El desarme de la izquierda
Ganar discusiones y formular la potítica para un segundo mandato: 1982-1983
LA ESCENA POLÍTICA, 1982-1983
No resulta exagerado afirmar que el desenlace de la guerra de las Malvinas transformó el escenario político de Gran Bretaña. De hecho, según las encuestas, la opinión pública sobre la actuación del Partido Conservador ya había comenzado a mejorar antes del conflicto, cuando la gente empezó a darse cuenta de que la recuperación económica ya estaba en marcha. Pero el llamado «factor Malvinas», tan popular entre comentaristas políticos y estudiosos de los sondeos de opinión pública, era muy real. Yo sentía los efectos causados por la victoria en todos los lugares a los que iba. Con frecuencia se dice que las elecciones se ganan o se pierden dependiendo del tema económico y, aunque tiene algo de cierto, parece evidente que esto es demasiado simple. En este caso, y sin ninguna instigación por nuestra parte, los británicos vieron una conexión entre la determinación con la que habíamos emprendido nuestra política económica y la que habíamos mostrado durante la crisis de las Malvinas. Recuperarnos de nuestro declive económico formaba parte de la tarea de restablecer la reputación británica; otra parte consistía en demostrar que no éramos de los que se inclinan ante los dictadores. Al dejar atrás la tensión del período en el que el asunto de las Malvinas parecía dominarlo todo, descubrí que la gente empezaba a valorar lo que habíamos logrado en los últimos tres años. En mis discursos resalté nuestros logros, así como el hecho de que nada de aquello hubiese sido posible si hubiéramos seguido la política a la que nos había instado la oposición.
La propia oposición se hallaba dividida entre los laboristas y la nueva «Alianza» del Partido Liberal y el Socialdemócrata. Aunque en aquel momento no lo sabíamos, la Alianza ya había alcanzado su tope de apoyo y nunca pudo recuperar la atmósfera exultante de finales de 1981, cuando estaba a la cabeza de las encuestas y sus partidarios afirmaban que realmente habían «roto el molde» de la política bipartidista británica. El caso es que si hay algo que no consiguen esos partidos que buscan un camino intermedio entre la izquierda y la derecha, son ideas nuevas e iniciativas radicales. Éramos nosotros los que rompíamos moldes, y el molde eran ellos. Los socialdemócratas y los liberales anhelaban todas las políticas fallidas del pasado: políticas salariales, reflación por medio de apoyos fiscales a la demanda y transferencia de un poder mayor a la burocracia europea quitándoselo a los Gobiernos nacionales verdaderamente democráticos. Las directrices del Partido Social Demócrata (SDP) en cuanto a defensa no estaban mal (comparadas con las de los liberales, eternamente tentados por el unilateralismo) y despreciaban el dogma marxista. Pero siempre pensé, y sigo pensándolo, que los líderes del SDP hubieran salido más beneficiados si se hubieran quedado en el Partido Laborista y hubieran desplazado a la extrema izquierda desde dentro. El peligro era que, al dejar el Partido Laborista en manos de su sector más militante, resultaba probable que al restarnos apoyo a nosotros les abrieran las puertas del poder justo a quienes intentaban excluir.
En cuanto al Partido Laborista, mantuvo un giro aparentemente inexorable hacia la izquierda. Michael Foot es un hombre muy culto y de grandes principios, invariablemente cortés en sus relaciones conmigo. Si no pensara que podría ofenderse, diría que es un caballero. Tiene un don especial para los debates y para la tribuna. Pero defendía unas políticas, como el desarme unilateral, la retirada de la Comunidad Europea, la nacionalización radical de la industria y el incremento de poderes para los sindicatos, que no sólo eran catastróficamente inapropiadas para Gran Bretaña sino que además constituían un paraguas bajo el que podían ampararse siniestros revolucionarios deseosos de destruir las instituciones del Estado y los valores de la sociedad. Cuanto más se sabía de la política y los componentes del Partido Laborista, menos gustaban entre el público en general. Yo no me encontraba entre los muchos conservadores que, por aquel entonces, pensaban que la Alianza acabaría desplazando a los laboristas. El socialismo representa una eterna tentación: no hay que subestimar el atractivo potencial del Partido Laborista. Pero no cabía la menor duda de que, con el extremismo que había adoptado bajo el liderazgo de Michael Foot, era más fácil de vencer.
