Nada bien, Jack
La reestructuración de la industria británica y la reforma sindical de 1979-1980
LOS PROBLEMAS INDUSTRIALES DE GRAN BRETAÑA
En los años posteriores a la guerra, la política británica se había centrado, básicamente, en el debate sobre el papel que debía desempeñar el Estado en el manejo de la economía. En 1979, e incluso tal vez antes, ya había desaparecido el optimismo sobre los efectos beneficiosos de la intervención oficial. Este cambio de actitud, por el que tanto abogué y trabajé, significaba que muchas personas que no habían apoyado hasta entonces al Gobierno conservador estaban preparados para concederle a nuestro enfoque, al menos, el beneficio de la duda. Pero yo sabía que esta justificada falta de fe en la sabiduría del Estado iba estrechamente unida a una creciente confianza en la capacidad creativa de la empresa privada.
La actitud de un gran número de personas se caracterizaba por una especie de cínico desdén, habitualmente disfrazado de humor negro, hacia la industria y los sindicatos. Todos nos divertimos mucho con la película Estoy muy bien, Jack; pero el problema no era cosa de risa.
Los productos británicos sólo podían ser atractivos si eran capaces de competir ventajosamente con los ofrecidos por otros países en calidad, confiabilidad y precio, o una combinación de las tres cosas, y a la hora de la verdad, los productos de la industria británica carecían, con demasiada frecuencia, de competitividad. Esto no se debía simplemente a que la fuerza de la libra esterlina dificultara las ventas en el extranjero, sino también a que nuestra reputación industrial se había deteriorado. Y, al fin y al cabo, la reputación es reflejo de la realidad. Lo que había que hacer era cambiar esa realidad, desde la base y para mejor.
Pese a las cosas que podían dar la impresión de ser los problemas más inmediatos y acuciantes (huelgas, competitividad de los precios y recesión internacional), la raíz del problema industrial británico era la baja productividad. El nivel de vida británico era inferior al de nuestros principales competidores y el número de empleos razonablemente seguros y bien pagados era más bajo, porque producíamos menos por persona que ellos. Unos veinticinco años antes, nuestra productividad era la más alta de Europa Occidental; en 1979 figuraba entre las más bajas. La consecuencia del exceso de personal provocado por las maniobras sindicales terminó en una fuerte desocupación. Y más allá de cierto punto (por cierto que más allá del punto al que habíamos llegado en 1979), el exceso de personal arruinaría los negocios, destruiría los empleos existentes y abortaría los que en otra situación hubieran podido prosperar. La capacidad obsoleta y los viejos trabajos tendrían que desaparecer para crear nuevas oportunidades. Pero la paradoja, que no estaban dispuestos a aceptar los sindicatos británicos ni los socialistas, era que un incremento de la productividad podía, inicialmente, requerir la reducción del número de empleos antes de crear la riqueza que generara otros nuevos. Una y otra vez se nos preguntaba, cuando cerraban plantas y empresas, «¿de dónde saldrán los nuevos trabajos?». A medida que pasaban los meses podíamos señalar el aumento del autoempleo y el éxito industrial en el sector aeroespacial, en el químico y en el petrolero del Mar del Norte. Incluso podíamos referirnos a una inversión extranjera en los de, por ejemplo, electrónica y automóviles. Pero la realidad es que en una economía de mercado el Gobierno no sabe (y no puede saber) de dónde saldrán los puestos de trabajo: si lo supiera, todas esas medidas intervencionistas dirigidas a «seleccionar ganadores» y «respaldar éxitos seguros» no hubiera seleccionado a perdedores ni agravado fracasos.
Debido a que nuestro análisis de lo que estaba mal en los logros industriales británicos se centraba en la baja productividad y en sus causas —en vez de en los bajos niveles salariales—, no había lugar en nuestra estrategia económica para la política de ingresos. Yo estaba decidida a que el Gobierno no se dejara enredar, como le había ocurrido a las anteriores Administraciones laboristas y conservadoras, en los oscuros meandros de «normativas», «tasas actualizadas» y «casos especiales». Por supuesto que, en gran parte de la industria británica de aquel entonces, los aumentos salariales eran excesivos para tan escasos, o incluso inexistentes, beneficios, la inversión era inadecuada y las perspectivas de mercado eran muy pobres. Según los costes laborales relativos, en 1980 nuestro nivel de competitividad había descendido en un 40 o 50 por ciento respecto al de 1978. Y las tres quintas partes de esto se debía a que el coste de la unidad laboral del Reino Unido aumentaba a un ritmo superior al del extranjero pero con sólo dos quintas partes del resultado de la apreciación en el tipo de cambio. Poco o nada podíamos hacer para influir sobre el tipo de cambio sin provocar un aumento en el ritmo de crecimiento de la inflación. Si hubiesen querido hacerlo los negociadores de los sindicatos tenían el poder para evitar que sus afiliados y otros trabajadores reclamaran aumentos que les dejarían sin trabajo. Pero, a medida que la irresponsabilidad de los sindicatos crecía y se hacía más evidente, comenzaron a oírse rumores sobre la necesidad de una política salarial.
