Generales, comisarios y mandarines
El desafío militar y político del comunismo desde el otoño de 1979 hasta la primavera de 1983
PAZ Y ARMAMENTO
El miércoles 23 de junio de 1982 viajé a Nueva York para asistir a una sesión extraordinaria de la asamblea general sobre el desarme, convocada por las Naciones Unidas, mientras continuaba aún la campaña de las Malvinas. En mi discurso expuse, con toda claridad, mi opinión sobre el papel que debían desempeñar tanto la defensa como las negociaciones sobre el desarme. Me sentía cada vez más irritada por el lenguaje habitualmente empleado en aquellas ocasiones. Todo el mundo hablaba de la paz como si ésta, por sí misma, fuera el único objetivo. Pero la paz no basta si no existen la libertad y la justicia, y en ocasiones (como estábamos demostrando en las Malvinas) era necesario sacrificarla en aras de éstas. También estaba convencida de que había mucha hipocresía en la carrera armamentista. Parecía como si ralentizar el proceso de mejorar nuestras defensas representara una mayor garantía para la paz. La historia había demostrado repetidas veces lo contrario.
Empecé con una cita del presidente Roosevelt: «Nosotros, que hemos nacido libres y creemos en la libertad, preferimos morir de pie antes que vivir de rodillas». A continuación, señalé que la guerra nuclear era, sin duda, una amenaza terrible, pero que la guerra convencional era una terrible realidad. Desde que Estados Unidos había dejado caer sendas bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki no se había producido ningún enfrentamiento en el que se hubieran utilizado armas nucleares, pero sí unos ciento cincuenta conflictos con armas convencionales, en los que habían muerto alrededor de diez millones de personas. En todo caso:
El principal riesgo para la paz no radica en la existencia de determinados tipos de armas. Está en la predisposición por parte de algunos Estados a imponer cambios a otros recurriendo a la fuerza, y no en la carrera armamentista, sea ésta real o imaginaria. Los agresores no inician las guerras porque un adversario haya aumentado sus fuerzas. Lo hacen porque creen que tienen más que ganar yendo a la guerra que manteniendo la paz […] No creo que el armamento sea la causa de las guerras, ni tampoco que la mera adopción de medidas sobre ellos pueda […] impedirlas. Dar por supuesto que podemos prevenir los horrores de la guerra centrándonos en sus instrumentos no es sólo un error de análisis, sino una forma de rehuir nuestra propia responsabilidad. Estos son más a menudo síntomas que causas.
Éste era el análisis que subyacía en la política de defensa y seguridad que pretendía aplicar con mi gobierno. Representaba una perspectiva sobre la política internacional del poder sin la cual no habríamos tenido una idea clara de en qué dirección movernos aunque, por supuesto, no resolvía por sí misma todos los problemas. A lo largo de mis primeros años como responsable política me encontré, una y otra vez, intentando conciliar cinco objetivos diferentes. En primer lugar, sólo se podían asignar unos recursos estrictamente limitados a la defensa, especialmente en un momento en el que la economía crecía lentamente o no lo hacía en absoluto. Esto quería decir que, aunque los gastos de defensa aumentaban, era vital obtener un mayor rendimiento de ellos. En segundo lugar, teníamos que evaluar periódicamente la prioridad que debíamos asignar a las exigencias de la política de la OTAN frente a otras áreas de los intereses británicos fuera de la organización. En tercer lugar, Gran Bretaña tenía que contribuir a que la OTAN estuviera en condiciones de responder eficazmente a la creciente amenaza militar soviética. En cuarto lugar, y como parte de esto, era vital mantener la unidad de Occidente bajo el liderazgo de Estados Unidos. Tanto Gran Bretaña entre los países europeos, como yo entre los líderes del continente, estábamos en una posición única para hacerlo. Finalmente, no hay terreno en el que la «ley Thatcher» sea más claramente aplicable que en el campo de la defensa y la política exterior. En política ocurren cosas inesperadas. Hay que estar preparado para ello y tener la capacidad de hacerle frente. No faltarían ejemplos para ilustrar este principio durante mi mandato.
EL EQUILIBRIO MILITAR
Mucho antes de mi entrada en Downing Street me preocupaba ya el equilibrio militar entre la OTAN y el Pacto de Varsovia. La OTAN ha sido siempre una alianza defensiva de las democracias de tipo occidental. Fue fundada en abril de 1949 como respuesta a la creciente agresividad de la política soviética, puesta de manifiesto en hechos como la toma del poder en Checoslovaquia por los comunistas, respaldados por los soviéticos, y el bloqueo de Berlín el año anterior. Aunque Estados Unidos es la principal potencia de la OTAN, en última instancia sólo puede aspirar a convencer a los demás países, y no a imponer sus puntos de vista. En una relación así, el riesgo de disensión está siempre presente. El objetivo de los soviéticos, enmascarado sólo superficialmente hasta que la Alemania reunificada optó por permanecer en la OTAN, era introducir una cuña entre Norteamérica y sus aliados europeos. Siempre he defendido la opinión de que uno de los papeles más importantes de Gran Bretaña era asegurarse de que tal estrategia fracasara.
Existen otras diferencias fundamentales entre la OTAN y sus adversarios. Las libertades democráticas de que disfrutan nuestros pueblos hacen que en la práctica sea imposible que el Estado se apropie de más de una cierta parte del presupuesto nacional con fines militares. Lo que es más, el carácter abierto de las sociedades occidentales, si bien nos hace más fuertes cuando en una crisis manifiesta se hacen necesarios los sacrificios, hace también que respondamos con lentitud ante las amenazas insidiosas. Con muy pocas excepciones, las democracias no empiezan las guerras. La única amenaza que jamás representó la OTAN para el bloque soviético fue la que representan los ideales de libertad y justicia para los amos de unas naciones cautivas.
Por el contrario, el Pacto de Varsovia fue siempre, desde su fundación en mayo de 1955, un instrumento del poder soviético. Los soviets habían demostrado en 1956 en Hungría y en 1968 en Checoslovaquia que todo movimiento que pudiera amenazar sus intereses militares en Europa del Este sería aplastado sin piedad ni excusas. Los expertos podían discutir, y de hecho lo hacían, en torno a los detalles concretos de la doctrina militar soviética, pero lo que para mí estaba claro, como lo estaba para cualquiera que estuviera dispuesto a reflexionar sobre los acontecimientos del pasado y las circunstancias del presente, era que no se podía confiar en que los soviéticos y sus «aliados» del Pacto de Varsovia renunciaran en Europa a las aventuras que habían puesto en práctica en el Tercer Mundo.
Cuando accedí al cargo de primera ministra los soviéticos estaban forzando la máquina sin tregua para lograr una ventaja militar. Sus gastos militares, que según se estimaba eran alrededor de cinco veces mayores que las cifras publicadas, representaban entre el 12 y el 14 por ciento del PNB[28] de la Unión Soviética. La superioridad del Pacto de Varsovia sobre la OTAN era de 3 a 1 en carros de combate y artillería, y de más de 2 a 1 en aviones tácticos de combate. Además, los soviéticos estaban mejorando a grandes pasos la calidad de su equipamiento en tanques, submarinos, buques de superficie y aviación. El crecimiento de la marina soviética capacitaba a ésta para proyectar su poderío sobre todo el mundo. La mejora de las defensas soviéticas en el campo de los misiles antibalísticos amenazaba la credibilidad de la capacidad de disuasión militar de la Alianza Atlántica, así como la de la capacidad de disuasión independiente de Gran Bretaña. Al mismo tiempo, los soviéticos estaban alcanzando la paridad en misiles estratégicos con Estados Unidos.