Las encuestas y los resultados de las elecciones parciales confirmaron mis intuiciones: las Malvinas habían fortalecido nuestra posición en el país. En la víspera de la guerra ya habíamos sobrepasado a los partidos de la Alianza en las encuestas. Entre abril y mayo subimos 10 puntos, hasta alcanzar un 41,5 por cierto, muy por delante de todos los demás partidos. Volvimos a subir tras la recuperación de las islas, para después retroceder levemente en la segunda mitad del año. No obstante, sólo en una ocasión, entre ese momento y las elecciones, estuvimos por debajo del 40 por cierto. Nunca hice demasiado caso a lo que las encuestas decían de mí. Lo único que se logra prestando excesiva atención a ese tipo de cosas es distraerse. Pero también era verdad que mi popularidad había aumentado considerablemente según las encuestas.
Ciertamente, el «factor Malvinas» había debilitado a la Alianza y, sumado a un creciente optimismo respecto a las perspectivas económicas, nos ayudó a recuperar a aquellos partidarios conservadores que nos habían abandonado en favor de la Alianza, pensando que suponía una opción más cómoda y moderada. Las encuestas tampoco eran motivo de alegría para el pobre Michael Foot, ni desde el punto de vista de un apoyo global al partido ni desde el de la perspectiva de su posición como líder.
RECUPERACIÓN ECONÓMICA
En aquella campaña electoral la defensa iba a tener una gran importancia política. Sin embargo, no tenía dudas de que el resultado final dependería de la economía. Ya habíamos fijado nuestra dirección económica en el presupuesto de 1981. Un síntoma muy notable de que para aquel entonces las finanzas públicas ya estaban muy saneadas es el hecho de que pudiéramos financiar la guerra de las Malvinas con la Reserva para Acontecimientos Inesperados, sin gravar un sólo penique de impuestos extraordinarios y sin apenas consecuencias en los mercados financieros. La economía ya empezaba a recuperarse y lo hubiera hecho con mayor rapidez si no hubiera sido por las condiciones de inactividad a nivel mundial. El presupuesto de 1982 de Geoffrey Howe estaba diseñado para fomentar esa recuperación ayudando a las empresas, a la vez que impedía la subida de la inflación y de los tipos de interés mediante la reducción de los créditos gubernamentales. La principal medida de ayuda directa a la industria en el presupuesto de 1982 fue la reducción del Recargo del Seguro Nacional (NIS). Más adelante volvimos a efectuar reducciones en la Declaración de Otoño, y lo hicimos de nuevo en el presupuesto de 1983. Aquello contribuyó directamente al recorte de los costes salariales en la industria y ayudó a aumentar el empleo.
Otro medio de fortalecer la industria sin vernos implicados en la inútil tarea de «elegir ganadores» era el de fomentar la aplicación de la nueva «tecnología informática» (IT). Aquello era algo que me interesaba particularmente. Como científica, me fascinaba la tecnología en sí; como apasionada defensora del capitalismo de libre empresa estaba convencida de que, con el marco legal apropiado y una mano de obra cualificada, la IT podría proporcionar más alternativas, generar riqueza y empleo, y mejorar la calidad de vida. Tanto Keith Joseph en Educación como Ken Baker en Industria compartían mi opinión. Decidimos que 1982 sería el Año de la Tecnología Informática y todos nos esforzamos por ampliar los conocimientos sobre lo que se podía conseguir con la IT en los negocios. Por supuesto, fueron los jóvenes quienes adquirieron los nuevos conocimientos con mayor facilidad, y una de nuestras iniciativas más valiosas y apreciadas fue la de introducir un ordenador en todos los institutos de enseñanza media.
