Las Malvinas: victoria
La batalla de las Malvinas, mayo y junio de 1982
Desde principios de mayo hasta la recuperación de las Malvinas a mediados de junio, las consideraciones militares cobraron una importancia cada vez mayor en mi mente. Pero esto no supuso que se aliviara la insistencia para que negociáramos; nada más lejos. Me encontraba bajo una presión casi intolerable en favor de la negociación por la negociación, debido a que tantos políticos estaban desesperadamente preocupados por evitar el uso de la fuerza, como si los argentinos no hubieran empleado ya la fuerza al invadir las islas. En momentos como aquellos todo y todos parecen conspirar para desviarte del camino que sabes que debes seguir.
Sin embargo, nunca pude permitirme hacer caso omiso del esfuerzo diplomático, ya que de él dependía el tan duramente ganado apoyo del Consejo de Seguridad de la ONU a favor de la Resolución 502, y lo que es más importante, el grado de apoyo que pudiéramos recibir de nuestros aliados, sobre todo Estados Unidos. Y la presencia constante del inevitable miedo a lo desconocido. ¿Tendríamos suficiente cobertura aérea? ¿Dónde estaban los submarinos argentinos? ¿Podríamos alcanzar la posición militar y diplomática necesaria para lograr el desembarque dentro del estrecho plazo que nos imponía el comienzo del invierno del Atlántico Sur, con su clima intolerable?
Mientras desayunaba en Milton Hall me llamaron para comunicarme que nuestros Vulcans habían bombardeado la pista de aterrizaje del aeropuerto de Port Stanley. Nuestro destacamento naval también bombardeaba posiciones argentinas en otros lugares de las Malvinas. Se me informó de que hasta el momento no había bajas británicas, pero que pasarían muchas horas antes de que los Vulcans —tras un vuelo maratón con cinco operaciones de repuesto en el aire— estuvieran de vuelta en Ascensión Island. De hecho, todos regresaron sanos y salvos. La operación de repuesto pareció una hazaña prodigiosa en su momento, aunque más adelante proezas como ésta se llegaron a dar casi por sentado.
Ese día la Fuerza Aérea argentina lanzó un importante ataque contra nuestros barcos. Los argentinos estaban en una posición que les permitía enviar fotografías al mundo exterior, a diferencia de nosotros. Mantenían que muchos de nuestros aviones habían sido derribados, pero en su famosa transmisión Brian Hanrahan, el excelente corresponsal de la BBC, puso las cosas en su sitio cuando dijo: «Estaban todos al despegar y al aterrizar seguían estando todos». Fue un gran alivio. Pero no nos hacíamos ilusiones acerca de la importancia del duro ataque y de la cuestión vital que planteaba respecto a la eficacia de nuestra protección aérea.
El día siguiente, un domingo, que pasé en Chequers, tuvo una gran —aunque, con frecuencia, mal entendida— importancia para el desenlace de la guerra de las Malvinas. Como muchos domingos durante la crisis, los miembros del Gabinete de Guerra, los jefes de Estado Mayor y los funcionarios acudieron a Chequers para comer y reunirse. En esta ocasión había una cuestión especial para la cual yo necesitaba una decisión urgente.
Convoqué a Willie Whitelaw, John Nott, Cecil Parkinson, Michael Havers, Terry Lewin, el almirante Fieldhouse y sir Anthony Acland, secretario permanente del Ministerio de Asuntos Exteriores. (Francis Pym estaba en Estados Unidos). El almirante Fieldhouse nos contó que uno de nuestros submarinos, el Conqueror, había estado siguiendo al General Belgrano, un crucero argentino. El Belgrano iba escoltado por dos destructores. Él mismo tenía una considerable potencia de fuego, gracias a sus cañones de 6 pulgadas con un alcance de 13 millas y misiles antiaéreos. Se nos advirtió de que posiblemente estuviera equipado con misiles Exocet antibuque, y se sabía que sus dos escoltas sí disponían de estos misiles. Todo el grupo navegaba en el borde de la Zona de Exclusión. Nos había llegado información acerca de las intenciones agresivas de la flota argentina. El día anterior se habían producido intensos ataques aéreos contra nuestros buques, y el almirante Woodward, al mando del destacamento, tenía muchas razones para creer que se estaba desarrollando una ofensiva a gran escala. Poco antes se había divisado al 25 de mayo, un portaaviones argentino, y habíamos acordado cambiar las normas de combate a fin de hacer frente a la amenaza que presentaba. Sin embargo, nuestro submarino había perdido contacto con el portaaviones, que había logrado escapar en dirección Norte. Era muy posible que el Conqueror también perdiera contacto con el grupo del Belgrano. El almirante Woodward había llegado a una conclusión respecto a lo que se debía hacer con el Belgrano teniendo en cuenta estas circunstancias. Por toda la información disponible, concluyó que el portaaviones y el grupo del Belgrano participaban en un clásico movimiento de tenazas contra nuestro destacamento. Yo tenía claro lo que hacía falta para proteger a nuestras fuerzas, a la vista de la preocupación del almirante Woodward y los consejos del almirante Fieldhouse. Por lo tanto, decidimos que las fuerzas británicas podrían atacar a cualquier buque argentino con las mismas condiciones anteriormente acordadas para el portaaviones.
A continuación aprobamos el envío de refuerzos que se dirigirían a las Malvinas en el QE2. Me sorprendió un poco que la necesidad de refuerzos no hubiera quedado clara antes. Pregunté si realmente era necesario o recomendable usar este barco tan grande y meter a tanta gente dentro, pero en cuanto se me indicó que era necesario para que llegaran a tiempo, di mi consentimiento. Siempre me preocupó que no tuviéramos suficientes soldados y equipo cuando llegara la hora de la batalla final, y repetidas veces me sorprendió que incluso profesionales tan altamente cualificados como los que nos asesoraban con frecuencia subestimaran nuestras necesidades. Al término de la reunión seguíamos angustiosamente preocupados porque aún no se había localizado al portaaviones que podía causar tantos daños a nuestro vulnerable destacamento.
La orden con el cambio de normas de combate se remitió desde Northwood al Conqueror a las 13:30. De hecho, el Conqueror no nos informó de su recepción hasta pasadas las 17:00. Torpedeamos y hundimos el Belgrano justo antes de las ocho de esa tarde. Nuestro submarino se alejó a toda velocidad. Parece ser que, creyendo equivocadamente que ellos serían nuestro próximo objetivo, las escoltas del Belgrano se dedicaron a maniobras antisubmarino, en lugar de rescatar a su tripulación, de la cual murieron unos 321 hombres, aunque inicialmente el número de bajas publicado fue mucho más alto. El hecho de que el barco no estuviera adecuadamente preparado para la batalla aumentó enormemente el número de muertos. En Londres tuvimos noticias de que lo habíamos alcanzado, pero pasaron algunas horas antes de que supiéramos que se había hundido.
En su momento, y bastante tiempo después, circularon muchas tonterías maliciosas y engañosas acerca de las razones por las que hundimos el Belgrano. Se ha demostrado que estas alegaciones no tenían ningún fundamento. Se tomó la decisión de hundir el Belgrano por motivos estrictamente militares, y no políticos: quienes mantienen que intentábamos sabotear una prometedora iniciativa de paz por parte de Perú están muy equivocados. En ese momento quienes tomamos la decisión en Chequers no teníamos ninguna noticia de las propuestas peruanas, que en cualquier caso se parecían mucho al plan de Haig que los argentinos habían rechazado sólo unos días antes. Existía una clara amenaza militar de la cual no podíamos hacer caso omiso sin pecar de irresponsabilidad. Además, los acontecimientos posteriores justificaron sobradamente lo que se hizo. Como resultado de la devastadora pérdida del Belgrano, la flota argentina —sobre todo el portaaviones— regresó a puerto y se quedó allí. A partir de ese momento no volvió a presentar ninguna amenaza seria al destacamento, aunque naturalmente, en su momento no lo sabíamos. El hundimiento del Belgrano resultó ser una de las acciones militares más decisivas de la guerra.
