CAPÍTULO VI



Occidente y los demás

La rápida reafirmación de la influencia occidental —y británica— en los asuntos internacionales entre 1981 y 1982

No lo supimos en su momento, pero 1981 fue el último año de retroceso de Occidente ante el eje de conveniencia entre la Unión Soviética y el Tercer Mundo. El año comenzó con la liberación por parte de Irán de los rehenes estadounidenses de un modo deliberadamente humillante para el presidente Carter, y acabó con el aplastamiento, aunque temporal, de Solidaridad en Polonia. La tendencia que había seguido la política internacional tras la guerra del Vietnam, con la creciente infiltración de la Unión Soviética en el Tercer Mundo con la ayuda de sus vicarios cubanos, y la reacción de nerviosa defensiva por parte de los Estados Unidos, se habían asentado en un modelo aparentemente fijo. Esto dio lugar a varias consecuencias. La Unión Soviética se mostraba cada vez más arrogante; el Tercer Mundo hacía demandas cada vez más agresivas de redistribución internacional de la riqueza; Occidente tendía cada vez más a las discusiones internas, y a los acuerdos especiales con organismos como la OPEP; y nuestros amigos en los países del Tercer Mundo, al ver la suerte que había corrido el Shah, se inclinaban cada vez más por cubrirse las espaldas tratando con ambas potencias a la vez. Las corrientes compensatorias que ya se habían puesto en marcha —en especial, la decisión de 1979 de desplegar misiles Cruise y Pershing en Europa— aún no se habían realizado de manera concreta, ni habían convencido a la gente de que se había producido un cambio de marea. Sin embargo, el hecho es que la marea acababa de cambiar.

PRIMERAS CONVERSACIONES CON EL PRESIDENTE REAGAN

La elección de Ronald Reagan como presidente de los Estados Unidos en noviembre de 1980 supuso un momento tan decisivo para la política de este país como mi propia victoria electoral —en mayo de 1979— para la política del Reino Unido, y por supuesto, en mayor medida, para la política mundial. Con el paso de los años, el ejemplo británico fue influyendo a otros países en diferentes continentes, especialmente en lo que a política económica se refiere. Pero la elección de Ronald Reagan tuvo una importancia inmediata y fundamental, ya que demostraba que Estados Unidos, la mayor potencia en favor de la libertad jamás conocida en el mundo, estaba a punto de reafirmar un liderazgo seguro de sí mismo en los asuntos mundiales. Nunca albergué la menor duda respecto a la importancia de este cambio, y desde el principio consideré que era mi deber hacer todo lo que estuviera en mi mano por reforzar y promocionar la audaz estrategia del presidente Reagan para ganar la Guerra Fría que Occidente había estado perdiendo tan lenta como seguramente.

Recibí la noticia de los resultados electorales norteamericanos en la madrugada del miércoles, 5 de noviembre, y rápidamente envié al nuevo presidente mi más calurosa enhorabuena, invitándole a que visitara Gran Bretaña pronto. Había coincidido en dos ocasiones con el gobernador Reagan cuando yo era líder de la oposición. Me había sentido vivamente impresionada por su calidez, su encanto y total falta de afectación, cualidades que nunca cambiaron en los años de liderazgo que le esperaban. Sobre todo, sabía que estaba hablando con alguien que instintivamente sentía y pensaba como yo; no sólo en lo que a política se refiere, sino también en cuanto a una filosofía de Gobierno, una visión de la naturaleza humana, el elevado conjunto de ideales y valores que hay —o debería haber— en todo político que desea dirigir su país.

