No partidaria de los virajes
La política y la economía en 1980-1981
SIN VUELTAS EN REDONDO
A las dos y media de la tarde del viernes 10 de octubre de 1980 me puse en pie para dirigirme a la conferencia del Partido Conservador que se celebraba en Brighton.
El paro superaba los dos millones y seguía aumentando; teníamos por delante una recesión de creciente profundidad; la inflación era mucho más alta que la heredada, aunque estaba comenzando a bajar; y estábamos terminando un verano de filtraciones y desavenencias. El Gobierno estaba preocupado y yo también. Nuestra estrategia era la adecuada pero el precio de aplicarla estaba siendo demasiado alto, y la comprensión de lo que estábamos llevando a cabo era tan limitada que teníamos grandes dificultades electorales. Pero estaba profundamente convencida de una cosa: no existía la posibilidad de lograr ese fundamental cambio de la actitud imprescindible para sacar a Gran Bretaña de su deterioro si la gente estaba dispuesta a cambiar el curso de los acontecimientos mediante presiones. Para aclarar este aspecto apelé a unas líneas tomadas de Ronnie Millar:
Para quienes esperan sin aliento la expresión «viraje en U», tan sobada por la prensa, sólo me cabe decirles una cosa: «Viren ustedes, si les apetece. La Dama no es partidaria de los virajes». Les digo esto no sólo a ustedes, sino también a nuestros amigos de ultramar, e incluso a aquellos que no son nuestros amigos.
El mensaje iba dirigido tanto a algunos de mis colegas del Gobierno como a políticos de otros partidos. Fue en el verano de 1980 cuando mis críticos en el seno del Gabinete intentaron seriamente frustrar la estrategia por cumplir; fue un ataque que alcanzó su clímax y su derrota al año siguiente. En el momento de pronunciar aquel discurso, mucha gente creía que el grupo de oponentes estaba en mayor o menor medida saliéndose con la suya.
CONTROVERSIAS SOBRE EL GASTO PÚBLICO
Durante los dos años siguientes habría enfrentamiento sobre tres temas: la política monetaria, el gasto público y la reforma de los sindicatos. Los wets[22] alegaban que, puesto que habíamos adoptado el dogma monetarista de que la inflación sólo podría reducirse restringiendo drásticamente la cantidad de dinero en circulación, lo que estábamos haciendo era endurecer la economía en medio de una recesión. Ese dogmatismo —decían— también impedía que pudiéramos usar nuestras herramientas prácticas de política económica, como por ejemplo el control de precios y salarios, obligándonos a recortar el gasto público cuando —como decía Keynes— el gasto público tenía que incrementarse para alcanzar el objetivo de revitalizar una economía aquejada de escasa demanda.
Los argumentos más amargos del Gabinete se centraban en el gasto público. En la mayoría de los casos, quienes no estaban de acuerdo con la línea de conducta que seguíamos Geoffrey Howe y yo, no sólo se oponían a nuestra estrategia económica en tanto monetarismo doctrinario; también trataban de proteger los presupuestos de sus propios ministerios. Pronto quedó muy claro que los planes de gasto público anunciados en marzo de 1980 habían resultado excesivamente optimistas. En especial, las enormes inversiones causadas por los intentos de lograr que las industrias nacionalizadas resultaran lucrativas no se recuperarían; las autoridades locales, como ya era habitual, estaban gastando en exceso, la recesión resultaba ser bastante más profunda de lo previsto, con lo que aumentaban los gastos de paro y otros beneficios sociales. Las necesidades crediticias del gobierno para el primer trimestre de 1980 se anunciaban muy importantes. Además, Francis Pym, ministro de Defensa, estaba presionando para que se elevaran los límites de liquidez de su Ministerio.
Habíamos decidido mantener una reunión general sobre el tema económico en la reunión de Gabinete del 3 de julio de 1980, previa al análisis general del 10 de julio. Nuestra intención era hacer que los ministerios más dispendiosos se enfrentaran con todas las consecuencias en el sistema impositivo de su fracaso a la hora de controlar los gastos, logrando que se batieran en retirada los defensores de la reflación, que se expresaban casi a diario en los medios de comunicación y por boca de los grupos de presión. Pero en ningún momento me hice la ilusión de que fuera a ser fácil inculcar en las aspiraciones de mis colegas una saludable dosis de realismo.
Geoffrey explicó al Gabinete en qué medida se iría deteriorando la situación económica nacional y extranjera. En las principales economías la inflación aumentaba sensiblemente, los precios del crudo se habían duplicado y el mundo se iba sumergiendo en la recesión, conducido hacia tal meta por los Estados Unidos de Jimmy Carter. Aunque la producción del Reino Unido había disminuido a bastante menos de lo calculado en 1980, lo previsible era que en 1981 disminuyera a un ritmo bastante más acusado. La inflación se estaba desacelerando, aumentando a menor ritmo del previsto. Los datos de que se disponía para la ronda de análisis del gasto público y el presupuesto del año siguiente eran, pues, desoladores. Ahí comenzó la discusión. Algunos ministros abogaban por importantes aumentos en el gasto, para frenar el paro; otros abogaban por la prudencia. Resumí reafirmando la estrategia actual y haciendo notar la necesidad de mantener controlado el gasto público, reducir el ritmo de los aumentos salariales del sector público y hacer posible la disminución de las necesidades crediticias del sector público y de los tipos de interés; todo ello dejando en claro que estaba dispuesta a dar prioridad al intento de remediar el paro, especialmente entre los jóvenes. Geoffrey Howe y yo ganamos el primer asalto.
Pero el debate proseguía dentro y fuera del Gobierno. Los argumentos de los wets adquirían diferentes grados de refinamiento, aunque el mensaje central era siempre el mismo: gastemos más y que crezca la deuda. El argumento a que apelaban era que debíamos aumentar el gasto público en empleo y planes industriales, cada vez más por encima de lo planificado, cuando estábamos forzados a gastar más debido simplemente a la recesión. Pero el caso era que todo aumento del gasto público —se gastara en lo que se gastara— tenía que salir de algún lado. Y «algún lado» significaba o mayores impuestos tanto a las personas como a la industria, o emisiones de deuda pública, elevando los tipos de interés; o en último lugar emitir más dinero, alimentando la inflación. También existía el sentimiento, al que bien sabía que tendría que resistirme, de que las reposiciones de fondos que logré de la Comunidad Europea tendrían que utilizarse para solventar gastos extraordinarios. ¿Pero por qué suponer que el gasto público era mejor que el gasto privado? ¿Por qué los frutos de mis esfuerzos en refrenar el apetito de la Comunidad Económica Europea tenía que consumirlos de modo automático un sector público británico prácticamente igual de insaciable? En aquel momento ya tenía tomada la decisión de poner todos los medios para que el Gabinete respaldara el total anunciado de gasto público para 1981-1982 en el Libro Blanco, teniendo en cuenta la disminución que en ellos se produjo merced a los pagos procedentes de la Comunidad Europea.
Estas diferencias básicas entre nosotros quedaron muy evidentes en la reunión monotemática del Gabinete sobre gasto público, celebrada el 10 de julio. Algunos ministros argumentaron que había que permitir el aumento de las PSBR (Public Sector Borrowing Requirements, necesidades crediticias del sector público), para acomodarnos a las gigantescas necesidades de las industrias nacionalizadas deficitarias. Pero las PSBR eran ya de por sí demasiado altas, sin necesidad de discutir los méritos o deméritos teóricos del crecimiento de las necesidades crediticias en época de recesión. Cuanto más altas fueran, mayor sería la obligación de subir los tipos, para que a la gente le resultara atractivo prestar el dinero necesario al Estado. Y en determinado momento —si las cosas llegaban demasiado lejos— se presentaría una crisis financiera del gobierno, es decir: la que se presenta cuando no se pueden financiar los créditos obtenidos del sector bancario. No podíamos correr el riesgo de seguir adelante en esa dirección. Así que volví a poner un especial énfasis en atenernos a los planes de gasto público, aunque se otorgara en ellos mayor prioridad a la creación de empleo.
En septiembre, Geoffrey Howe me hizo llegar una nota en la que ampliaba la alerta ya dada en el Gabinete monotemático sobre gasto público. En especial el gasto exigido por las industrias nacionalizadas, como la British Steel Corporation, exigiría mayores recortes que en los otros programas no aprobados en julio, para lograr mantenernos dentro de la cifra global. Para poder aumentar, como quería el Gabinete, el apoyo a la industria y al empleo, los recortes correspondientes tendrían que ser aún más severos. La quinta ronda de conversaciones sobre gasto público en el plazo de dieciséis meses no tenía más remedio que levantar grandes polvaredas de indignación: y así ocurrió.
A principios de octubre, otra nota posterior de Geoffrey me confirmó que la situación se estaba deteriorando: las cifras eran peores de lo sugerido en los últimos meses. El último avance de las PSBR de 1981-1982 rondaba los 11.000 millones de libras esterlinas, bastante más de lo planificado. Hacienda ya había comenzado a estudiar la manera de poder reducirlo, incluyendo la posibilidad de aumentar los impuestos sobre beneficios procedentes del petróleo, incrementar las contribuciones de los trabajadores al seguro nacional y no ajustando las deducciones del impuesto sobre la renta al índice de inflación. Todas estas desagradables opciones impositivas reforzaban la necesidad de disminuir aún más el gasto público: era imprescindible limitar el dinero de todos los programas y cortar los gastos de las autoridades locales, y además tendríamos que volver a estudiar el presupuesto de Defensa y el presupuesto, aún más sensible políticamente, de la seguridad social. (El presupuesto de seguridad social era una cuarta parte del total del gasto público, y dentro de él lo que más peso tenía era, con mucho, el coste las pensiones de jubilación. Pero prometí públicamente que las pensiones aumentarían de acuerdo con la inflación durante mi época parlamentaria). Nos aventurábamos en aguas peligrosas.
La táctica a seguir en el control de las nuevas reuniones sobre gasto público era algo evidentemente muy importante. Geoffrey y yo decidimos no plantearlo todo en frío ante el Gabinete en pleno, por lo que convoqué primero a una reunión entre los ministros principales. El ministro de Hacienda describió la situación y expuso en líneas generales las cifras de que estábamos hablando.
Nuestro plan tuvo éxito. Sin demasiadas protestas, el Gabinete del 30 de octubre avaló la estrategia y conformó nuestro objetivo de mantener el gasto público para 1981-1982 y años posteriores más o menos en los niveles fijados por el libro blanco de marzo. Ello significaba que habría que hacer recortes del orden de magnitud propuesto por Hacienda, aunque incluso con estas reducciones nos veríamos forzados a subir los impuestos si queríamos hacer bajar las PSBR hasta un nivel compatible con la bajada de los tipos de interés.
El Gabinete empezó a oponerse con bastante más fuerza cuando comenzamos a analizar las decisiones necesarias para que pudiera aplicarse la estrategia aprobada. Ahora los wets descubrieron nuestro enfoque. Dijeron que carecían de la suficiente información para saber si la estrategia en general estaba bien basada. Sin esa información —decían— no estaban en posición de sopesar las consecuencias económicas, políticas y sociales de todos los medios para lograr llevarla a cabo, incluyendo las modificaciones impositivas y las reducciones del gasto público. La maniobra era transparente. En efecto, todos los ministros dispendiosos trataban de actuar como ministros de Hacienda. Ésa sería la mejor receta para desembocar en una completa carencia de control sobre el gasto, dando lugar al caos económico.