No obstante, el espantoso número de víctimas nos causó muchos problemas, ya que proporcionaba un motivo —o en algunos casos, quizá una excusa— para que algunos de nuestros aliados menos comprometidos abandonaran filas; también aumentó la presión que sufríamos en la ONU. El Gobierno irlandés solicitó la convocatoria de una reunión inmediata del Consejo de Seguridad, aunque tras intensas presiones de Tony Parsons y algunas por parte del secretario general de la ONU, finalmente se les convenció para que suspendieran su petición; sin embargo, no sin que antes el ministro de Defensa irlandés nos describiera como «el agresor». Hubo algunas vacilaciones por parte de los franceses y bastantes más procedentes de los alemanes occidentales, quienes presionaron en favor de un alto el fuego y negociaciones en el seno de la ONU. Por lo demás, el panorama diplomático en el momento del hundimiento del Belgrano ya se estaba volviendo más difícil y complicado.
Ya he mencionado el plan de paz que el presidente de Perú había planteado a Al Haig, y que él a su vez había transmitido a Francis Pym en Washington el 1 y 2 de mayo, aunque no lo vimos hasta más adelante. Con el hundimiento del Belgrano, el señor Haig volvió a ejercer presión, instándonos a la magnanimidad diplomática y expresando su convicción de que fuera cual fuera el desenlace de la campaña militar, debía haber una salida negociada para evitar la hostilidad abierta y la inestabilidad. Para aumentar la confusión, el secretario general de la ONU empezó a perseguir su propia iniciativa de paz, ante la gran irritación del señor Haig.
SEXTA SEMANA
Aumentaron tanto las presiones militares como las diplomáticas. El martes 4 de mayo el destructor Sheffield fue alcanzado por un misil Exocet argentino, con consecuencias devastadoras. La pérdida del Sheffield fue el resultado de una serie de contratiempos y errores, pero demostraba de manera descarnada los riesgos a los que se enfrentaban nuestras fuerzas. El Sheffield era un buque relativamente antiguo, con un radar desfasado: estaba transmitiendo a Londres vía satélite unos momentos antes de que le alcanzara el misil, lo cual interfirió con su capacidad para detectar el ataque con la suficiente antelación como para desviarlo con un señuelo. Además, las puertas contra incendios estaban abiertas y, como supimos por el incendio incontenible que sucedió al impacto del misil, había demasiado aluminio en la estructura. Aunque en un principio el barco no se hundió, fue imposible traerlo de vuelta a casa como yo hubiera querido, debido a las aguas encrespadas, y finalmente se hundió. Al principio se me informó de que había 20 bajas; después 40.
Era muy difícil saber cómo anunciar este tipo de noticia. Nos hubiera gustado informar primero a los familiares más próximos, y de hecho lo intentamos. Pero mientras tanto los argentinos emitían declaraciones —algunas ciertas, otras falsas, pero todas con un fin deliberado— antes de que pudiéramos conocer los hechos reales. Como resultado, algunas esposas y familiares pasaron días y noches de angustia. Ese día también perdimos uno de nuestros Harriers.
Francis Pym ya había regresado de los Estados Unidos. No nos gustaban las propuestas estadounidenses/peruanas que traía, e intentamos que se introdujeran modificaciones importantes, sobre todo para asegurar el respeto a los deseos de los isleños. No obstante, Al Haig no quiso aceptar nuestros cambios ni transmitírselos a los peruanos, dado que pensaba que los argentinos los rechazarían de plano. Recibí un mensaje del presidente Reagan en el que nos instaba a aceptar más concesiones.
En la mañana del miércoles 5 de mayo convoqué primero al Gabinete de Guerra, y después al Consejo de Ministros en pleno para considerar las propuestas estadounidenses/peruanas. Francis Pym opinaba que a la vista de la batalla del Atlántico Sur resultaría perjudicial rechazar lo que de hecho eran las propuestas de Al Haig. Además, como ya he observado, los países de la Comunidad Europea, que en un principio habían mostrado un apoyo muy fuerte, empezaban a flaquear. Las sanciones que habían acordado sólo tenían una vigencia de un mes, y habría dificultades para conseguir que todos aprobaran su renovación.
Sentía un profundo rechazo por las propuestas estadounidenses/peruanas. Al Consejo tampoco les hacían mucha gracia. Pero teníamos que dar alguna respuesta. Yo quería asegurarme que cualquier administración de transición consultaría a los isleños y que se respetarían sus deseos en el acuerdo a largo plazo. También quería que se excluyera a Georgia del Sur y las demás islas dependientes de las Malvinas del alcance de las propuestas. El Consejo se mostró firme respecto a estos objetivos. Acordamos perseguir cambios que estuvieran de acuerdo con nuestros objetivos, y lo conseguimos.
No me gustaba esta presión constante para debilitar nuestra posición. Redacté una carta personal para Ronald Reagan que revelaba quizá demasiada frustración por mi parte, aunque la suavicé antes de enviarla. Pero me consolaba el hecho de que nunca había creído que la Junta estaría dispuesta a retirarse bajo esas condiciones, ni bajo ningunas otras; y efectivamente, los argentinos rechazaron las propuestas estadounidenses/peruanas. En estos momentos la atención se desplazaba cada vez más hacia las propuestas del secretario general de la ONU. Los argentinos enviaron a su ministro de Asuntos Exteriores a Nueva York. Tenían la esperanza de poder explotar la compasión que habían despertado a raíz del hundimiento del Belgrano, y la destrucción del Sheffield les había levantado los ánimos. No faltaban candidatos que propusieran nuevas «iniciativas» —una de las más sorprendentes y menos prácticas fue la que partió del presidente López-Portillo, quien propuso que yo me reuniera con el general Galtieri en México—. Pero yo no tenía intenciones de traicionar a los isleños, y sabía que la Junta argentina no podía retirarse y sobrevivir. Obviamente había pocas perspectivas de una solución diplomática, y sin embargo seguían las aparentemente interminables negociaciones.
Tony Parsons defendió la postura de Gran Bretaña en la ONU con gran fuerza y brillantez. Los argentinos estaban claramente resueltos a conseguir la máxima ventaja propagandística en las nuevas conversaciones auspiciadas por el secretario general de la ONU. Advirtió al señor Pérez de Cuéllar de nuestras experiencias en el pasado a la hora de intentar tratar con la Junta. El secretario general podía esperar que unos acuerdos aparentemente satisfactorios para los representantes argentinos fueran posteriormente rechazados por la Junta; los argentinos estaban empeñados en establecer la soberanía como condición previa a cualquier acuerdo.
Yo no estaba dispuesta a interrumpir los avances militares en favor de las negociaciones. Todos éramos conscientes de que nos acercábamos a un período crítico. Si íbamos a desembarcar y recuperar las islas, habría que hacerlo entre el 16 y el 30 de mayo. No podíamos aplazarlo más debido al tiempo. Esto significaba que las negociaciones en la ONU debían terminar en el plazo de unos diez días. Si tenían éxito y se cumplía con nuestros principios y requisitos mínimos, muy bien. En caso contrario, o si aún se alargaban, tendríamos que seguir adelante, si los jefes de Estado Mayor así lo recomendaban.
Tenía sentimientos encontrados respecto a las negociaciones. Compartía el deseo de evitar otro conflicto sangriento. Hablé de esto por teléfono con Tony Parsons el sábado 8 de mayo. Le pedí que le dijera al secretario general que sería un placer recibirle en Londres. A continuación añadí:
En última instancia, sabes que quizá tengamos que atacar. Digo en última instancia; no tenemos mucho tiempo. Pero siento profundamente […] en primer lugar, que nuestra gente allí vivía con autodeterminación y libertad antes de que esto empezara, y no podemos dejarles en una situación peor. Pero en segundo lugar sé que esto va a ser una espantosa pérdida de vidas jóvenes si realmente nos vemos obligados a tomar esas islas […] Haré todo lo que pueda antes de tomar la decisión final para ver si podemos mantener las normas internacionales y la libertad y la justicia, en las que creo apasionadamente para nuestro pueblo, para ver si podemos impedir una batalla final.