A los mediocres les resultaba fácil menospreciar a Ronald Reagan, como habían hecho muchos de sus oponentes en el pasado. Su estilo de trabajo y de toma de decisiones era aparentemente despreocupado y general; muy diferente del mío. Esto era en parte el resultado de nuestros dos sistemas de gobierno tan distintos, más que por diferencias de temperamento. El establecía directrices claras para su Administración, y esperaba que sus subordinados las realizaran en detalle. Estos objetivos eran la recuperación de la economía norteamericana por medio de reducciones de impuestos, el restablecimiento del poder norteamericano por medio de un refuerzo defensivo, y la reafirmación de la confianza de América en sí misma. Ronald Reagan logró alcanzar estos objetivos no sólo porque abogara por ellos: en cierto sentido, los personificaba. Era un norteamericano optimista, seguro de sí mismo y amable que había ascendido de la pobreza a la Casa Blanca —el sueño norteamericano en acción— y que se atrevía a emplear la fuerza norteamericana y a ejercer su liderazgo en la Alianza Atlántica. Además de servir de inspiración al pueblo norteamericano, posteriormente también pasó a inspirar a los pueblos al otro lado del telón de acero al hablar en términos honrados acerca del imperio del mal que les oprimía.

En este momento, sin embargo, la política de competencia militar, económica y tecnológica con la Unión Soviética sólo empezaba a perfilarse; y el presidente Reagan aún tenía que enfrentarse a un público más bien escéptico en casa, y particularmente entre sus aliados, incluyendo a la mayoría de mis colegas en el Gobierno. Quizás yo fuera su principal partidaria en la OTAN.

De modo que me encantó saber que el nuevo presidente deseaba que yo fuera el primer jefe de Gobierno extranjero que visitara Estados Unidos después de que tomara posesión de su cargo. A las cuatro menos cuarto de la tarde del miércoles, 25 de febrero, el VC10 de la RAF en el que solía viajar para estas ocasiones despegaba camino de Washington. Me acompañaba Peter Carrington. No compartía del todo mi opinión acerca de la política del presidente, y estaba empeñado en seguir directrices que yo sabía que en la práctica serían inútiles, dado el compromiso inamovible del presidente con un limitado número de posturas. Estados Unidos ya se estaba encontrando con oposición por parte de sus aliados en una serie de cuestiones como el control de armas, su apoyo al Gobierno militar de El Salvador, y cada vez más, el volumen del déficit estadounidense. Temíamos que los planes de la nueva Administración en favor de nuevas reducciones de impuestos pudieran aumentar el déficit, aunque en esta fase aún teníamos esperanzas de que el presidente lograra llevar a cabo las grandes reducciones de gastos que había presentado ante el Congreso. Con tantos temas importantes de los que hablar, no veía ningún sentido en plantear la cuestión de Namibia, como quería hacer Peter Carrington. Yo sabía que los norteamericanos no presionarían a los surafricanos para que se retiraran de Namibia a no ser que los aproximadamente 20.000 cubanos también se retiraran de la vecina Angola. Es más, en mi fuero interno opinaba que el establecimiento de este vínculo tenía plena justificación. En cualquier caso, hay un principio de la diplomacia que los diplomáticos deberían reconocer con mayor frecuencia: no tiene sentido entrar en conflicto con un amigo cuando no vas a ganar y el precio de perder pueda suponer el final de la amistad.

Pasé la mañana de mi primer día en Washington en reuniones con el presidente, primero a solas, y después en presencia del Secretario de Estado, Alexander Haig, y Peter Carrington, y finalmente con miembros del Gabinete estadounidense. Hubo dos acontecimientos la víspera de nuestras conversaciones que ejercieron una gran influencia sobre ellas.

En primer lugar, el segundo secretario de Asuntos Europeos, Lawrence Eagleburger, había visitado Gran Bretaña y otros países europeos para entregarnos un informe con pruebas que apoyaban la tesis sostenida por Estados Unidos en el sentido de que Cuba, actuando como vicario de la Unión Soviética, estaba introduciendo enormes cantidades de armas en El Salvador en apoyo a la revolución contra el Gobierno pro occidental, aunque indeseable. Hasta ese momento existían diferencias de opinión acerca de si la amenaza era tan seria como afirmaba Estados Unidos. Pero las pruebas que se nos presentaron facilitaban una expresión de apoyo a los objetivos norteamericanos en la región y la resistencia a otros grupos de presión. El Ministerio de Asuntos Exteriores británico emitió una declaración en este sentido justo antes de mi viaje a Norteamérica. El presidente Reagan me explicó su determinación de perseguir una nueva política de resistencia a la subversión comunista a través de Cuba, que también implicaba el establecimiento de relaciones más estrechas por parte de Estados Unidos con México, país al que consideraba como un vecino vulnerable e importante. Entendí todo esto y expresé mi acuerdo, pero le advertí del peligro de perder la guerra propagandística de El Salvador; las informaciones periodísticas eran muy unilaterales.