ARMAS NUCLEARES DE ALCANCE MEDIO (INF)
No obstante, era en el campo de lo que en la jerga al uso se conoce como «fuerzas nucleares de largo alcance para teatros de operaciones» (long-range theatre nuclear forces, LRTNF), normalmente llamadas fuerzas nucleares de alcance medio (INF), donde se hacía necesario tomar las decisiones más urgentes y difíciles. El acuerdo de la «doble decisión» de modernizar las armas nucleares de alcance medio de la OTAN mientras se mantenían conversaciones sobre control de armamentos con la URSS había sido adoptado en principio por el anterior gobierno de los laboristas. Tengo mis dudas de que ellos hubieran llevado a cabo el despliegue.
El acuerdo era necesario para hacer frente a la amenaza de las nuevas armas nucleares soviéticas. Los misiles balísticos móviles soviéticos SS-20 y su nuevo bombardero supersónico Backfire podían atacar objetivos en Europa Occidental desde el territorio de la Unión Soviética, pero los norteamericanos carecían de armas equivalentes estacionadas en suelo europeo. Las únicas armas con las que la OTAN podía atacar a la URSS desde Europa eran las transportadas por los ya ancianos bombarderos británicos Vulcan y los Fl-II estacionados en Gran Bretaña. Ambas fuerzas eran vulnerables a un primer ataque. Por supuesto, cabía esperar que Estados Unidos empleara sus armas nucleares estratégicas en caso de un ataque soviético, pero la esencia de la disuasión era su credibilidad. Había quienes opinaban que el hecho de que la Unión Soviética hubiera alcanzado prácticamente la paridad en armas nucleares estratégicas reducía las probabilidades de que Estados Unidos adoptara tal medida. En todo caso, muchos europeos creían que los norteamericanos no pondrían en peligro sus propias ciudades por defender Europa.
¿Qué interés tenían los soviéticos en lograr la capacidad suficiente para ganar una guerra nuclear en Europa? La respuesta es que, en última instancia, aspiraban a romper la alianza.
Para la OTAN, por el contrario, disponer de fuerzas nucleares de alcance medio en Europa tenía un objetivo muy diferente. Su estrategia se basaba en contar con una gama suficientemente amplia de armas convencionales y nucleares como para que la URSS nunca pudiera estar segura de poder imponerse a la OTAN, a un determinado nivel de armamento, sin provocar una respuesta a un nivel más alto, lo que llevaría en última instancia a una guerra nuclear a gran escala. Esta estrategia de «respuesta flexible» no resultaría eficaz sin la presencia de armas nucleares estacionadas en Europa como paso intermedio entre la respuesta convencional y la respuesta nuclear estratégica. La OTAN era consciente de que las fuerzas del Pacto de Varsovia no podrían ser contenidas más que muy brevemente si atacaban con todos los efectivos de los que disponían en Europa central. Por este motivo la OTAN reiteraba una y otra vez que, aunque nunca sería la primera en emplear la fuerza militar, no podía hacerle el juego a los soviéticos renunciando a ser la primera en emplear armas nucleares si era atacada. Así pues, la organización sólo podía mantener su credibilidad modernizando las armas nucleares de alcance medio en Europa. Desde un principio estuvo claro que hacerlo no sería fácil.
La mañana del viernes 11 de mayo de 1979 discutí el tema en Londres con Helmut Schmidt. Se mostraba muy preocupado por el efecto que produciría sobre la opinión pública alemana el estacionamiento de más misiles nucleares en territorio alemán aunque, por supuesto, él había sido uno de los principales autores de la estrategia. Los norteamericanos habían desarrollado un equivalente de mayor alcance de los misiles Pershing, ya estacionados en Alemania Occidental, y misiles de crucero, que podían lanzarse desde tierra, mar o aire. Por aquel entonces, Helmut Schmidt seguía prefiriendo un sistema con base en el mar, aunque posteriormente aceptó a regañadientes las ventajas de los misiles de crucero lanzados desde tierra (GLCM). Se encontraba sometido a fuertes presiones en el seno de su propio partido y ponía igual énfasis en el segundo aspecto de la «doble decisión», es decir, en que los Estados Unidos negociaran la eliminación de la amenaza soviética mientras, simultáneamente, preparábamos el despliegue de nuestro propio armamento. También insistía en que Alemania Occidental, que era un Estado desnuclearizado[29], no debía ser el único país receptor de aquellos misiles. En agudo contraste con el debate que en el futuro se produciría en Gran Bretaña, los alemanes fueron inflexibles en cuanto a que las armas nucleares no tuvieran una «clave doble»: debían encontrarse en situación de decirle al resto del mundo que ni poseían ni controlaban armas nucleares.
La mañana del miércoles 13 de junio me entrevisté con Al Haig, que era por aquel entonces comandante en jefe saliente de las fuerzas aliadas en Europa. Discutimos no sólo sobre cuestiones de política nuclear, sino también en torno a los datos disponibles sobre la amenaza que representaban los preparativos soviéticos para la guerra química ofensiva, tema que me resultaba especialmente inquietante. Le comenté que, aunque mi reacción inicial tras recibir los primeros informes sobre el equilibrio militar Este-Oeste había sido de preocupación, había llegado a la conclusión de que la superioridad en recursos humanos y materiales de Occidente nos permitiría dar cumplida respuesta a cualquier desafío. Pero aquello no reducía mi inquietud respecto a nuestros problemas inmediatos. La noche del martes 24 de julio me entrevisté con el sucesor del general Haig, el general Bernard Rogers, y le expuse mi preocupación por la ventaja alcanzada por las fuerzas del Pacto de Varsovia en el campo de la normalización de sus armas y equipamientos y por la vulnerabilidad a la penetración soviética de la propia organización de la OTAN.
La fecha límite que la OTAN se había puesto para alcanzar una decisión firme sobre los nuevos misiles de alcance medio era finales de aquel mismo año, 1979. Cuanto más esperáramos, mayores posibilidades había de que las campañas soviéticas de propaganda y desinformación lograran sus objetivos. El viernes 19 de septiembre presidí una reunión de un pequeño grupo de ministros para estudiar nuestra política nuclear en la que se decidió que el Reino Unido aceptaría servir de base a los 144 GLCM de propiedad norteamericana que nos habían sido asignados. Helmut Schmidt me había telefoneado para preguntarme si aceptaríamos otros 16 misiles de crucero más. Los alemanes deseaban reducir el número de misiles que les habían asignado y, con el fin de impedir que se perdiera más tiempo en discusiones, acepté inmediatamente su solicitud. Si Gran Bretaña y la RFA permanecían firmes, la estrategia occidental podía considerarse un éxito. No obstante, no había forma de saber si los demás países seguirían nuestros pasos.