Las tres áreas más importantes de discusión en nuestra reunión del 4 de noviembre fueron los presupuestos de Salud Pública y Defensa, y las medidas especiales de empleo que pedía Jim Prior. En cuanto a sanidad, tomamos la decisión de elevar el apartado «Sanidad» en la Contribución Nacional al Seguro, en vez de reducir el programa de salud, con lo que seguíamos cumpliendo nuestra promesa electoral. En cuando a Defensa, el Gabinete aceptó que las reducciones deberían quedarse en una zona más o menos intermedia entre lo que pedía Hacienda y lo que proponía el ministerio de Defensa. Finalmente, llegamos a un acuerdo sobre medidas especiales para el empleo, que hice públicas más tarde, en el discurso de apertura del año parlamentario, y que crearon 440.000 puestos dentro del Programa de Trabajo Juvenil, 180.000 más que en el año en curso.
Dos días después, el Gabinete volvió a reunirse para proseguir con la discusión. La situación financiera de las industrias nacionalizadas había empeorado incluso en el escaso lapso de tiempo transcurrido desde que comenzamos a revisar el programa de gastos. Los salarios del sector público seguían siendo un dolor de cabeza. Si lográbamos mantener los futuros aumentos salariales del sector público en el 6 por ciento, como era nuestra intención, las PSBR serían de 12.000 millones de libras esterlinas en 1981-1982, contra los 7.500 millones que preveía la MTFS (Médium Term Financial Strategy, estrategia financiera a medio plazo). No sería posible financiar unas PSBR de ese monto y reducir al mismo tiempo los tipos de interés. Por consiguiente, para evitar tipos altos de interés habría que aumentar sustancialmente los impuestos. Durante mi resumen de la situación hice notar que ésta sería bastante peor si los recortes que aún se estaban discutiendo —incluyendo defensa, seguridad social y educación— no se aprobaban ya. De hecho, el Gabinete asumió la decisión final sobre todo el paquete a la semana siguiente.
La Declaración de Otoño del 24 de noviembre de 1980 incluía, por lo tanto, varias medidas muy impopulares. Tenía que aumentar la contribución de los trabajadores al Seguro Nacional. Las pensiones de jubilación y otros beneficios de la Seguridad Social tendrían que aumentar en un 1 por ciento menos que la tasa de inflación del año siguiente, si se daba el caso de que subían un 1 por ciento por encima durante el año en curso. Había recortes en los gastos de Defensa y en los de Gobierno. Se anunció que se implantaría un nuevo impuesto sobre los beneficios del petróleo del mar del Norte. Sin embargo había algunas noticias buenas: las medidas a favor del aumento de puestos de trabajo y un recorte del 2 por ciento en el MLR (Mínimum Lending Rate, tipo mínimo de interés).
DESAVENENCIAS POR FILTRACIONES
Son pocos los expertos economistas entre el público en general, aunque casi todo el mundo goza de gran perspicacia para detectar el incumplimiento de las promesas. Hacia finales de 1980 comencé a percibir que nos arriesgábamos a perder la confianza pública en nuestra estrategia económica. La impopularidad era algo que podía sobrellevar. Pero la pérdida de confianza en nuestra capacidad de sacar adelante el programa económico que nos habíamos propuesto era bastante más peligrosa. Ahora que creíamos que debíamos gastar menos era cuando estábamos gastando más; la inflación era alta pese a que proclamábamos la prioridad de bajarla; y la industria privada estaba teniendo tropiezos, cuando nos habíamos pasado años repitiendo que sólo el éxito de la libre empresa podía enriquecer un país. Es cierto que podíamos señalar factores que poco o nada podíamos controlar, entre ellos el de la recesión mundial; la inflación y los acuerdos salariales iban por buen camino. Pero nuestra credibilidad estaba en entredicho. Y lo último que yo podía tolerar era una bien publicitada desavenencia en el propio seno del Gabinete. Y era precisamente eso lo que se nos venía encima.
Los wets expresaban en público su disconformidad utilizando lo que pretendía ser un sofisticado lenguaje en clave, donde cada frase tenía un sentido semioculto y donde se entretejían las abstracciones más filosóficas para descalificar con indirectas la política que se estaba aplicando. Este planteamiento encubierto e indirecto jamás fue mi estilo y me alegraba de ello. Mi éxito se debe a la argumentación directa. Me interesan las opciones prácticas. Y prefiero los debates directos con mis oponentes antes que minarlos subrepticiamente. No creo que la responsabilidad colectiva sea una interesante ficción, sino una cuestión de principios. Mi experiencia es que algunos hombres con los que tuve que tratar en el curso del quehacer político evidencian precisamente esas características que atribuyen a las mujeres: vanidad y torpeza para tomar decisiones arduas. También hay cierto tipo de hombre que sencillamente no soporta trabajar con mujeres. Con mucho gusto hacen cualquier «concesión» al sexo débil. Pero si una mujer no pide privilegios especiales y espera ser juzgada sólo por lo que es y hace, esto resulta grave e imperdonablemente desconcertante. Es evidente que para los Wets del establishment tory yo no sólo era una mujer, sino «esa mujer», alguien que no sólo era del otro sexo, sino de otra clase, una persona inquietantemente convencida de que los valores y virtudes comunes del país no tenían más remedio que ponerse en marcha para resolver los problemas creados por el establishment. Eran muchos los aspectos en los que yo resultaba ofensiva.
Las discusiones sobre economía y gasto público de 1980 trascendían una y otra vez a la prensa; las decisiones se planteaban como victorias de uno u otro sector y Bernard Ingham me dijo que en ese clima resultaba casi imposible dar imagen de unidad y de firmeza en el empeño. Durante 1980 el público debió soportar una serie de discursos pronunciados por Ian Gilmour y Norman St. John Stevas sobre las deficiencias del monetarismo, que, según ellos, era profundamente anti tory —una especie de dogma copiado del extranjero—, aunque siempre añadían frases que me alababan a mí y al enfoque del Gobierno, cubriéndose así contra cualquier posible acusación de deslealtad. En un discurso pronunciado en Cambridge, en noviembre, Ian Gilmour dijo que el Reino Unido corría el riesgo de «crear una sociedad similar a la de La naranja mecánica con toda su alienación y miseria previsibles», lo que sonaba muy a Reino Unido durante el «invierno del descontento».
Los líderes industriales contribuyeron a empeorar la sensación general de deterioro: durante el mismo mes el nuevo director general de la Confederación Industrial Británica (CBI) prometía un «combate a puño limpio» contra la política del Gobierno, aunque poco después, cuando me reuní con la CBI, me alegra decir que no hubo ni el más mínimo amago de puñetazos. Después, en diciembre, se nos dijo que Jim Prior nos estaba urgiendo a no usar un lenguaje de «seminario académico». Pero la observación tal vez más asombrosa —aunque no la última— fue la abierta admisión de John Biffen, ante el Comité Parlamentario de Finanzas del Partido Conservador, de que no compartía el entusiasmo por la estrategia financiera a plazo medio (MTFS) que él mismo —primer subsecretario de Hacienda— estaba tratando de aplicar al gasto público, con éxito singularmente escaso.
Por eso no me sorprendí cuando, bien entrado el mes, me reuní con el Comité Ejecutivo de los 22 y éste expuso su pobre opinión sobre cómo presentaban las cosas los ministros. Claro está que les di la razón. Pero no se trataba simplemente del modo de presentar las cosas: algunos ministros estaban tratando de desacreditar la estrategia misma. Y no se podía permitir que la cosa siguiera adelante.
Durante las vacaciones de Navidad tuve tiempo para pensar en lo que había que hacer. Decidí que ya había llegado el momento de proceder a un reajuste ministerial. Lo único que quedaba por saber era si un reajuste limitado bastaría para inclinar suficientemente la balanza a favor de nuestra estrategia económica o si eran imprescindibles cambios más drásticos. Decidí lo primero.
El lunes 5 de enero efectué los cambios, comenzando por Norman St. John Stevas, que quedó fuera del Gobierno. Tenía un cerebro de primera clase y una inteligencia vivaz. Pero hizo de la indiscreción un principio político. Sus bromas a expensas de la política del Gobierno iban pasando suavemente de las conversaciones privadas al cotilleo generalizado, acabando por saltar a los titulares de prensa. El otro ministro saliente, Angus Maude, prefirió marcharse por decisión propia, al comprender que había llegado el momento de abandonar su puesto de pagador general y portavoz del Gobierno para dedicarse de nuevo a escribir. Pasé a John Nott a Defensa en sustitución de Francis Pym. Estaba convencida de que al frente de ese Ministerio se necesitaba alguien con una comprensión real de las finanzas y dedicado por entero a la eficacia. Desplacé a John Biffen para reemplazar a John Nott en Comercio y, a solicitud de Geoffrey Howe, me traje a Leon Brittan en calidad de subsecretario. Leon Brittan era amigo íntimo de Geoffrey. Era tremendamente inteligente y trabajador y me impresionó por la agudeza de su mente, particularmente cuando estábamos en la oposición y él fue uno de los portavoces del Partido en el controvertido tema de la descentralización.
Dos nuevos ministros de Estado de gran talento entraron en el Departamento de Industria para colaborar con Keith Joseph: Norman Tebbit y Kenneth Baker. Norman ya había trabajado en la oposición en estrecha colaboración conmigo. Sabía de su leal dedicación a nuestra política, que compartía mis puntos de vista y que era capaz de una lucha denodada en la Cámara de los Comunes. A Ken se le adjudicaron responsabilidades concretas en el campo de la tecnología de la comunicación, tarea en la que hizo gala de su talento como brillante abogado de nuestra política. Francis Pym abordó la tarea de portavoz del Gobierno, lo que combinó con su cargo de líder de la Cámara de los Comunes. Pero la primera mitad de estos nombramientos resultaría ser una fuente de dificultades durante los próximos meses.
Con este moderado reajuste del Gabinete, supuse que podríamos afrontar con más determinación y unanimidad nuestras dificultades económicas.
Las dos cualidades eran ciertamente muy necesarias: nuestra estrategia estaba siendo cada vez más criticada. Y yo contraataqué. Tanto en la entrevista que me hicieron el 1 de febrero para Weekend World como en un discurso pronunciado pocos días después en el debate económico de la Cámara de los Comunes, repliqué a los argumentos de quienes creían que el verdadero problema de Gran Bretaña era la falta de demanda económica y que podía solucionarse con la reflación. Dije a la Cámara:
Ha habido gobiernos que intentaron estimular el empleo inyectando dinero en la economía, y lo que consiguieron fue inflación. La inflación condujo al aumento de los costes. El aumento de los costes mermó la competitividad. Los pocos puestos de trabajo que habíamos conseguido no tardaron en perderse; y pronto se perdieron muchos más. Y entonces, partiendo de un nivel más alto de paro y de inflación, el proceso volvió a ponerse en marcha, y cada una de las veces que esto sucedía aumentaban la inflación y el paro.