El segundo desarrollo, de carácter mucho más importante, fue un discurso pronunciado por el presidente Brezhnev, en el que proponía una cumbre internacional y ofrecía una moratoria a las fuerzas nucleares de teatro de operaciones (TNF) en Europa. El mundo hiperactivo de los medios de comunicación de Washington se vio dominado por debates sobre la manera en que debía responder la nueva Administración. Yo había expresado mi precaución tanto ante la perspectiva de celebrar rápidamente una cumbre, como respecto a las propuestas para TNF de los rusos, que les hubieran dejado en una situación de abrumadora superioridad, ya que ellos ya habían desplegado y nosotros no. El presidente Reagan resultó estar de acuerdo. Ambos éramos muy conscientes de las tácticas soviéticas, y de la probabilidad de que esto fuera tan sólo una parte de su intento de desorientar y dividir a sus enemigos occidentales. Era la fase más reciente de la guerra propagandística soviética, en la que proponían no seguir desplegando armas nucleares justo cuando ellos ya habían acabado de desplegar sus propios sistemas armamentistas modernizados. Este tema dominaría la política de la Alianza en los próximos seis años.

A mi llegada a Washington fui el centro de atención no sólo por mi buena relación con el nuevo presidente, sino también por otra razón menos halagadora. Al salir camino de América, los lectores estadounidenses supieron por un largo artículo publicado en Time, con el título «Preparados para la batalla pero animosos», que mi Gobierno estaba acosado por las dificultades. La prensa y los comentaristas estadounidenses sugerían que dada la similitud entre el enfoque económico de los Gobiernos británico y estadounidense, los problemas económicos a los que nos enfrentábamos —sobre todo el elevado y creciente índice de desempleo— pronto se presentarían también en los Estados Unidos. Esto a su vez impulsó a algunos miembros de la Administración y a ciertos allegados —pero jamás al propio presidente— a explicar que los supuestos fracasos del «experimento Thatcher» procedían de nuestra incapacidad para ser lo suficientemente radicales. De hecho, durante mi estancia en Washington el secretario de Hacienda Donald Regan habló en términos parecidos al Congreso, antes de desaparecer camino de una comida en la que yo era la invitada de honor; todo lo cual fue ampliamente cubierto por los medios de comunicación en Gran Bretaña. Yo aproveché cualquier ocasión para explicar los hechos, tanto a la prensa como a los senadores y miembros del Congreso a los que conocí. A diferencia de los Estados Unidos, Gran Bretaña tenía que vérselas con el venenoso legado del socialismo: nacionalización, poder de los sindicatos, una cultura anti empresarial profundamente arraigada. La política de precios y salarios de los laboristas, junto a sus negligentes políticas monetarias, habían aumentado enormemente la inevitable dificultad de la transición, a la vez que la explosión salarial del sector público obligaba a un aumento en el gasto estatal. En una reunión, el senador Jesse Helms dijo que algunos sectores de los medios de comunicación estadounidenses estaban entonando un réquiem por mi Gobierno. Pude asegurarle que las noticias de un réquiem por mi política eran prematuras. Siempre se daba un período en el curso de una enfermedad en el que la medicina resultaba más desagradable que la propia enfermedad, pero no por ello convenía dejar de tomar la medicina. Dije que estaba convencida de que existía un profundo reconocimiento entre los británicos de que mi política era acertada.

Tras otra breve conversación tomando café con el presidente, en compañía de Nancy y de Denis, nuestro grupo abandonó Washington camino de Nueva York. Por la tarde me reuní con doctor Waldheim, el secretario general de la ONU, y posteriormente pronuncié una conferencia sobre la cuestión de «la defensa de la libertad». En este discurso resumía mis sentimientos de optimismo prudente respecto a la década a la que nos enfrentábamos:

Hace tiempo que sabemos que los años ochenta van a ser difíciles y peligrosos. Habrá crisis y penurias. Pero creo que la marea comienza a cambiar en nuestro favor. El mundo en vías de desarrollo empieza a reconocer la realidad de las ambiciones y el estilo de vida soviético. Existe una nueva determinación en la alianza occidental. Hay un nuevo liderazgo en Norteamérica, que despierta confianza y esperanza en todo el mundo libre.