Una semana antes, me había entrevistado con el primer ministro belga, señor Martens, en Downing Street. En Bélgica se miraba con cierta desconfianza hacia Holanda, donde el futuro del Gobierno estaba en entredicho por las divisiones internas y por la agitación popular contra el despliegue de las armas nucleares. Los belgas eran especialmente importantes, ya que si los holandeses, y posiblemente también los italianos, se negaban a secundar la decisión que sería necesario tomar en breve, la posición del propio canciller Schmidt se vería comprometida, y era crucial para la Alianza consolidar el compromiso asumido por Alemania. Comenté con Martens que me preguntaba si los líderes de Europa Occidental estaban dedicando realmente suficiente atención a la opinión pública. Con arreglo a mi propia experiencia, el público siempre respondía con rapidez cuando se le informaba sobre la extensión de la amenaza soviética y la necesidad de disponer de una defensa creíble. Desde mi punto de vista, se trataba tan solo de actuar con decisión.
Por contraste, me sentí reconfortada, y así lo puse de manifiesto, por la resuelta actitud del primer ministro italiano, señor Cossiga, cuando hablé con él sobre el problema el viernes 5 de octubre. Me comunicó que Italia estaría a favor del despliegue. Tenía intenciones de ejercer la máxima presión sobre el primer ministro holandés, señor Van Agt, en su entrevista con él, y esperaba que yo hiciera lo mismo.
No obstante, durante todo este tiempo, los soviéticos seguían haciendo todo lo que estaba en su mano por minar la unidad de la OTAN. Como señalé una y otra vez en mis discusiones, habían obtenido un gran éxito en su intento de suscitar una reacción popular contra la bomba de neutrones, cuyo despliegue había estado estudiando el presidente Carter. En los meses y años que habían de venir quedaría claro que no habían perdido en absoluto su habilidad.
El sábado 6 de octubre, el presidente Brezhnev pronunció un discurso en Berlín Este en el que planteaba una serie de propuestas. Anunció la retirada de 20.000 soldados soviéticos y 1.000 tanques de la RDA en los siguientes doce meses. Ofreció también una reducción de los misiles nucleares soviéticos de alcance medio si no se desplegaban en Europa Occidental armas nucleares «adicionales» de alcance medio. A la vista de la enorme superioridad en fuerzas convencionales de la Unión Soviética, estas reducciones, aunque por supuesto bienvenidas, eran más formales que relevantes, pero las propuestas en el campo de las armas nucleares no eran en absoluto equilibradas. Sabíamos que la precisión, capacidad de penetración, movilidad y alcance de los misiles y aviones soviéticos que cubrían los blancos en Europa Occidental habían crecido enormemente. Lo que es más, los misiles estaban apuntados hacia Europa Occidental desde bases ubicadas más allá de los Urales. Las propuestas de Brezhnev, como las que habían de venir después, habrían permitido a los soviéticos disponer de un arma con la que atacar Europa para la que no teníamos una respuesta eficaz equivalente. Con todo, tales propuestas incrementaron inevitablemente la tentación, por ejemplo en los Países Bajos, de poner todo el énfasis en el control de los armamentos y retrasar la decisión sobre su modernización y despliegue.
Discutí de nuevo la situación con el canciller Schmidt, esta vez en Bonn, el miércoles 31 de octubre. ¿Cómo podíamos contribuir a que los holandeses adoptaran la decisión correcta en la inminente reunión de la OTAN? Sugerí que debíamos mostrarle a todo el Gabinete holandés, que parecía encontrarse dividido, la impresionante exposición que la OTAN había preparado sobre el equilibrio militar en Europa. Helmut Schmidt estaba presionando a Estados Unidos para que se ofreciera a retirar unilateralmente de la RFA 1.000 cabezas nucleares obsoletas. Los norteamericanos aceptaron hacerlo, y el presidente Carter me escribió una carta al respecto. Todos mis instintos eran contrarios a este tipo de gestos unilaterales, pero no se me escapaban los razonamientos prácticos en su favor y, con cierta renuencia, apoyé la oferta que, sin embargo, no tuvo ningún efecto perceptible sobre la opinión pública ni el Gobierno de Holanda. De hecho, por aquellas fechas, los alemanes parecieron reconciliarse con la perspectiva de que los holandeses no aceptarían el despliegue, aunque estaba claro que, por su parte, ellos se mantendrían firmes siempre y cuando también lo hicieran los italianos y los belgas. El viernes 23 de noviembre, el señor Gromiko visitó Bonn y ofreció una conferencia de prensa cuyo objetivo era evidentemente agitar a la opinión pública europea, y en especial a la alemana. En el transcurso de ella hizo pública la advertencia de que las negociaciones sobre control de armamento no podrían celebrarse si Occidente seguía adelante con lo que describió como una «nueva carrera armamentista».
La noche del jueves 6 de diciembre me reuní con el primer ministro holandés para conversar y cenar en Downing Street. Siempre me había llevado bien con él, pero no envidiaba su situación. La notoria inestabilidad de los gobiernos de coalición, como el que encabezaba, hace enormemente difícil tomar decisiones claras y mantenerlas. En esta ocasión, el señor Van Agt me explicó con cierto detalle las dificultades a las que se enfrentaba. Al parecer la mitad de los sermones pronunciados en las iglesias holandesas por aquellas fechas se centraban en el tema del desarme nuclear, y la cuestión del despliegue estaba poniendo en peligro la supervivencia de su gobierno. Estuve de acuerdo con él en que la caída del gobierno de un país miembro de la OTAN a causa de un problema propio de la organización sería un acontecimiento muy grave, pero añadí que la OTAN tendría que seguir adelante con la decisión de desplegar lar armas nucleares de alcance medio ya que, en caso contrario, la Alianza perdería su credibilidad y sus objetivos. Los Países Bajos podían reservarse su posición y esperar a ver cuál era la actitud del Gobierno soviético en las negociaciones sobre el control de armamento. Los soviéticos estaban recurriendo a su tradicional guerra psicológica para dificultar la toma de decisiones en la OTAN y no se les debía permitir salirse con la suya.
De hecho, en un acto de notable valentía frente a tanta oposición interior y soviética, los ministros de la OTAN tomaron la decisión necesaria en Bruselas el 12 de diciembre. Las propuestas sobre el control de armamento, incluyendo la oferta norteamericana de retirar 1.000 cabezas nucleares de Europa, fueron aceptadas. Aún más importante, la Alianza acordó el despliegue en Europa de la totalidad de los 572 nuevos misiles estadounidenses propuestos. Las reservas de los Gobiernos belga y holandés resultaron menos graves de lo que en su momento se había previsto. Los belgas estuvieron de acuerdo en aceptar su participación en el despliegue de estos misiles, reservándose el derecho de reconsiderarla al cabo de seis meses a la vista del progreso de las negociaciones para el control de armamento. El Gobierno holandés aceptó las propuestas en su conjunto, pero pospuso la decisión de aceptar la instalación de parte de los misiles en su territorio hasta finales de 1981. En cualquier caso, el despliegue no podría haberse iniciado antes de esa fecha.
Por supuesto, las cosas no acabaron ahí. En junio del año siguiente anunciamos los emplazamientos de los misiles de crucero en Gran Bretaña: Greenham Common, en Berkshire, y Molesworth, en Cambridgeshire. A partir de ese momento, Greenham se convirtió en el foco de una campaña cada vez más estridente en favor de un desarme unilateral.