Pero los otros disponían de buenos aliados en los medios de comunicación. Un importante artículo de The Sunday Times, que habitualmente apoya al Partido Conservador, iba titulado «Error, señora Thatcher, error, error, error». La prensa estaba llena de comentarios hostiles, minando así la moral de quienes me apoyaban. El 27 de febrero recibí un memorándum de Ian Gow:
Primera Ministra,
1. Lamento comunicarle que ha habido un notorio deterioro en la moral de quienes nos apoyan.
2. Atribuyo esta situación a lo siguiente:
(a) Creciente preocupación por la magnitud de la recesión y el paro.
(b) Ha incidido la derrota del Gobierno en la huelga del carbón y, en menor grado, el convenio salarial de los trabajadores del sector del agua.
(c) El volumen de las PSBR y la lentitud con que bajan los tipos de interés.
(d) El insaciable apetito del sector público, en especial la British Leyland, la British Steel Corporation y la National Coal Board (compañías nacionalizadas de automoción, del acero y del carbón).
(e) Los fondos para el sostenimiento del tipo de cambio.
Muchos críticos de dentro y fuera del Partido Conservador, que habían detectado debilidad, estaban decididos a explotarla, fortaleciendo las posibilidades de que se aprobara su propio presupuesto para 1981.
PRESUPUESTO DE 1981
Nunca olvidaré las semanas anteriores al presupuesto de 1981. Era difícil que pasara un día sin que se produjera algún deterioro del panorama financiero. A finales de enero, Geoffrey Howe seguía a la espera de poder efectuar recortes importantes en los impuestos sobre el capital y de otorgar una importante ayuda a la industria, pero a comienzos de febrero Hacienda ya estaba adoptando una postura más cauta y pesimista respecto de esa perspectiva. Las PSBR de ese año parecían rondar entre los 4.000 y los 6.000 millones de libras esterlinas sobre la cifra prevista en el presupuesto de 1980.
A esta altura, Hacienda pensaba que podíamos aspirar a unas PSBR algo inferiores a los 10.000 millones de libras esterlinas. Quedaba, sin embargo, una brecha de 1.000 a 1.500 millones de libras esterlinas.
Las rentas personales habían ido en aumento y los beneficios empresariales estaban disminuyendo, por lo que quedaba claro que cualquier aumento impositivo caería más sobre los individuos que sobre las sociedades. El Tesoro hablaba de aumentar las deducciones en un mínimo del 6,5 por ciento —lo que se pretendía era un 9 ó 10 por ciento— en lugar del 1,5 por ciento necesario para compensar la inflación. También tenía el proyecto de subir los impuestos sobre el alcohol, el tabaco y la gasolina en unas tres cuartas partes o incluso duplicar el porcentaje necesario para igualar la inflación. La industria, especialmente la Confederación Industrial Británica, estaba ejerciendo una fuerte presión para que se disminuyera la sobretasa del seguro nacional (NIS, National Insurance Surcharge) pero esta propuesta presentaba problemas: el coste anual de cada punto que se redujera era muy grande, las rebajas eran indiscriminadas y se corría el riesgo de que una parte de ella se viera rápidamente incorporada a los salarios. Otras posibles medidas de ayuda a la industria —cada una de ellas con sus propias desventajas— incluían un recorte en el impuesto de sociedades o en el gravamen sobre el gasóleo industrial. En noviembre habíamos anunciado un impuesto extra sobre los beneficios del petróleo y del gas del mar del Norte. La cuestión, ahora, estaba en si debíamos aplicar un impuesto extra sobre los dividendos. Naturalmente, los bancos se oponían denodadamente; pero también era verdad que había sido nuestra política de mantenimiento de los tipos altos de interés lo que había contribuido a que tuvieran importantes beneficios, y no su buena gestión ni sus mejoras en la atención al cliente.
Todos estos temas eran, sin embargo, de importancia claramente secundaria. Sobre temas más importantes había desacuerdos legítimos en el sector dry del Gobierno. El problema principal era determinar hasta qué punto debía ser restrictiva la sección fiscal del presupuesto y, con ella, la política monetaria correspondiente. Sobre este tema Alan Walters, que acababa de incorporarse a mi equipo del Número 10, tenía su propio y claro punto de vista. Abogaba por un mayor recorte de las PSBR que el que proponía Geoffrey Howe. También consideraba defectuosa la política monetaria que se estaba aplicando. Pero Hacienda no estaba dispuesta a adoptar el sistema de control monetario que Alan propugnaba y que a mí me resultaba atractivo por lo claro y convincente de su análisis.
Había en ello mucho más que un desacuerdo técnico. Alan Walters, John Hoskins y Alfred Sherman propusieron que el profesor Jurg Niehans, distinguido economista suizo de la escuela monetarista, me preparara un informe sobre nuestra política monetaria. El informe del profesor Niehan, que tuve en mis manos a principios de febrero, contenía un claro mensaje. El informe argumentaba que debíamos utilizar la base monetaria en lugar de la Libra Esterlina M3 (£M3) como principal medida monetaria, y aconsejaba que la dejásemos subir durante el primer semestre de 1981. Dicho en pocas palabras, el profesor Niehans consideraba que la política monetaria era demasiado rígida y que debíamos suavizarla cuanto antes. Alan se mostró en todo de acuerdo con él.
Sin embargo en ese momento mis dudas sobre cómo llevaba adelante Hacienda la política monetaria iban paralelas a la preocupación que sentía por el aumento sostenido de su estimación de las PSBR, el objetivo a que ajustábamos nuestra política fiscal. El 10 de febrero de 1981 nos reunimos Geoffrey Howe y yo para discutir la estrategia del presupuesto. Geoffrey me comunicó que la previsión para las PSBR, una vez puesta al día, no era de 11.000 sino de 13.000 millones de libras esterlinas. Ahora hablaba de aumentar las deducciones un 6 por ciento, en vez del 10 por ciento que antes proponía, aunque sin renunciar a un fuerte paquete industrial. Le dije que nuestro objetivo primordial tenía que ser el fomento de la industria y que ello significaba dar primacía a la reducción de los tipos de interés, lo cual también contribuiría a que bajase el tipo de cambio. Si había que elegir entre cortar la sobretasa del seguro nacional o atenerse a unas PSBR más reducidas, optaba por lo segundo.
Me preocupaba la perspectiva de que el índice de precios al consumo aumentase en un 2 por ciento como resultado de los incrementos de la imposición indirecta que se proponían. Estaba segura que sería mejor reducir más el gasto público. Pero tenía que admitir que las posibilidades de lograrlo, en vista las actitudes del Gabinete, eran bastante escasas.
En esta reunión Alan Bates siguió presionando con su idea de que había que permitir un crecimiento más rápido de la base monetaria. También hablamos sobre la oportunidad de hacer todos los recortes posibles en los tipos de interés.
Cada vez veíamos con mayor claridad la aridez de la tarea que teníamos por delante. El último día Alan me remitió una nota que resumía el problema de las PSBR. Teníamos que afrontar unos cambios tan súbitos y tan enormes en las cifras, que resultaba muy difícil la planificación estratégica del presupuesto. Pero al menos una cosa estaba clara: la tendencia de las previsiones de las PSBR era alcista. Todo apuntaba a que nuestro presupuesto se excedería en la reducción de las PSBR, como ya sucedió en 1980-1981. Repetir ese error nos obligaría a establecer un presupuesto complementario a finales del verano o en otoño o concentrar nuestros empeños en la obtención de créditos al Estado. En última instancia, todo ello podría desembocar en una crisis de fondos que indudablemente nos obligaría a elevar los tipos de interés, manteniendo alta la libra e incrementando el ya severo agobio del sector privado. Había que evitarlo. Aún teníamos la posibilidad de enderezar las cosas a tiempo, pero sólo si tomábamos las decisiones más dolorosas ahora y las presentábamos decididamente, como única respuesta posible al costo de las últimas subidas salariales y las pérdidas de las industrias nacionalizadas. Lo que necesitábamos era un presupuesto para el empleo.
El viernes 13 de febrero tuve otra reunión con Geoffrey Howe. También estaba presente Alan Walters. La última previsión de las PSBR estaba entre 13.500 y 13.750 millones de libras esterlinas. El aumento de impuestos que proponía Geoffrey las reduciría en torno a 11.250 y 11.500 millones de libras esterlinas, pero él no consideraba políticamente posible bajar de los 11.000 millones y, a su entender, el aumento del tipo impositivo básico había que descartarlo de plano. Pero Alan argumentó con mucha fuerza a favor de que recortáramos más aún las PSBR. Sostenía que unas PSBR de, digamos, 10.000 millones de libras esterlinas no serían más deflacionarias que las de 11.000 millones, porque estas últimas sería peores para las expectativas de la City y para los tipos de interés. Alan terminó esgrimiendo el argumento de que no nos quedaba otra alternativa que aumentar el tipo impositivo básico en un 1 ó 2 por ciento.
El economista era Alan. Pero Geoffrey y yo éramos políticos. Geoffrey, con toda razón, arguyó que presentar un proyecto de presupuesto que sería considerado como deflacionario en el momento de más profunda recesión desde 1930 ya era bastante difícil; y, si lo hacíamos aumentando el tipo básico, podía convertirse en una pesadilla política. Apoyé a Geoffrey en cuanto al problema que representaba la subida del tipo básico, pero lo hice sin mucha convicción y a medida que pasaban los días fue creciendo mi inquietud.
Cuando Geoffrey y yo tuvimos la siguiente reunión de presupuesto, el 17 de febrero, me comunicó que él también le había estado dando vueltas. Ahora estaba dispuesto a estudiar un incremento del tipo básico. Pero se preguntaba si no sería mejor elevar el tipo básico en un 1 por ciento y las deducciones personales en un 10 por ciento, aliviando así la carga en las rentas situadas por debajo de la media. Le confirmé que yo también estaba dispuesta a estudiarlo, pero que por otra parte estaba llegando a la conclusión de que era esencial situar las PSBR por debajo de los 11.000 millones de libras.
Mis consejeros —Alan Walters, John Hoskyns y David Wolfson— seguían defendiendo con mucha fuerza que las PSBR bajaran lo más posible. También Keith Joseph apoyaba apasionadamente la idea. Alan, sabedor de que podía tener acceso a mí más o menos siempre que le hiciera falta —como debe todo consejero cercano, si no se quiere que el primer ministro (o la primera ministra) sea prisionero de su propia bandeja de entradas—, entró en mi despacho para hacer un último intento de convencerme en lo tocante al presupuesto. Volvió a enumerarme las razones por las que jamás podríamos bajar los tipos de interés —una medida que la economía necesitaba con urgencia— mientras no redujéramos nuestras necesidades crediticias, lo cual en esto momento significaba una subida de los impuestos. Hoy sé que aquel día salió del despacho en la creencia de que no me había convencido. Pero cuanto más estrujaba el problema en mi cabeza más acertado me parecía su análisis. El presupuesto que él propugnaba no sería bien acogido por el público en general, sería calificado de utópico por la mayoría de los que más decididamente me apoyaban en la Cámara de los Comunes y en el seno del partido y resultaría totalmente incomprensible para los economistas que seguían aferrados a la ortodoxia keynesiana de posguerra. Sus consecuencias para mi Administración eran impredecibles. Pero aún así sabía en el fondo de mi corazón que sólo había una decisión acertada y que había que tomarla.