EL G7 DE OTTAWA

Mi segunda cumbre G7 —para los presidentes Reagan y Mitterrand, la primera— tuvo lugar en Montebello, muy cerca de Ottawa, donde en la tarde del domingo, 19 de julio, me recibió el primer ministro de Canadá, Pierre Trudeau. Montebello había sido elegida sede de la reunión porque los jefes de Gobierno del G7 estaban empeñados en evitar la implacable presión de los medios de comunicación, que trastornaban cada vez más nuestras actividades. Tras cada sesión de tarde Pierre Trudeau volvía en helicóptero a Ottawa para informar a los periodistas. Disfrutamos de una especie de magnífico aislamiento en el Château Montebello, a veces llamado «la cabaña de madera» más grande del mundo, aunque en realidad se trataba de un lujosísimo hotel. También se había decidido que se intentaría introducir una mayor informalidad en las reuniones. Quizás debido a la presencia de Ronald Reagan, con su natural amabilidad, usábamos nuestros nombres de pila. No me entusiasmó tanto la decisión de que todos vistiéramos de manera informal. Según mi experiencia, este tipo de enfoque siempre crea más problemas de los que resuelve a la hora de elegir un vestuario adecuado. Los japoneses, por ejemplo, llevaban los trajes «de barbacoa» más elegantes que jamás he visto y parecían aún más formales al lado de los occidentales con sus camisas de cuello abierto y sus pantalones deportivos. Por mi parte, al igual que los japoneses, no hice casi ninguna concesión a la informalidad. Creo que el público realmente desea que sus líderes tengan un aspecto profesional y arreglado. Me alegré de que a la postre no se considerase acertado este grado de informalidad y que por lo tanto no se repitiera.

El presidente Reagan fue objeto de algunas críticas en Montebello con relación a los tipos de interés estadounidenses. Explicó que los había heredado de su antecesor. «Dadme tiempo», dijo, «yo también quiero bajarlos». Cumplió con su palabra. También tenía la esperanza de controlar el déficit de Estados Unidos por medio de recortes en el gasto público, pero esto resultó ser más difícil. El déficit mantuvo su aumento hasta aproximadamente 1985. Este sería el único tema en el que el presidente y yo seguíamos estando en desacuerdo, hasta la segunda mitad de su segundo mandato, cuando inició un brusco descenso. Mi propia experiencia a la hora de reducir déficits era que había que ser muy estricto y decir que «no» a un exceso de gasto público. Si se quiere controlar el gasto público, se pueden subir los impuestos provisionalmente, porque en esas condiciones la recaudación ayudará a recortar el déficit (y por lo tanto, los tipos de interés). Sin embargo, si se está aumentando el gasto, una subida de impuestos sólo servirá para fomentar el gasto y, por lo tanto, incluso puede aumentar el déficit. Dada la separación de poderes vigente en la Constitución de los Estados Unidos, que permitía que el Congreso gastara más de lo que deseaba el presidente, la reducción de impuestos puede ser el único instrumento eficaz disponible para frenar el gasto. De modo que llegué a comprender la posición de Ronald Reagan. El presidente y yo sí estábamos de acuerdo en su llamamiento en favor del libre comercio internacional. El comercio también protagonizaba las intervenciones de otros asistentes. Como siempre, los japoneses se mostraron correctos en cuanto al principio del libre comercio, pero, a pesar de las presiones, estaban claramente menos dispuestos a tomar medidas prácticas para abrir sus propios mercados.

Helmut Schmidt, de quien se sabía que en privado se mostraba crítico respecto a la política de la nueva Administración estadounidense, instó a unas finanzas públicas y un libre comercio saneados y ortodoxos, y yo hice lo mismo en un improvisado discurso bastante largo. Sospecho que mi aportación resultó tan convincente debido a que, como resultado de los recortes en los créditos gubernamentales en nuestro presupuesto de 1981, los tipos de interés británicos ya habían bajado, incluso mientras continuábamos luchando contra la inflación[24].