Los sobornos y amenazas de la Unión Soviética siguieron logrando resultados entre la opinión pública europea. En una entrevista para la televisión holandesa realizada el 4 de febrero de 1981 durante una visita al señor Van Agt, me interrogaron acerca de la resistencia al estacionamiento de los misiles de crucero en Holanda y Alemania. Respondí:
En ocasiones me gustaría que aquellos que se oponen [a los misiles de crucero] dedicaran sus energías a decirle a la Unión Soviética: «Oigan, disponen ustedes, con sus SS-20, de las armas nucleares de alcance medio más modernas y actualizadas […] Las mantienen apuntadas hacia todos los países de Europa. Su número va en aumento a razón de uno por semana. ¿De veras esperan que nos quedemos sentados sin hacer nada? Si no quieren que tengamos misiles de crucero en Europa como disuasión, desmantelen los suyos. Elimínenlos. Acepten inspecciones para que podamos saber lo que están haciendo» […] Comprendo su preocupación. A mí tampoco me gustan las armas nucleares, pero valoro mi libertad y la de mis hijos, y la de los hijos de mis hijos, y estoy dispuesta a hacer lo que sea necesario para que siga existiendo.
Más adelante me enteré de que hablar tan claramente era algo inusitado en los Países Bajos.
LA CRISIS POLACA
Por bien que organizáramos en Gran Bretaña nuestros esfuerzos en el campo de la defensa, nuestra seguridad dependía en última instancia de la unidad, la fuerza y la credibilidad de la OTAN. Era extraordinariamente importante que la opinión pública norteamericana mantuviera su compromiso hacia Europa Occidental, y por ello las tensiones y divisiones surgidas en la Alianza Atlántica por aquellas fechas me tenían muy preocupada. Desde mi punto de vista, en última instancia debíamos apoyar el liderazgo de Estados Unidos, lo que no significaba que los norteamericanos pudieran satisfacer sus propios intereses al margen de la opinión de sus aliados europeos.
La necesidad de decidir cómo reaccionar ante la imposición de la ley marcial en Polonia el 13 de diciembre de 1981 por parte del gobierno del general Jaruzelski realzó los problemas que habían venido gestándose a lo largo de 1981. Algunos países europeos, en especial Alemania por su importancia, se mostraban hostiles ante la política económica del presidente Reagan y desconfiados ante su retórica sobre defensa y control de armamentos. Yo, por supuesto, no compartía estas actitudes, aunque deseaba que se adoptaran medidas más duras para controlar el creciente déficit presupuestario de los Estados Unidos. Lo que me resultaba irritante, y en ocasiones perfectamente injustificado, era el modo en que las medidas preferidas por los norteamericanos resultaban mucho más dolorosas para sus aliados que para ellos, y cabría añadir, los comunistas polacos y la Unión Soviética. El primer problema surgió en torno a las enérgicas medidas adoptadas por el Gobierno polaco contra Solidaridad.
Desde el primer momento, fui singularmente consciente de la importancia de la cuestión polaca. Como a la mayor parte de la población de Gran Bretaña, siempre me han gustado y me han producido admiración los polacos. Muchos de ellos se establecieron en este país durante la guerra y la posguerra. Pero no se trataba sólo de eso. El 9 de diciembre de 1980 hablé con toda franqueza con el primer ministro polaco en funciones en su visita a Londres. Le dije que era consciente de que estaba siendo testigo de un tipo de cambio que no se había producido en los últimos sesenta años en un Estado socialista. Un nuevo grupo de personas, el movimiento Solidaridad, cuestionaba, en sus propios términos, el monopolio del poder por parte de los comunistas. Le puse al corriente de hasta qué punto seguíamos de cerca los acontecimientos de Polonia y lo emocionada que me sentía por lo que estaba ocurriendo. Le dije que el sistema socialista había conseguido reprimir el espíritu humano durante un período de tiempo asombrosamente largo, pero que siempre había tenido fe en que la situación cambiaría.
Estos alentadores signos no habían de durar. Los soviéticos empezaron a presionar cada vez con más fuerza a los polacos. Ya a finales de 1980, en Estados Unidos estaban convencidos de que la Unión Soviética planeaba una intervención militar directa para aplastar el movimiento reformista polaco igual que había aplastado la Primavera de Praga en 1968.
Alrededor de esas mismas fechas, empezamos a estudiar posibles medidas sancionadoras contra la URSS en previsión de que se produjera tal eventualidad. Peter Carrington y yo estuvimos de acuerdo en que debíamos responder de forma mesurada y gradual dependiendo de la situación a la que nos enfrentáramos. Preveíamos cuatro posibilidades: una situación en la que el uso de la fuerza por parte del Gobierno polaco contra los trabajadores fuera inminente, otra en la que ésta ya hubiera tenido lugar; una en la que fuera inminente la intervención soviética y otra en la que ya se hubiera producido. Estuvimos de acuerdo en que unas medidas ineficaces serían más que inútiles, y que las sanciones debían afectar más gravemente a los soviéticos que a nosotros. Entre tanto, tuvimos que establecer una serie de juicios complejos sobre las intenciones de los soviéticos y del Gobierno polaco. ¿Era la ostentosa actividad del Pacto de Varsovia el preludio a una intervención armada o un medio de presionar al partido comunista polaco? Si continuábamos suministrando ayuda alimenticia y seguíamos adelante con los planes de condonación de la deuda polaca, ¿beneficiaríamos al pueblo polaco, o estaríamos haciéndoles el juego a los políticos de la línea dura, que luchaban por sobrevivir a las consecuencias de sus propios errores en el gobierno? No era fácil decirlo.
De repente, la situación cambió. A medianoche del día 12 de diciembre de 1981 se instauró la ley marcial en Polonia y se constituyó un Consejo Militar para la Salvación Nacional, compuesto por líderes militares bajo las órdenes del primer ministro, el general Jaruzelski. Se cerraron las fronteras, se cortaron las comunicaciones por télex y por teléfono, se impuso el toque de queda, se prohibieron las huelgas y las asambleas, y los medios de radiodifusión y televisión fueron sometidos a un férreo control. En mi opinión no cabía la menor duda de que todo aquello era moralmente inaceptable, pero eso no ayudaba en absoluto a calibrar cuál era la respuesta apropiada. Después de todo habíamos repetido una y otra vez, para evitar la intervención soviética, que había que permitir a los polacos hacerse cargo de sus propios asuntos internos. ¿Estaban los soviéticos detrás de aquellas medidas con el fin de emplearlas como medio para hacer retroceder el reloj y regresar a una situación de comunismo puro y duro y de subordinación a Moscú? ¿O se trataba realmente de una medida temporal, como afirmaba el gobierno de Jaruzelski, que había sido necesario implantar para restaurar el orden en Polonia, lo que implicaba que su objetivo era impedir una invasión soviética? En los primeros días era imposible lograr ninguna información capaz de ayudar a comprender no sólo estas cuestiones, sino también todo lo referente a la localización y seguridad de los líderes disidentes polacos.
