CAPÍTULO VII



La guerra de las Malvinas:
tras la estela de la Armada

Los esfuerzos diplomáticos y el envio de la misión especial para recuperar las islas Malvinas[25]: hasta el fin del mes de abril de 1982

ANTECEDENTES

Nada permanece con mayor viveza en mi memoria, cuando repaso mis años en el Número 10, que las once semanas de la primavera de 1982 en las que Gran Bretaña hizo y ganó la guerra de las Malvinas. Había mucho en juego: a pesar de su importancia, no sólo estábamos luchando por el territorio y los habitantes de las Malvinas, en el Atlántico Sur, a ocho mil millas de distancia. También estábamos defendiendo nuestro honor como nación, y unos principios de importancia fundamental para el mundo entero: por encima de todos ellos, el principio de que los agresores jamás deberían salirse con la suya, y de que el derecho internacional ha de prevalecer sobre el empleo de la fuerza. La guerra fue muy repentina. Nadie pudo predecir la invasión argentina hasta unas pocas horas antes de que se produjera, a pesar de que, con los conocimientos que proporciona la perspectiva del tiempo, muchos la predijeron después. Cuando accedí al cargo de primera ministra, en ningún momento se me ocurrió que tendría que mandar tropas británicas al combate, y no creo que ningún momento de mi vida haya sido tan tenso ni tan intenso como todo aquel período.

El significado de la guerra de las Malvinas fue enorme, tanto para la seguridad en sí misma de la nación británica como para nuestra situación en el mundo. A partir de 1956, año del fiasco de Suez, la política exterior británica no había sido sino una larga retirada. El Gobierno británico al igual que los gobiernos extranjeros habían asumido tácitamente que nuestro papel internacional estaba condenado a disminuir poco a poco. Había llegado un momento en que tanto nuestros amigos como nuestros enemigos nos veían como una nación desprovista de voluntad y de capacidad a la hora de defender sus intereses en tiempos de paz, por no hablar de los momentos de guerra. La victoria en las Malvinas cambió todo aquello. Después de la guerra, a cualquier lugar donde yo fuera, el nombre de Gran Bretaña había adquirido un significado que antes no tenía. La guerra también tuvo verdadera importancia en las relaciones entre el Este y el Oeste: varios años después, un general ruso me dijo que los soviéticos habían estado absolutamente convencidos de que no lucharíamos por las Malvinas, y de que, de hacerlo, perderíamos. Les demostramos su equivocación con respecto a ambos extremos, y este hecho jamás lo olvidaron.

A partir del verano de 1982, sólo dos semanas después de la guerra, puse por escrito mis recuerdos detallados de los acontecimientos tal y como los viví desde el centro mismo del Gobierno. Terminé la narración en Chequers durante las vacaciones de Semana Santa de 1983. Los acontecimientos todavía estaban grabados en mi mente, y tenía todos los documentos a mano. La tarea me llevó algún tiempo; era una historia larga y compleja. Algunas partes de la misma tendrán que permanecer en secreto durante bastante tiempo, pero esta narración se basa en mis recuerdos personales.

Los primeros en tomar tierra en las Malvinas, según noticias documentales, fueron marinos británicos, que en 1690 dieron al canal que separa a las dos islas principales el nombre de «estrecho de Falkland», en honor del vizconde Falkland, tesorero de la Armada. Tanto Gran Bretaña como Francia y España establecieron asentamientos en las islas en distintos momentos del siglo XVIII. En 1770, una pendencia con España hizo que el Gobierno británico del momento movilizara a la Armada, preparando un destacamento naval, que jamás llegó a zarpar; en aquella ocasión se pudo llegar a una solución diplomática.

Las islas tenían una evidente importancia estratégica: poseían varios puertos de buena calidad a menos de 500 millas del cabo de Hornos. En el supuesto de que el canal de Panamá llegara a cerrarse, su importancia sería considerable. Sin embargo, ha de reconocerse que las Malvinas siempre han constituido un motivo de guerra poco probable durante el siglo XX.

La invasión argentina de las Malvinas se produjo 149 años después del inicio del gobierno británico oficial en la zona, y parece que la inminencia del 150 aniversario constituía un factor importante en las maquinaciones de la Junta argentina. Desde 1833 ha venido existiendo una presencia británica continuada y pacífica en las islas. La actual reivindicación jurídica de Gran Bretaña se basa en dicho hecho y en el deseo de la población allí establecida —cuyos orígenes son británicos en todos los casos— de seguir siendo británica. El principio de «autodeterminación» se ha convertido en un componente fundamental del derecho internacional, y está plasmado en la Carta de las Naciones Unidas. La soberanía británica goza de unas sólidas bases legales, y los argentinos lo saben.

A unas 800 millas al sureste de las Malvinas están las islas Georgias del Sur, y 460 millas más allá, las islas Sandwich del Sur. Aquí la reivindicación argentina es aún más dudosa. Estas islas son posesiones del Reino Unido, a pesar de que se administran desde las Malvinas. Ningún Estado las reclamó antes de su anexión por Gran Bretaña en 1908, y desde entonces la administración británica nunca se ha interrumpido.

Mi primera participación en el tema de las Malvinas se produjo muy al principio del Parlamento de 1979. Estaba claro que sólo había dos vías para lograr la prosperidad de sus habitantes. El enfoque más evidente y agradable consistía en el fomento del desarrollo de unos vínculos económicos con la vecina Argentina. Sin embargo, este planteamiento entraba en colisión con la reivindicación argentina en el sentido de que las Malvinas y su jurisdicción formaban parte de su territorio soberano. El gobierno de Ted Heath había firmado un importante Acuerdo de Comunicaciones en 1971, por el que se establecían lazos por aire y por mar entre las islas y el continente, pero los argentinos habían bloqueado cualquier progreso adicional en dicha dirección a no ser que también se debatiera el tema de la soberanía. Por tanto, se argumentaba que se tendría que llegar a algún tipo de compromiso con Argentina respecto a este asunto. Este tipo de razonamientos fueron los que hicieron que Nick Ridley (el ministro responsable del tema) y sus funcionarios de la Foreign and Commonwealth Office (FCO) propusieran el llamado acuerdo de «retroarrendamiento», en virtud del cual la soberanía pasaría a Argentina, pero se mantendría la forma de vida de los isleños mediante la continuación de la administración británica. A mí no me gustaba esta propuesta, pero Nick y yo estábamos de acuerdo en que debería estudiarse, aunque siempre bajo la condición de que serían los propios isleños quienes tendrían la última palabra. No tomaríamos ningún acuerdo sin su consentimiento, sus deseos serían el factor más importante de todos.

Sin embargo, había otra opción, mucho más costosa y, al menos en apariencia igualmente arriesgada. Podíamos aplicar las recomendaciones del estudio económico a largo plazo que en 1976 elaboró el anterior ministro de Trabajo, lord Shackleton, y en especial una de éstas: la ampliación del aeropuerto y el alargamiento de la pista de aterrizaje. A pesar del coste que implicaba este tipo de compromiso se vería como prueba de determinación por parte del Gobierno de no entablar conversaciones serias sobre la soberanía, y aumentaría nuestra capacidad a la hora de defender las islas, ya que una pista de aterrizaje más larga permitiría la llegada inmediata de refuerzos por aire. Esto a su vez podría haber provocado una rápida reacción militar por parte de Argentina. No resulta sorprendente que ningún Gobierno, ya fuera laborista o conservador, estuviera dispuesto a actuar mientras pareciera existir una posibilidad de solución aceptable; por tanto, el retroarrendamiento había llegado a ser la opción preferida.

Sin embargo, más o menos según yo esperaba, ninguno de estos razonamientos diplomáticos a favor del retroarrendamiento tenía demasiado atractivo para los propios isleños. Se negaban a aceptar tales propuestas. Desconfiaban de la dictadura argentina y sentían bastante escepticismo ante sus promesas. Pero lo más importante es que, deseaban seguir siendo británicos. Esto se lo dejaron muy claro a Nick Ridley cuando les visitó en dos ocasiones con el fin de averiguar sus puntos de vista. También la Cámara de los Comunes estaba ruidosamente decidida a que se respetaran los deseos de los isleños. Se anuló la posibilidad de retroarrendamiento. Yo no estaba dispuesta a obligar a los isleños a aceptar una solución que les resultaba intolerable y que además yo misma, de estar en su situación, no habría aceptado.

Sin embargo, lo que todo esto significaba para el futuro de las Malvinas a largo plazo no quedaba tan claro. El Gobierno se encontró con muy pocas posibilidades de maniobra. A ser posible, deseábamos seguir manteniendo conversaciones con los argentinos, pero las relaciones diplomáticas se hacían cada vez más difíciles a medida que transcurría el tiempo. Los argentinos ya habían demostrado que eran capaces de emprender la acción directa. En 1976 habían establecido una presencia militar, que mantuvieron posteriormente, en Thule del Sur, en las islas Sandwich del Sur, presencia que el Gobierno laborista nada hizo por eliminar y que los ministros ni tan siquiera pusieron en conocimiento de la Cámara de los Comunes hasta 1978.

Entonces, en diciembre de 1981, se produjo un cambio de Gobierno en Buenos Aires. Una nueva Junta Militar compuesta de tres personas, presidida por el general Leopoldo Galtieri, sustituyó al anterior Gobierno militar. Galtieri confiaba en el apoyo de la Armada argentina, cuyo comandante en jefe, el almirante Anaya, tenía unos puntos de vista especialmente inflexibles en cuanto a la reivindicación argentina sobre las Malvinas.

La nueva Junta continuó cínicamente las negociaciones durante algunos meses. Se celebraron conversaciones en Nueva York a finales de febrero de 1982, conversaciones que parecían desarrollarse satisfactoriamente. Sin embargo, la posición argentina se endureció de repente. Desde la perspectiva del presente, este momento constituyó un hito. Sin embargo, a la hora de juzgar nuestra reacción ante la nueva Junta es importante recordar cuánta retórica agresiva se había pronunciado en el pasado, sin ningún resultado tangible. Además, basándonos en la pasada experiencia, nuestro punto de vista era que Argentina probablemente seguiría una política de aumento progresivo del conflicto, partiendo de unas presiones diplomáticas y económicas. Al contrario de lo que se decía entonces, no tuvimos hasta casi el último momento información alguna en el sentido de que Argentina estaba a punto de emprender una invasión a escala total. Tampoco la tenían los norteamericanos: de hecho, más tarde Al Haig me diría que ellos sabían entonces aún menos que nosotros.

Un factor a considerar en todo este asunto era la política de la Administración estadounidense de fortalecimiento de los vínculos con Argentina, que formaba parte de su estrategia de resistencia ante la influencia comunista, basada en Cuba, en las zonas de Centroamérica y de Suramérica. Más tarde, quedó claro que los argentinos se habían hecho una idea descomunalmente exagerada de su importancia para Estados Unidos. Se convencieron, en la víspera de la invasión, de que no tenían que tomarse en serio las advertencias norteamericanas en contra de la acción militar, y su intransigencia fue en aumento más tarde, a medida que se les fue sometiendo a una presión diplomática encaminada a lograr su retirada.

¿Podría habérseles disuadido? Hemos de recordar que, para poder emprender una acción militar que disuadiera a Argentina, dadas las enormes distancias entre Gran Bretaña y las Malvinas, habríamos tenido que disponer de tres semanas de preaviso. Además, enviar allí una fuerza de tamaño insuficiente hubiera supuesto someterla a unos riesgos intolerables. Sin duda, la presencia de HMS Endurance —el patrullero con armamento ligero que había de retirarse en virtud de las propuestas del Estudio de Defensa de 1981— carecía de significado militar. No lograría ni disuadir ni repeler ninguna invasión planificada. (De hecho, cuando por fin se produjo la invasión me agradó saber que el buque se encontraba en alta mar y no en Port Stanley: de haber estado allí, probablemente lo habrían capturado o bombardeado hasta destruirlo). Quizás lo más importante es que nada habría precipitado con mayor certeza la invasión a gran escala, de haberse planificado algo menor, que el hecho de que hubiéramos iniciado los preparativos militares a la escala necesaria para enviar un elemento disuasorio efectivo. Naturalmente, viendo las cosas con la perspectiva del tiempo, siempre nos hubiera gustado actuar de otra manera. También piensan así los argentinos. El asunto es que la invasión no se podía haber previsto ni evitado. Esta fue la principal conclusión alcanzada por el Comité de Investigación, presidido por lord Falks, que establecimos para estudiar nuestra forma de gestionar la disputa durante las fases que culminarían con la invasión. El comité disponía de un acceso sin precedentes a los documentos del Gobierno, entre ellos los correspondientes al servicio de inteligencia. Su informe termina con lo siguiente: «no tendríamos justificación alguna si criticáramos o culpáramos al presente Gobierno en cuanto a la decisión adoptada por la Junta argentina de cometer su acto de agresión injustificada durante la invasión de las islas Malvinas, el 2 de abril de 1982».

Todo empezó con un incidente que tuvo lugar en las islas Georgias del Sur. El 20 de diciembre de 1981 habían desembarcado sin autorización en la isla, en el puerto de Leith, unas personas a quienes se describió como tratantes de chatarra argentinos; nuestra reacción fue firme pero comedida. Posteriormente, los argentinos se marcharon y el Gobierno argentino dijo no saber nada al respecto. El incidente fue molesto, aunque no de forma especial. A mí me causó más alarma el momento en que, tras las conversaciones anglo-argentinas celebradas en Nueva York, el Gobierno argentino violó los procedimientos acordados durante la reunión por medio de la publicación de un comunicado unilateral en el que se divulgaban los detalles de las conversaciones; al mismo tiempo, la prensa argentina empezó a especular en cuanto a una posible acción militar antes de enero de 1983, fecha de importancia simbólica. El 3 de marzo de 1982 consigné en un telegrama de Buenos Aires la siguiente anotación: «hemos de elaborar planes de emergencia»; no obstante, y a pesar de mi intranquilidad, yo no esperaba nada parecido a una invasión a gran escala, extremo que la evaluación más reciente de las intenciones argentinas efectuada por nuestros servicios de información de hecho había descartado.