Quizás la conversación más útil en Ottawa fuera una que mantuve en una reunión privada con el presidente Reagan. Desde nuestra reunión en Washington había sobrevivido a las heridas producidas por un intento de asesinato que hubiera lisiado a muchos hombres de menos edad. Pero él tenía un aspecto excelente. Le informé de los últimos sucesos en Gran Bretaña, evaluando tanto nuestros problemas económicos como los recientes disturbios urbanos. En cuanto a las relaciones entre Estados Unidos y Europa, me preocupaban cada vez más ciertos aspectos de la retórica de la Administración: por ejemplo, le insté a que no fomentara expresiones como «la creciente marea de neutralismo» en Europa; aun cuando estaba de acuerdo con el fondo de la cuestión, estas advertencias podían inducir a precisamente aquello contra lo cual iban dirigidas. Aproveché esta oportunidad para agradecerle vivamente su actitud de dureza ante el terrorismo irlandés y sus partidarios en el NORAID. Era bueno saber que, por muy poderoso que fuera el grupo de presión irlandés en los Estados Unidos, la Administración Reagan no cedería.

LA CONFERENCIA DE JEFES DE GOBIERNO DE LA COMMON-WEALTH DE MELBOURNE Y LA VISITA A PAKISTÁN

Casi dos meses después, el miércoles 30 de septiembre, se inauguró la reunión de los jefes de Gobierno de la Commonwealth en Melbourne.

La conferencia se vio ensombrecida, como siempre, por los asuntos surafricanos. Robert Mugabe, con quien yo había celebrado una reunión por separado, había acudido en representación de Zimbabwe por primera vez. Había bastante hostilidad hacia la actitud de la Administración estadounidense respecto al problema de Namibia. Yo estaba resuelta a mantenerles a raya para que el llamado «Grupo de Contacto» compuesto por cinco países, incluyendo a Estados Unidos, siguiera siendo el medio de presión para un acuerdo. En un momento dado Maurice Bishop, el primer ministro marxista de Granada, hizo un llamamiento elocuente para que enviáramos un claro mensaje de apoyo a nuestros hermanos en Namibia, que sufrían bajo el dominio surafricano. Uno de los otros jefes de Gobierno me comentó posteriormente que alguien debería preguntar a Maurice Bishop por el número de compatriotas suyos, especialmente los miembros de la clase profesional y media, que ahora estaban encarcelados en las prisiones de Granada a instancias de su propio Gobierno. También hubo una de esas discusiones, que tan frecuentemente aquejaban a la Commonwealth, sobre los vínculos deportivos con Suráfrica. Los Springboks habían ido a Nueva Zelanda, causando disturbios, y a Robert Muldoon se le condenó acérrimamente por su supuesta violación del Acuerdo de Gleneagles, por el que ahora se regían las relaciones deportivas internacionales con Suráfrica. Él se defendió vigorosamente. Al menos, con la solución a la cuestión de Rodesia, Gran Bretaña había dejado de ser el blanco de las críticas de la Commonwealth, como lo había sido en la anterior ocasión, y aún no se había empezado a presionar seriamente en favor de sanciones contra Suráfrica.

En mis intervenciones a lo largo de la conferencia, reconocí que las condiciones para el mundo en vías de desarrollo eran indudablemente difíciles. La subida del precio del petróleo y los efectos de la recesión sobre los mercados occidentales de los que dependían les habían propinado un duro golpe. No obstante, subrayé que la creación de riqueza, antes que una redistribución de la riqueza internacional, seguía siendo lo primero, incluso más que nunca. También defendí el historial británico en ayuda exterior, que resultaba muy bueno si se miraba más allá de la limitada definición del programa de ayudas y se tenían en cuenta los préstamos y las inversiones del sector público y el privado. Dado que tanto yo como otros jefes de Gobierno de seis países de la Commonwealth teníamos prevista nuestra asistencia a la Conferencia «Norte-Sur» en Cancún, pensé que valdría la pena dejar constancia de los hechos ahora.