Geoffrey Howe y yo, en ausencia de Alan que estaba enfrascado en algún otro tema con Douglas Wass, secretario permanente del Tesoro, nos reunimos para seguir discutiendo el presupuesto la tarde del martes 24 de febrero. Geoffrey seguía creyendo en unas PSBR para 1981-1982 de 11.250 millones de libras esterlinas. Le dije que esa cifra me parecía descorazonadora y que dudaba que se pudieran rebajar los tipos de interés, algo que tanto necesitábamos, a menos que se redujeran las PSBR a una cifra que rondara los 10.500 millones de libras esterlinas. Le dije que no me importaría contentarme con un penique sobre el tipo normal. Teniendo en cuenta la cantidad de dinero del contribuyente que habíamos tenido que gastar en carbón y en acero, lo de ahora tenía al menos una explicación más clara.
Geoffrey expuso sus argumentos contra el penique añadido al impuesto sobre la renta, de lo cual no le costó mucho trabajo convencerme, porque a mí también me horrorizaba la idea de perder aunque sólo fuera una mínima parte de lo ganado en la reducción de los impuestos laboristas. Pero también se pronunció contra la necesidad de bajar más las PSBR y, respecto de este último punto, yo no estaba nada convencida. Pasamos revista a otras opciones para subir los impuestos. El tiempo se nos estaba echando encima. Geoffrey seguía esperando lo mejor en cuanto a la repercusión de los 11.250 millones de libras esterlinas de las PSBR sobre los tipos de interés. Pero sabía que yo, lisa y llanamente, no podía aceptarlo. Se fue a seguir lucubrando sobre lo que había que hacer.
A primera hora de la mañana siguiente vino Alan a verme y me encontró terminando de preparar mi equipaje, pues aquella tarde viajaba a Estados Unidos. Le dije que había insistido en bajar las PSBR al nivel más bajo que me había propuesto. Pero aún no sabía cómo reaccionaría Geoffrey. Luego, poco antes de partir para América, Geoffrey vino a verme. Esa mañana, tras consultar a sus colegas del Ministerio de Hacienda, había acabado por aceptar unas PSBR por debajo de los 11.000 millones de libras esterlinas. En vez de aumentar la base del impuesto sobre la renta, propuso la medida menos impopular de no elevar en nada los distintos escalones de la tarifa, lo cual seguía siendo una medida extremadamente osada en un momento en que inflación se situaba en torno al 13 por ciento. Este fue el momento crucial. Me complacía que Geoffrey hubiera aceptado el argumento y me alegraba que hubiese encontrado el modo de aumentar los ingresos fiscales sin ir en contra de nuestra estrategia a largo plazo, es decir, de dar la vuelta a los elevados tipos de imposición aplicados por los laboristas. Nuestra estrategia presupuestaria ya estaba determinada. Y daba la impresión de que podríamos anunciar, el próximo martes, junto con el presupuesto, una reducción del 2 por ciento en el tipo de interés mínimo preferencial.
Había un cambio anunciado en el presupuesto que aparentemente era sólo técnico pero tenía gran importancia: ahora se planificaba el gasto público en términos de unidades monetarias, en lugar de lo que se denominaban términos de «volumen». A cada ministro se le daría un presupuesto en dinero dentro del cual tendría que mantener sus gastos. Desde la primavera de 1980 veníamos pensando en la manera de poder hacerlo y ya había discutido el tema con Geoffrey Howe y otros cargos de Hacienda, en un almuerzo que tuvimos en el Ministerio el 28 de enero de 1981. A cualquier director financiero de empresa, o incluso a cualquier ama de casa, le habría parecido curioso cómo trabajaba el Gobierno sobre el tema del gasto anual. El ministro de Hacienda hacía sus cálculos de ingresos en unidades monetarias, pero las decisiones de gastos se tomaban según el volumen de los servicios a rendir y se denominaban en lo que los comentaristas llamaban «dinero raro», que no eran ni los precios en el momento de adoptar la decisión de gasto, ni los vigentes cuando el dinero se gastaba en realidad. El resultado era que Hacienda nunca sabía hasta que ya era demasiado tarde las consecuencias en dinero contante de las decisiones sobre gastos. Ya se habían introducidos límites de caja a determinados gastos gubernamentales, pero, paradójicamente, ello había contribuido a aumentar la confusión, ya que el gasto planeado en volumen se les acumulaba en contra. A partir de ahora todo sería planificado en dinero efectivo, aunque, por descontado, los diferentes departamentos tendrían que seguir estimando en términos de volumen los servicios que sus límites de caja les permitiría afrontar. Esto impuso en los departamentos gubernamentales el tipo de disciplina financiera a que normalmente tiene que atenerse el sector privado. Este criterio de los «límites de caja» tuvo la importante consecuencia de disminuir el gasto público real. También aumentó el interés de los diversos departamentos en encontrar la manera más eficiente de rendir los servicios que se esperaban de ellos.
Sin embargo, a nadie sorprendió que no fuera la planificación en términos de unidad monetaria lo que concitó el interés de los titulares sobre el presupuesto, sino la severidad de los aumentos impositivos. El presupuesto resultó bastante impopular. Pero algunos de los columnistas más importantes fueron más favorables que los titulares y nadie dudaba de que éste era un presupuesto coherente y que hacía falta bastante coraje para imponerlo. A los ojos de nuestros críticos, evidentemente, la estrategia estaba equivocada en lo fundamental. Si uno creía, como ellos, que aumentar el endeudamiento del Gobierno era la manera acertada de salir de la recesión, entonces nuestro criterio era inexplicable. Pero, por otra parte, si uno pensaba, como nosotros, que la mejor manera de revitalizar la industria era la bajada de los tipos de interés, entonces no quedaba más remedio que reducir las necesidades crediticias del Gobierno. Lejos de ser deflacionario, nuestro presupuesto tendría el efecto inverso: reduciendo las necesidades crediticias del Gobierno y, al cabo de cierto tiempo, aliviando la presión monetaria, acabaría por hacerse posible el descenso de los tipos de interés y del tipo de cambio, origen ambos de serias dificultades para la industria. Dudo que nunca haya habido una prueba comparativa más clara entre dos planteamientos tan esencialmente distintos de la administración económica.
Los economistas lo percibieron así. A finales de marzo de 1981, unos 364 miembros de entre los más importantes de la profesión publicaron un manifiesto refrendando nuestra política. Samuel Brittan, de The Financial Times, se puso de nuestro lado y también el profesor Patrick Minford, de la Universidad de Liverpool, quien escribió a The Times compartiendo la postura de los 364; yo, a mi vez, escribí para felicitarlo por su brillante defensa del criterio del Gobierno. Habíamos tomado nuestra decisión: lo que había que hacer ahora era mantener la línea política y, en lo posible, ganar discusiones políticas mientras se posibilitaba la estrategia necesaria para trabajar. Tenía confianza en que así fuera.
Mientras, los que disentían de nosotros en el Gabinete se asombraron del presupuesto al enterarse de su contenido durante el tradicional Consejo de mañana del día del presupuesto. Pronto la prensa se llenó con los escritos que enviaron para expresar su furia y frustración. Sabían que el presupuesto les otorgaba una oportunidad política. Debido a lo radicalmente que se distanciaba de la ortodoxia económica de posguerra, incluso algunos de quienes más nos apoyaban se negaban a creer en la bondad de esa estrategia hasta que vieran los resultados. Y podrían tardar bastante. Pero estaba claro que el partido tendría que movilizarse en todo el país para apoyar lo que estábamos haciendo. La inminente Junta Central del Partido Conservador, en Bournemouth, me proporcionó la oportunidad de hacerlo.
John Hoskins y yo estuvimos trabajando en mi discurso desde el viernes por la noche hasta las primeras horas del domingo. Aquel mismo día lo pronuncié, lanzando mi desafío:
Nuestro pueblo ha hecho sacrificios en el pasado, sólo para encontrarse a última hora con que al Gobierno le habían fallado los nervios y el sacrificio había sido en vano. Pero esta vez no será vano. Este Gobierno conservador, que aún no lleva dos años en el poder, se sostendrá en su solidez hasta que el futuro de nuestro país quede asegurado. No me preocupa demasiado lo que la gente diga de mí; pero me preocupa, y mucho, lo que la gente diga de nuestro país. Mantengámonos, pues, tranquilos y fuertes, y preservemos la mutua amistad en que consiste el patriotismo. Éste es el camino que estoy resuelta a recorrer. Éste es el sendero que debo recorrer. Pido a todos los que tengan ánimo —los valientes, los tenaces, los jóvenes de corazón— que se levanten y se pongan a mi lado mientras avanzamos. Porque en ninguna otra compañía emprendería este viaje.
Tuve una buena recepción. De momento, al menos, el partido estaba lealmente dispuesto a asumir el riesgo y respaldar al Gobierno. Pero esa determinación podría irse erosionando durante el verano, a menos que el Gobierno se mantuviera unido.
UN AMAGO DE HUELGA DEL CARBÓN
Por fortuna, las huelgas nos preocuparon bastante menos durante 1981 que en 1980, y el número de días laborales perdidos por huelga no superó la tercera parte de los del año anterior. Pero dos conflictos —uno en la industria del carbón, que finalmente no ocurrió, y otro de funcionarios civiles[23], que sí se llevó a cabo— fueron de gran importancia, tanto para las decisiones presupuestarias como para todo el clima político.
Un extranjero que no estuviera al tanto del extraordinario legado del socialismo estatal en Gran Bretaña probablemente habría encontrado incomprensible la amenaza de huelga de los mineros del carbón en enero de 1981: 2.500 millones de libras esterlinas de los contribuyentes habían ido a parar a la industria del carbón desde 1974. La productividad era alta en algunos de los yacimientos, y una más reducida industria del carbón hubiera podido proporcionar puestos de trabajo bien pagados. Pero esto sólo era posible si se cerraban los yacimientos que no resultaban rentables, y eso era lo que quería hacer la Junta Nacional del Carbón (NCB). Además los pozos cuyo cierre preveía la NCB en un programa que expuso en 1981 no sólo eran poco rentables, sino que estaban más o menos agotados.
El 27 de enero el ministro de Energía, David Howell, me comunicó sus planes de cierres. La tarde siguiente, sir Derek Ezra, presidente de la NCB, vino a verme a Downing Street para ocuparse personalmente de aleccionarme. Estuve de acuerdo con él en que con el carbón amontonándose en los depósitos y la recesión persistiendo, no había otra opción que la de acelerar el cierre de los pozos antieconómicos. Llevaba mucho tiempo lamentándome de que los Gobiernos anteriores hubieran invertido tanto en el carbón; si hubiéramos gastado más en energía nuclear, como hicieron los franceses, la electricidad nos saldría mucho más barata y, desde luego, el suministro estaría más asegurado.