El 20 de marzo se nos informó de que el día anterior los tratantes argentinos en chatarra habían vuelto a desembarcar, también esta vez sin autorización y en Leith, en las islas Georgias del Sur. Se había izado la bandera argentina y se llegaron a efectuar disparos. Una vez más, el gobierno argentino respondió a nuestras protestas diciendo que no había tenido ningún conocimiento previo. Inicialmente decidimos que se debería dar órdenes al Endurance de retirar a los argentinos, fueran quienes fueran. Sin embargo, intentamos negociar con Argentina una solución para lo que seguía pareciendo una torpeza en lugar de un incidente precursor de un conflicto, de modo que posteriormente retiramos nuestras instrucciones al Endurance y dimos órdenes de que el buque pusiera rumbo a la base británica en Grytviken, el principal asentamiento de la isla.

PRIMERA SEMANA

Sin embargo, a medida que marzo tocaba a su fin y el incidente aún no se había resuelto, nuestra preocupación fue en aumento. En la tarde del domingo 28 de marzo, telefoneé a Peter Carrington desde Chequers para manifestarle mi preocupación. Me aseguró que ya había abordado a Al Haig, Secretario de Estado de EE. UU., solicitándole que ejerciera presión en nuestro favor. Al día siguiente, Peter y yo nos reunimos en Northolt, en la RAF, cuando íbamos de camino a la reunión del Consejo Europeo en Bruselas, y comentamos los pasos que nos convenía dar a continuación. Acordamos enviar un submarino nuclear como refuerzo para el Endurance y hacer preparativos para el envío de un segundo submarino. Al día siguiente, no me molestó demasiado cuando se filtró la noticia de esta decisión. El submarino tardaría dos semanas en llegar al sur del Atlántico, pero podría empezar a ejercer su influencia sobre los acontecimientos inmediatamente. Mi sentimiento instintivo me decía que había llegado el momento de demostrar a los argentinos que íbamos en serio.

A última hora de la tarde del martes 30 de marzo, regresé de Bruselas. Para entonces Peter Carrington ya se había marchado a Israel, en visita oficial; su ausencia fue un contratiempo. El Foreign Office y el Ministerio de Defensa habían estado preparando evaluaciones actualizadas y estudiando las opciones diplomáticas y militares. Al día siguiente, el miércoles 31 de marzo, pronuncié mi declaración ante la Cámara, informando sobre la cumbre de Bruselas, pero mi mente estaba centrada en las intenciones de los argentinos y en cuál debería ser nuestra respuesta. Las noticias que nos llegaron desde los servicios de inteligencia fueron que el gobierno argentino estaba estudiando nuestras reacciones, pero que no habían tramado el desembarco en las islas Georgias del Sur y que cualquier aumento de la actividad militar que pudieran efectuar nunca llegaría a una invasión completa. Sin embargo, nosotros sabíamos que eran imprevisibles e inestables, y que el comportamiento de una dictadura podría no ser un comportamiento del tipo que nosotros consideraríamos racional. Para entonces, mi intranquilidad era considerable. Sin embargo, sigo pensando que ninguno de nosotros se esperaba una invasión de las propias Malvinas.

Jamás olvidaré aquel miércoles por la noche. Estaba trabajando en mi despacho de la Cámara de los Comunes cuando me dijeron que John Nott quería verme inmediatamente para comentar el asunto de las Malvinas. Reuní a varias personas. En ausencia de Peter Carrington, Humphrey Atkins y Richard Luce estuvieron presentes en representación del Foreign Office, junto con funcionarios de la FCO y del Ministerio de Defensa. (También estaba fuera, en Nueva Zelanda, el jefe de Estado Mayor de Defensa). John estaba alarmado. Acababa de recibir información que indicaba que la flota argentina, que ya se había hecho a la mar, parecía tener intenciones de invadir las islas el viernes 2 de abril. No había ningún motivo para dudar de esta información. John presentó el punto de vista del Ministerio de Defensa, en el sentido de que, una vez capturadas las Malvinas, no se podrían volver a tomar. Esto era terrible y de todo punto inaceptable. No me lo podía creer: se trataba de nuestra gente, de nuestras islas. Yo dije inmediatamente: «si se produce una invasión, tenemos que recuperarlas».

En este momento tan lúgubre, se produjo la comedia. El jefe de Estado Mayor de la Armada, sir Henry Leach, vestía de paisano; de camino hacia la reunión, la policía le había cerrado el paso en el vestíbulo central de la Cámara de los Comunes. Le tuvo que rescatar un whip. Cuando por fin llegó, le pregunté qué podíamos hacer. Estaba tranquilo, sosegado y seguro de sí mismo: «Puedo reunir una fuerza para misión especial con destructores, fragatas, lanchas de desembarco y buques de apoyo. Irá encabezada por los portaaviones HMS Hermes y HMS Invincible. Puede estar lista para zarpar en cuarenta y ocho horas». En su opinión, esta fuerza podría recuperar las islas. Lo único que necesitaba era mi autorización para empezar a reuniría. Se la di, y partió inmediatamente para dar inicio a la operación. La decisión respecto a si la fuerza para la misión especial debería zarpar, y cuándo debería hacerlo, se la reservamos al Consejo de Ministros.

Antes de llegar este momento, me había sentido indignada y decidida. Ahora, esta indignación y esta decisión estaban acompañadas por la misma medida de alivio y seguridad. Henry Leach me había enseñado que, de llegar las cosas al enfrentamiento armado, el valor y la profesionalidad de las Fuerzas Armadas de Gran Bretaña lograrían la victoria. Mi tarea en tanto que primera ministra consistía en que obtuvieran el apoyo político que necesitaban. Sin embargo, antes de nada teníamos que hacer todo por evitar la espantosa tragedia, si aún era humanamente posible evitarla.

Nuestra única esperanza para entonces eran los americanos: amigos y aliados, y personas a las que Galtieri, si aún seguía comportándose de manera racional, debería prestar oído. Durante la reunión, redactamos y enviamos un mensaje urgente al presidente Reagan solicitándole que insistiera ante Galtieri en el sentido de que éste debía dar marcha atrás para no dar un paso en el vacío. El presidente accedió inmediatamente.

A las nueve y media de la mañana del jueves, 1 de abril, celebré una reunión del Consejo más temprana de lo habitual con el fin de que a continuación, y antes del almuerzo, se pudiera celebrar una reunión del Comité de Ultramar y de Defensa, (Overseas and Defence Committee OD). La última evaluación de la situación era que se podía esperar que se produjera un ataque argentino alrededor del mediodía del viernes, hora británica. Pensábamos que quizá el presidente Reagan aún tendría éxito. Sin embargo, Galtieri en un principio se negó en redondo a atender su llamada. Sólo se dignó hablar con el presidente cuando ya era demasiado tarde para interrumpir la invasión. Yo tuve noticias de este resultado a primerísima hora de la mañana del viernes; fue entonces cuando supe que nuestra última esperanza se había desvanecido.

Sin embargo, ¿hasta qué punto se tomaban en serio los argentinos las advertencias estadounidenses? Durante la tarde del viernes 2 de abril, a medida que tenía lugar la invasión, la embajadora de EE. UU. ante las Naciones Unidas, señora Kirkpatrick, participaba en una cena de gala celebrada en su honor por el embajador de Argentina. Más tarde, nuestro propio embajador le preguntó cuáles habrían sido los sentimientos de los estadounidenses si nosotros hubiéramos cenado en la Embajada de Irán la noche en que los rehenes americanos fueron tomados en Teherán. Lamentablemente, las actitudes de la señora Kirkpatrick y de algunos otros miembros de la Administración de Estados Unidos en aquel momento habían adquirido una importancia considerable.

A las diez menos cuarto de la mañana del viernes, se volvió a reunir el Consejo de Ministros. Informé de la inminencia de una invasión argentina. Nos volveríamos a reunir más avanzado el día para evaluar de nuevo la conveniencia de enviar una fuerza en misión especial; no obstante, para mí en aquel momento no se trataba de si deberíamos actuar, sino de cómo.

Las comunicaciones con las Malvinas a menudo quedaban interrumpidas debido a las condiciones atmosféricas. El viernes por la mañana, el gobernador de las islas —Rex Hunt— nos envió un mensaje informándonos de que la invasión había comenzado, pero nunca lo llegamos a recibir. (De hecho, el primer contacto que pude establecer con él tras la invasión se produjo cuando llegó a Montevideo, en Uruguay, país donde los argentinos les transportaron en avión a él y a algunas otras personalidades, el sábado por la mañana). Fue el capitán de un buque de la British Antartic Survey quien interceptó una emisión de radioaficionados de las islas Malvinas y transmitió las noticias al Foreign Office. Me trajeron la confirmación final desde mi secretaría particular mientras yo participaba en un almuerzo oficial.

Para entonces, en Whitehall se estaban discutiendo todos los aspectos de la campaña, entre ellos la aplicación de sanciones tanto económicas como de otra índole a Argentina. Los preparativos militares continuaban a ritmo febril. El Ejército organizaba su actuación. Se estaba formando un grupo naval para misión especial, compuesto en parte por buques que por aquel entonces estaban en Gibraltar y en parte por otros situados en puertos británicos. La Reina ya había dejado claro que el príncipe Andrés, que estaba prestando servicios en el HMS Invincible, se uniría a la misión especial: su abuelo, el rey Jorge VI, había participado en la batalla de Jutlandia, y ni entonces ni ahora podía hablarse de dar a un miembro de la familia real un trato diferente al dispensado a los demás militares.

El Consejo de Ministros se reunió por segunda vez aquel día a las siete y media de la tarde entonces se tomó la decisión de enviar la misión especial. Lo que más nos preocupaba en aquel momento era el tiempo que tardaría en llegar a las Malvinas. Opinábamos, y no nos equivocábamos, que los argentinos reunirían gran número de hombres y material para hacer que el desalojo nos resultara lo más difícil posible. Además, la situación atmosférica en el sur del Atlántico iría de mal en peor, a medida que se aproximaban los vientos huracanados y las fuertes tormentas del invierno en el hemisferio Sur.

Más inmediato, y más llevadero, era el problema de cómo enfrentarnos con la opinión pública en Gran Bretaña durante el período intermedio. Era probable que se produjera un fuerte apoyo en relación con el envío de la misión especial, pero, ¿no se desvanecería a medida que pasara el tiempo? De hecho, no tuvimos que preocuparnos en exceso por este extremo a partir de entonces. Se fletaban buques incesantemente, y continuaron las negociaciones, especialmente la diplomacia itinerante de Al Haig. La nuestra era una política que la gente comprendía y respaldaba. A lo largo de todo el asunto, el interés y el compromiso por parte del público mantuvieron su intensidad.

Un aspecto específico del problema, no obstante, sí merece ser destacado. Decidimos autorizar la presencia de corresponsales de guerra en los buques; estos transmitieron información durante la larga travesía. Esta decisión tuvo como resultado una cobertura muy viva de los acontecimientos. Sin embargo, siempre existía el riesgo de divulgar información que podría serle útil al enemigo. También me turbó el intento de «imparcialidad» en algunos de los comentarios, y el escalofriante empleo de la tercera persona, que hacía que en nuestros programas informativos se oyera hablar de «los británicos» y «los argentinos».

También el viernes 2 de abril recibí un asesoramiento del Foreign Office que resumía la flexibilidad de principios que es característica de dicho ministerio. Se me planteaban los peligros de las represalias contra los expatriados británicos en Argentina, los problemas relacionados con la obtención de apoyo en el Consejo de Seguridad de la ONU, el hecho de que no podíamos confiar en obtener ayuda de la Comunidad Europea o Estados Unidos, los riesgos de que los soviéticos se involucraran en el asunto, la desventaja de ser considerados como una potencia colonial. Todos estos razonamientos estaban muy bien: sin embargo, cuando estás en estado de guerra, no puedes permitir que las dificultades se adueñen de tus pensamientos; tienes que enfrentarte a ellas con una voluntad férrea para superarlas. De cualquier manera, ¿cuál era la opción? ¿Que un vulgar dictador gobernara a los súbditos de la Reina y se impusiera mediante el engaño y la violencia? Esto no sucedería mientras yo fuera primera ministra.

Mientras se llevaban a cabo los preparativos militares, el centro de atención giró hacia el debate público en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. A principios de abril, teníamos un objetivo diplomático a corto plazo y varios a largo plazo. A corto plazo, teníamos que ganar en nuestra causa contra Argentina dentro del Consejo de Seguridad de la ONU y conseguir que se emitiera una resolución denunciando su agresión y exigiendo su retirada. Sobre la base de dicha resolución, nos resultaría mucho más fácil lograr el apoyo de otras naciones en cuanto a unas medidas prácticas para ejercer presión sobre Argentina. Sin embargo, a largo plazo sabíamos que teníamos que llevar nuestros asuntos fuera de la ONU en la medida de lo posible. Entonces aún era la época de la Guerra Fría, y además en el seno de la ONU muchas naciones manifestaban una actitud anticolonialista, con lo cual existía un peligro real en el sentido de que el Consejo de Seguridad podría intentar obligarnos a aceptar unos términos insatisfactorios. De ser necesario podríamos vetar tal resolución, pero esta medida reduciría el apoyo internacional para nuestra posición. Esto continuó siendo una consideración esencial a lo largo de la crisis. El segundo objetivo a largo plazo consistía en asegurarnos el máximo apoyo por parte de nuestros aliados, principalmente EE. UU., pero también de los miembros de la CE, de la Commonwealth y de otras naciones occidentales importantes. Esta fue la tarea emprendida a nivel de jefes de Gobierno, pero también supuso una enorme carga para la FCO, y un número tremendo de telegramas pasaron por mi escritorio durante aquellas semanas. Nunca país alguno fue mejor servido que Gran Bretaña por nuestras dos personalidades diplomáticas clave de aquel momento: sir Anthony Parsons, embajador de Gran Bretaña ante la ONU, y sir Nicholas (Nico) Henderson, nuestro embajador en Washington: ambos poseían las cualidades precisas de inteligencia, resistencia, estilo y elocuencia que la situación requería.