Mientras yo estaba en Australia, Ted Heath pronunció un virulento discurso en Manchester atacando mi política. Curiosamente, a la vista de su historial, Ted se había convertido en abogado de la política del «consenso»; o quizás no resultara tan curioso, ya que estas políticas parecían reducirse al intervencionismo y al corporativismo estatales. Me enviaron una copia del discurso por adelantado, con lo cual aproveché la ocasión de mi Conferencia de sir Robert Menzies, en la Universidad de Monash, para contestarle a él y a todos los críticos de mi estilo de gobierno. Fue el presidente Forbes Burnham, de Guyana quien, sin saberlo, me proporcionó la inspiración en el transcurso del fin de semana de retiro que pasamos en Canberra todos los jefes de Gobierno. Estábamos debatiendo un tema que iba a incluirse en el comunicado final que preparábamos. En un momento dado Forbes Burnham dijo que teníamos que lograr un consenso. Yo le pregunté qué quería decir con «consenso» —una palabra sobre la que ya había oído demasiadas cosas— y él me contestó que «es algo que se tiene si no se consigue alcanzar un acuerdo». Me pareció una definición excelente. De modo que en mi conferencia incluí un pasaje que decía lo siguiente:

A mi modo de ver el consenso parece ser el proceso de abandono de toda creencia, principio, valor y política en busca de algo en lo que nadie cree, pero a lo que nadie pone objeciones; el proceso que evita las mismas cuestiones que han de resolverse, simplemente porque no se logra un acuerdo en el camino. ¿Qué gran causa hubiera triunfado bajo la bandera del consenso?

Aproveché el viaje de vuelta para visitar Pakistán. Volé a Islamabad, donde me recibió el presidente Zia. La guerra de Afganistán alcanzaba su apogeo y se hicieron gestiones para que yo pudiera visitar uno de los campos para refugiados afganos que huían a Pakistán. Fuimos al campo de refugiados de Nasir Bagh Afghan en helicóptero. Era grande, pero estaba impecable, ordenado y claramente bien gestionado. Hablé a la sombra de una tienda gigantesca que me protegía del sol ardiente, mientras los refugiados —hombres, mujeres y niños— me escuchaban sentados en el suelo con las piernas cruzadas. Les hablé de mi admiración por su negativa a «vivir bajo un sistema comunista y ateo que intentaba destruir su religión y su independencia» y les prometí mi ayuda. Mi discurso se vio interrumpido en ocasiones cuando algunos se levantaban para expresar las palabras de aprobación «Alabado sea Alá».

Comí en el jardín de la hermosa y antigua mansión del gobernador en Peshawar. Allí, en los jardines de la casa, me dirigí a un grupo muy grande de líderes tribales de las zonas adyacentes. Después subí al puerto de Khyber en helicóptero. Me habían advertido que en mi calidad de huésped de honor, se me regalaría la tradicional oveja; le acaricié la cabeza en señal de agradecimiento y les pedí que me la guardaran. Desde allí seguí hasta la misma frontera con Afganistán, siempre concurrida, a pesar de su nueva condición de línea divisoria entre el comunismo y la libertad. Contemplé los territorios dominados por los soviéticos que se extendían ante mí. Una cola de camiones esperaba para pasar de Afganistán a Pakistán. Las relaciones con los guardias fronterizos rusos en el lado afgano seguían siendo muy amistosas en esta época. Mostraban un vivo interés por todo lo que sucedía a nuestro lado de la frontera. Constaté que Pakistán estaba desarrollando una labor heroica no reconocida, al aceptar a cientos de miles de refugiados y soportando la vecindad de la mayor potencia militar del mundo. Aunque no fuera un país rico, como luego comenté al presidente Zia, todos los paquistaníes que yo vi me parecieron sanos y bien vestidos. Él me contestó: «A nadie le falta comida ni ropa, gracias a Dios». Gran Bretaña ya estaba enviando ayuda a los refugiados. Pero si Pakistán iba a mantener su posición como baluarte contra el comunismo necesitaría aún más ayuda por parte de Occidente.