Para entonces la pregunta que se nos planteaba ya no era si iba a haber recuperación económica, sino más bien cuánto tardaríamos en lograrla, en qué medida podríamos mantenerla y cuándo comenzarían a bajar las cifras del desempleo. Dado que toda nuestra política económica se basaba en que los políticos y funcionarios no pueden saber todas las respuestas, nunca me entró la tentación de aventurar cifras. Pero hice lo que pude para fomentar la confianza, ya que mientras los elementos fundamentales (finanzas públicas, índices tributarios, etc.) estén saneados, la propia confianza conduce a mayores inversiones y a un mayor consumo, lo cual ayuda a la recuperación. Por ejemplo, el martes 19 de abril de 1983 pronuncié un discurso en la cena anual de la Confederación Británica de Industria (CBI) en el London Hilton. Sólo faltaban unas semanas para las elecciones, aunque aquello era algo que ni el público ni la conferenciante invitada sabían. Les recordé que la última vez que me habían invitado, hacía dos años, había mucho por lo que preocuparse en el estado de la economía:
De hecho, acabábamos de leer una carta abierta que profetizaba perdición y calamidad eternas a no ser que cambiáramos de política. La firmaban nada menos que 364 economistas, suficiente… como para darme un mal consejo por cada día del año excepto el Día de los Santos Inocentes.
Sin embargo, desde entonces los cortes en el NIS habían restituido dos mil millones de libras anuales a las empresas privadas. Los impuestos personales también habían sufrido reducciones, al subir los umbrales más rápidamente que la inflación. Los tipos de interés se encontraban a siete puntos porcentuales por debajo de su techo máximo, lo cual le ahorraba a la industria otros dos mil millones de libras. El tipo de cambio había caído de $2,45 en octubre de 1980 a $1,54, lo cual significaba un estímulo para los exportadores. La producción industrial, la compra de vivienda, las ventas de automóviles, todo iba en ascenso. Había muchas señales de recuperación y, sobre todo, de una recuperación con una base saneada.
Se había logrado controlar los créditos gubernamentales. Se esperaba que el gasto público por fin empezara a perder peso en el PNB, aunque sólo fuera levemente, ahora que la economía volvía a crecer. Nuestras deudas en el extranjero se habían reducido a prácticamente la mitad. Y hubo una fuerte caída de la inflación, que descendió de un 20 por ciento a un 4 por ciento: su nivel más bajo en los últimos trece años. Aquel éxito en la lucha contra la inflación fue el logro en que más hincapié hicimos durante el período previo a las elecciones, sobre todo porque los laboristas pensaban prometer enormes aumentos en los gastos y en los créditos, que nunca podrían financiarse honradamente y que hubieran vuelto a disparar los precios. La mancha negra del historial era, claro está, el desempleo, que se mantenía bastante por encima de los tres millones. Era fundamental que la campaña explicara por qué ocurría aquello y qué íbamos a hacer para solucionarlo. Nuestra capacidad para resolver aquel asunto pondría a prueba no sólo nuestra elocuencia y credibilidad, sino también la madurez y la comprensión del electorado británico.
SINDICATOS
Al contrario que algunos de mis colegas, yo siempre he creído que, en igualdad de condiciones, el nivel de desempleo está relacionado con el alcance del poder sindical. Los sindicatos habían dejado a muchos de sus afiliados sin trabajo al exigir sueldos excesivos para una producción insuficiente, provocando que los productos británicos no resultaran competitivos. De modo que tanto Norman Tebbit, mi nuevo ministro de Trabajo, como yo estábamos impacientes por seguir adelante con la reforma de la ley sindical, que sabíamos que era necesaria y deseada incluso por los sindicalistas.
Norman no perdió el tiempo. Hacia finales de octubre de 1981 buscó la conformidad del Gabinete sobre lo que se convertiría en la Ley del Empleo de 1982. Se cubrirían seis áreas principales.
Elevaríamos considerablemente los niveles de compensación para los despidos injustos en aquellos lugares de trabajo con afiliación sindical obligatoria.
En los lugares de trabajo en los que rigiera la afiliación sindical obligatoria se celebrarían votaciones periódicas para comprobar si dicho sistema seguía contando con el apoyo de los empleados.