Como en el caso de la British Steel Corporation y de la British Leyland, era la Administración la que tenía que poner en práctica el criterio acordado, y, sin poderlo evitar, el Gobierno se vio inmerso en una crisis no deseada e imprevista. Pronto la prensa apareció colmada de los planes de la NBC para cerrar cincuenta pozos, con predicción de amargos conflictos. El Sindicato Nacional de Mineros (NUM) se vio comprometido a oponerse a los cierres y aunque Joe Gormley, su presidente, era un moderado, la poderosa ala izquierda del sindicato estaba decidida a explotar la situación, y era bien sabido que Arthur Scargill, el líder de la extrema izquierda, quería suceder a Gormley en la presidencia del sindicato en un futuro inmediato.
En una reunión con el NUM, el 11 de febrero, la NCB resistió las presiones que la instaban a publicar la lista de pozos que se proponía cerrar, y negó que fueran cincuenta. Sin embargo, la junta olvidó mencionar las excelentes propuestas que el Gobierno estaba analizando y, en cambio, se unió al NUM para pedirnos que redujéramos el nivel de importación de carbón, que mantuviéramos un alto nivel de inversiones públicas y subsidios, comparables a los que supuestamente otorgan a la industria del carbón otros Gobiernos. Lejos de actuar como se podía esperar de una Administración, la NCB se comportaba como si compartiera por entero los intereses del sindicato que representaba a sus empleados. Entonces la situación se deterioró aún más. Me consideré afortunada por tener una fuente de información independiente y fiable en mi secretario de prensa, Bernard Ingham, quien, antes de trabajar para mí en Downing Street, había pasado varios años en el Departamento de Energía y estaba convencido, desde un principio, de que éste era excesivamente complaciente con la amenaza planteada por una huelga.
El lunes 16 de febrero mantuve una reunión con David Howell y otros. Su tono había cambiado por completo. De pronto, el departamento se había visto forzado a asomarse al abismo y había retrocedido. El objetivo era ahora evitar una huelga nacional haciendo concesiones que nos costaran lo menos posible. David Howell tendría que aceptar una reunión tripartita con el NUM y la NCB para poner punto final al problema. Incluso había cambiado el tono del presidente de la junta. Me quedé abrumada al comprender que sin darnos cuenta nos habíamos metido en una batalla que no podíamos ganar. En el Departamento de Energía no se había hecho ningún adelanto en la reflexión sobre lo que podía ocurrir en caso de huelga. Las montañas de carbón apiladas junto a la boca de los pozos no proporcionaban en absoluto la más mínima noción sobre si el país podría o no soportar una huelga; lo que importaba era el carbón almacenado en las plantas energéticas y éste, sencillamente, no era bastante. Mi confianza en los dirigentes de la NCB había bajado mucho. Estaba muy claro que lo único que podíamos hacer era reducir las pérdidas al mínimo y sobrevivir para seguir peleando, una vez estuviéramos en condiciones de ganar, habiéndonos preparado como es debido. Cuando mi actitud quedó clara, hubo un funcionario que no pudo contenerse y expresó su sorpresa y frustración. Mi respuesta fue simple: no tiene sentido comenzar una batalla a menos que se tenga una confianza razonable en que habrá de ganarse. Perder la batalla del carbón hubiera resultado desastroso.
La reunión tripartita debía producirse el 23 de febrero. Mientras tanto, esperábamos que la NCB pudiera defender su caso con mayor eficacia, evitando que lo siguiera llevando sólo el NUM. En realidad se nos previno de que, a menos que lleváramos a cabo la reunión tripartita antes de lo previsto, los dirigentes del NUM podían decidir que se votara la huelga. En la mañana del 18 de febrero, nos reunimos David Howell y yo, a toda prisa, para ver qué concesiones tendríamos que ofrecer para evitar la huelga. Seguía habiendo una considerable confusión sobre la realidad de los hechos. Primero se informaba que la NCB quería cerrar cincuenta o sesenta pozos, y ahora se hablaba de veintitrés. Pero la reunión tripartita logró su objetivo inmediato: la huelga pudo evitarse. El Gobierno se abocó a la tarea de reducir las importaciones de carbón al mínimo posible y David Howell señaló que estábamos dispuestos a discutir las derivaciones financieras con amplitud de criterio. Sir Derek Ezra dijo que, a la luz de esta revisión de los escollos financieros que tenía la NCB para operar, la dirección retiraría su propuesta de cierres y volvería a analizar el tema junto con los sindicatos.
Al día siguiente David Howell, en una alocución a la Cámara de los Comunes, explicó los resultados de la reunión. La prensa reaccionó diciendo que los mineros habían logrado una importante victoria a expensas del Gobierno, aunque probablemente éste hubiera hecho bien en ceder. Pero no acabarían aquí nuestras dificultades. Llegamos al acuerdo de mejorar las condiciones en que se amortizarían los puestos de trabajo en el sector minero, financiar un plan para reconvertir ciertas industrias, pasándolas del petróleo al carbón, y revisar de nuevo las cuentas de la NCB. Como siempre sucede cuando el corporativismo toma ímpetu, se hizo extremadamente difícil llevar a su término la conferencia tripartita sin provocar una crisis, e igualmente difícil evitar que todo el asunto de la financiación gubernamental de la NCB se colara de rondón en el orden del día. Ya en la reunión tripartita del 25 de febrero había surgido que la situación financiera de la NCB estaba bastante más deteriorada de lo que sospechábamos. Era muy posible que ya hubieran superado en unos 450 ó 500 millones de libras sus límites de financiación externa (EFL) —fijados en la enorme suma de 800 millones de libras esterlinas—, y el déficit previsto era de unos 350 millones de libras esterlinas. Habría que contrastar estas cifras y analizarlas en detalle, pero no podríamos hacerlo —cosa que la NCB ya sabía— cuando el NUM estaba casi tan bien informado como nosotros sobre la situación financiera de la NCB. Sin embargo, debíamos lograr establecer un cerco de hierro en torno a la industria del carbón con el argumento de que el del carbón era un caso especial más que un precedente. Teníamos que tratar de evitar cualquier compromiso para después de 1981-1982. Y, sobre todo, teníamos que prepararnos para la contingencia de que el NUM planeara una confrontación para la próxima ronda de negociaciones salariales. Confirmamos estas decisiones en el Consejo de Ministros de 5 de marzo. David Howell llevó con gran pericia la siguiente reunión tripartita del 11 de marzo, dando por sentado que no haría falta otra reunión tripartita hasta que se resolviera la situación financiera de la NCB. Mientras, se le había pedido a Howell que redactara un memorando solución a posibles conflictos y que lo pusiera en circulación para Pascua.
Tras haber sacado al Gobierno de una posición insoportable —a un enorme coste político, lo sabía— concentré mi atención en limitar las consecuencias financieras de nuestra marcha atrás y preparar el terreno para no caer nunca más en una situación tan incómoda. David Howell quedó impresionado por lo sucedido. Temía que los acontecimientos de enero se repitieran. Hubo muchas discusiones entre él y Hacienda sobre los nuevos límites de financiación externa para la NCB y el nivel de inversión que debíamos financiar. Tuvimos que aceptar unos límites de financiación externa muy por encima de los mil millones de libras esterlinas. De la misma manera, la amenaza de huelga ponía limitaciones a lo que podíamos hacer para mejorar nuestra capacidad de resistencia ante una huelga futura. Estaba claro que había que aumentar el stock de carbón en las centrales de energía, pero resultaba muy difícil hacerlo sin que nuestros movimientos trascendieran al público y, por añadidura, cuanta más prisa nos diéramos más se notaría. Jim Prior aconsejó que ni siquiera mencionáramos el tema a las industrias implicadas, alegando que, de hacerlo, sería una provocación. El Departamento de Energía se tomó con mucha calma la puesta en práctica de la decisión de que cuatro o cinco millones de toneladas estuviesen trasladadas para cuando empezaran las negociaciones salariales con el NUM, el próximo otoño. Se nos había comunicado que la Junta Central de Energía Eléctrica (Central Electricity Generating Board, CEGB) probablemente tendría que comprar más terrenos si los stocks habían de ser mucho más grandes. El 19 de junio mantuve una reunión para ver en qué punto nos encontrábamos. Me parecía que el riesgo implícito en el desplazamiento de los stocks de carbón había sido exagerado. A fin de cuentas, los stocks de los pozos habían pasado de trece a veintidós millones de toneladas en los doce últimos meses, y era natural que se produjeran movimientos fuera de lo corriente.
Pero lo que realmente me preocupaba era si, incluso en el caso de que pudiéramos aumentar sustancialmente el ritmo de traslado de carbón a las centrales eléctricas, ese invierno podríamos resistir una huelga. Después de la conferencia del NUM de Jersey, en julio, resultó evidente que el sindicato había quedado obsesionado con la idea de ganarle la partida al Gobierno y que Arthur Scargill, ya con la presidencia del sindicato garantizada, haría de ello su política. Willie Whitelaw, que como ministro del Interior tenía a su cargo la previsión de incidencias civiles, había dirigido la preparación de un estudio sobre cómo resistir una huelga del carbón si ésta llegaba a producirse el siguiente invierno. El 22 de julio me envió un informe con la conclusión de que ese invierno probablemente la huelga no podría resistirse más de trece o catorce semanas. Ese cálculo tomaba en cuenta los traslados de stocks de carbón que ya teníamos en marcha. En teoría, podría aumentar el tiempo de resistencia si se hacían cortes de energía eléctrica o usábamos al ejército para desplazar el carbón a las centrales eléctricas. Pero ambas opciones estaban plagadas de dificultades. Habría enormes presiones políticas para que cediéramos en caso de huelga. El sindicato podía darse cuenta de lo que se estaba fraguando si nos dedicábamos a aumentar las reservas de gasoil para las centrales eléctricas. En agosto, no sin cierta resistencia, llegué a la conclusión de que nada podía hacerse en tal sentido mientras no se hubiera cerrado el pacto anual de salarios con el NUM. Tendríamos que confiar en una prudente mezcla de flexibilidad y de faroles hasta que el Gobierno estuviera en posición de desbaratar ese desafío no ya sólo a la economía, sino incluso, potencialmente, al orden establecido legalmente, que se nos planteaba por la acción conjunta del monopolio y de la fuerza sindical en el sector del carbón.
LOS DISTURBIOS CALLEJEROS DE 1981
Durante el fin de semana del 10 al 12 de abril estallaron disturbios en Brixton, al sur de Londres. En esos días, se saquearon tiendas, se destruyeron vehículos y 149 policías y 58 civiles resultaron heridos. Hubo 215 detenidos y se registraron escenas aterradoras, que recordaban los disturbios de Estados Unidos en los años sesenta y setenta. Acepté la sugerencia de Willie Whitelaw de que lord Scarman, el distinguido legislador, iniciara una indagación sobre las causas de lo sucedido e hiciera las recomendaciones pertinentes.
A esto siguió la calma. Después, el 3 de julio, estalló una batalla entre blancos cabezas rapadas y jóvenes asiáticos que degeneró en un disturbio en el que las principales víctimas fueron los policías atacados con cócteles molotov, ladrillos y todo lo que hubiera a mano. La turba incluso se volvió contra los bomberos y las ambulancias. Ese fin de semana, el escenario de la violencia fue Toxteth, en Liverpool, con incendios, saqueos y brutales agresiones a la policía. Las fuerzas de orden público de Merseyside reaccionaron muy decididamente y dispersaron a la muchedumbre con gases lacrimógenos.