No obstante, cuantos más datos obteníamos sobre la realidad de lo ocurrido, peor aspecto tenía. El presidente Reagan se sentía personalmente indignado por los acontecimientos. Estaba convencido de que la Unión Soviética estaba detrás de todo aquello y se mostraba decidido a tomar medidas de forma inmediata. El 19 de diciembre recibí un mensaje suyo en este sentido. Al Haig envió un mensaje paralelo a Peter Carrington en el que le indicaba que Occidente debía poner en marcha las medidas de largo alcance ya acordadas en la OTAN para hacer frente a una intervención militar soviética. Lo que quería era que se adoptaran inmediatamente medidas políticas y económicas y guardar otras en reserva por si la situación empeoraba. Aquel mismo día, sin ponerse de nuevo en contacto con nosotros, los norteamericanos anunciaron la entrada en vigor de sanciones contra la URSS. Como comprobamos con satisfacción, éstas no incluían el abandono de las conversaciones sobre el desarme en Ginebra, pero sí incluían medidas como la cancelación de los derechos de aterrizaje de Aeroflot, la interrupción de las negociaciones para un acuerdo a largo plazo sobre cereales (aunque el acuerdo ya existente había de seguir en vigor), y un freno a la exportación de materiales para la construcción, ya iniciada, de un gaseoducto para gas natural.
Fue este último punto el que produjo gran irritación en Gran Bretaña y otros países europeos. Había empresas británicas, alemanas e italianas que tenían contratos legalmente vinculantes por los que se comprometían a suministrar para el gaseoducto siberiano (el West Siberian Gas Pipeline) equipamiento del que formaban parte componentes fabricados en Estados Unidos o con licencia estadounidense. En aquel momento no estaba aún muy claro si las medidas anunciadas por el presidente Reagan contra la Unión Soviética eran aplicables a los contratos ya existentes o sólo a los nuevos. Si la prohibición era ampliable a los ya existentes, privaría a las empresas británicas de más de doscientos millones de libras en contratos con la URSS. La empresa más afectada sería John Brown Engineering, que debía suministrar equipos de bombeo para el proyecto del gaseoducto y de la que dependían un gran número de puestos de trabajo.
Si bien presioné a los norteamericanos en este punto concreto, me aseguré de ofrecerles el mayor respaldo posible en líneas generales, tanto en el seno de la OTAN como en la CE. Esto no resultó fácil en absoluto. Inicialmente, los alemanes se mostraron reticentes a tomar medida alguna contra el gobierno polaco y menos aún contra la Unión Soviética. Los franceses presionaban fuertemente a favor de que la Comunidad Económica siguiese adelante con la venta a la URSS de alimentos a precios especiales subvencionados. Pero yo mantenía mi criterio de que si conseguíamos convencer a los norteamericanos de que adoptasen una actitud más razonable respecto al proyecto del gaseoducto, conseguiríamos poner de manifiesto un grado de unidad occidental razonablemente impresionante. El gran problema era que en la Administración norteamericana había personas cuya oposición al proyecto no tenía casi nada que ver con los acontecimientos de Polonia. Opinaban que si el proyecto seguía adelante, los alemanes y los franceses llegarían a depender peligrosamente de los suministros energéticos soviéticos, lo que tendría implicaciones estratégicas perjudiciales. El razonamiento no carecía de lógica, pero era muy exagerado. Aunque Rusia pasaría a ser la proveedora de algo más de la cuarta parte del gas consumido en Alemania y de algo menos de un tercio del consumido en Francia, su aportación representaría tan sólo un máximo de un 5 por ciento del consumo total de energía en cualquiera de los dos países. En todo caso, ni los alemanes ni los franceses accederían a plegarse a la presión norteamericana. Ésta sería, por consiguiente, contraproducente además de irrelevante de cara al problema específico al que nos enfrentábamos en Polonia. Los norteamericanos también hablaron, con gran alarma por parte del Banco de Inglaterra, de forzar a Polonia a recurrir al impago de sus deudas, lo que habría tenido graves repercusiones sobre los bancos europeos.
A finales de enero de 1982 discutimos aquellas posibilidades en el Comité de Defensa y Ultramar del Gabinete (OD). Manifesté que existía un claro peligro de que la política del Gobierno norteamericano perjudicara más los intereses occidentales que los del Este y provocara una importante disputa transatlántica, precisamente el tipo de disputa que la política soviética llevaba tanto tiempo intentando provocar. Gran Bretaña se había ofrecido ya a hacer más por satisfacer los deseos norteamericanos de lo que probablemente estarían dispuestos a hacer nuestros socios europeos. No era ya momento de concesiones, sino de hablar clara y directamente con nuestros amigos norteamericanos. Decidí dirigirme al presidente Reagan. También pedí a otros ministros que intentaran influenciar a sus colegas norteamericanos. Se extendería una invitación urgente a Al Haig para que acudiera a Londres aprovechando su regreso de la visita que estaba realizando en Oriente Medio.
Al Haig se reunió conmigo para un almuerzo tardío en Downing Street el viernes 29 de enero. Le comuniqué que el objetivo prioritario debía ser mantener la unidad de la alianza occidental. La última reunión del Consejo de la OTAN había ido bien, pero las medidas recientemente propuestas por Estados Unidos estaban sembrando la preocupación. Cualquier medida adoptada por Occidente debía estar pensada para que produjera más daños en la URSS que entre nosotros mismos. Los informes de que Estados Unidos podía estar interviniendo con el fin de propiciar el impago de la deuda polaca y de otros países de la Europa del Este eran alarmantes. Aunque sin duda esto causaría dificultades en los países implicados, también crearía problemas incalculables en el sistema bancario occidental, que tan importante era para la reputación de Occidente en su conjunto. También le manifesté que pensaran lo que pensaran los norteamericanos al respecto, teníamos que hacer frente al hecho de que los franceses y los alemanes jamás renunciarían a los contratos del gaseoducto siberiano. Poniendo el dedo en la llaga, señalé también que los norteamericanos no habían incluido en su primera tanda de medidas un embargo de cereales, ya que esto habría perjudicado, sin lugar a dudas, a su propia gente. De hecho, pocas de las medidas adoptadas por los EE. UU. tendrían repercusión interior alguna, aunque sí la tendrían en Europa. Como mínimo cabía decir que existía cierta falta de simetría.
Tuve la clara impresión de que el señor Haig estaba fundamentalmente de acuerdo con mi análisis. También tuve la sensación de que se sentía cada vez más aislado e impotente en la Administración norteamericana, que de hecho abandonaría más adelante aquel mismo año. Me dijo que en su opinión sería útil que enviara un mensaje al presidente Reagan exponiéndole estas cuestiones, cosa que hice aquel mismo día. Creo que la presión que ejercí tuvo cierto efecto, pero desafortunadamente fue sólo temporal.