En la ONU, Tony Parsons, en vísperas de la invasión, se entregó a maniobrar con el objeto de superar a los argentinos. El secretario general de la ONU había solicitado a ambas partes que ejerciéramos la moderación: nosotros reaccionamos positivamente, pero los argentinos se mantuvieron en silencio. El sábado 3 de abril, Tony Parsons logró un triunfo de la diplomacia al persuadir al Consejo de Seguridad para que se aprobara lo que se convirtió en la Resolución 502 del Consejo de Seguridad, exigiendo una retirada inmediata e incondicional de las islas Malvinas por parte de los argentinos. Mi gratitud se dirigió de manera muy especial al presidente Mitterrand, quien, junto con los dirigentes de la antigua Commonwealth, fue uno de nuestros amigos más incondicionales, y me llamó por teléfono personalmente el sábado para asegurarme su apoyo. (Durante los años siguientes serían muchos mis desacuerdos con el presidente Mitterrand, pero jamás olvidé nuestra deuda para con él en relación con su apoyo personal en esta ocasión y a lo largo de la crisis de las Malvinas). Francia ejerció su influencia dentro del seno de la ONU para hacer que otros se decantaran en nuestro favor. Yo misma hice una llamada telefónica de última hora al rey Hussein de Jordania, que también se pronunció a nuestro favor. Es un viejo amigo de Gran Bretaña. Le manifesté nuestra dificultad; no tuve que dar explicaciones muy detalladas para persuadirle de que el voto de Jordania fuera favorable a nosotros. Inició la conversación con la sencilla pregunta de «¿Qué puedo hacer por usted, señora primera ministra?». Finalmente, tuvimos el placer de obtener los votos necesarios para que se aprobara la Resolución, y de evitar un veto por parte de la Unión Soviética. Sin embargo, sabíamos que este era un logro frágil, y no nos hacíamos ilusiones en cuanto a quién tendría que eliminar al agresor una vez que se hubiera dicho todo lo que había que decir: tendríamos que hacerlo nosotros.

El debate de aquel sábado en la Cámara de los Comunes es otro recuerdo potentísimo.

Yo inicié el debate. Fue el más difícil con el que jamás me haya tenido que enfrentar. La Cámara se mostraba justificadamente airada ante la invasión y ocupación de territorio británico, y muchos miembros tendían a culpar al Gobierno por su supuesto fracaso a la hora de prever y evitar lo que había sucedido. Mi primera tarea consistió en defendernos contra la acusación de no estar preparados.

Mucho más difícil fue mi segunda tarea: convencer a los parlamentarios de que responderíamos ante la agresión de Argentina por la fuerza y con eficacia. Di una explicación de lo sucedido, dejando muy claro lo que teníamos intención de hacer. Manifesté lo siguiente:

He de decir a la Cámara que las islas Malvinas y sus dependencias siguen siendo territorio británico. Ninguna agresión, ninguna invasión puede modificar este hecho tan sencillo. El Gobierno tiene el objetivo de asegurarse de que las islas queden libres de la ocupación y sean devueltas a la Administración británica tan pronto como sea posible.

Los habitantes de las islas Malvinas, al igual que los habitantes del Reino Unido, son una raza de isleños […] Son pocos en número, pero tienen derecho a vivir en paz, a optar por su propia forma de vida y a determinar su propia alianza. Su forma de vida es británica; su alianza se corresponde a la Corona. Es el deseo del pueblo británico y el deber del Gobierno de Su Majestad hacer todo lo posible para defender tal derecho. Esa será nuestra esperanza y nuestra tarea, y, según creo, la decisión de todos los miembros de la Cámara.

Cuando anuncié que la misión especial estaba dispuesta para zarpar, mis palabras fueron recibidas con un rugido de aprobación. No obstante, sabía que no todos vitoreaban por el mismo motivo. Algunos consideraban que la misión especial era un destacamento puramente diplomático que lograría que los argentinos volvieran a sentarse alrededor de la mesa de la diplomacia. Jamás tuvieron la intención de que se llegaran a utilizar las armas. Yo precisaba su apoyo durante todo el tiempo que fuera necesario, ya que debíamos demostrar una voluntad nacional unida tanto ante el enemigo como ante nuestros aliados. Sin embargo, tenía el presentimiento de que los argentinos jamás se retirarían sin haber luchado, y sabía que cualquier cosa que no fuera una retirada era inaceptable para el país, y desde luego para mí.

Aún otros compartían mi punto de vista de que la misión especial tendría que pasar a la acción, pero dudaban de la voluntad y la resistencia del Gobierno. Enoch Powell fue quien de manera más dramática expresó este sentimiento al fijar sus ojos en mí directamente desde el otro lado de la Cámara y declarar con voz sepulcral:

La primera ministra, poco tiempo después de asumir el cargo, fue bautizada como la «Dama de Hierro». Este apelativo surgió de unos comentarios que hizo respecto a la defensa contra la Unión Soviética y sus aliados; no obstante, no había ningún motivo para suponer que la honorable señora no diera buena acogida, e incluso se enorgulleciera de aquella descripción. A lo largo de las próximas semanas, esta Cámara, la nación y la propia honorable señora sabrán de qué metal está hecha[26].

Aquella mañana, en el Parlamento, logré mantener el apoyo de ambos grupos gracias a la orden de zarpar transmitida a la misión especial, y a la estipulación de nuestros objetivos: que las islas quedaran libres de ocupación y fueran devueltas a la Administración británica lo antes posible. Obtuve un apoyo prácticamente unánime, pero otorgado de mala gana, de una Cámara de los Comunes que estaba deseosa de apoyar la política del Gobierno, al tiempo que se reservaba su juicio en cuanto a la actuación del mismo.

Sin embargo, me di cuenta de que incluso esta medida de apoyo tenía la posibilidad de verse erosionada a medida que se desarrollara la campaña. Yo sabía, como no podían saberlo la mayoría de los parlamentarios, cuáles eran los problemas militares prácticos en su totalidad. Preveía que nos enfrentaríamos con unos contratiempos que harían que incluso las personas predispuestas a emprender la acción bélica se cuestionaran si el asunto merecía la pena. Además, ¿cuánto podría sobrevivir una coalición de opinión compuesta por guerreros, negociadores e incluso pacifistas virtuales? Por el momento, no obstante, había sobrevivido. Obtuvimos el acuerdo de la Cámara de los Comunes para la estrategia del envío de la misión especial. Y eso era lo que importaba.

SEGUNDA SEMANA

A lo largo del fin de semana, la prensa hizo gala de considerable hostilidad. Peter Carrington hablaba de dimitir. Le vi el sábado por la noche, el domingo por la mañana y una vez más aquella noche. Tanto Willie Whitelaw como yo hicimos todo lo posible para convencerle de que continuara. A mí me parecía que el país necesitaba un ministro de Exteriores con su experiencia y reputación internacional para ayudarnos a superar la crisis. Sin embargo, siempre parece existir el deseo visceral de que alguien haga de víctima propiciatoria cuando sucede un desastre. No hay duda de que en última instancia la dimisión de Peter hizo que fuera más fácil reunir al Partido y concentrarnos en recuperar las Malvinas: esto es algo que él comprendió. Tras haber visto la prensa del lunes, especialmente el artículo principal del Times, decidió que tenía que marcharse. También dimitieron otros altos funcionarios del Foreign Office: Humphrey Atkins y Richard Luce. En una carta manuscrita que me escribió el martes 6 de abril, Peter me decía:

Creo que hice bien en marcharme. El veneno no habría dejado de correr, y cualquier consejo que pudiera haberle dado se hubiera puesto en duda. Ahora el Partido se unirá alrededor de usted, como debería haberlo hecho el sábado pasado.

He disfrutado mucho de estos tres años tan activos, y los enérgicos debates que en algunas ocasiones hemos mantenido han sido productivos y totalmente libres de cualquier rencor.

Sólo otra cosa. Aunque jamás he pretendido estar de acuerdo con usted en todo, mi admiración por su valor y determinación y por la variedad de sus recursos no tiene límites. Usted merece salir victoriosa, y si algo pudiera hacer por usted lo único que tiene que hacer es decírmelo.

La carta era característicamente generosa y alentadora, y estas cosas tienen su importancia cuando el firmamento se está oscureciendo.

También recibí una carta maravillosa —una de varias a lo largo de los años— de Laurens van der Post, que recalcó que había un principio, más importante aún que el de la soberanía, que estaba en juego en aquella disputa:

Apaciguar la agresión y el mal no es sino allanar el camino para aún más agresión y aún más mal al cabo del tiempo […] Si no hacemos frente a la Argentina fascista, los rusos se verán aún más alentados de lo que ya lo están a ir dando bocados en lo que nos queda de un mundo libre mediante un número creciente de actos de agresión.

Naturalmente, tenía toda la razón.

John Nott también deseaba dimitir. Sin embargo, yo le dije sin rodeos que cuando la flota se había hecho a la mar tenía la obligación de quedarse hasta el final. Por tanto, retiró su carta, con la condición de que se hiciera público el hecho de que su oferta de dimisión había sido rechazada. Con independencia de los asuntos a los que habría que hacer frente más tarde de resultas de la investigación completa (que yo anuncié el 8 de abril), este era el momento para concentrarse en una cosa, y sólo en una: la victoria. Mientras tanto, yo tenía que encontrar un nuevo ministro de Exteriores. La elección evidente recaía sobre Francis Pym, que contaba con la experiencia necesaria en Asuntos Exteriores, desde la oposición, y en Defensa, desde el Gobierno. Le nombré, por tanto, solicitando a John Biffen que pasara ocupar su anterior cargo en el Parlamento. Francis es, en muchos sentidos, el típico tory a la antigua: un country gentleman y un soldado, una persona a quien se le dan bien las tácticas, pero no la estrategia. Está orgulloso de su pragmatismo, y es un enemigo de la ideología; el tipo de persona del que la gente solía decir que sería «ideal en una crisis». Yo llegaría a tener motivos para dudar de aquella opinión. No hay duda de que el nombramiento de Francis unió al partido. Sin embargo, también fue un acto precursor de serias dificultades para el desarrollo de la campaña en sí.

También fue el lunes cuando pude hablar cara a cara en el Número 10 con Rex Hunt y los dos comandantes de Marina que acababan de llegar de Uruguay. Le pregunté si había tenido conocimiento de que se estaba preparando una invasión, y él me respondió: «No, creía que no era sino otra alarma, parecida a la que se había producido antes». Me dijo que cuando recibió nuestro mensaje el miércoles anterior, se había puesto en comunicación con uno de los representantes argentinos de la línea aérea de aquel país en la isla, que le había asegurado que, por lo que él sabía, no se estaba tramando nada. Sin embargo, por lo que me dijo uno de los militares de Marina parecía que otros argentinos habían estado enviando información acerca de todos los detalles y movimientos desde la oficina de su línea aérea en las Malvinas. Por lo que parecía, el comandante argentino local de la fuerza invasora conocía casi todos los nombres de los miembros de refuerzo de la Infantería de Marina que sólo llevaban allí algunos días. Se diría que la operación estaba planificada a conciencia; la primera ola de tropas argentinas procedía de la zona más próxima a tierra. Sin embargo, no iniciaron la lucha, sino que esperaron la llegada de un número abrumador de fuerzas armadas y otras. Nuestros dos comandantes de Marina estaban preocupadísimos por regresar a las islas. Posteriormente, serían trasladados por vía aérea a la isla Ascensión —el estacionamiento para la misión especial y punto vital para nuestra operación— y más tarde aceptaron la rendición en el Edificio de Gobierno cuando cayó Port Stanley.

El gobernador actuó espléndidamente a lo largo de todo el proceso, tratando a los medios de comunicación con gran eficacia, lo cual no siempre es tarea fácil. Una y otra vez, repitió mis palabras ante la Cámara en el sentido de que nuestro objetivo era la restauración de la soberanía británica y el regreso de la Administración británica, y reiteró que estaba seguro de que mi corazón respaldaba a mis palabras. Por supuesto, así era. Sin embargo, durante muchos momentos de las negociaciones que aún estaban por venir yo tendría ocasión de preguntarme si verdaderamente lograría asegurar el regreso de Rex Hunt a las Malvinas.

El martes 6 de abril se celebró una dilatada discusión de la crisis en el Consejo de Ministros. Desde el principio, estábamos seguros de que la actitud de Estados Unidos sería un elemento clave para el resultado final. Los norteamericanos podían causar un daño enorme a la economía argentina, si así lo querían. Envié un mensaje al presidente Reagan en el que instaba a EE. UU. en el sentido de que tomaran medidas económicas efectivas. Sin embargo, en aquel momento no estaban preparados para hacerlo. Nico Henderson celebró sus primeras conversaciones con Al Haig, en las cuales los puntos principales de su reacción a lo largo de las siguientes semanas ya quedaban claros. Habían interrumpido la venta de armamento. Sin embargo, no estaban dispuestos a «inclinarse» demasiado en contra de Argentina, ya que hacerlo les restaría influencia en Buenos Aires. No querían que Galtieri cayera, y por tanto deseaban una solución que no le hiciera salir mal parado. Había claros indicios de que estaban considerando la posibilidad de una mediación entre ambas partes. Todo esto seguía una dirección esencialmente equivocada, y Nico respondió con mucha energía. Sin embargo, en la práctica, las negociaciones de Haig que se derivaron de todo esto actuaron casi sin duda en nuestro favor al excluir durante un tiempo la intervención diplomática aún menos útil surgida de otras fuentes, entre ellas la ONU. En una crisis de este tipo se puede ver a toda una serie de personas que se ofrecen para actuar en calidad de mediadores, en algunos casos con la única motivación de aparecer en el escenario mundial.