CUMBRE NORTE-SUR DE CANCÚN

En el transcurso de nuestras conversaciones había logrado convencer al presidente Reagan de la importancia de su asistencia a la cumbre de Cancún que se celebraba en México en octubre de ese año. Opinaba que, cualesquiera que fueran nuestras dudas respecto a la ocasión, debíamos asistir, tanto para defender nuestras posturas como para anticiparnos a posibles críticas en el sentido de que no nos interesaba el mundo en vías de desarrollo. El propio concepto del diálogo Norte-Sur, que la Comisión Brandt había convertido en el tema de moda en la comunidad internacional, me parecía testarudo. No sólo era falso plantear que existía un Norte homogéneamente rico enfrentado a un Sur homogéneamente pobre; bajo esa retórica se ocultaba la idea de que la redistribución de los recursos mundiales era el medio para solucionar la pobreza y el hambre, antes que la creación de riqueza.

Además, los países en vías de desarrollo necesitaban el comercio más que la ayuda, con lo cual nuestra primera responsabilidad era —y sigue siendo— darles el acceso más libre que podamos a nuestros mercados. Naturalmente, el diálogo Norte-Sur también les resultaba atractivo a aquellos socialistas que querían minimizar el contraste fundamental entre Occidente, con su libertad y su capitalismo, y el oprimido Este comunista.

Los presidentes conjuntos de la conferencia eran el presidente López-Portillo, nuestro anfitrión mexicano, y Pierre Trudeau, que sustituía al canciller de Austria, quien debido a una enfermedad no pudo asistir. Asistían representantes de veintidós países. Nos alojábamos en uno de esos hoteles casi excesivamente lujosos que con tanta frecuencia se encuentra uno en países en los que gran parte de la población vive en una espantosa pobreza. Cancún se construyó en los setenta, en un lugar que, según los rumores, fue elegido por ordenador por su supuesto máximo atractivo para el turismo. La ciudad sufrió graves daños causados por el huracán Gilbert en 1988. ¡Viva la informática!

No peco de falta de modestia si digo que la señora Gandhi y yo fuimos las dos «estrellas» de la conferencia. La India acababa de recibir el mayor préstamo concedido hasta la fecha por el Fondo Monetario Internacional (FMI), con un tipo de interés por debajo de la media del mercado. Ella y otros asistentes naturalmente querían más préstamos en el futuro. Esta era la razón que motivaba la presión, a la que yo estaba decidida a resistirme, para situar al FMI y al Banco Mundial bajo el control directo de las Naciones Unidas. En un momento determinado me vi envuelta en una enérgica discusión con un grupo de jefes de Gobierno que no lograban entender por qué yo estaba tan convencida de que la integridad del FMI y del Banco Mundial se vería comprometida por un paso de esta índole, que supondría más perjuicios que ventajas para aquellos que lo defendían. Al final expuse mi tesis con mayor brusquedad: dije que de ninguna manera iba a depositar fondos británicos en un banco gestionado en su totalidad por gente que estaba en números rojos. Entendieron mi punto de vista.

Durante mi estancia en Cancún, también me reuní por separado con Julius Nyerere, que se mostró, como siempre, encantadoramente persuasivo, pero también equivocado y poco realista respecto a los problemas de su propio país y, por extensión, a gran parte del África negra. Me dijo que las condiciones impuestas por el FMI para concederle un crédito eran muy injustas: le habían dicho que pusiera en orden las finanzas públicas de Tanzania, que abandonara el proteccionismo y que devaluara su moneda hasta situarla en el nivel (mucho más bajo) que el mercado le otorgaba. Puede que en esta época las exigencias del FMI fueran demasiado severas, pero él no veía necesidad alguna de efectuar cambios en este sentido, ni entendía que favorecieran los intereses de su país. También se quejaba de las consecuencias de la sequía y del desmoronamiento de su agricultura: parecía no relacionar nada de esto con la aplicación de políticas socialistas equivocadas, incluyendo la colectivización de las granjas.

El proceso de elaboración del comunicado resultó ser más espinoso de lo habitual. Se rechazó un borrador redactado por los canadienses, y a continuación Pierre Trudeau prácticamente se lavó las manos de la cuestión, dejando claro que pensaba que nuestros esfuerzos tenían bastante menos calidad que los suyos. Pasé gran parte de este tiempo intentando elaborar borradores sobre puntos específicos con los norteamericanos, quienes hasta casi el último momento tuvieron reservas respecto al texto del comunicado.