Mientras tanto, la respuesta occidental a los acontecimientos de Polonia empezaba a entremezclarse cada vez más con la cuestión más amplia de nuestra posición política y económica respecto a la Unión Soviética. El presidente Reagan me envió un mensaje el 8 de marzo en el que hacía hincapié en la necesidad de interrumpir, o al menos restringir, los créditos a la exportación de la URSS, en especial los créditos subvencionados por los gobiernos. El razonamiento norteamericano era que la URSS no sólo estaba económicamente debilitada sino que además padecía una gran escasez de divisas. Los gobiernos europeos y de otros países que otorgaban créditos a la Unión Soviética estaban contribuyendo a proteger el sistema de unas realidades económicas que, en caso contrario, habrían impuesto la necesidad de introducir reformas. Era un buen argumento aunque, según nuestra valoración, la restricción de los créditos no tendría el impacto dramático que suponían algunos expertos estadounidenses. Por aquel entonces estábamos recibiendo muestras contradictorias y confusas sobre las intenciones de la Administración norteamericana, pero yo, personalmente, tenía la esperanza de que un control más estricto de los créditos a la Unión Soviética por parte de los gobiernos europeos lograra que las restricciones estadounidenses sobre los contratos para el gaseoducto siberiano no se impusieran con carácter retroactivo.
Sin embargo, el 18 de junio los norteamericanos anunciaron, sin previo aviso, que la prohibición de suministrar tecnología para el petróleo y el gas a la Unión Soviética había de aplicarse no sólo a las compañías estadounidenses sino también a sus subsidiarias en el extranjero y a las empresas extranjeras que fabricaran componentes diseñados en Norteamérica bajo licencia. Me sentí horrorizada cuando me comunicaron esta decisión y la condené en público. En general, la reacción del resto de los países europeos fue aún más hostil.
Gran Bretaña tomó medidas legislativas acogiéndose a la Ley de Protección de los Intereses Comerciales (Protection of Trading Interests Act) para oponerse a lo que, a todos los efectos, constituía una ampliación de la autoridad extraterritorial de Estados Unidos. Poco después, la irritación europea se multiplicó al hacerse público que los norteamericanos pretendían reanudar la venta de cereales a la URSS con el pretexto de que así mermarían aún más su disponibilidad de divisas, aunque estaba claro que la medida obedecía al interés de los agricultores estadounidenses en vender su grano. La Administración se mostró un tanto sorprendida por la fuerza de la oposición a la que se vio enfrentada y dejó en manos del nuevo y excelente secretario de Estado George Schultz la tarea de buscar un modo de resolver las dificultades, cosa que hizo aquel mismo año permitiendo que siguieran adelante los contratos existentes para el gaseoducto. No obstante, aquello había sido una auténtica lección de cómo no deben llevarse los asuntos de la Alianza.
LA CUMBRE DEL GRUPO DE LOS SIETE EN VERSALLES
Me gusta pensar que mi relación personal con el presidente Reagan y los esfuerzos que hice intentando establecer un terreno común entre Estados Unidos y los países europeos contribuyeron a impedir que los desacuerdos sobre el gaseoducto y otras cuestiones comerciales envenenaran la cooperación occidental en tan crítica coyuntura. No cabe duda de que el verano de 1982 fue testigo de algunas medidas diplomáticas útiles a nivel internacional. Entre el 4 y el 6 de junio, los jefes de Gobierno de los países que integraban el Grupo de los Siete se reunieron en el espléndido y opulento marco de Versalles. Los salones del palacio se utilizaron para las reuniones y como lugares de descanso. Se celebró un banquete final en la Sala de los Espejos, seguido de una sesión de ópera y fuegos artificiales. (De hecho, yo abandoné la reunión temprano: no hubiera estado bien quedarme, ya que en aquel momento nuestras tropas seguían combatiendo en las Malvinas).
El presidente Mitterrand, que presidía la cumbre, había preparado un documento sobre el impacto de las nuevas tecnologías en el empleo. Era frecuente que el país que ocupaba la presidencia en estas reuniones se sintiera obligado a presentar algunas nuevas iniciativas, incluso a costa de una mayor intervención del Gobierno y un aumento de la burocracia. Esta no fue una excepción. Por mi parte, no tenía dudas acerca de la actitud que se debía adoptar respecto a las innovaciones técnicas: había que darles la bienvenida, no resistirse a ellas. Podía haber tecnologías «nuevas» pero el progreso tecnológico en sí no era ninguna novedad y, con el paso de los años, no sólo no había destruido puestos de trabajo sino que los había creado. Nuestra tarea no consistía en hacer grandes planes para la innovación tecnológica, sino en ver de qué modo era posible influir sobre la opinión pública para que la aceptara en lugar de rechazarla. Afortunadamente, el documento del presidente Mitterrand se despachó en un grupo de trabajo.
Durante mi estancia en Versalles mantuve una conversación llena de sinceridad con Helmut Schmidt sobre el presupuesto de la CE (del que parecía que la RFA y Gran Bretaña estaban condenadas a ser contribuyentes netos) y sobre la Política Agrícola Comunitaria (PAC), en la que se gastaba una parte tan considerable de nuestro dinero. Este último constituía un punto especialmente molesto para mí, ya que tan sólo unas semanas antes había sido avasallada en el Consejo de Agricultura al intentar invocar el compromiso de Luxemburgo contra el aumento de los precios agrícolas. Helmut Schmidt comentó que deseaba mantener el compromiso de Luxemburgo, aunque dudaba que se aplicara como queríamos. Añadió que la PAC era un precio que había que pagar, por alto que fuera, para convencer a miembros como Francia e Italia de que se incorporaran a la Comunidad desde el principio.
Aquella resultó ser la última cumbre del Grupo de los Siete del canciller Schmidt. En septiembre, su coalición de gobierno se escindió cuando los demócratas liberales cambiaron de bando, aupando al cargo de canciller al líder demócrata-cristiano Helmut Kohl. Aunque había tenido graves desacuerdos con él, siempre tuve en alta estima la sabiduría, franqueza y perspicacia en el campo de la economía internacional de Helmut Schmidt. Desgraciadamente, jamás llegué a desarrollar una relación similar con el canciller Kohl, aunque hubo de transcurrir algún tiempo antes de que las implicaciones de esto adquirieran importancia.
Con todo, mi recuerdo más nítido de la reunión de Versalles es el de la impresión causada por el presidente Reagan. En un determinado momento, habló alrededor de veinte minutos sin notas, esbozando su modo de ver la economía. Sus tranquilas pero poderosas palabras ofrecieron a aquellos que aún no le conocían cierta perspectiva de las cualidades que le habían convertido en un líder político tan notable. Una vez que hubo finalizado, el presidente Mitterrand reconoció que nadie podía criticar al presidente Reagan por ser fiel a sus convicciones. Dada la ideología socialista del presidente Mitterrand, aquello era casi un halago.
Desde París el presidente Reagan voló a Londres en visita oficial y allí habló ante las dos Cámaras del Parlamento en la Royal Gallery del palacio de Westminster. El discurso en sí fue espléndido. Constituía un hito decisivo en la batalla de ideas que tanto él como yo deseábamos librar contra el socialismo, por encima de todo contra el de la Unión Soviética. Ambos estábamos convencidos de que una fuerte capacidad defensiva era un medio necesario pero no suficiente para superar la amenaza comunista. En lugar de limitarnos a intentar contener el comunismo, actitud que había sido la doctrina occidental en el pasado, teníamos intención de desatar una ofensiva de la libertad. En su discurso el presidente Reagan propuso una campaña mundial en favor de la democracia para favorecer «la revolución democrática que estaba cobrando nuevas fuerzas». Visto retrospectivamente, aquel discurso tuvo un significado aún mayor. Marcó una nueva dirección en la batalla de Occidente contra el comunismo. Era un manifiesto de la doctrina de Reagan, la contrapartida de la doctrina de Brezhnev, con arreglo a la cual Occidente no podía abandonar a aquellos países en los que había sido impuesto el comunismo.