Sin embargo, conforme seguían adelante las negociaciones con los argentinos en Washington, fue resultando cada vez más evidente que no estaban dispuestos a hacer las concesiones que pedíamos. Estaban empeñados en incluir a Georgia del Sur y las demás islas dependientes. Querían negar a los isleños cualquier medio adecuado para expresar sus puntos de vista durante el período de transición. Presionaban en favor de la retirada total por parte de las fuerzas británicas y la vuelta a sus bases en el Reino Unido, lo cual, una vez empezada la batalla por las Malvinas, por supuesto resultaba aún más inaceptable que antes. También querían que ciudadanos argentinos se pudieran instalar allí y adquirir propiedades, a fin de cambiar los términos de la discusión. Estaba claro que las negociaciones fracasarían. Teníamos que asegurarnos de que cuando esto ocurriera los argentinos no lograran cargarnos a nosotros con la culpa. Lo ideal sería concluir las negociaciones de manera definitiva antes de que tuvieran lugar los desembarcos. Obviamente era necesario un ultimátum.
La tarde del domingo (9 de mayo) en Chequers repasamos el panorama diplomático y militar en nuestra reunión habitual. Comentamos el estado de las negociaciones y adonde podrían conducir. También había una cuestión políticamente delicada. Aviones civiles argentinos sobrevolaban nuestras líneas de suministro y sin duda comunicaban sus hallazgos directamente a sus submarinos. Estábamos en nuestro pleno derecho de impedir esto. Pero ¿podíamos estar seguros de que si disparábamos sobre un avión civil resultaría ser argentino? Las características del radar y la trayectoria típica de un avión que realizara labores de vigilancia nos ayudarían a identificar a los que estuvieran en misión de reconocimiento. Pero existía un riesgo evidente de que algo saliera mal. También teníamos que considerar la posibilidad de un ataque sorpresa contra Ascensión Island y nuestras fuerzas allí estacionadas: quizá poco probable, pero potencialmente devastador.
SÉPTIMA SEMANA
Ahora teníamos que mostrarnos firmes ante la presión en favor de acuerdos inaceptables, y a la vez evitar dar una impresión de intransigencia. Envié instrucciones específicas a Tony Parsons sobre nuestra posición respecto a distancias de retirada, administración de transición, la cuestión de la inmigración y la adquisición de propiedades durante el período de transición; también se le instó a que garantizara que los argentinos no se salieran con la suya a la hora de prejuzgar la cuestión de la soberanía: esa era una cuestión que debían de decidir los isleños. Hubo discusiones detalladas acerca de la posición constitucional de una administración de las islas gestionada por las Naciones Unidas. Nuestro punto de vista era que el representante de la ONU sólo podía aplicar la ley, no modificarla. En caso de que deseara esto último tendría que actuar por medio del Consejo Legislativo de las islas. También seguimos presionando en favor de una garantía militar por parte de Estados Unidos para la seguridad de las islas, pero con muy poco éxito. El secretario general de la ONU se mostró algo sorprendido por la firmeza de nuestra actitud. Pero Tony Parsons le expuso los hechos básicos de la disputa. No éramos nosotros quienes habíamos cometido la agresión y, además, habíamos hecho una serie de importantes concesiones. Cualquier acuerdo que diera la impresión de premiar la agresión argentina simplemente no sería aceptado en Gran Bretaña.
No se podía confiar en los argentinos. Por ejemplo, en la cuestión de no prejuzgar la soberanía, su representante decía una cosa al secretario general, mientras que su ministro de Asuntos Exteriores decía todo lo contrario en sus declaraciones públicas. ¿A quién había que creer? La información que nos enviaban los americanos acerca de la actitud de la Junta argentina confirmaba nuestras peores predicciones. Aparentemente no podían ceder en el tema de la soberanía, incluso aunque lo hubieran deseado, debido a la situación política en la que se encontraban en esos momentos. Esto, sin embargo, era su problema, no el nuestro. Mis propios puntos de vista en ese momento se endurecían porque estaba convencida de que ya habíamos cedido demasiado. La Cámara de los Comunes estaba de acuerdo conmigo. En el debate del jueves 13 de mayo los diputados conservadores dieron muestras de su inquietud respecto a nuestras negociaciones. Francis Pym seguía decantándose por una línea más débil que la mía y esto no se recibía con agrado.
En estos momentos Al Haig se encontraba en Europa, y aparentemente su ausencia proporcionó a aquellos miembros de la Administración que estaban de parte de los argentinos una oportunidad para convencer al presidente Reagan de que éramos nosotros quienes estábamos siendo inflexibles. El presidente me telefoneó a las siete menos veinte de esa tarde. Había recibido la impresión de que los argentinos y nosotros estábamos acercando nuestras posiciones negociadoras. Le tuve que informar de que desgraciadamente éste no era el caso. Seguía habiendo importantes obstáculos. En cuanto a las gestiones para la transición, Argentina quería una mayor participación de la que podíamos aceptar, y existían considerables dificultades respecto a la propiedad y la libertad de movimientos. En segundo lugar, estaba la cuestión de Georgia del Sur, donde nuestro derecho era completamente diferente, y estábamos en posesión. Otro problema adicional era que realmente no sabíamos con quién estábamos negociando. Los argentinos intentaban organizar una administración de transición que inevitablemente condujera a la soberanía argentina. Finalmente, no había garantías de que más adelante no volvieran a invadir las islas.
El presidente Reagan había hablado con el presidente de Brasil, que había acudido a Washington. Existía cierta preocupación (totalmente inadecuada) de que estuviéramos preparando un ataque contra la propia Argentina: más allá de si este tipo de ataque tenía algún sentido militar, vimos desde el principio que nos hubiera causado demasiados perjuicios políticos, y por lo tanto, sólo podía resultar contraproducente. El presidente Reagan quería que aplazáramos la acción militar. Dije que no hacía más de un día que los argentinos habían atacado nuestros buques. No podíamos retrasar las opciones militares simplemente debido a las negociaciones. La verdad era que solamente nuestras medidas militares habían provocado una respuesta diplomática, por muy poco satisfactoria que ésta fuera.
Al presidente Reagan también le preocupaba que la lucha se describiera como un enfrentamiento entre David y Goliat, en el que al Reino Unido le tocaba el papel del gigante. Señalé que esto difícilmente podía ser cierto estando a una distancia de 8.000 millas. Recordé al presidente que él no querría que su pueblo viviera bajo el tipo de régimen que ofrecía la Junta militar, así como el largo período de tiempo que muchos de los isleños habían habitado el lugar, y la importancia estratégica de las islas Malvinas si, por ejemplo, se llegaba a cerrar alguna vez el canal de Panamá. Concluí procurando convencerle —creo que con éxito— de que no se le había informado correctamente acerca de las supuestas concesiones de los argentinos. Fue una conversación difícil, pero desde un punto de vista global resultó ser útil. El hecho de que hasta nuestro aliado más próximo —alguien que ya había demostrado ser uno de mis amigos políticos más cercanos— pudiera ver las cosas de esta manera demostraba el grado de dificultad al que nos enfrentábamos.
En la mañana del viernes 14 de mayo se celebraron dos reuniones separadas del Gabinete de Guerra. En una evaluamos detalladamente la posición y las opciones militares. En la otra se trató la situación diplomática. Decidimos puntualizar los términos de nuestro ultimátum para planteárselo a los argentinos, y convocamos a Tony Parsons y a Nico Henderson para que regresaran de Estados Unidos y acudieran a Chequers para tratar esta cuestión durante el fin de semana.
Dos sucesos ocurridos durante ese día y el siguiente me subieron enormemente la moral. En primer lugar, la bienvenida que se me ofreció en la Conferencia del Partido Conservador Escocés en Perth, un evento del que, como ya he dicho anteriormente, siempre disfrutaba. En mi discurso expuse exactamente para qué y por qué estábamos luchando. También dije:
El Gobierno quiere un acuerdo pacífico. Pero rechazamos totalmente una traición pacífica.