Declararíamos ilegal el requisito de pertenecer a un sindicato determinado para obtener un contrato laboral, lo cual discriminaba a aquellas empresas que no tuvieran un sistema de afiliación obligatoria.
En lo sucesivo los empresarios podrían despedir a aquellos que tomaran parte en una huelga u otro tipo de acción laboral sin verse expuestos a demandas por despido injustificado, siempre que se despidiera a todos los participantes en la huelga.
La definición de conflicto laboral legal iba a ser más estricta en varios sentidos, y subsanaría las lagunas de la ley de Jim Prior para limitar la inmunidad en el caso de medidas de apoyo.
Pero las propuestas más importantes de Norman eran las relativas a la ampliación de la inmunidad de los fondos de los sindicatos entonces vigente. Según la Sección 14 de la Ley laborista de Sindicatos y Relaciones Laborales de 1974, los sindicatos gozaban de una inmunidad prácticamente ilimitada frente a demandas por daños y perjuicios, incluso cuando la acción sindical no se hubiese emprendido como consecuencia o prolongación de un conflicto laboral. No podían ser demandados por sus acciones ilegales ni por las acciones ilegales realizadas en su nombre por representantes. No podía permitirse una inmunidad tan amplia. Mientras los sindicatos pudieran acogerse a ella no tendrían incentivos para limitar las medidas laborales a disputas sindicales dentro de un marco legal, ni para fomentar otras medidas. Por lo tanto, Norman propuso que tal inmunidad se redujera y fuera la misma que la de cualquier individuo de acuerdo a nuestra legislación de 1980. Ambas inmunidades se verían aún más limitadas por nuestras propuestas relativas a los requisitos laborales de afiliación obligatoria en los contratos y a los cambios introducidos para restringir la definición de conflicto laboral (cambios que eliminaban la inmunidad en aquellos conflictos que no estuviesen directamente relacionados con salarios y condiciones laborales, y en los que se plantearan entre sindicatos).
Estaba claro que los sindicatos iban a oponer una fuerte resistencia a cualquier medida que les expusiera a juicios por desacato o al pago de daños y perjuicios. Era indudable que declararían que estábamos intentando impedirles que defendieran los intereses de sus miembros. Así que era vital para nosotros explicar lo justo de nuestras propuestas, subrayando que los sindicatos sólo estarían en peligro si actuaban de una forma que no estaba permitida a los demás. Estábamos convencidos de que el público en general lo juzgaría razonable. También propusimos límites a los daños por los que se podía demandar a un sindicato, aunque por supuesto no habría límites a las multas por desacato que podría imponer un tribunal, aspecto que era de suma importancia.
Al principio hubo cierta oposición a las propuestas de Norman dentro del Consejo, y no toda procedente de los sectores previstos. Pero la mayoría estábamos admirados de su audacia. Aunque se marchó para reconsiderar algunos de los puntos allí discutidos, el paquete acordado por el Consejo en noviembre mantenía casi todas las directrices que él quería. Norman anunció nuestras intenciones a la Cámara de los Comunes ese mismo mes. El proyecto de Ley se presentó en febrero del siguiente año y las principales disposiciones de la Ley entraron finalmente en vigor el 1 de diciembre de 1982.
Lejos de ser impopulares, aquellas propuestas pronto empezaron a ser objeto de críticas por parte de algunos sectores que sostenían que no eran lo suficientemente radicales. El SDP intentó abrumarnos pidiendo una mayor implantación del voto secreto obligatorio. Muchos de nuestros partidarios querían que se adoptaran medidas para poner fin a los abusos relacionados con el «impuesto político», una considerable suma que se hacía pagar a los sindicalistas, principalmente en beneficio del Partido Laborista. Había continuas presiones para que hiciéramos algo para impedir que las huelgas afectaran a los servicios básicos, presión que aumentaba cada vez que había una amenaza de huelga en el sector público, como ocurriría con frecuencia durante 1982. Pero no hubiera resultado práctico tratar todos aquellos asuntos a la vez en un solo proyecto de Ley: cada uno planteaba cuestiones complicadas y no podíamos permitirnos ningún error en un terreno tan vital. Yo estaba convencida de que el gran paso dado por Norman respecto a la inmunidad de los fondos de los sindicatos era suficiente por el momento. No obstante, me alegraba de que el clima hubiera cambiado y de que mucha más gente comprendiera los peligros del poder de los sindicatos. Aquella batalla también la estábamos ganando.