Aquella posibilidad, sin embargo, aún estaba en el futuro. En aquella fase, los americanos deseaban lograr una solución que les evitara tener que elegir entre Gran Bretaña, su aliada natural, y sus intereses en Latinoamérica. Yo añadiría, no obstante, que desde el principio Caspar Weinberger, ministro de Defensa de EE. UU., estuvo en contacto con nuestro embajador, insistiendo en que no podían poner a un país aliado de la OTAN y un amigo desde hacía muchos años en el mismo nivel que a Argentina, y que haría lo posible por ayudar. Estados Unidos jamás tuvo un patriota más sabio, ni Gran Bretaña un amigo más leal.

Fue durante esta reunión del Consejo cuando hice pública nuestra decisión de organizar el OD (SA), que para el mundo exterior pasó a ser conocido como el «Gabinete de Guerra». Desde el punto de vista oficial, este era un subcomité del OD, comité de ultramar y defensa del Gabinete, aunque varios de sus miembros no formaban parte de dicho comité. Su composición precisa, así como sus procedimientos, se vieron influenciados por una reunión que mantuve con Harold Macmillan, que vino a verme a la Cámara de los Comunes tras el período de preguntas del martes 6 de abril, para ofrecerme su apoyo y su consejo en calidad de decano de los antiguos primeros ministros del país y del Partido Conservador. Su principal recomendación fue la de excluir al Tesoro —esto es, a Geoffrey Howe— del comité principal responsable de la campaña, la diplomacia y las repercusiones posteriores. Esta decisión era prudente, pero como es de comprender a Geoffrey le molestó. A pesar de todo, jamás me arrepentí de haber seguido los consejos de Harold Macmillan. Nunca nos vimos tentados a comprometer la seguridad de nuestras fuerzas por motivos económicos. Todas nuestras acciones se regían por la necesidad militar. De manera que el Gabinete de Guerra estaba compuesto por mi persona, Francis Pym, John Nott, Willie Whitelaw en calidad de suplente mío y leal consejero, y Cecil Parkinson, que no sólo compartía mis intuiciones políticas sino que también tenía el don de actuar con eficacia brillante en la esfera de las relaciones públicas. Sir Terence (ahora lord) Lewin, jefe del Estado Mayor de Defensa, siempre estaba presente, como también Michael Habers, Ministro de Justicia, en calidad de asesor jurídico del Gobierno. Naturalmente, en todo momento gozamos del asesoramiento y el apoyo de los funcionarios de la FCO y del Ministerio de Defensa y el estamento militar. El Gabinete se reunía a diario, a veces dos veces en el mismo día.

Para cuando se celebró nuestra primera reunión, la misión especial ya había sido enviada con una rapidez y eficacia que sorprendieron al mundo. Millones de telespectadores pudieron ver a los dos portaaviones zarpar de Portsmouth el lunes 5 de abril, y a lo largo de aquel día y de los dos siguientes se les unió una flota de once destructores y fragatas, tres submarinos, el buque de asalto anfibio HMS Fearless (de importancia esencial a la hora de desembarcar) y numerosos auxiliares navales. Todo tipo de buques mercantes fueron requisados para prestar sus servicios. Inicialmente, tres mil hombres fueron destinados a la operación: la tercera brigada comando de los Royal Marines, el Tercer Batallón del Regimiento de Paracaidistas y una unidad del Regimiento de Defensa Aérea. En varias ocasiones a lo largo de la campaña, tuvimos que actualizar nuestra estimación del número de hombres necesarios y enviar refuerzos. El primer grupo zarpó desde el Reino Unido, a bordo del crucero Canberra, el viernes 9 de abril. No siempre se comprendió el hecho de que enviar por mar a una misión especial de gran envergadura con sus hombres al otro lado del mundo, con la intención de desembarcar durante un enfrentamiento, era una tarea que requería una operación logística de enormes dimensiones, tanto en el Reino Unido como en la mar. Al final, habíamos enviado más de 100 naves, en las que se transportó a más de 25.000 hombres.

El comandante en jefe de la Flota era el almirante sir John Fieldhouse; se hizo cargo del mando general para la misión especial desde su base en Northwood, en la zona Oeste de Londres, y seleccionó al contraalmirante Sandy Woodward como comandante operativo de los buques de superficie de la fuerza. Nuestros submarinos se controlaban directamente desde Northwood por satélite. En otro lugar, he tenido ocasión de escribir sobre Sandy Woodward; por aquel entonces aún no le conocía, pero sabía que tenía la reputación de ser uno de los hombres más perspicaces de la Armada. El delegado en tierra del almirante Fieldhouse era el general de División Jeremy Moore, de los Royal Marines. El general Moore inició la campaña en Northwood, y puso rumbo al Sur del Atlántico en el mes de mayo. Su lugarteniente, que se hizo a la mar en el HMS Fearless con la primera serie de buques, fue el general de brigada Julian Thompson, de la 3 Commando Brigade. El general de brigada Thomson estaría al mando de nuestras fuerzas en las Malvinas durante un período vital a continuación del desembarco y hasta la llegada del general Moore.

El OD(SA) se reunió en dos ocasiones el miércoles 7 de abril. A lo largo de la guerra, tuvimos que hacer frente al problema de la gestión de la compleja relación entre los requisitos diplomáticos y los militares. Yo estaba decidida a que las necesidades de nuestras tropas tuvieran prioridad sobre la política, y aquel día tuvimos que resolver el primer problema de este tipo. Nuestros submarinos de propulsión nuclear tenían que llegar a la zona de las Malvinas durante los días siguientes. Por tanto, en breve estaríamos en situación de establecer una Zona de Exclusión Marítima para buques alrededor de las Malvinas. ¿Debíamos hacerlo público en aquel momento? ¿O deberíamos retrasar el anuncio hasta después de la visita de Al Haig, al día siguiente? En cualquier caso, por motivos jurídicos estábamos obligados a efectuar una notificación con varios días de anterioridad para que la ZEM[27] entrara en vigor.

De hecho, la visita de Al Haig se tuvo que retrasar debido al debate de aquel día en los Comunes. Durante la reunión del Gabinete de Guerra que se celebró a las siete de la tarde de aquel día, se produjo el clásico desacuerdo entre el Ministerio de Defensa y la FCO en cuanto al momento del anuncio. Tomamos la decisión de hacerlo inmediatamente, decisión de la que informamos a Al Haig con breve antelación.

John Nott efectuó la declaración cuando cerró el debate, durante un discurso que le devolvió su categoría y su seguridad en sí mismo. Ninguna voz se manifestó en contra de la ZEM, y se pudo oír a Jim Callaghan decir «totalmente correcto». Entró en vigor a primera hora del Lunes de Pascua, 12 de abril; para entonces nuestros submarinos estaban situados de manera que podrían obligar a su cumplimiento. Se ha de recalcar que jamás durante la operación de las Malvinas dijimos que emprenderíamos la acción hasta que estuvimos en situación de hacerlo. Yo estaba decidida a no permitir jamás que nadie pusiera nuestras cartas boca arriba.

También merece la pena recalcarse otro aspecto del debate de aquel día en los Comunes. Keith Speed, antiguo ministro de Marina, argumentó que podríamos imponer un bloqueo contra los argentinos en las Malvinas. De hecho, como consecuencia de las pésimas condiciones climatológicas y de los problemas relacionados con el abastecimiento y el mantenimiento de la misión especial en un lugar tan lejano, esto jamás se habría logrado.

Por aquel entonces, estábamos ejerciendo tanta presión sobre los argentinos como podíamos, por métodos diplomáticos. Yo había enviado mensajes el 6 de abril a los jefes de Estado y de Gobierno de los países de la Comunidad Europea, de EE. UU., de Japón, de Canadá, de Australia y de Nueva Zelanda. Solicité su apoyo para nosotros contra Argentina por medio de la prohibición de ventas de armas, de la prohibición de la totalidad o parte de las importaciones, de la interrupción de cobertura de crédito a la exportación para nuevos compromisos y de la negación de cualquier apoyo o incentivo a sus bancos en relación con los préstamos a Argentina. En un principio, se había sugerido que yo solicitara una prohibición total de las importaciones; no obstante, a pesar de que era aquello lo que deseábamos, me pareció una táctica inadecuada la de exigir demasiado de una vez. Las respuestas comenzaban a llegar. Ya he hablado de las de Estados Unidos y de Francia, así como de nuestro éxito en el seno del Consejo de Seguridad de la ONU. Helmut Schmidt me dio su garantía personal del fuerte apoyo de Alemania Occidental. No todos los países de la Comunidad Europea actuaron de forma tan positiva. Entre Italia y Argentina existían unos lazos muy estrechos. Los españoles, a pesar de que se oponían al uso de la fuerza, continuaban dando su apoyo a la posición argentina, y los irlandeses nos causaron cierta preocupación, lo cual no fue ninguna sorpresa. Más tarde, quedó claro que no nos podíamos fiar de ellos. Sin embargo, en un principio la CE nos concedió todo lo que pedimos, e impuso un embargo a las importaciones de Argentina desde mediados de abril y durante un mes. Cuando se planteó la renovación del embargo a mediados de mayo se hicieron aparentes unas dificultades muy considerables, pero con el tiempo se llegó a un compromiso mediante el cual Italia e Irlanda quedaron en situación de reiniciar sus vínculos con Argentina mientras que los otros ocho países continuaron con el embargo indefinidamente.

La reacción de la Commonwealth, con la excepción parcial de la India, fue de gran apoyo. En particular, Malcolm Fraser de Australia prohibió todas las importaciones de Argentina, salvo las amparadas en contratos ya firmados. El apoyo de Bob Muldoon y Nueva Zelanda fue, si cabe, aún más fuerte; posteriormente se ofrecieron a prestarnos una fragata para sustituir nuestro propio buque de defensa del Caribe con el fin de que pudiéramos utilizarlo donde se necesitaba con más urgencia.

Nos decepcionó la actitud un tanto equívoca de Japón. Como era de suponer, la Unión Soviética se inclinaba en medida creciente hacia Argentina, y fue aumentando sus ataques verbales a nuestra posición. Si hubiéramos vuelto a dirigirnos a la ONU para solicitar una resolución de sanción, no había duda de que la hubieran vetado.

Del mismo modo, se nos sometió a una lluvia de vitriolo por parte de varios países latinoamericanos —al igual que le sucedió a EE. UU.— aunque, debido a nuestras disputas de largos años con Argentina, Chile estaba de nuestro lado. Algunos otros países, y a pesar de su postura pública, nos eran favorables en silencio: Argentina se había hecho bastante impopular gracias a su arrogancia con respecto al resto de Latinoamérica. De este modo, la acción en el frente diplomático apoyaba los objetivos de nuestra misión a medida que ésta avanzaba hacia el Sur del Atlántico. Y, por supuesto, la diplomacia eficaz hubiera resultado imposible de no ser por el envío de la misión especial. Como dijo Federico el Grande en una ocasión, «la diplomacia sin armas es como la música sin instrumentos».

El jueves 8 de abril, Al Haig llegó a Londres para celebrar la primera fase de su dilatado y agotador itinerario diplomático. Nico Henderson me había proporcionado una versión concisa, y como luego pude averiguar extraordinariamente precisa, de las propuestas que era probable que planteara el señor Haig. Le manifestamos con mucha claridad —y él aceptó el hecho de que ésta sería nuestra línea a seguir— que no le estábamos acogiendo en Londres en calidad de mediador, sino de amigo y aliado que había venido a comentar la manera en que Estados Unidos podría apoyar más eficazmente nuestros esfuerzos por conseguir la retirada argentina de las Malvinas. Tras algunas conversaciones iniciales con Francis Pym, llegó al Número 10 para un encuentro seguido de una cena de trabajo. Entre su equipo se contaban Ed Streator de la Embajada de EE. UU. en Londres, el general Vernon Walters, ayudante especial del señor Haig —y personalidad de gran fuerza por quien yo sentía especial simpatía y respeto— y Thomas Enders, que se ocupaba de Asuntos Suramericanos en el Departamento de Estado o Ministerio de Asuntos Exteriores estadounidense. A mí me acompañaban Francis, John, Terry Lewin, sir Anthony Acland (jefe del Foreign Office) y Clive Whitmore (mi secretario privado principal). Las conversaciones fueron animadas y directas, para emplear los términos diplomáticos: había demasiado en juego como para que yo permitiera que fueran otra cosa.

Resultó evidente desde el inicio que, con independencia de lo que se dijera en público, Al Haig y sus colegas habían venido para mediar. El intentaba tranquilizarme en cuanto a la postura de Estados Unidos. Me dijo que EE. UU. no era imparcial, pero que tenía que tener cuidado con su imagen. El ministro de Exteriores de Argentina había indicado que quizá aceptarían la ayuda soviética, lo cual causaba enorme malestar a los norteamericanos. En su opinión, las setenta y dos horas siguientes serían el mejor momento para una negociación en lo que respectaba a los argentinos. Nos dijo que había decidido visitar Gran Bretaña en primer lugar porque no deseaba viajar a Buenos Aires sin comprender plenamente nuestra posición.

Aquello fue una señal para mí. Dije al señor Haig que el asunto iba muchos más lejos que una disputa entre el Reino Unido y Argentina. El uso de la fuerza para capturar un territorio disputado constituía un precedente peligroso. En aquel sentido, las Malvinas importaban a muchos países: a Alemania, por ejemplo, debido a Berlín Occidental; a Francia, debido a sus posesiones coloniales; a Guyana porque gran parte de su territorio era reivindicado por Venezuela. (Más tarde la FCO me elaboró un informe preparatorio para la cumbre del Grupo de los Siete que se celebraría en Versalles, donde se relacionaban las disputas territoriales vigentes: era un documento muy largo). En Gran Bretaña, conocíamos por experiencia el peligro que supone apaciguar a los dictadores. Por lo que concierne a la Unión Soviética, yo sospechaba que los rusos temían la participación de Estados Unidos en la misma medida en que los norteamericanos temían lo contrario. Quizás Occidente no las tenía todas consigo, pero en igual caso estaban los soviéticos. Me hubiera sorprendido que intervinieran de forma activa. Pregunté qué presión podrían ejercer los estadounidenses sobre Galtieri. Estaba en juego la reputación de Occidente. Deseábamos resolver el asunto por medios diplomáticos, pero no estábamos dispuestos a negociar bajo presión: la retirada era una condición previa.