Los días 8 y 9 de julio le tocó a Moss Side, en Manchester, sufrir cuarenta y ocho horas de graves desórdenes. En un principio la presencia policial se mantuvo intencionadamente escasa, con la esperanza de que las autoridades de la comunidad pudieran imponer la calma. Pero, una vez fracasado el intento, la policía tuvo que desplazarse masivamente a la zona. Willie Whitelaw me dijo, después de haber visitado Manchester y Liverpool, que los disturbios del Moss Side habían seguido pautas de saqueo y vandalismo más que de confrontación directa con la policía. En Liverpool, me enteré después, la tensión racista y la enconada hostilidad hacia la policía habían llegado a extremos muy graves debido a la acción de la extrema izquierda.
Los disturbios eran un regalo de los dioses para la oposición laborista y para los adversarios del Gobierno en general. Aquí estaba la tan deseada prueba de que nuestra política económica estaba causando destrucción y violencia. De repente me encontré en la Cámara de los Comunes y otros lugares respondiendo al argumento de que los disturbios eran fruto del desempleo. Solapadamente, algunos conservadores se hacían eco de estas críticas, quejándose de que la estructura de la sociedad se estuviera viniendo abajo por culpa del monetarismo doctrinal que habíamos abrazado. Esto último pasaba por alto el hecho de que los altercados, el vandalismo de los hooligans futbolísticos y la delincuencia en general iban en aumento desde los años sesenta, casi siempre con la misma política económica que nuestros detractores nos empujaban a adoptar. La tercera explicación, que se trataba de una reacción de las minorías étnicas contra la brutalidad policial y la discriminación racial, nos la tomamos más en serio. De hecho, fue esa la razón de que invitáramos a lord Scarman a investigar las causas e informar al respecto, inmediatamente después de los disturbios de abril en Brixton. Después de ese informe establecimos un marco reglamentario para las consultas entre la policía y las autoridades locales, hicimos más rigurosas las normas para la detención y el registro de los sospechosos, e introdujimos otras medidas relativas al reclutamiento, la formación y la disciplina del cuerpo de policía.
Pero, fueran lo que fueran las recomendaciones de lord Scarman —y fuera lo que fuera lo que Michael Heseltine pudiera conseguir más tarde, mediante la adecuada utilización de las relaciones públicas, una vez se hubiera puesto en marcha su investigación sobre los problemas de Merseyside— había que proceder de inmediato al restablecimiento de la ley y el orden. El sábado 11 de julio le dije a Willie que tenía intención de presentarme en Scotland Yard para que me mostraran su manejo de la situación sobre el terreno.
En Scotland Yard primero me presentaron un informe y luego me llevaron a dar una vuelta por Brixton. En la comisaría de Brixton fui a la cantina para agradecer a los números que allí había todo lo que estaban haciendo, igual que antes había expresado mi agradecimiento a los oficiales. También estuve charlando con unas señoras de las Indias Occidentales que atendían la cantina. Habían estado acudiendo sin falta al trabajo en plenos disturbios, para que la policía nunca tuviera que echar en falta los imprescindibles servicios de avituallamiento, a cualquier hora del día o de la noche. Evidentemente, estaban tan molestas como yo con los causantes del problema.
Más tarde volví a Scotland Yard, donde mantuve una larga charla con el comisionado de la policía metropolitana, sir David McNee, con su lugarteniente y con su ayudante. Estaban bastante preocupados: me expresaron su deseo que a los delincuentes se les juzgara y se les dictara sentencia rápidamente, puesto que muchas veces el fallo se demoraba tanto que la condena terminaba por quedar sin aplicación; no les satisfacían las limitaciones a su facultades de arresto; y, sobre todo y con suma urgencia, necesitaban un adecuado equipo antidisturbios. Les prometí todo mi apoyo. Causaba mucha impresión ver el tipo de equipamiento que necesitaba ahora la policía británica: más escudos antidisturbios, de diferentes modelos, más vehículos, porras largas, provisión suficiente de bolas de goma y cañones de agua. Ya habían recibido los imprescindibles cascos de protección, pero hubo que modificarlos, porque las viseras no proporcionaban protección suficiente contra el petróleo ardiendo. Más tarde le señalé a Willie la extremada urgencia de estos pedidos.
El lunes 13 de julio hice una visita similar a Liverpool. Pasando en coche por Toxteth, escenario de los disturbios, observé que a pesar de todo lo que se hablaba de miseria, las casas de la zona no eran ni con mucho las peores de la ciudad. Me habían dicho que algunos de los jóvenes involucrados habían llegado a la violencia por problemas de aburrimiento y por falta de ocupación. Pero no había más que observar esas casas con el césped sin cortar, que llegaba en algunos casos a la altura del pecho, y la basura acumulada, para darse cuenta que ese análisis era falso. Si querían, tenían muchas cosas constructivas en qué ocuparse. En cambio, me pregunté cómo podía vivir la gente en esas circunstancias sin siquiera tratar de limpiar y mejorar su ambiente. Lo que evidentemente faltaba era cierto orgullo y responsabilidad personal, algo que al Estado le resulta fácil quitar, pero casi nunca acierta a devolver.
Con los primeros que hablé en Liverpool fue con los policías, cuyos comentarios y solicitudes de equipamiento fueron similares a los de la policía de Londres. También me entrevisté con concejales del Ayuntamiento de Liverpool y luego hablé con un grupo de líderes de la comunidad y de jóvenes. Me dejó abrumada la hostilidad de los jóvenes hacia el jefe de policía y sus agentes. Pero escuché con atención todo lo que me decían. Había dos personas con ellos que parecían trabajadores sociales y que empezaron tratando de hablar en su nombre. Pero estos jóvenes no necesitaban que nadie hablara por ellos: se expresaban bien y expresaban sus problemas con gran sinceridad. La prensa quedó bastante confundida cuando, al contrario de lo que esperaban, los jóvenes les dijeron que yo había escuchado atentamente. Pero hice algo más que escuchar: yo también tenía algo que decir. Les recordé que sobre Liverpool se habían derramado los recursos. Les comuniqué que me preocupaba mucho lo que me habían dicho acerca de la policía y que no me importaba nada el color de la piel que cada uno tuviera, pero sí la criminalidad. Los insté a no recurrir a la violencia y a no tratar de vivir en comunidades aisladas. Antes de volver a Londres, también hablé con el arzobispo católico y el obispo anglicano de Liverpool, que se habían atraído ambos la atención nacional por su admirable defensa de la ciudad.
La visita despejó todas las dudas que pudiera tener al respecto: estábamos ante problemas inmensos en áreas como Toxteth y Brixton. Esa gente tenía que recuperar su respeto a la ley, a los vecinos y a sí mismos. Pese a que habíamos puesto en práctica la mayor parte de las recomendaciones de Scarman, y a las iniciativas que tomaríamos en las ciudades del interior, ninguno de los remedios convencionales dependientes de la acción estatal y el gasto público sería efectivo. Las causas eran mucho más profundas; también deberían serlo los remedios.
Los causantes de los disturbios eran invariablemente jóvenes con un fuerte instinto animal reprimido por los frenos sociales, y que en esas ocasiones hallaban oportunidad de desbocarse. ¿Qué se había hecho de las represiones? La mayor barrera de contención proviene de la noción de vivir en comunidad, incluyendo la atenta vigilancia de los vecinos. Pero esta noción de vivir en común ha ido desapareciendo de la mayoría de los barrios ciudadanos, por toda una variedad de razones. Estas zonas urbanas suelen ser creación artificial de las autoridades locales, desarraigando a la gente de sus auténticas comunidades y decantándola a barrios mal proyectados y peor mantenidos, donde nadie conoce a sus vecinos. En algunos de estos nuevos barrios había, debido a la fuerte inmigración, una gran mezcla étnica; en el estallido de algunas de las tensiones que pueden explotar en determinadas circunstancias, incluso las familias emigrantes con un fuerte sentido de los valores morales pueden encontrarse con que sus hijos pierden dichos valores, por culpa del entorno. La ayuda social, en concreto, fomentaba la dependencia y relajaba el sentido de la responsabilidad de cada cual, mientras la televisión socavaba los valores morales que antaño servían de vínculo entre las comunidades de la clase trabajadora. El resultado era un constante aumento de la criminalidad (entre los hombres jóvenes) y de las madres solteras (entre las mujeres jóvenes).
Para que esta situación degenerara en una cadena de disturbios a gran escala, lo único que hacía falta era que la autoridad entrara en decadencia y que los alborotadores llegaran al convencimiento de que podían actuar a su gusto sin salir malparados. El sentido de autoridad, en todas sus manifestaciones —en el hogar, en el colegio, en la Iglesia y en el Estado— ha ido deteriorándose año a año desde que terminó la Segunda Guerra Mundial. De ahí el aumento del vandalismo en el fútbol, los disturbios raciales y la delincuencia. Hubo uno o dos casos en los que la inquietud e indecisión de las fuerzas del orden —como, por ejemplo, el hecho de apartar a los agentes de los disturbios mientras llegaban refuerzos— alentó a los agitadores y supuso una merma en la confianza que los buenos ciudadanos tenían depositada en la autoridad. Lo que probablemente transformó los disturbios de 1981 prácticamente en una saturnal fue que la televisión transmitió la sensación de que los alborotadores podían disfrutar de su fiesta de delincuencia, saqueo y alteración del orden sin que nadie los molestara, disfrazándolo todo de protesta social. Estaban absueltos de antemano. Éste es el tipo de situaciones que los jóvenes aprovechan sistemáticamente para alborotar, y la cosa no tiene nada que ver con el dinero en circulación.
Todo ello no obstante, tan pronto como resolviéramos el problema de la economía británica podríamos concentrar nuestra atención en estos otros problemas, más profundos y más recalcitrantes. Así lo hice durante mi segundo y mi tercer mandato, con todo un conjunto de medidas políticas sobre vivienda, educación, autoridades locales y seguridad social, que mis asesores se empeñaron en llamar —a pesar mío— «thatcherismo social». Pero nuestro impacto en estas cuestiones estaba todavía en los primeros pasos cuando dejé mi cargo de primera ministra.
DESAVENENCIAS INTERNAS EN EL GABINETE. EL REAJUSTE DE 1981
Fue, sin embargo, el presupuesto de 1981 lo que mantuvo al Gabinete en estado de agitación durante todo el verano. Algunos ministros eran ya veteranos en la desavenencia. Otros con cuyo apoyo había podido contar en el pasado empezaban ahora a distanciarse. Lo curioso era que la oposición a mi política alcanzaba su apogeo precisamente cuando la recesión empezaba a tocar fondo. En 1980, los disidentes del Gabinete se negaron a aceptar la auténtica gravedad de la situación económica y, en consecuencia, se empeñaron en sostener el nivel de gasto estatal por encima de nuestras posibilidades; ahora, en 1981, cometían el error opuesto, pintando con tintes exageradamente dramáticos el panorama económico y solicitando un aumento del gasto público todavía mayor para sacar a flote la economía. No puede dejar de resultar sospechosa una solución así, que siempre vale, sea cual sea el problema.