Por eso era tan importante que desde el principio mismo, incluso antes de haber considerado la magnitud de la explosión salarial que estaba teniendo lugar, me mantuviera firme ante toda sugerencia de política salarial. Algunos colegas veteranos apoyaban una vuelta a la política de las rentas personales. Poco después de que entráramos en funciones, Jim Prior abogó por conversaciones previas sobre salarios con la Unión de Sindicatos (TUC) y con la Confederación Británica de Industria (CBI).
Evidentemente era muy importante que todos los involucrados en las negociaciones salariales conocieran y comprendieran la estructura económica en la que se desenvolvían y la realidad a la que se enfrentaban sus negocios en particular. Dentro de un ritmo dado de emisión monetaria (siempre que el Gobierno se atuviera a él), cuanto más se usara en aumentos salariales menos quedaba para invertir y, por lo tanto, sería menor el número de empleos.
Algunos proponían lo que llamaban el «modelo alemán». Todos éramos conscientes del éxito económico alemán. Incluso habíamos ayudado a crearle las condiciones favorables después de la guerra, iniciando la competencia y reestructurando sus sindicatos. Hubo otros en Gran Bretaña que fueron incluso más lejos, proponiendo que debíamos copiar la tendencia corporativista alemana de tomar decisiones de economía nacional consultando con las organizaciones empresariales y los dirigentes sindicales. Sin embargo, lo que funciona para Alemania no tiene necesariamente que funcionar para nosotros. La experiencia alemana de hiperinflación entre guerras provocó que allí fuesen casi todos tremendamente conscientes de la necesidad de controlar la inflación, incluso aunque ello conllevase un aumento del paro a corto plazo. Además los sindicatos alemanes eran bastante más responsables que los nuestros y es evidente que el carácter alemán es bastante diferente: menos individualista y más disciplinado. Por eso el modelo alemán resultaba inapropiado para Gran Bretaña.
En cualquier caso, ya teníamos el Consejo Nacional de Desarrollo Económico (NEDC), en el cual se reunían periódicamente ministros, empresarios y sindicalistas. Por lo tanto estaba completamente segura de que no teníamos que seguir adelante con la idea de un nuevo foro. De hecho, creía que debíamos hacer todo lo posible para reforzar el enfoque opuesto: debía descartarse totalmente cualquier teoría basada en el control de precios y de salarios. El Gobierno establecería el esquema, pero quienes tenían que decidir y hacer frente a las consecuencias de sus decisiones, buenas y malas, eran la patronal y los trabajadores. En el sector privado el nivel salarial debía estar determinado por las posibilidades económicas del negocio, dependiendo de su productividad y de sus ganancias. En el sector público la clave estaba también en las posibilidades económicas que se podían afrontar, teniendo en cuenta, en este caso, la magnitud de la carga que teníamos derecho a pedirle a los contribuyentes. Sin embargo, puesto que el Gobierno era el banquero y propietario último, el mecanismo mediante el cual podían aplicarse estas disciplinas era seguramente menos claro y directo que en el sector privado.
EL PRESUPUESTO DE 1980 Y LA ESTRATEGIA FINANCIERA A MEDIO PLAZO (MTFS)
Los recortes impositivos en el presupuesto de 1979 estaban destinados a incentivar el trabajo. Pero el presupuesto de 1980 estaba dirigido aún más directamente a mejorar nuestros logros económicos. Hacia finales de febrero, Geoffrey Howe vino a verme para discutir la configuración. Estábamos totalmente de acuerdo en cuanto a la posición monetaria y fiscal: proseguiríamos con los actuales objetivos de emisión monetaria que aún no habían sido alcanzados, y mantendríamos las necesidades crediticias del sector público (PSBR) al mismo nivel que el año anterior.
Pero el aspecto más importante del presupuesto de 1980 tenía más que ver con la política monetaria que con los impuestos. En dicho presupuesto anunciamos nuestra Estrategia Financiera a Medio Plazo (pronto conocida como MTFS), que seguiría siendo el centro de nuestra política económica durante todo el período de grandes logros y cuya importancia sólo quedó relegada en los últimos años, cuando la imprudencia de Nigel Lawson comenzó a conducirnos al desastre. No carecía de ironía el hecho de que el mismo Nigel, como secretario de Finanzas, firmara la Declaración Financiera e Informe sobre el Presupuesto (FSBR), o Libro Rojo, en el cual hizo por primera vez su aparición la MTFS ante un mundo atónito. Nigel en persona había contribuido en gran parte a su preparación siendo él mismo uno de sus más brillantes y dedicados exponentes.