También recuerdo aquel discurso por otro motivo. Me admiró que lo hubiera pronunciado sin recurrir aparentemente a una sola nota.
«Le felicito por su memoria de actor», le dije.
Él me contestó: «He leído todo el discurso en esas dos pantallas de plexiglás», refiriéndose a lo que habíamos tomado por algún dispositivo de seguridad «¿No lo conoce? Es un invento británico». Fue así como entré por primera vez en contacto con el Autocue.
LA CUMBRE DE LA OTAN EN BONN EN JUNIO DE 1982
La cumbre de jefes de Estado de la OTAN, celebrada en Bonn el 10 de junio, fue asociada por casi todo el mundo con la cumbre de Versalles. El Grupo de los Siete había mostrado en Versalles que, con una o dos excepciones como Francia, los grandes países se habían comprometido a adoptar de nuevo una política económica consistente. En Bonn, Occidente pudo demostrar, de modo similar, su compromiso de adoptar una sólida política de defensa.
Por supuesto, todos deseábamos tanto una defensa fuerte como que las negociaciones con la Unión Soviética para reducir el nivel de armamento tuvieran éxito. Pero estaba en cuestión cuál de las dos cosas debía tener prioridad. Seguía habiendo discusiones soterradas, pero importantes, acerca de la política de la «doble decisión». Algunos países aspiraban a retrasar casi indefinidamente la puesta en práctica de la decisión de despegar los misiles de crucero y Pershing. En los últimos días del Gobierno de Schmidt, por ejemplo, se escucharon voces en la RFA que argüían que el despliegue pondría en peligro las perspectivas de éxito de las negociaciones. Por el contrario, Estados Unidos y Gran Bretaña mantenían que una postura defensiva fuerte era un requisito previo indispensable para cualquier relación constructiva con la URSS y que, por consiguiente, la disuasión era una condición indispensable para la détente. De hecho, la idea original de convocar la cumbre de Bonn había partido de Gran Bretaña porque, en nuestra opinión, era vital demostrar en aquellos momentos la unidad de la OTAN. El resultado fue razonablemente fiel a esta intención.
Pero la presión de los soviéticos siguió haciéndose notar, respaldada por las manifestaciones del llamado «movimiento por la paz», y favorecida por la actitud de los políticos de izquierda en Europa, hasta el momento mismo en que fueron desplegados los misiles Pershing y de crucero. En ningún momento tuvimos ocasión de relajar la discusión o bajar la guardia.
HONG KONG Y CHINA
En septiembre de 1982, cuando visité China, tanto la posición de Gran Bretaña en el mundo como la mía propia habían quedado transformadas por nuestra victoria en las Malvinas. Pero una cuestión pendiente en la que esto podía resultar contraproducente, en el mejor de los casos, era la negociación con los chinos sobre el tema de Hong Kong. Sus líderes estaban dispuestos a dejar patente que el caso de las Malvinas no era un precedente válido para resolver el caso de la colonia. Yo era perfectamente consciente de ello, tanto desde el punto de vista militar como desde el legal.
La mañana del miércoles 22 de septiembre salí con mi equipo de Tokio, donde nos encontrábamos de visita, hacia Pekín. Faltaban quince años para que venciera la concesión a Gran Bretaña de los Nuevos Territorios, que constituyen más del 90 por ciento del suelo de la colonia de Hong Kong. La isla en sí es un territorio de soberanía británica pero, al igual que el resto de la colonia, depende del continente para obtener agua y otros suministros. La República Popular China se había negado a reconocer el tratado de Nanking, firmado en 1842, por el cual Gran Bretaña había adquirido la isla de Hong Kong. Por consiguiente, aunque mi posición negociadora partía de la base de reivindicar la soberanía británica sobre al menos parte del territorio de Hong Kong, sabía que, en última instancia, no podía confiar en que aquel fuera un mecanismo adecuado para garantizar la futura prosperidad y seguridad de la colonia. El objetivo de nuestras negociaciones era ceder la soberanía sobre la isla a cambio de que Gran Bretaña continuara administrando la totalidad de la colonia hasta un futuro lejano. A través de mis muchas consultas a políticos y empresarios de Hong Kong sabía que ésta era la solución que ellos preferían.
El peligro inmediato, que había quedado ya ilustrado por las reacciones en Hong Kong ante las cláusulas de nuestro Proyecto de Ley de Nacionalidad y ante varios comentarios realizados por los comunistas chinos, era que se evaporara la confianza financiera y que el capital y, con el tiempo, el personal clave abandonaran la colonia, empobreciéndola y desestabilizándola mucho antes de que la concesión de los Nuevos Territorios tocara a su fin. Más aún, era necesario actuar de inmediato si queríamos que se produjeran nuevas inversiones, ya que los inversores no perderían de vista el plazo de quince años a la hora de valorar sus decisiones.
Había visitado Pekín en abril de 1977 como líder de la oposición. La Banda de los Cuatro había sido depuesta pocos meses antes y el presidente era Hua Guo Feng. Deng Xiaoping, que tanto había sufrido durante la Revolución Cultural, había sido expulsado el año anterior por la Banda de los Cuatro y continuaba detenido. Cuando regresé como primera ministra —de hecho la mía fue la primera visita realizada por un primer ministro británico aún en el cargo— Deng Xiaoping estaba incontestablemente en el poder.
La tarde del miércoles 22 de septiembre tuve la primera reunión con el primer ministro chino Zhao Ziyang, cuya moderación y actitud razonable resultaron ser un gran lastre para él en su subsiguiente carrera. Discutimos sobre la situación del mundo y, debido a la hostilidad china hacia la hegemonía soviética, descubrimos que teníamos muchos puntos en común. No obstante, tanto el primer ministro chino como yo éramos perfectamente conscientes de que la reunión programada para la mañana siguiente, en la que hablaríamos sobre Hong Kong, sería muy diferente.
Empecé aquella segunda reunión con una declaración preparada en la que exponía la posición británica. Puse de relieve que Hong Kong era un ejemplo único de cooperación fructífera entre China y Gran Bretaña. Señalé que los dos puntos clave de la posición china hacían referencia a la soberanía y el mantenimiento de la prosperidad de Hong Kong. Esta última se basaba en la confianza. Si se introducían o incluso se anunciaban ahora cambios drásticos en el control administrativo de Hong Kong se produciría sin duda una huida masiva de capital. No se trataba de que Gran Bretaña tuviera voluntad de inducir tal resultado —ni mucho menos— pero tampoco era algo que pudiera impedirse. El hundimiento de Hong Kong supondría un descrédito para nuestros dos países. La confianza y la prosperidad dependían de la administración británica. Si nuestros Gobiernos conseguían llegar a un acuerdo sobre la futura administración de Hong Kong, y si éste funcionaba, lograba fomentar la confianza entre los habitantes de la colonia y satisfacía al Parlamento británico, pasaríamos a considerar la cuestión de la soberanía.