Cada vez me quedaba más claro que el señor Haig no sólo estaba intranquilo por evitar lo que él describía como «juicios a priori acerca de la soberanía» sino que apuntaba a algo que era distinto de la administración británica que yo me había comprometido en público a restaurar. Su planteamiento completo se basaba en intentar persuadir a ambas partes de aceptar algún tipo de «administración provisional» neutral, con posterioridad a la retirada de Argentina, que se hiciera cargo de la administración de las islas mientras se decidía su futuro a largo plazo. Hablaba de una presencia estadounidense, o quizá canadiense, durante el transcurso de las negociaciones. Yo indiqué que esto significaría que los argentinos se habían beneficiado del uso de la fuerza. Le dije que la soberanía británica tenía que prevalecer, y la administración británica que restaurarse. Solamente tras haber sucedido esto podría haber una posibilidad de negociaciones, que estarían sometidas a la condición final de que los deseos de los isleños fueran la consideración máxima.

Las conversaciones durante la cena se centraron más o menos en lo mismo. Intenté sondear lo que parecía que el señor Haig estaba proponiendo con respecto a la administración de las islas una vez lograda la retirada argentina. Me respondió con considerable vaguedad: no obstante, a mí me seguía pareciendo que no se trataba de la administración británica a la que estábamos comprometidos.

El señor Haig viajaría a continuación a Buenos Aires para evaluar la posición argentina. Acordó con nosotros una línea común. Ambos diríamos a la prensa que queríamos que la Resolución 502 del Consejo de la ONU se aplicara lo antes posible, y que habíamos estudiado la ayuda que Estados Unidos podría prestar. El había tenido ocasión de escuchar el punto de vista británico en cuanto a la situación y sabía hasta qué punto eran fuertes nuestros sentimientos; pero no debería dar la menor impresión de que nuestra posición había cambiado en cualquier sentido, o de que estábamos mostrando ninguna medida de flexibilidad.

De hecho, es posible que el señor Haig recordara nuestros desacuerdos amistosos de Londres con algo parecido a la nostalgia cuando llegó a Buenos Aires y empezó a intentar negociar con la Junta argentina. Quedó manifiesta la profunda división que reinaba en la propia Junta, y además tanto el general Galtieri como el ministro de Exteriores, señor Costa Méndez, parecían modificar su posición cada hora. En un momento dado, el señor Haig creía haber logrado concesiones, pero cuando estaba a punto de tomar el camino de Inglaterra el Domingo de Pascua, 11 de abril —de hecho, en el momento mismo en que estaba entrando en el avión— el señor Costa Méndez le entregó un papel que parecía abrogar las concesiones que, con razón o sin ella, creía haber logrado.

Yo mantuve conversaciones en Chequers sobre el tema de las Malvinas a lo largo del puente de Semana Santa. El Viernes Santo, Tony Parsons vino a almorzar, y estudiamos la estrategia para las negociaciones. Al día siguiente vinieron Francis Pym, John Nott y Terry Lewin, y también celebramos un almuerzo de trabajo. Me alegro de que Chequers tuviera considerable importancia en el asunto de las Malvinas. Churchill también se había servido de este lugar con bastante frecuencia durante la Segunda Guerra Mundial, y su ambiente colaboró a unirnos.

TERCERA SEMANA

Para el Lunes de Pascua, los primeros buques de la misión especial habían empezado a llegar a la isla Ascensión, a mitad de camino de las Malvinas. El equipo americano regresó a Londres aquella mañana del 12 de abril. En el Número 10 se habían levantado las alfombras para la limpieza anual y parecía que alguien estuviera a punto de cambiar de casa. Sin embargo, esto no era sino una falsa impresión.

Al Haig inició la conversación con su versión oral de las conversaciones de Buenos Aires. Dijo que había podido detectar diferencias en los puntos de vista de las tres Armas de Argentina. La Armada tenía ganas de luchar. Las Fuerzas Aéreas, sin embargo, no deseaban una guerra, y el Ejército de Tierra estaba en algún punto intermedio. El entusiasmo por el combate resultó estar en proporción inversa al espíritu de lucha. Haig había elaborado una serie de propuestas que creía que con el tiempo se lograría que los argentinos aceptaran. Estas propuestas constaban de siete elementos principales:

Por aquel entonces, no intenté responder punto por punto a las propuestas de Al Haig: me limité a reiterar mi creencia en el principio de autodeterminación. Si los habitantes de las Malvinas optaran por unirse a Argentina, el Gobierno británico respetaría su decisión. Pero de manera similar el Gobierno argentino debería estar dispuesto a aceptar un deseo manifestado por los isleños en el sentido de seguir siendo británicos. Entonces los norteamericanos se excusaron durante noventa minutos, tal como habíamos acordado previamente, mientras que nosotros comentábamos las propuestas con los demás miembros del Gabinete de Guerra.

Las propuestas de Al Haig tenían muchas lagunas, pero también algunos puntos atractivos. Si verdaderamente lográramos hacer que las fuerzas argentinas abandonaran las islas accediendo a lo que parecía ser una comisión bastante exenta de poderes, una representación argentina muy limitada en cada consejo —derivada de los residentes locales y no designada por la Junta— y una bandera argentina ondeando junto a las demás en la sede del Gobierno, estas ideas parecían tener algo a su favor. Sin embargo, al efectuar una inspección más rigurosa se hacían evidentes unas dificultades formidables. ¿Qué seguridad existiría para los isleños tras el período provisional? Sin duda, habría que pedir a Estados Unidos que garantizara que las islas estarían protegidas de una nueva invasión. Y luego estaban las realidades geográficas ineludibles. Los argentinos seguirían estando cerca de las Malvinas; pero si nosotros tuviéramos que retirarnos a las «zonas normales», ¿donde estarían nuestras fuerzas? Teníamos que tener derecho a estar al menos tan cerca como las fuerzas argentinas. A pesar de la referencia general a la Carta de la ONU, seguía sin haber nada que dejara claro que los deseos de los isleños habían de tener un peso máximo en las negociaciones finales. Tampoco debía existir la posibilidad de que los argentinos fueran poco a poco creciendo en número en la isla durante el período intermedio con el fin de convertirse en mayoría; esta era una preocupación muy seria, especialmente si nuestra gente empezaba a marcharse, cosa que bien podrían hacer, dadas las circunstancias.

En aquel momento Francis Pym, John Nott y yo nos volvimos a unir a Al Haig. Dije que le estaba muy agradecida por el tremendo trabajo que había realizado, pero que tenía varias preguntas que hacerle. ¿Qué preveían los norteamericanos para el caso de no haberse alcanzado una solución final al 31 de diciembre de 1982? Mi objetivo al hacer esta pregunta consistía en descubrir si Estados Unidos estaba dispuesto a proporcionar una garantía. La respuesta no quedó completamente clara; tampoco fue aclarándose con el transcurso del tiempo. Volví a insistir en la importancia que daba la Cámara de los Comunes al principio de autodeterminación para los isleños. Tendríamos que hacer alguna referencia específica al Artículo 1(2) y al Artículo 73 de la Carta de la ONU sobre este asunto, que consagraban el principio de la autodeterminación. Sin embargo, reconocíamos que Argentina glosaría el acuerdo desde una perspectiva distinta a la del Gobierno británico. Al Haig aceptó este extremo.

En cuanto al asunto de su bandera, dije a Al Haig que podía ondear en cualquier lugar salvo en la casa del gobernador. Dijo que para los argentinos el asunto del gobernador era un tema clave: deseaban mantener en la isla al gobernador que habían nombrado tras la invasión en calidad de miembro de la comisión. Dije que, si lo hacían, el gobierno británico tendría que nombrar a Rex Hunt como su miembro de la comisión. También planteé el asunto de las islas Georgias del Sur, donde Gran Bretaña ostentaba titularidad absoluta, situación bastante distinta a la de su reivindicación en las Malvinas. Al Haig consideró que no había ningún problema en este sentido. (Posteriormente, lamentaríamos haber introducido a las islas Georgias del Sur en las primeras propuestas. Sin embargo, en aquel momento parecía existir una posibilidad de ahuyentar a los argentinos sin presentar batalla, y ellos mismos habían ocupado la isla mayor poco después de su invasión de las Malvinas).

Sin embargo, el asunto de interés principal siempre sería el militar. Yo sabía que el único motivo por el que los argentinos estaban dispuestos a negociar era su temor de nuestra misión especial. Recalqué el hecho de que, aunque los submarinos británicos en la zona desmilitarizada se marcharan a medida que se fueran retirando las fuerzas argentinas, la misión especial británica debería seguir su rumbo en dirección sur, aunque no penetraría en la zona desmilitarizada. Esto era esencial: no podíamos permitirnos que los argentinos efectuaran una segunda invasión. Una concesión que quizá yo estaría dispuesta a hacer sería que la misión especial permaneciera en un punto no más próximo de las Malvinas que aquel en el que estuvieran situadas las fuerzas argentinas. Este sería el mínimo aceptable para el Parlamento.

Poco después levantamos la sesión para almorzar, y acordamos volver a reunimos aquella tarde, tras haber estudiado las propuestas en detalle y, con el asesoramiento de los funcionarios y de los militares, haber elaborado nuestras propias enmiendas. Mientras tanto, el equipo americano había utilizado una línea directa desde el Número 10 a la Casa Blanca. Según se revela en las memorias de Al Haig, también llamó al ministro de Exteriores argentino, al enterarse de que The New York Times acababa de publicar los términos del documento que el señor Costa Méndez le había entregado en el aeropuerto en Buenos Aires, que no tenían nada que ver con los términos que se nos habían presentado a nosotros. Como es fácil de entender, el señor Haig ahora quería saber si este documento reflejaba las sugerencias del ministro de Exteriores o la última palabra oficial de la Junta.

Nuestros dos equipos volvieron a reunirse una vez más poco antes de las seis de la tarde. Había varios puntos que comentar; de nuevo, el más importante de ellos era la posición de la misión especial. Al Haig dijo que el presidente Galtieri no sobreviviría si, después de haberse comprometido los argentinos a retirarse de las Malvinas dos semanas más tarde, los periódicos británicos continuaban informando que la misión especial seguía su recorrido rumbo Sur. Los norteamericanos no pedían que nuestra flota diera media vuelta, lo que solicitaban era que la flota interrumpiera su viaje una vez que se hubiera alcanzado un acuerdo. Yo le contesté que, de hacer que la misión especial interrumpiera el viaje antes de haberse dado fin a la retirada argentina, yo no duraría mucho en la Cámara de los Comunes. Ni siquiera estaría dispuesta a hacerlo. Yo estaba preparada para dejar que los buques que transportaban a las tropas procedieran a menor velocidad una vez firmado un acuerdo. Sin embargo, la misión especial principal tendría que mantener su ritmo de progreso hacia las Malvinas. No veía ningún motivo para que Argentina se beneficiara en este caso de duda. Estaba dispuesta a dar el alto a la misión especial a la misma distancia de las Malvinas que la que mediaba entre Argentina y las islas; más allá, no podía ir.

El debate continuó hasta muy avanzada aquella tarde. Argentina, a partir del Acuerdo de Comunicaciones de 1971, había deseado que sus ciudadanos tuvieran los mismos derechos de residencia en las islas, de ostentar propiedades y demás, que los habitantes de las Malvinas. Deseaban que la comisión fomentara de manera positiva aquel estado de cosas, y que decidiera en dichos asuntos. Nosotros luchamos contra aquella propuesta, basándonos en el hecho de que la administración provisional no debería modificar la naturaleza de la vida en las islas. Finalmente, acordamos que continuaríamos con unas negociaciones adicionales sobre la base de un texto un tanto confuso. Sin embargo, había algunas condiciones que tendrían que quedar meridianamente claras: las zonas de retirada, el hecho de que el representante argentino en cada consejo tendría que ser un residente local, y de que los argentinos en las islas tendrían que someterse al mismo plazo previo al derecho a voto que los habitantes de las Malvinas.

Sin embargo, aquí no acabó el Lunes de Pascua. Poco antes de las diez de aquella noche, Al Haig me telefoneó para decirme que el señor Costa Méndez le había llamado para decirle que no había ningún motivo para que el secretario de Estado volviera a viajar a Buenos Aires a no ser que en cualquier acuerdo en cuanto a las Malvinas se estipulara que el gobernador sería designado por el Gobierno argentino y que la bandera argentina continuaría ondeando allí. De no ser posible esto, los argentinos tendrían que tener garantías en el sentido de que, al final de las negociaciones con Gran Bretaña, se produciría un reconocimiento de la soberanía argentina sobre las Malvinas. Al Haig estaba destrozado. Mis sentimientos respecto a estas noticias eran ambiguos, pero no había duda de que no tenía intención alguna de sucumbir ante este tipo de presión. Dije lo siguiente al señor Haig por teléfono:

Si son esas las condiciones usted no podrá volver [directamente a Buenos Aires]; pero hay que hacer saber públicamente que, desde su punto de vista, ellos han establecido esas condiciones, y que a ello se debe el que usted haya dicho «no las podemos aceptar, y por tanto no podemos volver». Pero ha de hacerse saber desde su punto de vista. Y en público.

Al Haig accedió. Evidentemente, estaba muy deprimido.