El líder del Partido Liberal, David Steel, me acusó de patrioterismo. Qué distantes pueden parecer los políticos en tiempos de crisis: ni el público ni la nación caerían en la trampa de describir en esos términos la determinación de defender la justicia y el honor del país.
En segundo lugar, también tuve noticias del éxito del ataque nocturno efectuado por nuestro SAS y los soldados del Servicio Naval Especial en Pebble Island, al norte de las Malvinas Occidentales, ataque en el que destruyeron los once aviones argentinos que se encontraban en la pista de aterrizaje. Fue una audaz empresa y una muestra indudable de la profesionalidad de nuestras fuerzas. Sin embargo los argentinos hicieron caso omiso.
Ese domingo en Chequers lo dedicamos principalmente a la redacción de nuestras propuestas finales, para que el secretario general se las expusiera a los argentinos. La consideración esencial era que debíamos cerrar el proceso de negociación —idealmente, antes de los desembarcos— pero de manera que no pareciéramos intransigentes. Quedó patente que tendríamos que hacer una oferta muy razonable. Yo lo acepté porque estaba convencida de que los argentinos la rechazarían; además, la propuesta se hacía sobre la base de «lo tomas o lo dejas»: los argentinos tenían que aceptar la oferta en su totalidad, o rechazarla de pleno, y una vez que la hubieran rechazado, la retiraríamos. Estableceríamos un plazo para su respuesta.
Tanto Tony Parsons como Nico Henderson participaron en la redacción. Repasamos cada punto en detalle, trabajando, como siempre, en la mesa rectangular del Gran Salón de la planta de arriba, revisando el borrador cláusula por cláusula. A mano teníamos voluminosas fuentes de referencia sobre la ONU y las leyes sobre la administración de las Malvinas. Endurecimos nuestros términos para la administración de transición, asegurando algo cercano a la autodeterminación para los isleños y negándole cualquier papel al Gobierno argentino. Excluimos totalmente a Georgia del Sur y las demás islas dependientes de las propuestas: Georgia del Sur estaba nuevamente bajo control británico y ya no había posibilidad alguna de incluirla en las negociaciones. Nos referimos al Artículo 73 de la Carta de la ONU, que implica la autodeterminación, para dejar claro que los deseos de los isleños serían de extrema importancia en las negociaciones a largo plazo. Al Gobierno argentino se le exigía que diera una respuesta en las próximas 48 horas y sin ninguna negociación de los términos. Posteriormente este ejercicio también me permitió explicar cada frase del documento a la Cámara de los Comunes para calmar sus comprensibles temores de que posiblemente estuviéramos dispuestos a ceder demasiado.
Para mantener informado al Gobierno de Estados Unidos y asegurar su apoyo en la ONU —lo cual era fundamental— autoricé a Francis Pym para que le comunicara nuestras propuestas a Al Haig esa tarde. Esta fue una sabia decisión; cuando el señor Haig leyó el texto lo describió como justo. El secretario general de la ONU también parecía estar impresionado por la flexibilidad que habíamos mostrado.
Yo misma estaba muy implicada en nuestros intensos esfuerzos diplomáticos por mantener el apoyo a nuestra causa la víspera de lo que sabía que sería una acción militar decisiva. Era de la máxima importancia que los países de la Comunidad Europea mantuvieran sus sanciones contra Argentina, y sin embargo algunos se mostraban vacilantes. Llamé al ministro de Asuntos Exteriores italiano la tarde del domingo, sin resultados.
OCTAVA SEMANA
El lunes 17 de mayo el presidente Mitterrand acudió a Londres para asistir a una serie de conversaciones, y pude presionarle en favor de las sanciones. Esa misma tarde hablé por teléfono con el señor Haughey respecto a la postura irlandesa. No estaba convencida de que esto surtiera mucho efecto, pero había que hacer el intento. De hecho, los ministros de Asuntos Exteriores de la Comunidad, reunidos en Luxemburgo, decidieron mantener las sanciones sobre una base «voluntaria», lo cual no llegaba a ser ideal, pero era mejor que nada.
En la mañana del martes 18 de mayo el Gabinete de Guerra se reunió con todos los jefes de Estado Mayor. Quizá fuera el momento crucial. Teníamos que decidir si íbamos a seguir adelante con el desembarco en las Malvinas; yo pedí a cada jefe militar que expresara su opinión. La discusión fue muy abierta, y las dificultades estaban claras: seríamos vulnerables al desembarcar y, en especial, había dudas sobre si disponíamos de suficiente protección aérea, dado que los barcos británicos serían fácilmente alcanzables en un ataque argentino desde el continente, además se conocerían sus posiciones. No habíamos podido eliminar todos los barcos y aviones argentinos que hubiéramos querido en las semanas previas al desembarco. Y siempre estaba el hecho de que no habíamos sido capaces de localizar a sus submarinos.
Pero también quedaba claro que cuanto más se retrasara la acción, mayor sería el riesgo de pérdidas y peor el estado de nuestras tropas cuando tuvieran que luchar. Las tropas no podían permanecer indefinidamente a bordo de los barcos. Por supuesto, nadie podía cuantificar las bajas por adelantado, pero la conclusión era que las ventajas del desembarco pesaban más que los riesgos del aplazamiento. Ya habíamos acordado las normas de combate. El ataque tendría lugar de noche.
Ninguno dudábamos de lo que había que hacer. Autorizamos el desembarco sobre la base del plan del comandante de las Fuerzas, previa aprobación final del Gabinete. Podría impedirse en cualquier momento hasta las últimas horas del jueves, lo cual nos permitiría considerar a fondo cualquier respuesta a nuestra oferta por parte de los argentinos. De este modo, podría cancelarse o reafirmarse la decisión tras el Consejo de la mañana del jueves. A partir de allí, la coordinación corría por cuenta del propio comandante de las Fuerzas.
No faltaron las presiones de última hora para que hiciéramos más concesiones diplomáticas. Michael Foot me había escrito instándome a más negociaciones. Le contesté que si no lográbamos alcanzar un acuerdo con los argentinos en términos que nos parecieran aceptables tendríamos que decidir cuál sería la siguiente acción militar a emprender, y responderíamos de nuestras decisiones ante la Cámara de los Comunes. También hubo que desanimar al señor Haig para que no presentara otra serie de propuestas que sólo hubieran permitido que los argentinos siguieran ganando tiempo. De hecho, al día siguiente, miércoles, recibimos la respuesta argentina, que en realidad suponía un rechazo global a nuestras propuestas. Nunca pensé que aceptarían. A continuación, retiramos las propuestas. Anteriormente habíamos decidido —por iniciativa de Francis Pym— que tras el rechazo de los argentinos, las publicaríamos, y así lo hicimos el 20 de mayo. Era la primera vez desde que habían comenzado todas las maniobras diplomáticas que cualquiera de las partes hacía pública su postura en las negociaciones, y nuestros términos causaron una buena impresión internacional.
El secretario general hizo un intento de última hora con mensajes dirigidos a mí y al general Galtieri en los que exponía sus propuestas. El jueves por la mañana (20 de mayo) el Gabinete de Guerra se reunió en presencia del Gabinete en pleno. Nuevamente, Francis insistió en que llegáramos a un arreglo, esta vez en el último momento. Sugirió que el aide-mémoire del secretario general era muy parecido a nuestras propias propuestas, y que no se entendería si ahora seguíamos adelante con medidas militares. Pero el hecho era que las propuestas del señor Pérez de Cuéllar eran imprecisas y poco claras; de haberlas aceptado hubiéramos vuelto nuevamente al punto de partida. Hice mi resumen con gran firmeza. No había posibilidad alguna de aplazar el plan militar. Sería nefasto para nuestras fuerzas. Si el tiempo lo permitía, el desembarco seguiría adelante. El Consejo de Guerra, y posteriormente el Gabinete en pleno, manifestó su acuerdo.
El secretario general no había recibido ninguna respuesta de los argentinos a su aide-mémoire, respecto al cual nosotros habíamos ofrecido comentarios serios, a pesar de todas nuestras reservas. Él reconoció ante el Consejo de Seguridad el fracaso de sus intentos. Publicamos nuestras propuestas y yo las defendí en la Cámara de los Comunes esa tarde. El debate tuvo buenos resultados, y proporcionó un buen punto de partida para lo que tenía que suceder a continuación.