Norman y yo mantuvimos otras conversaciones en el verano de 1982. En septiembre me presentó un documento con sus ideas para una nueva legislación de relaciones industriales que se entregaría formalmente al Comité «E», con vistas a su inclusión en el manifiesto. Norman ya había anunciado que consultaríamos con los interesados sobre la legislación que obligaría a los sindicatos a emplear el voto secreto para la elección de sus dirigentes. Hubo un gran apoyo en ambas Cámaras al voto secreto antes de una huelga. Pero estábamos divididos respecto a aquello.
A continuación, los ministros debatieron cuáles habían de ser las prioridades para el próximo documento consultivo. Acordamos que nos centraríamos en los asuntos del voto secreto en la elección de dirigentes sindicales, el voto secreto obligatorio antes de una huelga, y la leva política. Norman tenía sus reservas respecto al empleo del voto secreto antes de una huelga. Con anterioridad habíamos acordado que debía ser voluntario. Además, existían dudas acerca de si el empleo de votos conseguiría realmente reducir la frecuencia y la duración de las huelgas. Pero yo era muy consciente de las grandes ventajas de vincular la reforma sindical al inamovible principio de la democracia y estaba deseosa de ver que las propuestas sobre el voto secreto se expresaran de manera positiva en el documento consultivo.
En enero de 1983 publicamos aquel documento bajo el título Democracia en los sindicatos. En abril los ministros debatieron cuál había de ser el siguiente objetivo a tratar. No nos fue difícil decidirnos a favor de las propuestas relacionadas con las elecciones sindicales y los votos de huelga. Otros dos temas resultaron ser mucho más difíciles: impedir las huelgas en los servicios esenciales y el impuesto político.
Las huelgas del sector público, y el consiguiente trastorno en las vidas de los ciudadanos, había sido una característica de la Gran Bretaña de posguerra. El año de 1982 fue especialmente difícil. Hubo dos huelgas en el sector ferroviario. El personal auxiliar de la Sanidad Pública inició una huelga por motivos salariales, que se extendió desde mayo hasta mediados de diciembre. Y la huelga en la industria del agua volvió a centrar el interés en la cuestión de las interrupciones de los servicios básicos. Pero el problema planteaba unas enormes dificultades de orden práctico. ¿Qué se entendía por «servicios básicos»? ¿Cuánto le supondría al contribuyente el que llegáramos a acuerdos para evitar las huelgas? ¿Cuál debía ser la penalización por incumplimiento de un acuerdo anti huelga?
El impuesto político era otra cuestión difícil. Lo pagaban los sindicalistas a los fondos políticos manejados por sus sindicatos y se empleaba principalmente, como ya he mencionado, para apoyar al Partido Laborista. El pago se gestionaba por medio de la contribución automática por parte de los sindicalistas, a no ser que se especificara lo contrario. El caso es que lo justo hubiese sido que se hiciese exactamente al revés: que los sindicalistas no contribuyeran a no ser que expresaran su voluntad de hacerlo, y el hecho es que algunos defendieron un cambio en ese sentido. Pero las consecuencias hubieron sido nefastas para las finanzas del Partido Laborista, debido a su fuerte dependencia de los sindicatos. Si hubiéramos introducido aquella medida, no cabe duda de que habría provocado presiones para que se cambiase también el sistema que permite que algunas empresas hagan donaciones a los partidos políticos, algo de lo que, naturalmente, se beneficiaba enormemente el Partido Conservador. Nunca consideré los dos casos como paralelos: al fin y al cabo, a unos sindicalistas que tienen un empleo de afiliación sindical obligatoria les resultaba muy difícil evitar el pago del impuesto político, sobre todo cuando el empresario tenía un acuerdo con el sindicato para «deducir» el impuesto del sueldo del empleado. Por el contrario, los accionistas que no estuvieran de acuerdo con las donaciones a partidos políticos realizadas por sus empresas podían pedir a la dirección una justificación por dicha decisión o, sencillamente, vender sus acciones. Pero la financiación de los partidos políticos era una cuestión delicada. Si planteábamos propuestas radicales en vísperas de unas elecciones generales, se nos podía acusar de intentar aplastar económicamente al Partido Laborista y de actuar injustamente en la cuestión de las donaciones empresariales.