Tras haber decidido no seguir a Buenos Aires, y para nuestra ligera sorpresa, a la mañana siguiente los norteamericanos solicitaron celebrar otra reunión con nosotros. De manera que nuestros dos equipos se reunieron a primera hora. Para entonces, estaba quedando claro que las propuestas que los norteamericanos nos habían presentado el día anterior no tenían ninguna medida de aprobación argentina. De hecho, la situación de todas estas propuestas era dudosa. Cuanto más estrechamente interrogaba a Al Haig sobre este extremo, menos segura quedaba. Puesto que las propuestas no se habían acordado con los argentinos, a pesar de que las aceptáramos, podrían no formar la base para una solución.

Este hecho quedó dolorosamente evidente durante la reunión de aquella mañana, cuando el señor Haig nos entregó un documento que incorporaba cinco puntos que él describió como esenciales para la posición argentina. Como él mismo dijo, el efecto práctico de las tácticas argentinas fue el de ganar tiempo. A mí siempre me pareció que éste era su objetivo principal en las negociaciones.

Todo esto me estaba impacientando. Dije que en esencia era un asunto de dictadura versus democracia. Galtieri quería ser capaz de reclamar la victoria por la fuerza de las armas. Ahora se trataba de saber si se le podría desviar de este objetivo por medio de las sanciones económicas o, como yo sospeché desde el principio, sólo por la fuerza militar. El señor Haig respondió que había dejado muy claro a Argentina que, en el supuesto de desarrollarse un conflicto, Estados Unidos se pondría del lado de Gran Bretaña. Pero, ¿deseábamos poner fin a las negociaciones hoy? Podría decir en público que iba a suspender sus propios esfuerzos, dejando claro que esta decisión se debía a la intransigencia argentina. Pero, de hacerlo, otras personas menos útiles podrían intentar intervenir. Yo me daba perfecta cuenta de ello y también creía que aquí la opinión pública exigía que no nos diéramos por vencidos en las negociaciones todavía.

Más tarde aquel día, los acontecimientos dieron otro giro extraño. Al Haig habló a Francis Pym sobre el contenido de una discusión adicional que había celebrado por teléfono con el señor Costa Méndez. Aparentemente, los argentinos habían abandonado sus cinco exigencias y se habían alejado considerablemente de su posición previa. El señor Haig creía que había una posibilidad de solución a lo largo de las líneas que habíamos venido debatiendo, si llegábamos a un acuerdo en cuanto a la redacción correspondiente a la descolonización, con sujeción a los deseos de los isleños, incluyendo quizá uno o dos pequeños cambios adicionales para hacer que las propuestas quedasen aún más atractivas. Resultaría que este asunto de la descolonización contenía sus propios peligros específicos, aunque dimos nuestro acuerdo para estudiar un borrador. También nos instó a no ser excesivamente inflexibles en cuanto al asunto de la soberanía. Había resuelto regresar a Washington, y allí decidiría el siguiente paso.

Quedaba claro que el señor Haig tenía mucho interés en mantener en marcha las negociaciones. Sin embargo, ¿se había producido un auténtico cambio de opinión en los argentinos, o estaría viendo él lo que quería ver?

El miércoles 14 de abril era el día programado para un debate adicional en los Comunes sobre el asunto de las Malvinas. Era para mí una oportunidad de detallar nuestros objetivos en las negociaciones y de demostrar al mundo exterior el apoyo unido de la Cámara de los Comunes. Ante la Cámara, pronuncié las siguientes palabras:

En cualquier negociación que se lleve a cabo a lo largo de los días siguientes, nos guiaremos por los siguientes principios. Seguiremos insistiendo en la retirada argentina de las islas Malvinas y sus dependencias. Continuaremos dispuestos a ejercer nuestro derecho a recurrir a la fuerza en defensa propia al amparo del Artículo 51 de la Carta de las Naciones Unidas hasta que las fuerzas de ocupación abandonen las islas. Nuestra misión especial naval navega hacia su destino. Seguimos confiando plenamente en su capacidad de tomar cualesquiera medidas que puedan ser necesarias. Mientras tanto, su misma existencia y su progreso hacia las islas Malvinas apuntalan nuestros esfuerzos por llegar a una solución diplomática.

Dicha solución ha de salvaguardar el principio de que los deseos de los isleños continuarán siendo la condición de máxima importancia. No hay motivo para creer que preferirían cualquier alternativa diferente al restablecimiento de la administración de la que disfrutaron antes de cometer Argentina una agresión. Podría ser que sus recientes experiencias hubieran hecho cambiar sus posiciones en cuanto al futuro, pero hasta tanto hayan tenido la oportunidad de manifestar libremente sus puntos de vista, el Gobierno británico no dará por sentado que los deseos de los isleños son distintos de los que eran antes.

Surgieron serias preocupaciones tras mi referencia a la posibilidad de que los isleños hubieran cambiado de opinión en cuanto al futuro gobierno de las Malvinas: nos preocupaba que su moral se viniera abajo y que quizá muchos se marcharan. Podíamos conseguir cierto grado de información acerca de la vida diaria bajo la ocupación a través de los mensajes que llegaban a Londres, pero la imagen distaba mucho de ser completa.

Mientras que el debate continuaba en pie, Al Haig continuaba al teléfono. Los argentinos se quejaban de que Estados Unidos no estaba actuando objetivamente en sus negociaciones con Argentina y con Gran Bretaña, y en especial de que estaba suministrando ayuda militar a Gran Bretaña. Quería hacer una declaración que le permitiera regresar a Buenos Aires para continuar la mediación, acabando con las frases siguientes:

Desde el inicio de la crisis, Estados Unido no ha accedido a solicitudes que irían más allá del ámbito de los modelos habituales de cooperación. Su posición continuaría siendo la misma en tanto en cuanto los esfuerzos de paz siguieran en marcha. La utilización por parte de Gran Bretaña de las instalaciones de EE. UU. en la isla Ascensión se restringiría de manera correspondiente.

Mientras continuó nuestro debate lo comenté con Francis Pym y, media hora después, llamé a Al Haig, que había regresado a Washington.

Yo estaba muy descontenta en cuanto a lo que él quería decir, y se lo hice saber. Por supuesto, se estaba haciendo mucho para ayudarnos. Esto estaba sucediendo dentro de aquellos «modelos habituales de cooperación» que eran de aplicación entre aliados como Estados Unidos y Gran Bretaña. Sin embargo, vincular esto con el uso de la isla Ascensión estaba equivocado y podía dar lugar a confusión. Además, si se pronunciara tal declaración la reacción por parte de la opinión del Reino Unido sería muy negativa.

A continuación, recalqué que Ascensión era nuestra isla, de hecho la isla de la Reina. Los americanos la utilizaban como base: no obstante, como sabía muy bien el secretario de Estado, este uso se basaba en un acuerdo que dejaba muy claro que la soberanía seguía siendo nuestra. Me complace decir que el señor Haig eliminó cualquier referencia a la isla Ascensión de su declaración.

Al día siguiente, Al Haig viajó en avión de Washington a Buenos Aires, para celebrar conversaciones adicionales. Sin embargo, en Londres, lo que más me preocupaban eran las realidades militares. El Gabinete de Guerra se reunió aquella mañana, no en el Número 10 sino en el Ministerio de Defensa. Teníamos que tomar decisiones importantes. Se necesitaban más tropas, que tuvieron que ser enviadas para unirse a la misión especial. Teníamos que estudiar el nuevo borrador que el día anterior habíamos acordado evaluar. (En última instancia, éste no llegó a buen puerto).

También teníamos que elaborar un mensaje para Estados Unidos recalcando la necesidad de que nos ayudaran a aplicar el acuerdo durante aquel período y a asegurarnos de que cuando dicho período venciera los argentinos no intentarían efectuar una nueva invasión. Lamento que no llegáramos muy lejos; los americanos no estaban demasiado dispuestos a aceptar el papel de país garante.

Sin embargo, nuestra principal tarea en el Ministerio de Defensa consistía en una concienzuda sesión de información sobre las realidades militares. Era importante que todos supiéramos exactamente qué fuerzas estaban dispuestas a enfrentarse a nosotros, cuál era su capacidad, los efectos del invierno antártico y, por supuesto, las opciones disponibles. Cualquiera que hubiera tenido la idea de que la misión especial podría efectuar un bloqueo en las Malvinas pronto quedó desengañado. Aparte de las posibles pérdidas de aeronaves —entre los dos portaaviones sólo reunían 20 Harriers— las dificultades de mantener a hombres y equipos en aquellos mares turbulentos eran enormes. Estaba claro que tendríamos un período de dos o tres semanas en el mes de mayo durante el cual podríamos desembarcar sin un número crecido de bajas. Además, se tenían que tomar decisiones en cuanto a qué cantidades adicionales de equipos, aeronaves y tropas se habían de enviar, cómo hacer frente a los prisioneros de guerra, qué hacer en cuanto a las Georgias del Sur, y cuándo. No tendríamos ningún reposo. Lo que es más, estas decisiones tenían que tomarse rápidamente. Pasé mi mirada sobre los jefes de Estado Mayor, y luego sobre mis colegas. Para ellos, había mucha información que absorber. Con la salvedad de John Nott, que por supuesto ya había sido informado en cuanto a las dificultades, parecían un tanto sorprendidos. Para entonces la prensa ya se había enterado de que estábamos en el Ministerio de Defensa, y pedí a todo el mundo que pusiera un gesto confiado al salir.

El viernes 16 de abril, nuestra principal tarea consistió en estudiar y aprobar las normas de combate que serían de aplicación para el tránsito desde la Isla Ascensión, para la zona de 200 millas alrededor de las Georgias del Sur y para los fines de la recuperación de estas islas. Las normas de combate son el medio por el que los políticos autorizan el marco dentro del cual se puede dejar a los militares tomar las decisiones operativas. Tienen que satisfacer los objetivos para los cuales se ha emprendido una operación militar específica. También han de dar a la persona que está sobre el terreno una libertad razonable a la hora de reaccionar según se requiera y de tomar sus decisiones sabiendo que los políticos las apoyarán. De manera que las normas han de quedar claras y deben cubrir todas las eventualidades posibles. Se aprobaron tras un interrogatorio muy cuidadoso por parte de los jefes de Estado Mayor y del Ministro de Justicia, y tras largas discusiones. Después se emitirían muchas otras normas de combate a medida que se pasara a considerar cada nueva fase de la operación. Esta fue la primera vez que cada uno de nosotros tuvo que tomar unas decisiones de este tipo.

El día anterior yo había recibido un mensaje del presidente Reagan, a quien Galtieri había telefoneado aparentemente para decirle que tenía enorme interés en evitar un conflicto. No hubo dificultad alguna en responder. Le dije al presidente:

Observo que el general Galtieri le ha reiterado a usted su deseo de evitar un conflicto. Sin embargo, a mí me parece —y he de decírselo con franqueza, ya que usted es un amigo y un aliado— que él no logra llegar a la conclusión evidente. No fue Gran Bretaña la que violó la paz, sino Argentina. La Resolución del Consejo de Seguridad, que usted y yo hemos firmado, requiere que Argentina retire sus tropas de las Islas Malvinas. Este es el primer paso esencial que se ha de tomar para evitar el conflicto. Cuando se haya tomado, se podrán celebrar conversaciones beneficiosas acerca del futuro de las islas. Cualquier sugerencia para evitar el conflicto por unos medios que dejen al agresor en situación de ocupante, está sin duda seriamente desencaminada. Las implicaciones para otras posibles zonas de tensión y para los pequeños países de todo el mundo serían extraordinariamente graves. Los principios fundamentales que el mundo libre representa se verían destruidos.

El viernes 16 de abril, nuestros dos portaaviones principales, el HMS Hermes y el HMS Invincible, llegaron a la isla Ascensión.

Tras una semana de complejísimas negociaciones, pasé el fin de semana en Chequers. Hice tiempo para un almuerzo privado con amigos, y con un pintor que iba a hacer un paisaje con una vista de la casa y su entorno. Sin embargo, el sábado al anochecer tuve que regresar brevemente al Número 10 para recibir una llamada telefónica del presidente Reagan: hay una línea directa entre Chequers y la Casa Blanca, pero aquel día había problemas técnicos. Me alegré de tener la oportunidad de comentar los temas con el presidente. Me alegró aún más oírle decir que no sería razonable pedirnos que nos aproximáramos más a la posición argentina. Al Haig había encontrado a los argentinos aún más imposibles que durante su primera visita. La Casa Blanca le había dado instrucciones de decir a la Junta que si persistían en su intransigencia se produciría un cese de las conversaciones, y la Administración de EE. UU. dejaría muy claro quién era la parte culpable.

Después de volver de la iglesia el domingo por la mañana, John Nott vino a almorzar; comentamos la situación militar y también la política.

Muy lejos, en el Atlántico, los buques Hermes, Invincible, Glamorgan, Broadsword, Yarmouth, Alacrity y los buques auxiliares de la Marina Real Olmeda y Resource zarparon de la isla Ascensión rumbo al Sur.

Aquel día también llamé a Tony Parsons a su casa de Nueva York para estudiar lo que debíamos hacer, si es que debíamos hacer algo, en las Naciones Unidas. Estábamos en la situación afortunada de disfrutar de un apoyo prácticamente perfecto para nuestra posición, con la Resolución 502 del Consejo de Seguridad de la ONU. Sin embargo, el problema consistía en que, puesto que la iniciativa Haig evidentemente estaba llegando a un punto muerto, y puesto que el conflicto militar flotaba amenazador sobre el horizonte, existía el riesgo de que alguna otra instancia tomara una iniciativa y que nos viéramos en una posición difícil y defensiva dentro del Consejo de Seguridad. Podríamos intentar evitar esta posibilidad presentando una resolución por nuestra propia cuenta. Sin embargo, ésta a continuación se vería enmendada en modos que sencillamente no eran aceptables para nosotros. Tony Parsons y yo acordamos que, por el momento, lo mejor que podíamos hacer era mantener nuestra posición e intentar resistir a las presiones, que sin duda irían en aumento.