La cumbre fue un éxito, aunque no realmente por ninguna de las razones oficiales expuestas. Naturalmente, al finalizar la reunión se habló, como era de esperar —y resultaba más bien inútil— de «negociaciones globales» sobre temas Norte-Sur. Se establecería una «filial energética» para el Banco Mundial. Pero lo que a mí me importaba era que se mantenía la independencia del FMI y el Banco Mundial. Y también muy importante, ésta iba a ser la última reunión de este tipo. Los problemas insolubles de pobreza, hambre y deuda del Tercer Mundo no se resolverían por medio de una poco afortunada intervención internacional, sino más bien con la liberalización de la empresa, el fomento del comercio y la derrota del socialismo en todas sus manifestaciones.

Antes de abandonar México, me quedaba una cuestión más por resolver. Se trataba de la firma de un acuerdo para la construcción de una enorme planta siderúrgica por la empresa británica Davy Loewy. Al igual que otros países socialistas, los mexicanos se equivocaban al pensar que los grandes y prestigiosos proyectos de fabricación ofrecían el mejor camino hacia el progreso económico. Sin embargo, si eso era lo que querían, al menos yo procuraría que se beneficiaran empresas británicas. La ceremonia requería que yo me desplazara a Ciudad de México la noche antes. Me alojé en la residencia del embajador británico, Crispin Tickell. Mientras cenábamos las arañas del techo empezaron a columpiarse y el suelo se movió; no había dónde apoyar los pies. Al principio pensé que me debía de estar afectando la altura, aunque no había tenido problemas cuando había ido a esquiar en vacaciones. Pero el embajador me tranquilizó: «No», dijo, «sólo es un terremoto».

Otros terremotos estaban produciendo estremecimientos ese año. Antes de emprender los viajes internacionales reseñados en el presente capítulo, me había dado cuenta de lo que suponía el despliegue de misiles Cruise y Pershing en Europa para la Guerra Fría. Si se seguía adelante, de acuerdo con lo establecido, la Unión Soviética sufriría una auténtica derrota; si se abandonaba la empresa en respuesta a una «ofensiva de paz» promovida por la Unión Soviética, existía un peligro real de separación entre Europa y América. Mis reuniones con el presidente Reagan me habían persuadido de que la nueva Administración estaba al tanto de estos peligros y tenía la determinación de combatirlos. Pero una combinación de exagerada retórica norteamericana y eterno nerviosismo europeo amenazaban con minar la buena relación transatlántica que haría falta para garantizar que el despliegue siguiera adelante. Yo consideraba que le correspondía a Gran Bretaña defender el punto de vista norteamericano en Europa, dado que compartíamos su análisis pero tendíamos a expresarlo con un lenguaje menos ideológico. Y esto es lo que hicimos en los próximos años.

Pero existía un segundo frente en la Guerra Fría: el que se hallaba entre Occidente y el eje formado por la Unión Soviética y el Tercer Mundo. Mis visitas a la India, Pakistán, el Golfo, México y Australia para la Conferencia de la Commonwealth me hicieron ver hasta qué punto los soviéticos habían salido perjudicados por su invasión de Afganistán. Había distanciado a los países islámicos en bloque, y dentro de éste se habían fortalecido los regímenes conservadores y pro occidentales frente a Estados radicales como Irak y Libia. Los amigos tradicionales de la Unión Soviética, como por ejemplo la India, se encontraban en una situación embarazosa. Esto no sólo permitió que Occidente forjara su propia alianza con los países islámicos frente al expansionismo soviético; también dividió al Tercer Mundo y de este modo debilitó la presión que pudiera ejercer sobre Occidente en cuestiones económicas internacionales. En estas circunstancias, los países que durante mucho tiempo habían abogado por su propia modalidad local de socialismo, financiada con la ayuda de Occidente, de repente tuvieron que contemplar un enfoque más realista para atraer las inversiones occidentales al practicar políticas de libre mercado: todavía un terremoto pequeño, pero que transformaría a la economía mundial a lo largo de la próxima década.