El martes 10 de mayo celebré una reunión de ministros en la que acordamos nuestro compromiso para el manifiesto. En el tema de los servicios, la introducción de la votación de huelga ayudaría claramente a reducir el riesgo de huelgas en esas áreas. Pero también podíamos hacer más averiguaciones sobre la necesidad de que las relaciones industriales en determinados servicios esenciales se gobernaran por acuerdos de procedimiento adecuado, cuya infracción anularía la inmunidad de la huelga. En la cuestión del impuesto político teníamos pruebas, procedentes de nuestras investigaciones para el documento consultivo, de que existía un malestar generalizado por el funcionamiento del sistema, y nos propusimos consultar con la Unión de Sindicatos (TUC) para ver qué estaban dispuestos a hacer; en caso de que ellos se negaran a actuar, lo haríamos nosotros. Estas eran cuestiones que tendríamos que retomar después de las elecciones. Pero habíamos logrado considerables progresos en la reducción del poder abrumador de los sindicatos, muchos más de los que hubieran creído posible los pusilánimes. Y desde el punto de vista político no salimos perjudicados; al contrario, fue uno de nuestros mayores atractivos de cara a los electores.
En aquella época Ferdy Mount era el jefe de mi Unidad Política. Hacía tiempo que yo era una gran admiradora de sus ingeniosos y reflexivos artículos, incluso cuando, como en el caso de las Malvinas, no estaba de acuerdo con sus puntos de vista; y me alegré mucho cuando en abril de 1982 accedió a sustituir a John Hoskyns. Ferdy se interesaba especialmente por todo aquello que entra en el apartado de la política social: educación, derecho penal, vivienda, la familia, etc., algo que, tras los disturbios de 1981, acaparaba cada vez más mi atención. A finales de mayo me preparó un documento que contenía el esquema para una «renovación de los valores de la sociedad».
Este Gobierno accedió al poder afirmando que el derecho al ejercicio de la responsabilidad es lo que nos enseña la autodisciplina. Pero en las primeras épocas de la vida es la experiencia de la autoridad, ejercida justa y coherentemente por adultos, la que enseña a los jóvenes a ejercer la responsabilidad por sí mismos. Tenemos que aprender a recibir órdenes antes de aprender a darlas. Es esta relación mutua entre la obediencia y la responsabilidad la que conforma una sociedad libre y autónoma. Y es en el deterioro de esta relación en donde se originan tantos de los males que afligen a Gran Bretaña.
Si logramos reconstruir esa relación, es posible que comencemos también a recuperar el respeto por la ley y el orden, el respeto por la propiedad y el respeto por los profesores y los padres. Pero la recuperación en sí ha de ser una cuestión mutua. Por un lado, necesitamos recuperar una autoridad efectiva para profesores y padres. Por otro, necesitamos ofrecer a los jóvenes la posibilidad de experimentar la responsabilidad y un papel útil dentro de la sociedad.
En esa fase había que desarrollar los temas antes que las medidas concretas, y Ferdy yo hablamos de cuáles habían de ser aquellos temas. En educación, por ejemplo, queríamos aumentar el poder de los padres, ampliar la variedad dentro del sector estatal y ver si podíamos producir propuestas viables sobre educación. Nos preocupaba la ignorancia demostrada por muchos niños respecto a nuestro país, nuestra sociedad, nuestra historia y nuestra cultura. Naturalmente, tanto aquellos temas como otros, al igual que todas las cuestiones verdaderamente importantes, no podían llevarse a cabo inmediatamente. Pero tanto Ferdy como yo estábamos convencidos de que, en el fondo, la misión conservadora tenía que ver con algo más que la economía, por muy importante que ésta fuera. Existe un compromiso de fortalecer, o al menos de no debilitar, las virtudes tradicionales que permiten que la gente viva vidas enriquecedoras sin constituir una amenaza o una carga para los demás. Aquel era el principio de muchos de los temas e ideas que prevalecerían en mi tercer mandato.