CUARTA SEMANA

El lunes leí por primera vez los detalles de las propuestas debatidas por Al Haig y los argentinos en Buenos Aires. Al trasladárnoslas, el secretario de Estado dijo que su propia decepción en cuanto a este texto le impedía intentar ejercer cualquier influencia sobre nosotros. De hecho, las propuestas eran inaceptables. Cuando más se examinaban, más claro quedaba que Argentina seguía intentando quedarse con lo que había tomado por la fuerza. Los argentinos querían salir con ventaja militar y lograr que nuestras fuerzas se reorganizaran lejos de las islas. Estaban decididos a derrocar la Administración local tradicional insistiendo en que dos representantes del Gobierno argentino figuraran en cada uno de los Consejos de las islas. Querían inundar las islas con su propia gente con el fin de modificar la naturaleza de la población. Por último, no estaban dispuestos a permitir a los isleños decidir si deseaban volver a la administración británica que habían tenido antes de la invasión. Este último punto estaba revestido de un lenguaje hermético, pero la intención quedaba clara. La redacción de su propuesta, más o menos, era así:

El 31 de diciembre de 1982 llegará a su fin el período provisional durante el cual los signatarios concluirán las negociaciones sobre las modalidades correspondientes a la eliminación de las islas de la lista de territorios que carecen de gobierno autónomo bajo el Capítulo XI de la Carta de las Naciones Unidas, y sobre unas condiciones mutuamente acordadas para su situación definitiva, que incluyan la debida consideración de los derechos de los habitantes y del principio de integridad territorial aplicable a esta disputa…

Esta referencia aparentemente inocua a la eliminación de las islas de la lista correspondiente al capítulo XI eliminaba un regreso al statu quo ante de la invasión y de este modo de hecho negaba a los isleños el derecho a la libre elección de la forma de gobierno bajo la cual habrían de vivir. Muchas palabras para ocultar el simple hecho de que el uso de la fuerza habría logrado el éxito, habría prevalecido la dictadura y habría atropellado los deseos de los isleños. Estas propuestas eran tan pobres que dijimos a Al Haig que no veíamos necesidad de que viniera a Londres desde Buenos Aires, y prometimos transmitirle nuestros comentarios detallados sobre el texto cuando regresara a Washington.

Aquel mismo día recibí un telegrama de Buenos Aires que confirmaba que no había evidencia de que la Junta fuera a ceder en su determinación de asegurarse la soberanía en las islas. Cada cinco minutos, aproximadamente, Radio Argentina repetía la «canción de las Malvinas», que más o menos decía, «Soy tu patria y quizá tengas que morir por mí». Pronto este sentimiento se pondría a prueba: aquel día, el Gabinete de Guerra autorizó la operación para volver a tomar posesión de las islas Georgias del Sur, aunque la recuperación se retrasó un tanto porque nuestros buques llegaron durante una tempestad de fuerza 11 que duró varios días.

Al Haig solicitó que Francis Pym viajara a Washington para comentar nuestras opiniones acerca del texto argentino, y yo di mi aprobación a este viaje. Francis envió por adelantado nuestros comentarios detallados y las enmiendas esenciales al texto de Buenos Aires. Acordamos que se guiaría por estas contrapropuestas durante su visita. También intentaría obtener una garantía norteamericana en relación con la seguridad de las islas. Lamentablemente, durante las preguntas que se produjeron tras una declaración ante los Comunes al día siguiente, Francis dio la impresión de que no se usaría la fuerza en tanto en cuanto continuaran las negociaciones. Ésta era una posición que para nosotros resultaba imposible de adoptar, ya que permitía que los argentinos nos hicieran seguirles indefinidamente; más tarde, tuvo que regresar a la Cámara para efectuar una breve declaración en la que retiraba el comentario.

También el miércoles notificamos a Al Haig, vía Nico Henderson, que se había tomado una decisión firme de recuperar las islas Georgias del Sur en un futuro próximo. El señor Haig manifestó su sorpresa y preocupación. Preguntó si nuestra decisión era definitiva: yo confirmé que así era. Le estábamos informando, no estábamos consultándole. Más tarde, dijo a nuestro embajador que creía que tendría que dar a la Junta argentina una notificación previa de la operación que teníamos intención de llevar a cabo. Quedamos horrorizados. Nico Henderson le convenció de que se lo pensara mejor.

Francis Pym pasó el jueves en Washington, comentando nuestras propuestas con Al Haig. No llegó muy lejos en sus intentos de convencerle de la idea de una garantía norteamericana. Los norteamericanos no parecían estar preparados a plantearse nada que fuera más allá del período provisional. Tampoco, como yo pronto sabría, tuvo éxito a la hora de transmitir el resto de nuestras ideas. Mis propios pensamientos, sin embargo, estaban en otro lugar. Me preocupaba tremendamente lo que estaba sucediendo en las islas Georgias del Sur.

Aquel jueves al anochecer, John Nott y el jefe de Estado Mayor de Defensa vinieron a Downing Street para darme noticias urgentes. Nuestras fuerzas especiales habían desembarcado en el glaciar Fortuna en las islas Georgias del Sur para llevar a cabo una misión de reconocimiento. El primer intento se tuvo que abandonar debido a los fuertes vientos y nevadas. Durante una ligera mejoría provisional de las condiciones atmosféricas, nuestros hombres lograron su objetivo y saltaron a tierra. Sin embargo, las condiciones atmosféricas empeoraron rápidamente, con unas ráfagas de viento del sudoeste de velocidad superior a los 70 nudos. Su posición desprotegida sobre el glaciar llegó a hacerse intolerable y enviaron un mensaje al HMS Antrim solicitando ser rescatados por helicópteros. El primer helicóptero llegó, pero, cegado su piloto por la nieve, se estrelló. Un segundo helicóptero sufrió el mismo destino. El Ministerio de Defensa desconocía si se habían sufrido bajas. Fue un inicio terrible y perturbador para la campaña.

Con gran pesar, me cambié de ropa para acudir a una cena benéfica en la Mansion House durante la cual yo sería la principal oradora. ¿Cómo podría ocultar mis sentimientos? Me permití preguntarme si la tarea que habíamos emprendido sería verdaderamente imposible. Pero en el momento mismo en que llegaba al pie de las escaleras del Número 10, disponiéndome a marchar, Clive Whitmore, mi secretario privado principal, salió corriendo de su despacho para darme más noticias. Un tercer helicóptero había aterrizado en el glaciar, recogiendo a todos los hombres, entre ellos a las tripulaciones completas de los dos helicópteros. Nunca supe cómo logró hacerlo aquel piloto. Tuve ocasión de conocerle algunos meses después: era una persona totalmente modesta y discretamente profesional. Su único comentario fue que jamás había visto su helicóptero tan lleno de gente. Aquella noche, al salir del Número 10 para dirigirme a la cena, me parecía andar por las nubes. Todos nuestros hombres habían sobrevivido.

El viernes 23 de abril dimos un aviso general a Argentina en el sentido de que cualquier maniobra de aproximación por parte de sus buques de guerra, submarinos o aeronaves que pudiera representar una amenaza para las fuerzas británicas en el Atlántico Sur se consideraría como una maniobra hostil y recibirían un trato acorde. Más tarde aquel mismo día fui a Northwood, desde donde las operaciones militares y toda la logística se estaban dirigiendo. Era fascinante observar cómo se aplicaban las decisiones. Almorcé en casa del almirante Fieldhouse y su esposa, Midge, antes de regresar al Número 10.

Para entonces Francis Pym estaba de regreso de Estados Unidos con nuevos borradores de propuestas.

El sábado 24 de abril sería uno de los días más cruciales en la historia de las Malvinas, y un día crítico para mí personalmente. A primera hora de aquella mañana, Francis vino a mi despacho en el Número 10 para contarme los resultados de sus esfuerzos. Sólo puedo describir el documento con el que regresó como una rendición condicional. Al Haig era un persuasor de mucha fuerza y cualquiera que ocupara el lado opuesto de la mesa tenía que hacerle frente, no que ceder terreno. Resultaba evidente que el señor Haig había jugado con la inminencia de las hostilidades y el riesgo de que Gran Bretaña perdiera apoyo internacional en el supuesto de estallar las hostilidades. Le dije a Francis que los términos eran del todo inaceptables. Despojarían a los habitantes de las Malvinas de su libertad, y a Gran Bretaña de su honor y del respeto de los demás. Francis no estaba de acuerdo. Opinaba que deberíamos aceptar el contenido del documento. No pudimos ponernos de acuerdo.

Se había convocado una reunión del Gabinete de Guerra para aquel atardecer, y yo pasé el resto de aquel día comparando en detalle todas las distintas propuestas que se habían planteado hasta aquel momento dentro de las actividades diplomáticas. Cuanto más de cerca estudiaba el asunto, más claro me resultaba que se estaba abandonando nuestra posición y se estaba traicionando a los habitantes de las Malvinas. Pedí al ministro de Justicia que viniera al Número 10 y las estudiara conmigo. Sin embargo, el mensaje se extravió y el ministro se fue al Foreign Office. Menos de una hora antes de la reunión del Gabinete de Guerra recibió el mensaje por fin, y vino a verme, confirmando todos mis peores temores.

Resulta importante comprender que lo que a un ojo inexperto podrían parecerle a primera vista variaciones poco importantes de redacción entre un texto diplomático y otro pueden tener un significado vital, como sucedía en este caso. Había cuatro textos principales que someter a comparación. Estaban las propuestas que Al Haig comentó con nosotros y llevó a Argentina el 12 de abril. Nuestra propia actitud hacia éstas se había dejado deliberadamente en nebulosa: aunque las había comentado con nosotros en detalle, no nos habíamos comprometido a aceptarlas. Luego estaban las propuestas de todo punto imposibles que trajo consigo el señor Haig tras su visita a Buenos Aires el 19 de abril. El 22 de abril enmendamos estas propuestas de forma aceptable para nosotros; a Francis Pym se le había instruido que negociase sobre esta base. Para finalizar, había una última redacción que Francis trajo de Estados Unidos, que era aquella con la que entonces me estaba enfrentando. Las diferencias entre los textos del 22 y el 24 de abril daban en el clavo de la razón por la que estábamos dispuestos a hacer la guerra por las Malvinas.

En primer lugar, estaba el asunto de hasta dónde y con qué rapidez se retirarían nuestras fuerzas. Al amparo del texto que había traído Francis Pym, nuestra misión especial tendría que haberse alejado aún más de lo indicado en las propuestas de Buenos Aires. Aún peor era el hecho de que todas nuestras fuerzas, incluso los submarinos, tendrían que abandonar las zonas definidas en un plazo de siete días, lo cual nos despojaba de cualquier influencia militar eficaz sobre el proceso de retirada. ¿Qué pasaría si los argentinos se retractaban? Además, la misión especial tendría que dispersarse completamente al cabo de 15 días. Tampoco había modo alguno de asegurarse de que las tropas argentinas cumplieran con la estipulación de que tuvieran «menos de siete días de disposición para una nueva invasión» (aunque no sé muy bien lo que esto quería decir).

En segundo lugar, las sanciones contra Argentina se abandonarían tan pronto como se firmara el acuerdo, en lugar de como se decía en nuestra propuesta, una vez consumada la retirada. De esta manera, perdíamos el único otro medio que teníamos para cerciorarnos de que la retirada argentina fuese efectiva.

En tercer lugar, por lo que concierne a la Autoridad Provisional Especial, el texto volvía a la propuesta de Buenos Aires de dos representantes del Gobierno argentino en los Consejos de las islas, al igual que al menos un representante de la población argentina local. Además, se volvía a la redacción correspondiente a la residencia y la propiedad argentinas que de hecho les habrían permitido inundar de argentinos a la población existente.

Igualmente importante era la redacción correspondiente a las negociaciones a largo plazo tras la retirada argentina. Al igual que sucedía en el documento de Buenos Aires, el de Francis Pym descartaba la posibilidad de un regreso a la situación de la que disfrutaban los isleños antes de la invasión. Habríamos ido en contra de nuestro compromiso con el principio de que los deseos de los isleños eran de vital importancia, y habríamos abandonado toda posibilidad de que siguieran con nosotros. ¿Se daba cuenta Francis de a cuánto había renunciado con su firma?

A pesar de la claridad con la que había manifestado mis puntos de vista aquella mañana, Francis presentó un documento al Gabinete de Guerra recomendando que se aceptaran estos términos. Aquella tarde, poco antes de las seis de la tarde, los ministros y los altos funcionarios empezaron a reunirse en el exterior de la Sala del Consejo. Francis estaba allí, ocupado en solicitar su apoyo. Pedí a Willie Whitelaw que subiera a mi despacho. Le dije que no podía aceptar estos términos, y le manifesté mis motivos. Como siempre en ocasiones cruciales, respaldó mi decisión.

Comenzó la reunión; Francis Pym presentó su documento, en el que recomendaba que diéramos nuestro acuerdo al plan. Sin embargo, cinco horas de preparativos por mi parte no habían caído en saco roto. Analicé el texto, cláusula por cláusula. ¿Qué quería decir en realidad cada punto? ¿Por qué habíamos aceptado ahora lo que antes se había rechazado? ¿Por qué no habíamos insistido como mínimo en la autodeterminación? ¿Por qué habíamos aceptado una inmigración y una adquisición de propiedad argentinas prácticamente ilimitadas, en igualdad de condiciones con la situación correspondiente a quienes ya eran isleños de las Malvinas? El resto del comité compartía mi punto de vista.