Tenía esperanzas de que este planteamiento pragmático y realista resultara convincente. Después de todo, China obtenía gran cantidad de divisas e inversiones gracias a que tenía un Hong Kong capitalista a la puerta de su casa. Incluso en pleno auge de la Revolución Cultural, aunque los comunistas hubieran fomentado algaradas en la colonia, la Guardia Roja jamás había permitido que se lanzara un ataque a gran escala sobre Hong Kong. Intenté convencer al señor Zhao de que debíamos hacer público un comunicado conjunto, razonablemente libre de compromisos, poniendo de manifiesto que nuestro objetivo común era mantener la prosperidad de Hong Kong y que pronto se anunciarían conversaciones oficiales entre nuestros dos países.
No obstante, quedó bastante claro desde los primeros comentarios del mandatario chino que su Gobierno no aceptaría compromiso alguno en el tema de la soberanía y que pretendía recuperarla en su totalidad, tanto sobre la isla como sobre los Nuevos Territorios, en 1997 y no más tarde. La posición fundamental que subyacía a la actitud china era que la población de Hong Kong era china y no británica. Una vez aceptado esto, Hong Kong podía convertirse en una zona administrativa especial gestionada por la población local, conservando el sistema social y económico existente. El sistema capitalista continuaría en vigor en Hong Kong, al igual que su puerto libre y su función como centro financiero internacional. El dólar de Hong Kong seguiría empleándose y siendo convertible. Como respuesta a mi vigorosa intervención sobre la pérdida de confianza que produciría tal posición caso de ser anunciada, él respondió que si se trataba de elegir entre la soberanía por un lado y la prosperidad y la estabilidad por el otro, China optaría por la soberanía. La reunión fue muy cortés, pero los chinos se negaron a retroceder ni un ápice en sus posturas.
Sabía que la esencia de lo que habíamos discutido le sería comunicada a Deng Xiaoping, con quien había de reunirme al día siguiente. El señor Deng era conocido como un político realista. De hecho, fue él quien desbloqueó el camino para lograr una solución en Hong Kong. Había aceptado que podían existir dos sistemas económicos diferentes en un mismo país, hecho demostrado por el establecimiento de zonas económicas especiales en la propia China. En esta ocasión, no obstante, se mostró inasequible. Reiteró que su país no estaba dispuesto a discutir el tema de la soberanía. Manifestó que la decisión de que Hong Kong había de quedar bajo soberanía china no tenía por qué anunciarse de inmediato, pero que, en uno o dos años de plazo, el Gobierno chino anunciaría formalmente su decisión de recuperarlo. Yo repetí que lo que buscaba era lograr el compromiso, en ulteriores conversaciones, de que a partir de 1997 continuara la administración británica con el mismo sistema legal y político y la misma moneda independiente. Si más adelante nos era posible alcanzar un acuerdo, se produciría un gran aumento de la confianza y yo podría presentarme ante el Parlamento británico y abordar la cuestión de la soberanía para satisfacer los deseos de China.
Pero él no estaba dispuesto a dejarse persuadir. En un momento dado dijo que los chinos podían tomar Hong Kong aquel mismo día si así lo deseaban. Yo respondí que efectivamente podían hacerlo, y yo no podría detenerlos, pero que eso supondría el hundimiento de Hong Kong. El mundo podría ver entonces cual era la diferencia entre un gobierno británico y uno chino en la colonia.
Por vez primera pareció dudar: su actitud empezó a ser menos inflexible. No obstante, todavía no había captado lo esencial de mi planteamiento y seguía insistiendo en que los británicos debían impedir que el capital abandonara Hong Kong. Intenté explicarle que en el momento en que se impide la salida del dinero se pone fin a las posibilidades de que también entre. Los inversores pierden confianza y eso podía suponer el fin de Hong Kong. Empezaba a resultarme cada vez más evidente que los chinos no comprendían en la práctica las condiciones legales y políticas del capitalismo. Sería necesario ponerles minuciosamente al corriente de cómo funcionaba si pretendían que Hong Kong siguiera siendo próspero y estable. También percibí en todas estas discusiones que los chinos habían llegado a creerse sus propios eslóganes acerca de los males del colonialismo. Simple y sencillamente no se daban cuenta de que Gran Bretaña consideraba una obligación moral hacer todo lo posible por proteger el estilo de vida libre del pueblo de Hong Kong.
No obstante, a pesar de todas las dificultades, las conversaciones no fueron el estrepitoso fracaso que podrían haber sido. Aunque no logré mi objetivo inicial, conseguí que Deng Xiaoping aceptara que redactáramos un breve comunicado en el que, sin fingir que habíamos llegado a un acuerdo, se anunciara el comienzo de negociaciones con el objetivo común de mantener la prosperidad y la estabilidad en Hong Kong. Era esencial que se dijera algo en este sentido para potenciar la frágil confianza de la colonia. Ni su población ni yo habíamos conseguido todo lo que deseábamos pero, en mi opinión, al menos habíamos sentado unas bases razonables para la negociación. Los dos sabíamos cuáles eran nuestras respectivas posiciones.
La visita había resultado intensa y agotadora. No obstante, no fue todo trabajo y me quedó algo de tiempo libre para hacer visitas. Mientras estuve en China pude recorrer el increíblemente hermoso Palacio de Verano en el noroeste del extrarradio de Pekín, cuyo nombre en chino significa Jardín de la Vida Pacífica y Relajada. En mi opinión, ésta era una descripción muy poco precisa de mi visita al Lejano Oriente.
EL MURO DE BERLÍN
Al verano siguiente visité otro monumento que, al contrario que el Palacio de Verano, ha quedado reducido a polvo y escombros. Tras unas conversaciones con el canciller Helmut Kohl en Bonn volé hasta Berlín y vi por vez primera el muro y las tierras grises, yermas y devastadas que había más allá, patrulladas por perros bajo la vigilante mirada de guardias rusos armados. El canciller Kohl me acompañó en esta visita y, a pesar de las diferencias que habían de surgir entre nosotros en el futuro, en cuestiones como los males del comunismo y el compromiso con nuestros aliados norteamericanos, éramos uña y carne. Sospecho que la prensa alemana comprendió, como sugerían los artículos publicados posteriormente, hasta qué punto me había emocionado Berlín. La ciudad era vibrante y emocionante, era mayor de lo que había esperado, estaba rodeada por bellísimos bosques y, aún así, mostraba de forma singular las cicatrices que le habían producido los dos credos totalitarios del siglo XX.
En el discurso que pronuncié aquella tarde, viernes 29 de octubre, dije:
Hay fuerzas más poderosas e insidiosas que el aparato de la guerra. Se puede encadenar al hombre, pero es imposible encadenar su mente. Es posible esclavizarle, pero no conquistar su espíritu. Tras el final de la guerra, a los líderes soviéticos se les ha recordado década tras década que su ideología inmisericorde sobrevive tan sólo por la fuerza. Pero se acerca el día en que la ira y la frustración del pueblo serán tan grandes que la fuerza no podrá contenerlas. Entonces el edificio se vendrá abajo: el cemento se desmorona… Algún día la libertad amanecerá al otro lado del muro.
Mi profecía se vio confirmada mucho antes de lo que yo misma jamás habría esperado.