tema de fondo de las elecciones de 1983.
El propio día de las elecciones es un momento curiosamente frustrante. Yo siempre votaba temprano y después visitaba las salas del comité de Finchley, en cada una de las cuales se estaría recibiendo información acerca de cuáles de nuestros partidarios conocidos habían acudido a votar; más adelante los voluntarios del partido visitarían a los que no hubieran votado para animarles a ir a los colegios electorales. Todos los sondeos de opinión predecían una aplastante mayoría conservadora. Pero yo he vivido demasiadas sorpresas electorales como para dar estas cosas por supuestas.
El recuento de Finchley se efectúa en el ayuntamiento de Hendon. El resultado tardó en llegar debido a la cantidad de candidatos deseosos de conseguir publicidad para su causa enfrentándose a mí. Se retrasó aún más en esta ocasión porque uno de ellos logró que se hiciera un nuevo recuento. (Mi mayoría resultó finalmente de 9.314 votos). No fue hasta primera hora de la mañana siguiente cuando se declaró mi resultado y entré a formar parte del Parlamento por octava vez.
Mientras esperaba que acabara mi propio recuento vi los resultados nacionales conforme iban apareciendo en la televisión. Los tres primeros no fueron especialmente alentadores: tanto en Torbay como en Guildford el voto de la Alianza había aumentado considerablemente, aunque nosotros nos quedábamos con los escaños. A continuación llegaron noticias peores: perdimos Yeovil a manos de los liberales. Pero el cambio decisivo se produjo al poco rato, con el primer distrito arrebatado a los laboristas por los conservadores: Nuneaton. A partir de allí las verdaderas dimensiones de nuestra victoria se fueron haciendo cada vez más claras. Realmente era una victoria aplastante. Habíamos logrado una mayoría de 144 escaños: la mayor obtenida por ningún partido desde 1945.
Regresé a la sede central del Partido Conservador de madrugada. Me recibieron miembros de la plantilla del partido, con aplausos, y les agradecí brevemente sus esfuerzos. A continuación volví al Número 10. Había grandes grupos de gente a la entrada de Downing Street y charlé con ellos como había hecho la tarde de la rendición argentina. Después subí al piso. En las últimas semanas había dedicado algún tiempo a recoger cosas, por si perdíamos las elecciones. Ahora podían volver a amontonarse.