Fue John Nott quien dio con la forma de seguir adelante. Propuso que no efectuáramos comentario alguno sobre el borrador, sino que solicitáramos al señor Haig que se lo presentara previamente a los argentinos. Si lo aceptaban, sin duda experimentaríamos dificultades: no obstante, podríamos entonces plantear el asunto al Parlamento a la luz de su aceptación. Si los argentinos lo rechazaban —y creíamos que así lo harían, ya que la retirada le resulta prácticamente imposible a cualquier Junta—, podríamos instar a los norteamericanos a ponerse firmemente de nuestro lado, como Al Haig había indicado que harían en tanto en cuanto no interrumpiéramos las negociaciones. Esto fue lo que se decidió. Envié un mensaje al señor Haig:

Todo el asunto se inició con una agresión argentina. Desde entonces, nuestro objetivo conjunto ha sido asegurar la pronta retirada por parte de los argentinos de acuerdo con la Resolución del Consejo de Seguridad. Pensamos, por tanto, que el paso siguiente debería ser que usted les plantee sus ideas más recientes. Espero que usted intente obtener la opinión que merecen al Gobierno argentino mañana, y que decida con toda urgencia si las pueden aceptar. Un conocimiento de la actitud de ellos será importante para la consideración que las ideas de usted le merezcan al Consejo de Ministros británico.

Y así pasó una gran crisis. Yo no podría haber seguido siendo primera ministra de haber aceptado el Gabinete de Guerra las propuestas de Francis Pym. Habría dimitido.

Al día siguiente, aquel razonamiento difícil y decisivo tuvo como continuación la recuperación de las islas Georgias del Sur. En Grytviken se avistó un submarino argentino sobre la superficie; nuestros helicópteros lo atacaron con éxito y quedó inmovilizado. Un cierto capitán Astiz había estado al mando de la guarnición argentina de allí. Su captura nos causaría problemas: tanto Francia como Suecia le buscaban por asesinato. Fue trasladado a Ascensión por vía aérea y a continuación transportado a Gran Bretaña, pero se negó a responder a las preguntas; debido a las estipulaciones de la Convención de Ginebra sobre Prisioneros de Guerra, al final y de mala gana, tuvimos que devolverle a Argentina.

Aquella misma tarde tuve noticias de nuestro éxito en las islas Georgias del Sur. Se concertó una audiencia con la Reina para aquella noche en Windsor. Me alegró poder informarle personalmente de que se había recuperado una de sus islas. Regresé a Downing Street para esperar la confirmación de la anterior señal y la divulgación de la noticia. Quería que John Nott tuviera la oportunidad de anunciarla personalmente, por lo cual le pedí que viniera al Número 10. Entre él, el funcionario de prensa del Ministerio de Defensa y yo, redactamos la nota de prensa; luego fuimos a dar la grata noticia.

Un comentario mío fue mal interpretado, a veces de manera intencionada. Una vez que John Nott hubo efectuado su declaración, los periodistas intentaron hacer preguntas. «¿Qué pasará a continuación, señor Nott? ¿Vamos a declarar la guerra a Argentina, señora Thatcher?». Parecía que preferían insistir sobre estos asuntos en lugar de informar sobre unas noticias que habrían hecho subir la moral de la nación y dado nuevo aliento a los habitantes de las Malvinas. La situación me irritó, e intervine para frenarles: «Limítense a regocijarse con las noticias y a dar la enhorabuena a nuestras fuerzas y a la infantería de marina… Regocíjense». Lo que yo quería decir era que deberían regocijarse por la recuperación sin derramamiento de sangre de las islas Georgias del Sur, no por la guerra en sí. Para mí, la guerra no es un motivo de regocijo. Sin embargo, había quienes decían lo contrario.

En aquel momento nos causaba preocupación el hecho de que la prensa, y probablemente parte del público, empezaba a dar por sentado que sólo sería cuestión de días el que recuperáramos las Malvinas, y que esta acción sería tan rápida como la recuperación de las Georgias del Sur. Sabíamos que esto distaba mucho de ser verdad. De hecho, aquel mismo día los últimos buques anfibios necesarios para desembarcar zarparon de Gran Bretaña. Encabezados por el buque de asalto HMS Intrepid, estaban los buques de transporte Normland y Europic, que transportaban al Segundo Batallón del Regimiento de Paracaidistas, y el buque contenedor Atlantic Conveyor, cargado de provisiones vitales.

QUINTA SEMANA

El lunes 26 de abril el Gabinete de Guerra acordó declarar una Zona de Exclusión Total con un radio de 200 millas náuticas así como las normas de combate que serían de aplicación al mismo. La presión militar sobre Argentina iba progresivamente en aumento. Esta Zona de Exclusión Total era más amplia que la anterior al incluir aeronaves además de buques; la misión especial pronto estaría lo suficientemente cerca de las Malvinas como para poder aplicarla y correr a su vez el riesgo de un ataque aéreo. Una de las prioridades consistía en cerrar el campo de aviación de Port Stanley.

A nivel nacional, la aparente inminencia del conflicto militar a gran escala empezó a hacer vacilar en su determinación a aquellos cuyo compromiso con la recuperación de las Malvinas siempre había sido más débil de lo que parecía. Algunos miembros del Parlamento parecían desear que las negociaciones continuaran indefinidamente. Tuve que plantear a la nación la realidad de la situación. Durante el período de preguntas al primer ministro, declaré lo siguiente:

He de recalcar que va quedando poquísimo tiempo, a medida que la misión especial se va aproximando a las islas. Han transcurrido tres semanas desde la fecha de la Resolución 502 del Consejo de Seguridad. No podemos contar con una amplia gama de posibilidades ni con una amplia gama de opciones militares, con la misión especial en el clima inhóspito y tempestuoso de aquella zona.

Me manifesté en el mismo sentido durante una entrevista en directo, aquella noche, en Panorama:

He de tener en mente los intereses de nuestros muchachos que van a bordo de aquellos buques, y de nuestra infantería de marina. Tengo que velar por la seguridad de sus vidas; tengo que cerciorarme de que logren hacer aquello que decidamos que hagan en el mejor momento posible, y con un mínimo de riesgos para ellos.

También aproveché la oportunidad para decir de forma clara exactamente por qué estábamos luchando:

Yo estoy defendiendo el derecho a la autodeterminación. Estoy defendiendo nuestro territorio. Estoy defendiendo a nuestro pueblo. Estoy defendiendo el derecho internacional. Estoy defendiendo todos aquellos territorios —aquellos pequeños territorios y pueblos que hay por todo el mundo— que, a no ser que alguien se levante y diga a un invasor «basta, pare»… estarían en peligro.

Desgraciadamente, las fisuras que en aquel momento estaban apareciendo en el Partido Laborista corrían el riesgo de ir a más de resultas de lo que estaba sucediendo en las Naciones Unidas. El secretario general de la ONU empezaba a involucrarse más, conforme se iba atascando la mediación de Haig. Un discreto llamamiento efectuado por el señor Pérez de Cuéllar a ambos lados —que parecía implicar que nosotros, al igual que Argentina, habíamos fracasado a la hora de cumplir con la Resolución 502 del Consejo de Seguridad de la ONU— fue aprovechado por Denis Healey y Michael Foot. Tuve un serio enfrentamiento con el señor Foot durante las preguntas al primer ministro del jueves 27 de abril, en relación con el asunto de nuestro regreso a las Naciones Unidas. De hecho, el secretario general comprendió la situación rápidamente, pero el daño ya estaba hecho. Nosotros mismos habíamos estado considerando si una oferta por parte del presidente de México, López-Portillo, en el sentido de proporcionar un foro para las negociaciones, podría resultar productiva. Sin embargo, Al Haig no deseaba que la aceptáramos, y dudo si los mexicanos de hecho habrían llegado a proponer la fórmula más sencilla y más satisfactoria que deseábamos.

Al Haig tenía su propio lote de problemas diplomáticos. Su alocución ante una reunión de la Organización de Estados Americanos en la que se justificaba la posición de Estados Unidos en cuanto a las Malvinas y a Argentina había sido acogida con un silencio total. El ministro de Exteriores argentino, furioso ante el hecho de que las islas Georgias del Sur habían sido recuperadas, se había negado públicamente a verle, a pesar de que en privado se habían mantenido en contacto.

Dadas las circunstancias, Al Haig no podía volver a Buenos Aires, lo cual, desde nuestro punto de vista, era probablemente mejor. De nuevo había modificado las propuestas comentadas con Francis Pym en Washington, y ahora las transmitió al Gobierno argentino. El señor Haig dijo a la Junta que ninguna enmienda era permisible, e impuso un límite de tiempo estricto para su respuesta, aunque posteriormente no estuvo dispuesto a ceñirse a esta posición. Por su parte, la Junta estaba decidida a ganar tiempo. Al Haig hizo una llamada telefónica a Francis Pym durante la tarde del miércoles 28 de abril para decir que seguía sin noticias de Buenos Aires. Tanto Francis como Nico Henderson continuaron insistiéndole para que dijera en público que los argentinos eran los responsables del fracaso de su mediación, y que Estados Unidos nos apoyaba abiertamente.

Durante la reunión del Consejo del jueves 29 de abril, debatimos la prolongada incertidumbre. El plazo concedido a los argentinos para su respuesta había transcurrido, pero ahora el señor Haig hablaba de la posibilidad de que los argentinos enmendaran las propuestas de él. ¿Cómo acabaría todo esto?

Después de la reunión del Consejo envié un mensaje al presidente Reagan en el que decía que, en nuestra opinión, ahora tenía que considerarse que los argentinos habían rechazado las propuestas norteamericanas. De hecho, más tarde aquel mismo día, los argentinos rechazaron formalmente el texto norteamericano. Entonces el presidente Reagan respondió a mi mensaje en estos términos:

Estoy seguro de que usted está de acuerdo en que ahora resulta esencial dejar claro a todo el mundo que se tomaron todas las medidas para lograr una solución justa y pacífica, y que al Gobierno argentino se le ofreció una opción entre tal solución y unas hostilidades adicionales. Por tanto, haremos pública una descripción general de los esfuerzos que hemos llevado a cabo. Aunque describiremos la propuesta de EE. UU. en términos generales, no la divulgaremos, debido a las dificultades que podría plantearles a ustedes. Reconozco que, aunque usted considera que la propuesta implica unas dificultades fundamentales, no la ha rechazado. No permitiremos que quede ninguna duda de que el Gobierno de Su Majestad colaboró con nosotros de buena fe y no tuvo ninguna opción sino la de proceder a la acción militar basada en el derecho a la propia defensa.

Este texto era muy satisfactorio. Deseábamos una declaración muy clara en el sentido de que los argentinos eran los culpables del fracaso de las negociaciones. Sin embargo, no deseábamos enturbiar las aguas revelando todos los detalles de unas propuestas que en verdad eran fundamentalmente inaceptables para nosotros, ni deseábamos tampoco implicar que habíamos aceptado las propuestas de Haig.

Sin embargo, había un inconveniente. Se trataba de que, una vez que la mediación de Haig hubiera llegado oficialmente a su fin, aumentaría bruscamente la presión para hacernos volver a la ONU, donde nos tendríamos que enfrentar con múltiples dificultades. De hecho, Tony Parsons nos advirtió de que, una vez que estuviéramos nuevamente en el Consejo de Seguridad, no habría modo alguno de evitar que se nos hiciera un llamamiento inaceptable a la interrupción de los preparativos militares y a la aceptación de los buenos oficios del secretario general. Esto significaría que tendríamos que hacer uso de nuestro veto, cosa que deseábamos evitar. De hecho, aunque esta evaluación era correcta, la cosa no llegó a un punto decisivo hasta el mes siguiente. Tuvimos mucha suerte de que no sucediera antes.

El viernes 30 de abril marcó el fin del principio de nuestra campaña diplomática y militar para recuperar las Malvinas. Ahora Estados Unidos manifestó claramente que estaba de nuestro lado. El presidente Reagan dijo a los corresponsales de televisión que los argentinos habían recurrido a la agresión armada y que no se debía permitir que tal agresión triunfara. Lo más importante fue que el presidente también indicó que Estados Unidos respondería positivamente las solicitudes de material militar. Lamentablemente, no estaban dispuestos a dar su acuerdo a un embargo a las importaciones de Argentina. Sin embargo, las declaraciones del presidente supusieron una considerable inyección moral para nuestra posición.

Fue este día cuando la Zona de Exclusión Total entró en vigor. A pesar de que los asuntos diplomáticos y militares seguían estando inextricablemente entrelazados, es de justicia decir que a partir de entonces fue la esfera de lo militar más que la de la diplomacia la que en cada vez mayor medida era objeto de nuestra atención. Durante la reunión del Gabinete de Guerra de aquella mañana, la causa de nuestra preocupación fue el portaaviones argentino, 25 de Mayo. Podía cubrir una distancia de 500 millas en un día, y sus aeronaves podían cubrir 500 millas adicionales. Sus buques escolta transportaban misiles Exocet, suministrados por Francia en la década de 1970. Todos nos dábamos cuenta de que la amenaza de los Exocet se tenía que tomar en serio. Aumentaba el peligro que planteaba el grupo de portaaviones argentinos para nuestros buques y sus líneas de suministro. Por tanto, autorizamos un ataque al portaaviones, estuviera donde estuviera, siempre y cuando se hallara al sur de los 35 grados de latitud y al este de los 48 grados de longitud, y fuera del límite de 12 millas de las aguas territoriales de Argentina. Tal ataque se basaría en el derecho a la defensa propia, y quedaría cubierto por el Artículo 51 de la Carta de la ONU; según la notificación que se había efectuado el 23 de abril, no se necesitaba ningún aviso adicional.

Aquella tarde tuve que dirigirme a un mitin muy numeroso en la circunscripción de Stephen Hastings en Milton Hall, en Berdfordshire. Tanto Stephen como Alan Lennox-Boyd hablaron admirablemente. Yo recibí una estupenda acogida. Ninguno de los presentes dudaba en absoluto de la justicia de nuestra causa, ni del hecho de que con el tiempo lograríamos la victoria. Me sentía orgullosa y emocionada; sin embargo, también sentía la carga aplastante de la responsabilidad. Sabía que la misión especial penetraría en las aguas que rodean a las islas Malvinas al día siguiente.