Uno de los mitos perpetuados por los medios de la época era el de que los responsables de Hacienda y yo teníamos la obsesión de mantener en secreto nuestra política económica, tratando siempre de evitar que se debatiera en el seno del Gabinete. Lo cual no resultaba del todo absurdo, si teníamos en cuenta las filtraciones que habíamos padecido antes; pero lo cierto es que jamás incurrimos en semejante actitud. Geoffrey Howe siempre estaba deseando que cada año se celebraran tres o cuatro reuniones del Gabinete sobre tema económico, en la creencia de que así obtendríamos un mejor apoyo de nuestra línea política. Yo no tenía claro que este tipo de coloquios pudiera contribuir a la conjunción de pareceres, pero no tuve inconveniente en aceptar las sugerencias de Geoffrey mientras de ellas se derivaran resultados prácticos, sobre todo si se lograba un planteamiento más realista del gasto público.
A mediados de junio hubo en el Gabinete una reunión sobre temas de economía general que se prolongó durante dos horas y que estuvo basada en diversos documentos del Ministerio de Hacienda. El informe principal era un análisis exhaustivo de la más reciente evolución de la economía y de sus perspectivas. Allí se nos mostraba que la hacienda pública estaba ya asentada sobre una base más sólida: habíamos recortado la deuda interior y devuelto parte de la deuda internacional. Nuestro tipo de interés estaba situado en el 12 por ciento, netamente por debajo de los practicados en Estados Unidos y en Francia, y más bajos que en los demás países industrializados. La producción industrial había dejado de caer, aunque el paro —que siempre se queda atrás, en cuanto indicador económico— seguía en aumento. La carga fiscal seguía siendo alta, pero al menos estábamos financiando el gasto de una forma razonable, y el buen dinero era importantísimo para lograr una recuperación sostenida.
Había ministros, sin embargo, que apenas sí veían nada positivo en este cuadro. Según ellos, tres millones de parados —la cifra ahora prevista— eran políticamente inaceptables, y el Estado tendría que gastar más para acelerar y fortalecer la recuperación económica. Mi análisis personal era diametralmente opuesto: la manera de llevar a cabo la recuperación era asegurar que una menor proporción de la renta nacional fuera al Gobierno, liberando más recursos para el sector privado en el que trabajaba la mayor parte de los ciudadanos
Todos estos desacuerdos salieron a luz en la reunión de Gabinete del jueves 23 de julio. Tuve más de un barrunto de lo que se aproximaba. De hecho, ya por la mañana, antes de bajar a la sala de reuniones, comenté con Denis que no habíamos llegado hasta donde habíamos llegado para dar marcha atrás ahora. No seguiría en el cargo si no veía que podíamos llevar adelante nuestra estrategia. Los ministros dispendiosos habían presentado solicitudes para gastos extraordinarios de más de 6.500 millones de libras, de los cuales 2.500 millones irían a parar a las industrias nacionalizadas. Pero, en vista de los excesos del gasto público en el pasado, y teniendo en cuenta que ya se había acudido al expediente de elevar los impuestos, Hacienda nos instaba a reducir el gasto público para 1982-1983 por debajo de los totales resultantes del libro blanco de marzo. El resultado fue una de las discusiones más acerbas que jamás se produjeron en el Gabinete durante mi mandato. Ni que decir tiene que los wets defendieron su caso con renovado vigor, fortalecidos por la falta de pruebas de que nuestra política hubiese solucionado algo. Había entre ellos quienes preconizaban el aumento del gasto público y de la deuda, considerándolo mejor método para lograr la recuperación que el recorte de los impuestos. Se habló de congelación salarial. Incluso aquellos que, como John Nott, eran conocidos por su sentido común en asuntos financieros, atacaron las propuestas de Geoffrey Howe por considerarlas innecesariamente duras. Toda nuestra estrategia se quedaba en el aire. Fue como si los ánimos se hubieran desatado de pronto. Yo también me enojé mucho. Había pensado que podíamos confiar en estas personas cuando llegaran los agobios. Sencillamente dicho, no podía pararme a considerar esa especie de contabilidad creativa que permitía a quienes son monetaristas sólo cuando las cosas van bien justificar un viraje de 180 grados. Otros, sin embargo, se mantuvieron tan leales como siempre, especialmente Willie, Keith y, por supuesto, el propio Geoffrey, que durante todo el tiempo me fue de gran ayuda. Y de hecho fue esa lealtad la que nos salvó.
Dije al principio de mi Gobierno: «dadme seis hombres fuertes y leales y lograré salir adelante». Rara vez llegué a tener tantos como seis. Por eso defendía vigorosamente al ministro de Hacienda. Estaba dispuesta a aceptar un informe más sobre la controversia entre gasto público y disminución de impuestos. Pero advertí a todos del efecto en la confianza internacional que podía tener un aumento del gasto público o, para el caso, cualquier alejamiento de la MTFS (estrategia financiera a medio plazo). Tenía la firme resolución de seguir adelante con nuestra estrategia. Pero di por terminada la reunión sabiendo muy bien que había demasiados miembros del Gabinete que no compartían mi punto de vista. Además, después de las cosas que se habían dicho, era difícil imaginar que ese grupo de ministros pudiera volver a trabajar en equipo.
Gran parte de esta amarga desavenencia llegó de algún modo a las páginas de los periódicos, y no sólo en forma de referencias a lo dicho en el Gabinete, tomadas de fuentes ministeriales que no podían mencionarse, sino también en forma de declaraciones públicas y discursos apenas disfrazados. Hubo un comentario especialmente molesto por parte de Francis Pym y Peter Thorneycroft, responsables ambos de la presentación al público de nuestra línea política. A sugerencia de Francis, yo había autorizado el restablecimiento del «Comité de Enlace» entre los ministros y la sede del partido, para atender a la permanente coherencia de nuestro mensaje. En agosto quedó muy claro que el mencionado comité se estaba utilizando para minar nuestra estrategia.
Geoffrey Howe había dicho en la Cámara de los Comunes que las últimas tendencias observables en las encuestas industriales de la CBI señalaban claramente que estábamos entrando en el fin de la recesión. La observación podía resultar imprudente, pero era cierta. Durante el fin de semana siguiente, Francis Pym, en un largo discurso, observó: «Todavía son pocas las señales que indiquen una recuperación. Y ésta, cuando llegue, a su debido tiempo, será lenta y menos pronunciada que otras veces». Semejante vaticinio habría constituido una osadía incluso en boca de un economista. Procediendo de Francis, la cosa raya en lo visionario. Por si acaso, también dijo que «dentro de nuestra política industrial, debemos trabajar en asociación con la industria y con los sindicatos, para localizar los sectores clave de la economía y los más prometedores mercados de exportación» —precisamente el tipo de conjuro neocorporativista que implicaba un rechazo total de nuestra estrategia económica—. Incluso Peter Thorneycroft, que fue un magnífico presidente del partido cuando estábamos en la oposición, se unió al coro de los wets, diciendo de sí mismo que se sentía «cada vez más mojado», y añadiendo que «no había señales visibles de recuperación económica». Dado que uno y otro comentario provenía de los dos hombres responsables de presentar al público la política del Gobierno, resultaban extremadamente peligrosos, y era muy fácil que se los considerara (inevitable metáfora) «la punta del iceberg».
La reforma de los sindicatos era otro tema de desacuerdo en el Gabinete. Habíamos publicado un libro verde sobre las inmunidades de los sindicatos, y esperábamos los correspondientes comentarios al respecto para finales de junio de 1981. Cuando llegaron, vimos que recogían el deseo de industriales y comerciantes de que aplicáramos una acción más radical, poniendo a los sindicatos totalmente bajo el imperio de la ley. Pero Jim Prior y yo no estábamos de acuerdo en las disposiciones a tomar. Yo quería que se restringieran más las inmunidades de los sindicatos, para que las actuaciones judiciales pudieran tener acceso a sus tesorerías. Con la propuesta de Jim no se habría alcanzado tal objetivo. De hecho, su análisis era fundamentalmente distinto del mío. Según la lectura que él hacía, la historia demostraba que los sindicatos podían saltarse cualquier legislación, si así se lo proponían. Pero yo creía que la historia no demostraba nada por el estilo, sino que en el pasado los Gobiernos le fallaron al país por falta de empeño, retirándose cuando la partida estaba prácticamente ganada. También estaba convencida de que en el asunto de la reforma sindical había en reserva mucho apoyo público con el que podríamos contar. Además, como le dije a Jim, me parecería verdaderamente peligroso que la gente llegara a considerar muy poco lo que habíamos hecho por limitar el poder de los sindicatos.
Las diferencias entre los ministros del Gabinete en cuanto a la estrategia económica —y entre Jim Prior y yo respecto de la reforma de los sindicatos— no era de simple énfasis, sino de fondo. Si las metas que propuse desde la oposición habían de lograrse, tendría que ser un nuevo Gabinete quien las reafirmase y peleara por ellas. Se me hizo evidente, por tanto, lo imprescindible de proceder a un reajuste ministerial si queríamos seguir adelante con nuestra política económica, por no decir que de ello dependía que yo siguiera siendo primera ministra.
Me inclinaba por proceder al reajuste durante la pausa parlamentaria, para que los ministros pudieran aterrizar en sus respectivos departamentos antes de que la Cámara los pusiera en entredicho. Pero también me parecía que, dado que las cosas suelen ponerse bastante difíciles a finales de julio, era mejor para todos nosotros que dejáramos pasar las vacaciones antes de tomar ninguna decisión. De modo que hasta finales de septiembre no empecé a discutir los detalles con mis asesores más próximos. Willie Whitelaw, Michael Jopling (el chief whip) y Ian Gow acudieron a Chequers el fin de semana del 12 al 13 de septiembre. Durante una parte de ese tiempo también se nos unieron Peter Carrington y Cecil Parkinson. El reajuste propiamente dicho se produjo el lunes.
Siempre recibía primero a quienes iba a pedir que salieran del Gabinete. Comencé con Ian Gilmour y le comuniqué mi decisión. Estuvo, no encuentro otra palabra para describirlo, impertinente. Nada más salir de Downing Street denunció ante las cámaras de televisión que la política del Gobierno navegaba «a toda velocidad hacia los escollos», haciendo una magnífica imitación de una persona que acaba de dimitir por cuestión de principios. También Christopher Soames se enfadó mucho, aunque de modo más altanero. Tuve la neta impresión de que para él se había alterado el orden de las cosas, y que lo estaba despidiendo su ama de llaves. Mark Carlisle, que no había sido muy buen ministro de Educación y que se inclinaba hacia la izquierda, también hubo de abandonar el ministerio, pero lo hizo con cortesía y buen humor. Para Jim Prior, fue un verdadero choque que lo retirara del Departamento de Empleo, donde se consideraba punto menos que indispensable. Había hecho innumerables manifestaciones a la prensa declarando que no aceptaría ningún otro cargo gubernamental si se le pedía que dejara su cargo actual. Yo quería su puesto para dárselo al formidable Norman Tebbit, y Jim no me iba a intimidar por mucho que se amenazase a sí mismo. De modo que le achanté el farol y le ofrecí la secretaría de Irlanda del Norte. Me pidió un tiempo para pensarlo y, tras un poco de angustia y unas cuantas llamadas telefónicas, aceptó el ofrecimiento y pasó a ser secretario de Estado para Irlanda del Norte, en lugar del complaciente Humphrey Atkins, quien, a su vez, reemplazó a Ian Gilmour como principal encargado de Asuntos Exteriores en la Cámara de los Comunes.