El viernes 21 de mayo iba a ser un día repleto de compromisos en mi distrito electoral, y sabía lo importante que era seguir adelante con mis actividades como de costumbre. Antes de comer tuve que inaugurar una gran ampliación de Gersons, una empresa especializada en almacenaje, embalaje y mudanzas internacionales. Había una banda militar y un público de unas mil doscientas personas, incluidos varios embajadores. Estaba profundamente emocionada, en parte por el orgullo y el patriotismo de los asistentes pero también, claro está, porque sabía (a diferencia de los demás) lo que estaba previsto para ese mismo momento a 8.000 millas de distancia. Hice todo lo que se debe hacer en estas ocasiones, incluso me monté en una carretilla elevadora. A continuación me apresuré para regresar a la oficina del distrito electoral y comprobar si había alguna noticia. Aún no. Jamás llamé por teléfono a Northwood, ni en esta ocasión, ni en ninguna otra, para informarme acerca de las operaciones en curso. Sabía que los comandantes destacados tenían cosas más importantes que hacer que atender averiguaciones innecesarias de Londres. Regresé a la oficina de Finchley poco después de las cinco de la tarde y supe por teléfono y en lenguaje cuidadosamente obscuro que se sucedían los acontecimientos, pero sin detalles.
Esa misma noche regresé al Número 10 y John Nott me trajo un informe completo. Se había llevado a cabo el desembarco sin una sola baja. Pero ahora era de día y habían empezado unos feroces ataques aéreos. Habíamos perdido la fragata Ardent. Otra fragata —el Argonaut— y el destructor Brilliant habían sufrido graves daños. Jamás sabré cómo los pilotos argentinos no se percataron de la presencia del enorme Canberra, todo pintado de blanco, que actuaba como buque de transporte. Pero los comandantes estaban resueltos a sacarlo de la zona de peligro cuanto antes.
De hecho, la principal fuerza anfibia se había dirigido hacia Aguas de San Carlos, con la ayuda de un cielo cubierto y una mala visibilidad, mientras que seguían los ataques de diversión en otras zonas de las Malvinas Orientales. Cubiertas por artillería naval, nuestras tropas habían llegado a tierra firme en lanchas de desembarco, a la vez que los helicópteros transportaban equipo y víveres. Cinco mil hombres desembarcaron sin accidentes, aunque se perdieron dos helicópteros y su tripulación. Habíamos establecido la cabeza de playa, sin embargo harían falta varios días para que quedara definitivamente asegurada.
En el Consejo de Seguridad, reunido en sesión abierta, Tony Parsons defendió nuestra posición ante los previsibles ataques retóricos por parte de los aliados de Argentina. Al final del debate los irlandeses presentaron una resolución totalmente inaceptable. Pudimos contar con la ayuda de ciertos aliados extraños, y no con la de algunos de aquellos que debían haber sido nuestros amigos. Fueron los africanos quienes enmendaron la resolución irlandesa hasta un punto en el que la podíamos aceptar. Esta fue la Resolución 505 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, adoptada por unanimidad el 26 de mayo, que concedía al secretario general el mandato para procurar poner fin a las hostilidades y la plena ejecución de la Resolución 502.
El sábado por la tarde visité Northwood antes de seguir camino hacia Chequers. Para entonces la gran escala de los ataques aéreos de los argentinos era demasiado evidente. Para proteger la operación en San Carlos, tenía que haber varios niveles de defensa. En primer lugar, había Harriers marítimos en formación de combate que sobrevolaban a gran altura los lugares de desembarco, dirigidos por los barcos que tenían debajo. Sin los Harriers, con su gran capacidad de maniobra, pilotados con enorme destreza y valor, y empleando la última versión del misil Sidewinder aire-aire proporcionado por Caspar Weinberger, no hubiéramos podido recuperar las Malvinas. En segundo lugar, con las tropas se habían desembarcado las baterías Rapier para misiles y estaban instaladas en los montes que rodeaban la bahía. Los Rapier planteaban problemas, el largo viaje por mar había causado deficiencias en su electrónica. También estaban las defensas aéreas de los propios barcos, algunas instaladas en la misma bahía, y otras fuera del estrecho de las Malvinas: principalmente misiles Sea Dart de largo alcance en los destructores Tipo 42 y los Sea Wolf y Sea Cat, de alcance más corto, en los Tipo 22 y otras fragatas, pero también cañones antiaéreos e incluso armas más reducidas.
En Northwood dediqué algún tiempo a ponerme al día en la Sala de Operaciones. Hice lo que pude por dar una impresión de seguridad, pero cuando salí en compañía del almirante Fieldhouse y ya no nos podían oír, no pude evitar preguntarle: «¿Cuánto tiempo podemos seguir aguantando estos ataques?». El no estaba menos preocupado. Pero también tenía la capacidad propia de un gran comandante de ver más allá de lo inmediato. Y, por muy terribles que hubieran sido nuestras pérdidas, o que llegaran a ser en el futuro, el hecho era que nuestras fuerzas habían desembarcado con éxito y que estábamos causando graves pérdidas a la Fuerza Aérea argentina.
Aquí debo mencionar que a lo largo del conflicto nos ayudaron tres importantes deficiencias de la ofensiva aérea argentina, aunque en algunos aspectos fueron el resultado de acciones deliberadas por nuestra parte. En primer lugar, los argentinos centraron sus ataques —con la posterior trágica excepción de las bajas de Bluff Cove— en las escoltas navales, antes que en los barcos de transporte y los portaaviones. Naturalmente, en parte esto se debía a que las escoltas protegían a estas unidades: ésa era su misión. En segundo lugar, los aviones argentinos se veían obligados a volar a alturas muy reducidas para evitar nuestros misiles, con el resultado de que las bombas que lanzaban (preparadas para estallar a alturas mayores) con frecuencia no llegaban a explotar. (Desgraciadamente, una bomba que cayó en el Antelope sí estalló, hundiendo el barco, cuando un valiente experto en explosivos intentaba desactivarla). En tercer lugar, los argentinos sólo disponían de un limitado número de los devastadores misiles Exocet franceses. Hicieron intentos desesperados por aumentar su arsenal. Había indicios de que armas procedentes de Libia e Israel iban de camino a Argentina a través de otros países suramericanos. Nosotros por nuestra parte estábamos igual de desesperados por interceptar este suministro. Posteriormente, el 29 de mayo, mantendría una conversación con el presidente Mitterrand en la que me dijo que los franceses tenían un contrato para suministrar Exocets a Perú, que él ya había suspendido; ambos nos temíamos que los misiles pasaran a Argentina. Como siempre a lo largo del conflicto, se mostró absolutamente inquebrantable.
También los americanos, por muy irritantes e imprevisibles que pudieran resultar sus pronunciamientos públicos en ocasiones, nos estaban prestando una ayuda inestimable. Ya he mencionado los misiles Sidewinder. También nos proporcionaron 150.000 yardas cuadradas (125.000 m²) de planchas para crear una pista de aterrizaje improvisada. El 3 de mayo Caspar Weinberger incluso propuso enviarnos el portaaviones Eisenhower para su empleo como pista de aterrizaje móvil en el Atlántico Sur: una oferta que nos pareció más alentadora que práctica.
Yo estaba trabajando en mi despacho de la Cámara de los Comunes la tarde del martes 25 de mayo cuando entró John Nott para decirme que el destructor Coventry había sufrido el ataque de una oleada de aviones argentinos. Seis o más aviones habían bombardeado el barco repetidamente y se estaba hundiendo. De hecho, era uno de los dos barcos de guerra en misión de vigilancia a la entrada del estrecho de las Malvinas, para dar aviso rápido de ataques aéreos y servir como pantalla de defensa aérea para los barcos de suministro que descargaran en Aguas de San Carlos. Posteriormente zozobró y se hundió. Diecinueve miembros de la tripulación murieron en el ataque. John tenía que salir por televisión en media hora. Algo de lo ocurrido ya se sabía públicamente, aunque no el nombre del barco. Pensamos que sería mejor no revelarlo hasta que no tuviéramos más detalles acerca de la tripulación. Aún no estoy segura de si la decisión fue acertada o errónea: el resultado de no comunicar el nombre fue que todas las familias de los marinos pasaron una gran angustia. Al final, John anunció los detalles en la Cámara de los Comunes al día siguiente.