Efectivamente, ya en junio de 1982 había establecido un grupo informal de ministros para ver cómo se podía desarrollar aquel ambicioso programa, que comprendía a Keith Joseph, Willie Whitelaw, Geoffrey Howe, Norman Tebbit, Michael Heseltine, Norman Fowler y Neil Macfarlane (como ministro de Deportes). En octubre invité a Janet Young a que se uniera a nosotros. El grupo era conocido oficialmente, aunque el nombre no era del todo correcto, como «el Grupo de Política Familiar»; la primera reunión se celebró en julio de 1982 y a partir de allí se encargaron trabajos detallados. Todo tipo de cuestiones entraban dentro de su ámbito, incluyendo la reforma de los impuestos a los cónyuges, documentos sobre educación, la reducción de la delincuencia y la ampliación de la propiedad inmobiliaria por medio de un aumento de los descuentos en la venta de viviendas de protección oficial.
Nunca resulta fácil efectuar la transición desde el diseño de políticas en el Gobierno a la redacción del manifiesto de un partido. En 1982 empleé un ejercicio especial para facilitar el problema. En septiembre escribí a los ministros del Gabinete, solicitándoles que prepararan una «perspectiva quinquenal» para sus departamentos. Aquellos documentos habían de resumir los logros alcanzados, lo que se estaba llevando a cabo en ese momento y lo que quedaba aún por hacer. Recibí la mayor parte de aquellos documentos justo antes de las Navidades y los revisé durante las fiestas. Como alguien dijo una vez refiriéndose a la calidad de la comida de British Rail, había una considerable variación cualitativa. No había muchas novedades que señalar en Hacienda, dado que la estrategia estaba clara y la forma de probarla era seguir adelante con las políticas que ya teníamos. De igual forma, la prioridad para Sanidad en aquella fase era defender nuestro historial y explicar los logros ya alcanzados, antes que emprender nuevas iniciativas políticamente difíciles.
Por el contrario, tanto en la vivienda como en la administración local se dedicaba mucho espacio a nuevos planteamientos. El «derecho a comprar» había resultado ser un gran éxito, pero cuanto más conseguíamos extender la propiedad sobre la vivienda por este medio, más difícil les resultaría a los laboristas oponerse a ella. En empleo, estábamos preparando la introducción del Plan de Formación para Jóvenes y debatiendo el próximo paso de la reforma sindical, que finalmente daría como resultado la Ley de Empleo de 1984.
En educación Keith Joseph había iniciado lo que sería un largo proceso de reforma. El menor número de alumnos nos había permitido aumentar el gasto por alumno a niveles sin precedentes y conseguir la mejor relación entre el número de profesores y alumnos. Una mayor abundancia de recursos sólo permite una mejora del nivel, aunque no lo garantiza. De modo que Keith quería introducir cambios en la formación de los profesores. Estaba publicando nuevas directrices para los planes de estudios de los colegios. Keith y yo también teníamos interés en aumentar la capacidad de elección de los padres, mediante una investigación a fondo sobre las posibilidades de los bonos de ayuda o al menos de una combinación de «matrícula abierta» y «financiación per capita», que es una especie de bono aplicable sólo al sector estatal.
Se había renovado el impulso de nuevas ideas en el Número 10 y los ministros habían evaluado su política. Para finales de 1982, aunque yo no pensaba todavía en unas elecciones generales anticipadas, me parecía que el Gobierno se estaba acercando a la fase final, previa a una próxima campaña. Podían presentarse muchos contratiempos pero, en general, nuestra posición política era fuerte, y la perspectiva económica estaba mejorando. De hecho, mucho antes de que finalizara el año ya había autorizado la formación de grupos que diseñasen la política partidaria para la consideración de esas y otras propuestas relacionadas con el futuro manifiesto. Pronto empezaron las especulaciones acerca de la fecha de las elecciones.