Pasé a David Howell de Energía a Transporte. Me produjo un enorme placer que su sitio en el Gabinete lo ocupara un hombre de tan inmensa capacidad como Nigel Lawson, autor intelectual de la MTFS (estrategia financiera a medio plazo). Nigel resultó ser un excelente secretario de Estado de Energía, fomentando activamente la competencia, ejerciendo un verdadero control de su departamento y preparando los stocks de carbón para el inevitable conflicto con los mineros.
Keith Joseph me había comunicado su deseo de dejar la cartera de Industria. Como estaba convencido de la existencia de una cultura antiempresarial que había hecho mucho y muy prolongado daño a la economía británica, era muy lógico que ahora Keith quisiera ir a Educación, que era donde había echado más raíces esa cultura. Por lo tanto envié a Keith a mi antiguo ministerio, en sustitución de Mark Carlisle. Norman Fowler volvió a Salud y Seguridad Social, la misma cartera que había tenido en la oposición, sustituyendo a Patrick Jenkin, que se hizo cargo de la de Industria, de donde salía Keith. Janet Young, amiga de muchos años y cuya primera actuación en política fue como líder del Concejo de la Ciudad de Oxford, se hizo cargo de la jefatura del partido en la Cámara de los Lores: era la primera mujer que accedía a dicho puesto, ocupando el lugar de Christopher Soames en la dirección del cuerpo funcionarial.
El cambio más importante tal vez fuera el ascenso de Norman Tebbit, que sustituía a Jim Prior en Trabajo. Norman tenía experiencia previa en las relaciones industriales, como sindicalista que era. Había sido dirigente de la Asociación Británica de Pilotos de Líneas Aéreas (British Airline Pilots Association) y no le quedaban ilusiones sobre el corrompido mundo del sindicalismo de ultraizquierda, ni, por contraste, duda alguna sobre la honradez básica de casi todos los miembros del sindicato. Como buen convencido del planteamiento que Keith Joseph y yo propugnábamos, Norman supo captar el modo en que la reforma sindical encajaba en nuestra estrategia general. Norman fue también uno de los hombres más eficaces del partido en el Parlamento y en las tribunas públicas. El hecho de que la izquierda evidenciara su descontento confirmaba que era el hombre adecuado para ese puesto. Lo temían.
Ya había acordado con Peter Thorneycroft su abandono de la presidencia del partido. No había quedado muy conforme con algunas de las actuaciones de Peter durante los últimos meses. Pero nunca iba a olvidar lo mucho que hizo para ayudarnos a ganar las elecciones de 1979. Era un líder político de la vieja escuela —lleno de fuerza y con una gran personalidad— y seguimos siendo amigos. Para sucederle nombré a Cecil Parkinson, dinámico, lleno de sentido común, buen gestor de cuentas, excelente comunicador y —no menos importante— perteneciente a mi ala del partido.
Como resultado de este reajuste quedó totalmente modificada la naturaleza del Gabinete. Tras su primera reunión, les comenté a David Wolfson y a John Hoskyns lo diferente que resultaba tener a la mayoría de ellos de mi parte. No quería ello decir que siempre fuéramos a estar de acuerdo o que no se producirían las habituales discusiones sobre el gasto público. Siempre existirían las desavenencias, y Jim Prior, a petición propia, siguió adscrito al comité «E», comité económico del Gabinete. Pero aún tenían que pasar unos años antes de que surgiera un tema que me aislara en lo fundamental de la mayoría de mi Gabinete y para entonces la recuperación económica del Reino Unido, objeto de tanta controversia a lo largo de 1981, ya se tomaba, quizá con demasiada facilidad, por un hecho consumado.
El día siguiente del reajuste, The Times publicó en primera página un comentario titulado Prima inter pares, resumiendo así la reacción ante los cambios:
[…] la impresión final […] que nos deja este reajuste es la indeleble estampa y el estilo de la propia primera ministra. La señora Thatcher ha confirmado tanto su dominio político como su fe en su propia política. Ha recompensado a quienes comparten su fe y castigado a quienes no la comparten. Si tiene éxito —y por éxito entendemos la recuperación de la economía británica y su victoria por el Partido Conservador en las próximas elecciones— será un notable triunfo personal. Si fracasa, será ella quien cargue con las culpas, pero el daño y las víctimas quedarán esparcidos por todo el panorama político y económico.
Me pareció aceptable.
LA CONFERENCIA DEL PARTIDO CONSERVADOR DE 1981
Los wets habían sido derrotados, pero aún no se habían dado cuenta, y tomaron la decisión de intentar un último asalto en la conferencia del Partido Conservador celebrada en Blackpool en octubre de 1981.
Las circunstancias en vísperas del congreso eran sombrías. La inflación, que había bajado sensiblemente desde 1980, seguía manteniéndose entre el 11 y el 12 por ciento. Debido en gran parte al déficit presupuestario de Estados Unidos, los tipos de interés habían aumentado en un 2 por ciento a mediados de septiembre, anulando transitoriamente la reducción que había hecho posible, a ese mismo coste, el presupuesto de marzo. Después, a poco de llegar yo a Melbourne para la Reunión de la Commonwealth del 30 de septiembre, recibí una llamada telefónica anunciándome que tendríamos que proceder a otro incremento del 2 por ciento, lo cual situaba los tipos de interés en el alarmante nivel del 16 por ciento.
Sobre todo, el paro seguía aumentando inexorablemente: en enero de 1982 alcanzaría la periodística cifra de tres millones de personas, pero ya en el otoño de 1981 se consideró casi inevitable que así fuera. Sin embargo la mayoría de la gente no veía claro que la recesión estuviera tocando fondo y que era aún demasiado pronto para que la nueva orientación del Gabinete —algo que a mí me constaba que sucedería, por el reajuste ministerial— hubiera empezado a tener repercusión en la opinión pública.
También por otras razones teníamos dificultades políticas. La debilidad del Partido Laborista, que en principio obraba a nuestro favor, dio lugar a que el recién constituido SDP (Partido Social Demócrata) se lanzara a la arena política. En octubre, los liberales y el SDP estaban en el 40 por ciento en las encuestas de opinión; a finales del mismo año superaban el 50 por ciento. (En las elecciones parciales de Crosby, en la última semana de noviembre, Shirley Williams consiguió superar una mayoría conservadora de 19.000 votos para volver a la Cámara de los Comunes). En vísperas de la conferencia de nuestro partido, la prensa me consideraba «el primer ministro más impopular desde que se inventaron las encuestas».
Por supuesto que las estadísticas eran engañosas a este respecto. Los tipos de interés habrían sido todavía más altos si nosotros no hubiéramos actuado como lo hicimos en el presupuesto. Dentro de pocas semanas podríamos comenzar de nuevo a bajar los tipos. Y los factores demográficos eran tan importantes como la recesión para explicar el aumento del paro. Los bajos índices de natalidad del período correspondiente a la Primera Guerra Mundial trajeron consigo que la cantidad de personas que accedió a la jubilación a principios de los ochenta fuera menor que a principios de los setenta. Al mismo tiempo, el número de jóvenes que hacían su entrada en el mercado laboral alcanzó cifras récord como resultado de la explosión de natalidad de los años sesenta. Entre 1979 y 1981, la economía habría tenido que generar 83.000 nuevos puestos de trabajo al año nada más que para evitar el crecimiento del paro.
Pero no se veían así las cosas en aquel momento, y los wets decidieron sacar el máximo partido de nuestras aparentes dificultad en la conferencia de Blackpool. Y asistí a algo que parecía un concertado intento de lanzar al partido contra la política del Gobierno, tanto en el Palacio de Congresos como en los corrillos de fuera. En su discurso al Grupo Seldon, Nigel Lawson dio brillante réplica a nuestros detractores. Nigel les hizo ver que no les valdría refugiarse en las generalidades políticas:
No se puede ganar la guerra contra la inflación sin una política económica que tenga sentido. De nada vale engañarse a uno mismo con la idea de que la política siempre se lleva la última baza […] Lo que nos ofrecen [los detractores de nuestra estrategia] es poco más que sudor frío disfrazado de valor.
En el debate económico del Congreso, fue nada menos que Ted Heath quien inició el ataque, afirmando que había otras estrategias aplicables, pero que nos habíamos negado a adoptarlas. El debate fue correcto en las formas, muy versado en su contenido y apasionado en el sentimiento. Ambos lados expusieron análisis económicos muy serios, de alto nivel, en consonancia con lo que estaba en juego. El rechazo de nuestra postura habría animado a los wets a preparar un ataque para cuando el Parlamento reiniciara su actividad, con consecuencias impredecibles. El rechazo de nuestros oponentes —y eso fue lo que ocurrió— supondría el robustecimiento de nuestra autoridad moral. En la réplica a Ted Heath, Geoffrey Howe, que presentó nuestro caso en un discurso reposado, medido y convincente, recordó a Ted las palabras que él mismo había pronunciado en su introducción al manifiesto conservador de 1970:
Nada en el mundo hizo más daño al Reino Unido que los interminables tira y afloja a que hemos asistidos durante los últimos años. Una vez fijada la línea política, el primer ministro y sus colegas tienen que tener el coraje de llevarla adelante.
«Estoy de acuerdo con cada una de estas palabras», dijo Geoffrey. Su discurso convenció a algunos dubitativos y nos garantizó una cómoda victoria. No obstante, luego, durante mi discurso, comprendí que iba a ser necesario amartillar nuestro triunfo, enfrentándome directamente con los argumentos de Ted Heath y los demás:
El paro actual se debe en parte al fuerte incremento en el precio del petróleo. Ese hecho absorbió unos fondos que de otro modo habrían podido destinarse al aumento de las inversiones o a comprar las cosas que la industria británica produce. Pero eso no es todo. Una parte muy importante de nuestro actual desempleo se debe a las gigantescas subidas salariales del pasado, que no guardaban relación con el aumento de la producción; se debe a las prácticas restrictivas de los sindicatos, al exceso de contratación laboral, a las huelgas, a la gestión descuidada, a la creencia básica de que, ocurra lo que ocurra, siempre está ahí el Gobierno para sacar del apuro a la empresa. No hay política que pueda superar tamaños escollos.
Los wets siguieron seis meses más empecinados en su escepticismo; pero nuestra política ya había empezado a cosechar el éxito. Los primeros signos de recuperación del verano de 1981 se vieron confirmados por las estadísticas del trimestre siguiente, que señaló el comienzo de un largo período de crecimiento económico sostenido. A estas primeras señales de recuperación económica siguieron otras de recuperación política, reflejadas en una mejora de nuestra posición en las encuestas realizadas durante la primavera de 1982. Estábamos a punto de vernos metidos en la guerra de las Malvinas, pero ya habíamos ganado la segunda batalla de Gran Bretaña.