Esa misma tarde me llegaron más malas noticias. Había entrado en el Despacho Privado para conocer las últimas informaciones sobre el Coventry, pero en su lugar, el funcionario de guardia del Número 10 me comunicó que el Atlantic Conveyor, un contenedor Cunard de 18.000 toneladas, había sido alcanzado por un misil Exocet; el barco ardía y se habían dado órdenes para que fuera abandonado. El Atlantic Conveyor iba cargado de suministros vitales para nuestras fuerzas en las Malvinas. A diferencia de los barcos de guerra, no era capaz de defenderse del ataque de misiles empleando señuelos. Cuatro de los tripulantes murieron y el capitán se ahogó, aunque posteriormente me dijeron que había sobrevivido a la explosión y los incendios, y que se le había visto vivo en el agua. Afortunadamente, la mayoría se salvó.
Sabía que el Atlantic Conveyor transportaba diecinueve Harriers más, refuerzos enormemente necesarios. ¿Seguían a bordo cuando se hundió el barco? En ese caso ¿podríamos seguir adelante? El barco también transportaba helicópteros que eran esenciales para los movimientos de tropas y suministros en la campaña terrestre. Su pérdida les causó muchas dificultades a nuestros comandantes de Tierra. Sólo uno se salvó. Otro motivo de consternación fue la noticia, basada en una declaración argentina, de que el Invincible había sido alcanzado y dañado. Y yo también sabía que en algún lugar al este de las Malvinas estaba el QE2, con 3.000 soldados. Para mí, ésta fue una de las peores noches de la guerra.
A primera hora de la mañana siguiente supe que las noticias no eran tan desoladoras. Me informaron del asombroso rescate de la mayor parte de las tripulaciones del Coventry y del Atlantic Conveyor. Los diecinueve Harriers habían sido traspasados al Hermes y al Invincible antes del incidente. Me inundó el alivio: al final no estábamos fatalmente heridos, aunque habíamos perdido ocho helicópteros y 4.500 tiendas de invierno. Además, la noticia de que el Invincible había sido alcanzado era totalmente falsa.
Continuaba la descarga de víveres en San Carlos. Algunas lanchas de desembarco y de suministro sufrieron ataques, y hubo bombas que no explotaron, la mayoría de las cuales fueron desactivadas. Nuestro centro hospitalario en San Carlos también fue alcanzado, pero los médicos siguieron con su trabajo.
Sin embargo, era un momento frustrante para los que estábamos en Londres. A todos nos preocupaba que parecía haber poco movimiento por parte de nuestras tropas más allá de la cabeza de puente. Hicieron falta muchos días para descargar los víveres, el equipo y las municiones. La pérdida de los helicópteros significaba que había que revisar todos los planes anteriores.
Existía otro motivo de preocupación. Realmente la Marina argentina, que al fin y al cabo era la que más presión había ejercido en favor de una invasión de las islas, ¿seguiría escondiéndose en los puertos argentinos, o saldrían a atacar e interrumpir nuestro avance? Dos buques británicos habían sido hundidos en nuestras aguas territoriales alrededor de las Malvinas. ¿Quizá debíamos enviar nuestros submarinos a que hundieran los barcos argentinos en sus aguas territoriales? Pero el fiscal general, Michael Havers, se opuso rotundamente. De manera que nuestros comandantes de submarinos tuvieron que conformarse con merodear a lo largo de las doce millas del límite argentino.
El problema era que sabíamos que sus barcos podrían lanzarse al ataque y que quizá no conseguiríamos detectarlos con la suficiente rapidez como para impedírselo. Nuevamente, era el portaaviones argentino, el 25 de mayo, el que presentaba la principal amenaza. Se me había dicho que a ser posible debíamos solucionar la cuestión del portaaviones antes del desembarco, pero la mayor parte del tiempo no lo habíamos podido encontrar. Nos temíamos que los argentinos lo hubieran mantenido en reserva para nuestro desembarco, y que muy posiblemente apareciera el día de la fiesta nacional argentina: el 25 de mayo. Varias semanas antes de desembarcar uno de nuestros submarinos lo había localizado en mitad de una bahía. La determinación del límite de las aguas territoriales era un aspecto delicado del derecho internacional; aunque el centro de la bahía estaba a más de doce millas de la orilla, se podía argumentar que la bahía entera estaba dentro de los límites. Al final decidimos atacar el barco, pero para entonces ya se había acercado más a la orilla. Se planteó el mismo tema respecto a otros buques argentinos que bordeaban las aguas territoriales en el Sur. En esta ocasión Michael Havers y yo extendimos todos los mapas relevantes en el suelo del salón de Chequers, y tomamos las medidas nosotros mismos. Pero los argentinos eran demasiado prudentes y, a diferencia de ellos, nosotros estábamos empeñados en seguir dentro de los límites del derecho internacional.
Ante cierta consternación por parte del secretario general de la ONU y de Al Haig, dejamos claro que una vez que habíamos desembarcado no estábamos dispuestos a negociar. Ya no podíamos aceptar la idea de una administración de transición, ni propuestas para la mutua retirada de tropas argentinas y británicas. Los norteamericanos volvían a sentirse preocupados. Habían soportado feroces ataques verbales en una reunión de la OEA el 27 de mayo. Sufríamos una continua presión por parte de Washington para que evitáramos la humillación militar final de Argentina, que ahora parecían considerar como inevitable. Me hubiera gustado sentirme tan segura. Sabía, a diferencia de ellos, cuántos riesgos y peligros aún nos acechaban en la campaña para recuperar las islas.
Esto quedó ampliamente demostrado en la batalla para retomar Darwin y Goose Green. Los argentinos estaban bien preparados y se atrincheraron en fuertes posiciones defensivas a las que tenían que acercarse nuestras tropas a través del campo abierto de un estrecho istmo. Se enfrentaban a un intenso fuego enemigo. Como es bien conocido, el coronel «H» Jones, comandante de la Segunda de Paracaidistas, perdió la vida asegurando el camino de avance para sus soldados. Su segundo jefe tomó el mando y finalmente consiguió la rendición. En un momento dado apareció una bandera blanca en las trincheras argentinas, pero cuando dos de nuestros soldados avanzaron en respuesta fueron asesinados a tiros. Finalmente, nuestro comandante envió a dos prisioneros de guerra argentinos con un mensaje en el que se exigía la rendición, diciendo que si querían podían hacer un desfile de tropas, pero tendrían que deponer las armas. Los argentinos aceptaron. Los oficiales arengaron a los soldados acerca de la justicia de su causa, pero se rindieron de todos modos. La población de Goose Green, que había pasado tres semanas encerrada en el ayuntamiento, fue liberada. Se había ganado una famosa batalla. Hoy en día hay un monumento conmemorativo de los Paracaidistas cerca de Goose Green y un monumento especialmente dedicado a «H».
Los medios de comunicación habían informado de que estábamos a punto de tomar Goose Green el día antes del ataque. Yo me puse furiosa cuando me enteré —según creo, al igual que «H»—. Tanto rumor les estaba proporcionando a los argentinos un aviso de nuestras intenciones, aunque la culpa no siempre era de los propios medios, sino también del servicio de prensa en el Ministerio de Defensa.
El mismo día que la Segunda de Paracaidistas luchaba por Darwin y Goose Green me reuní con el cardenal Casaroli, el secretario de Estado del Papa. Todos estábamos muy satisfechos de que éste no hubiera pospuesto su visita a Gran Bretaña —nuestra primera visita papal de la historia— a pesar de que estábamos en guerra con un país predominantemente católico. Reconocíamos las dificultades que una visita en este momento le podía causar, y decidimos que ningún miembro del Consejo se reuniría con él personalmente. Naturalmente, yo ya había hablado con el Papa en una ocasión anterior, y admiraba sus principios y su valentía. Le expliqué al Cardenal Casaroli los motivos por los que luchábamos: dije que la guerra era un mal terrible, pero que había cosas peores, incluyendo la extinción de todo aquello en lo que uno cree. No podíamos permitir que la agresión saliera victoriosa. Tampoco podíamos malbaratar la libertad, la justicia y la democracia que durante tanto tiempo habían disfrutado los isleños, y simplemente entregarlos a Argentina, donde estas cosas eran desconocidas. No hicimos ningún comentario público en el momento, pero yo tenía la esperanza de que parte de este mensaje les llegara a los argentinos, dado que el Papa iba a visitar Argentina después de abandonar Gran Bretaña.
Desafortunadamente, ahora los americanos intentaron reavivar la negociación diplomática. Al Haig quería involucrar a los brasileños en un acuerdo que (al contrario de lo que había planteado anteriormente) debía producirse antes de la derrota final de las fuerzas argentinas en la isla. Estas propuestas realmente eran desacertadas y surgían en un momento muy inoportuno. Ya habíamos manifestado claramente que ahora la retirada incondicional de Argentina y el regreso de la administración británica eran nuestras metas. Pero yo sabía que no podíamos permitirnos un alejamiento de Estados Unidos, especialmente en este momento. Seguimos en contacto con el señor Haig respecto a la cuestión de cómo mantener y repatriar a los prisioneros de guerra argentinos, y de manera más general, a nuestros planes para el futuro a largo plazo de las islas.
Hubiera sido completamente equivocado arrancar una derrota diplomática de las fauces de la victoria militar, como tuve que decirle al presidente Reagan cuando me llamó a altas horas de la noche del lunes 31 de mayo. No resultó muy satisfactorio para ninguno de los dos que no se me hubiera dado ningún aviso previo de lo que me iba a decir, y en consecuencia, puede que mi actitud fuera más contundente que amistosa. Aparentemente, el presidente había hablado con el presidente de Brasil, que compartía su punto de vista de que la mejor ocasión para la paz se daría antes de que los argentinos sufrieran una humillación completa. Dado que ahora el Reino Unido tenía la ventaja militar, debíamos llegar a un acuerdo. Yo no podía aceptar esto. Le dije que no podíamos contemplar un alto el fuego sin una retirada por parte de los argentinos. Tras perder barcos y vidas porque durante siete semanas los argentinos se habían negado a negociar, no podíamos considerar entregar las islas a un tercero. Entendía los temores del presidente. Pero le pedí que se pusiera en mi lugar. Estaba segura de que él hubiera hecho lo mismo si Alaska —parte de su propio país, habitado por sus propios compatriotas— hubiera sufrido una amenaza parecida. Además, yo estaba de acuerdo con una excelente entrevista que él había concedido por televisión en la que había dicho que si ganaba el agresor, otros cincuenta territorios, afectados por disputas parecidas, correrían peligro. Esta conversación fue algo dolorosa en su momento, pero tuvo buenos resultados. Ahora los americanos entendían nuestra posición y nuestras intenciones. Dentro de poco tendría una nueva oportunidad de hablar con el presidente Reagan en persona durante la próxima cumbre del G7 en Versalles.
Mientras tanto, tuvimos que emplear mucha delicadeza con un plan de paz de cinco puntos promovido por el secretario general de la ONU. Aumentaba la presión en favor de un alto el fuego, fomentada por el Consejo de Seguridad de la ONU. El miércoles 2 de junio, después de que el secretario general anunciara que había desistido de sus propios esfuerzos, España y Panamá, en nombre de Argentina, intentaron que se votara un borrador de resolución aparentemente inocuo en favor de un alto el fuego, que tendría precisamente los efectos que nosotros estábamos empeñados en evitar. Era dudoso que incluso ahora los españoles consiguieran los nueve votos necesarios para obligarnos a vetar la resolución. Nosotros por nuestra parte hicimos todas las presiones que pudimos. El voto se pospuso hasta el viernes.
En la tarde de ese mismo día volé a París para el G7. Mi primera reunión, y la más importante, fue, por supuesto, con el presidente Reagan, que se alojaba en la Embajada de Estados Unidos. Hablamos a solas, como él prefería. Le di las gracias por la gran ayuda que habíamos recibido de Estados Unidos. Le pregunté qué podían hacer los norteamericanos para ayudar a repatriar a los prisioneros de guerra argentinos. También pedí que el voto de EE. UU. nos apoyara en el Consejo de Seguridad.
El estado de ánimo en Versalles parecía ser muy diferente del que ahora prevalecía en la ONU en Nueva York. Los jefes de Gobierno se alojaban en el Petit Trianon. Después de cenar tuvimos una larga discusión acerca de las Malvinas, y en general la respuesta era comprensiva y amable. Posteriormente, la delegación británica y yo nos retiramos al salón que se nos había asignado. Llevábamos unos quince minutos hablando cuando llegó un mensaje del Ministerio de Asuntos Exteriores y Tony Parsons, avisándonos que estaba a punto de empezar la votación en el Consejo de Seguridad y que los japoneses iban a votar en contra de nuestra postura. Dado que el suyo era el noveno voto necesario para aprobar la resolución, esto resultaba particularmente irritante. Poco habían valido sus promesas de cooperación. Hice grandes esfuerzos por ponerme en contacto con el señor Suzuki, el primer ministro japonés, a fin de convencerle para que cambiara su decisión y al menos se abstuviera. Era imposible que se hubiera podido ir a la cama en tan poco tiempo. Pero me dijeron que estaba ilocalizable.
De hecho, la atención se vio algo desviada de nuestros problemas debido al asombroso comportamiento de la embajadora de los Estados Unidos ante la ONU, la señora Kirkpatrick. Tras comunicar su veto junto al nuestro, anunció sólo unos minutos más tarde que si hubiera que volver a votar tendría que abstenerse, como resultado de unas instrucciones que acababa de recibir. Irónicamente, esto nos ayudó en cierto modo, ya que distrajo la atención de los medios de comunicación de nuestro veto. Sin embargo, ésa no había sido la intención. Parece ser que Al Haig, sucumbiendo a las presiones de los países latinoamericanos, telefoneó a la señora Kirkpatrick desde Versalles para decirle que nos retirara su voto de apoyo, pero ella no recibió el mensaje a tiempo. Este hecho tuvo una secuela aún más embarazosa para Estados Unidos. Justo antes de comer en el palacio de Versalles, se permitió la entrada a las cámaras de televisión, y un periodista americano le preguntó al presidente Reagan cuál era el motivo de la confusión de los Estados Unidos en las Naciones Unidas la tarde anterior. Para mi asombro, contestó que no sabía nada del asunto. No se le había informado. A continuación el periodista se dirigió a mí. Yo no tenía intención de hurgar en la herida de un amigo, así que lo único que dije fue que no concedía entrevistas durante la comida.
Esa misma mañana el primer ministro japonés me proporcionó una explicación muy poco convincente del voto de apoyo a la Resolución emitido por Japón, afirmando que estaba convencido de que conduciría a la retirada de Argentina. Sin embargo, el resumen del presidente Mitterrand en su conferencia de prensa tras la conclusión del G7 fue excelente y mostró un apoyo total.
Ni Tony Parsons ni yo nos sorprendimos especialmente de que al final tuviéramos que utilizar nuestro veto. Tuvimos mucha suerte —y también era un tributo a la habilidad de Tony Parsons— de no haber tenido que vetar una resolución parecida mucho antes.
Mis pensamientos ya se centraban nuevamente en lo que ocurría en las Malvinas. Nuestras tropas habían atacado otras posiciones argentinas. No se había producido ningún contraataque. El general Moore había llegado para hacerse cargo de todas las operaciones terrestres y la Quinta Brigada de Infantería (Quinta Brigada) había desembarcado el 1 de junio, para reforzar a nuestras tropas en las islas. El problema principal era cómo transportar suficiente equipo y municiones como preparación para el asalto final a la cordillera que protege Puerto Stanley.
El presidente Reagan llegó a Gran Bretaña la tarde del lunes en visita oficial, y le recibí en el aeropuerto. Al día siguiente estaba previsto que se dirigiera a los miembros de ambas Cámaras. Pero son las terribles bajas que sufrimos en Bluff Cove las que permanecen grabadas en mi recuerdo de ese día. Los buques de desembarco, sir Tristram y sir Galahad, repletos de hombres, equipo y municiones, habían sido enviados a Bluff Cove y Fitzroy en preparación para el asalto final a Puerto Stanley. Las nubes se dispersaron mientras los barcos aún descargaban los misiles Rapier que debían protegerles de un ataque aéreo, y los argentinos alcanzaron a ambos barcos. El sir Galahad no había desembarcado sus tropas, y el resultado fue un elevado número de víctimas y muchos supervivientes con terribles quemaduras. La Guardia Galesa se llevó la peor parte. Como en todas estas ocasiones, la reacción natural fue la especulación acerca de lo que pudo haber sido: sobre todo, lo que podría haber ocurrido si los hombres se hubieran alejado y dispersado nada más llegar, en ese caso no hubiéramos sufrido tantas bajas. Pero habría habido aún más víctimas si no hubiera sido por el heroísmo de los pilotos de los helicópteros. Sobrevolaron las manchas de aceite a muy baja altura y aprovecharon el aire de sus rotores para alejar a las lanchas salvavidas cargadas de supervivientes del infierno al que se veían arrastrados.
Nuevamente, hubo problemas casi insuperables a la hora de comunicar noticias referentes a las bajas. Los argentinos estaban difundiendo rumores de cantidades muy elevadas. Las familias estaban desesperadamente preocupadas. Pero decidimos aplazar los detalles del número de víctimas, aunque naturalmente (y como siempre) se informó a los parientes de manera individual. Sabíamos por nuestro servicio de información que los argentinos pensaban que habíamos sufrido muchas más bajas de las reales, y que esto les llevaba a pensar que aplazaríamos nuestro ataque a Puerto Stanley. El ataque a Mount Longdon, Two Sisters y Wireless Ridge estaba previsto para la noche del viernes. El factor sorpresa era esencial.
Deseaba con toda mi alma que no hubiera pérdidas más graves que ésta. Sin embargo, a primera hora de la mañana del sábado 12 de junio, el funcionario de guardia del Número 10 subió al piso con una nota. Casi se la arranqué, pensando que comunicaría el comienzo del ataque a las montañas que rodeaban a Puerto Stanley. Pero eran noticias bien diferentes. Conservé la nota, que dice lo siguiente:
Glamorgan alcanzado por supuesto misil Exocet. Buque en posición 51/58 Sur. Gran incendio proximidades hangar y en turbina de gas y sala de herramientas. Aún en funcionamiento. Buque navegando a velocidad de diez nudos dirección Sur.
—El Ministerio de Defensa aún no dispone de detalles de las víctimas y no los espera hasta dentro de varias horas. Nos mantendrán informados.
El Glamorgan había estado bombardeando las posiciones argentinas en Puerto Stanley y los montes que lo rodean en preparación de la próxima batalla. Finalmente le había alcanzado un Exocet de tierra mientras salía de la zona.
Qué amarga depresión me invadió. En momentos como éstos me sentía casi culpable de la comodidad, la protección y la seguridad del Número 10, mientras había tanto peligro y tanta muerte en el Atlántico Sur. Ese era el día del Saludo a la Bandera en celebración del cumpleaños de la Reina. Que yo recuerde fue la única ocasión en la que la ceremonia se echó a perder por un aguacero. Fue desagradable para la Guardia, pero con noticias tan malas y una incertidumbre tan grande parecía apropiado. Yo vestía de negro, porque sentía que había mucho que llorar. John Nott llegó poco antes de que yo subiera a la tribuna. No tenía más noticias. Pero él pensaba que se le habría informado en caso de que no se hubiera iniciado el ataque. Después, los invitados, totalmente empapados, incluyendo a Rex y la señora Hunt, nos secamos lo mejor que pudimos delante de las chimeneas del Número 10.
Poco antes de la una supimos que todos nuestros objetivos militares habían sido alcanzados. Pero la batalla había sido reñida. Habíamos tomado Two Sisters, Mount Harriet y Mount Longdon. El plan era seguir esa noche para tomar Mount Tumbledown, aún más próximo a Puerto Stanley, pero las tropas estaban agotadas y hacía falta más tiempo para traer municiones, por lo que se decidió esperar. Esa tarde fui a Northwood para saber exactamente qué era lo que estaba pasando. Allí tuve mejores noticias del Glamorgan; los incendios estaban bajo control y mantenía una velocidad de 20 nudos.
Más que nunca, ahora el resultado dependía de nuestros soldados en las Malvinas, y no de los políticos. Como todo el mundo en Gran Bretaña, estaba pegada a la radio a la espera de noticias, cumpliendo estrictamente con mi norma autoimpuesta de no hacer llamadas mientras durara el conflicto. En el camino de vuelta de Chequers al Número 10, ese domingo (13 de junio), pasé por Northwood para saber más noticias. Lo que resultó ser el asalto final era una lucha encarnizada, especialmente en Mount Tumbledown, donde los argentinos estaban bien preparados. Pero Tumbledown, Mount William y Wireless Ridge cayeron en manos de nuestros soldados, que pronto llegaron a las afueras de Puerto Stanley.
Visité las islas siete meses más tarde y vi el terreno con mis propios ojos, atravesando la zona a pie y de madrugada, mientras soplaba un fuerte viento y llovía intensamente, abriéndome camino por las lúgubres rocas que habían servido de fortificaciones naturales a los defensores argentinos. Nuestros muchachos habían tenido que atravesar el terreno y tomar sus posiciones en plena oscuridad. Sólo lo podían hacer las más profesionales y disciplinadas de las fuerzas.
Cuando el Consejo de Guerra se reunió el lunes por la mañana todos pensábamos que la batalla seguía. La velocidad con la que todo acabó nos cogió por sorpresa. Los argentinos estaban agotados y desmoralizados y se les había dirigido muy mal, como se demostró con creces en el momento y posteriormente. Estaban hartos. Abandonaron sus armas y se les podía ver retrocediendo a través de sus propios campos de minas hacia Stanley.
Esa tarde, tras conocer la noticia, fui a la Cámara de los Comunes para anunciar la victoria. No pude entrar en mi propio despacho; estaba cerrado con llave y el ayudante del jefe de los whips tuvo que buscarla. Una vez dentro escribí en un trozo de papel que encontré encima de mi mesa la breve declaración que, al no haber ningún otro procedimiento, tenía que presentar ante la Cámara como Cuestión de Orden. A las diez de la noche les dije que se nos había comunicado que ondeaban banderas blancas sobre Puerto Stanley. La guerra había terminado. Todos sentimos lo mismo y los aplausos lo demostraban. Había prevalecido la justicia. Y al irme a la cama a altas horas de esa noche me di cuenta del peso que acababa de quitarme de encima.
Para la nación en su totalidad, aunque los recuerdos y los temores diarios e incluso el alivio se desvanecieran, permanecería el orgullo por la hazaña de nuestro país. En un discurso pronunciado en Cheltenham poco después, el sábado 3 de julio, intenté explicar lo que significaba el espíritu de las Malvinas:
Hemos dejado de ser una nación en retirada. En su lugar tenemos una nueva confianza en nosotros mismos, nacida en las batallas económicas dentro del país y puesta a prueba y confirmada a una distancia de 8.000 millas […] Y así hoy podemos alegrarnos por nuestro éxito en las Malvinas y enorgullecernos de la proeza de los hombres y mujeres de nuestras Fuerzas Armadas. Pero no lo hacemos como quien se regocija ante una llama vacilante que pronto ha de apagarse. No: nos alegramos de que Gran Bretaña haya recuperado ese espíritu que la alimentó en generaciones pasadas y que hoy comienza a arder tan intensamente como antaño. Gran Bretaña ha vuelto a encontrarse a sí misma en el Atlántico Sur y no retrocederá de su victoria.