La intención del MTFS era establecer la estructura de la economía para un determinado período de años. La meta era bajar la inflación mediante la disminución del crecimiento monetario, disminuyendo la emisión de letras del Estado para asegurar que la presión de la deflación no cayera sólo en el sector privado bajo la forma de aumento de los tipos de interés.
No todos los que compartían nuestros objetivos económicos fundamentales le dieron una alegre bienvenida a la MTFS. A algunos les pareció una nueva versión del «Plan Nacional» laborista de 1965. Otros se preguntaban si lograría afectar a la economía en el sentido que nosotros esperábamos y especulaban con lo que sucedería de no ser ése el caso. Pero había una diferencia crucial entre la MTFS y el planeamiento económico al viejo estilo. Nuestra intención era asegurar una mayor estabilidad financiera para que los negocios y los particulares pudieran actuar con confianza. Sabíamos que sólo podríamos lograrlo si controlábamos lo único que el Gobierno podía controlar: la emisión monetaria y la deuda pública. Por el contrario, la mayoría de los planes económicos de la posguerra ambicionaban controlar cosas como la producción y el nivel de ocupación, elementos que últimamente el Gobierno ya no controlaba, mediante la serie de reglamentaciones sobre inversiones, precios y salarios que distorsionaban la operación y coartaban la libertad personal. La MTFS rompió con todo eso. Ciertamente nadie podía garantizar que las personas ajustarían su conducta hasta adecuarla a la MTFS; además los oportunistas, especialmente los del sector público, solían mostrarse incapaces de hacerlo, al menos durante los primeros tiempos. La MTFS sólo influiría en las expectativas en la medida en que las personas creyeran en nuestra determinación de atenernos a él: su credibilidad dependía de que el Gobierno y, en última instancia, yo misma nos empeñásemos en respetarlo, cosa que yo había dejado bien claro. No cedería ante las peticiones de reflación: fue eso lo que hizo que la MTFS pasase de ser una mera aspiración a convertirse en la piedra angular de una política exitosa.
PRIMEROS PASOS DE LA REFORMA SINDICAL. LA LEY DEL EMPLEO DE 1980
Si queríamos mejorar nuestra economía, resultaba imprescindible aplicar una política financiera firme, aunque nunca dimos por supuesto que eso bastara, a pesar de los recortes impositivos y la liberalización de la industria. También tuvimos que enfrentarnos al problema del poder de las centrales sindicales, empeorado por los sucesivos Gobiernos laboristas y explotado por los comunistas y militantes que habían alcanzado puestos claves dentro del movimiento sindical (puestos que utilizaron de forma despiadada durante las huelgas del invierno de 1978-1979).
Los efectos económicos del poder sindical eran aún dolorosamente evidentes. Aumentaban los salarios y las perspectivas comerciales disminuían con el comienzo de la recesión. El conflicto de la industria metalúrgica de 1979 fue una buena demostración de lo negativo que puede ser el excesivo poder de los sindicatos y de los privilegios que impusieron a la industria británica, no sólo en el sector público sino también en el privado. La industria metalúrgica tenía que reducir costes para poder competir. Sin embargo, después de una huelga de diez semanas, la Federación de Empresarios de la Metalurgia (EEF) concedió una jornada laboral de 39 horas semanales, incrementos de 13 libras a la semana para los trabajadores especializados y una semana extra de vacaciones cada cuatro años, con lo cual incrementó en gran manera sus costes. La EEF se había derrumbado y, a causa del sistema centralizado de negociación de pagos, los empresarios de toda la industria tuvieron que claudicar. La EEF había aceptado como algo inevitable el tener que contratar sólo a trabajadores sindicados, por lo que el poder de los sindicatos sobre sus miembros era prácticamente absoluto. Algunos empresarios, que no querían complicarse la vida, preferían que fuese así. Pero al mismo tiempo aquello implicaba que, al estallar un conflicto, el sindicato podía ejercer todo tipo de presiones sobre sus miembros, una «intimidación legal», de acuerdo a la desdichada expresión acuñada por el ex fiscal del Tribunal Supremo, el laborista Sam Silkin. El sindicato podía amenazar con la expulsión, y la consiguiente pérdida de empleo, a aquellos que quisieran seguir trabajando. La huelga de los metalúrgicos no sólo fue una huelga política, sino que amenazó con paralizar la vida normal del país. Pero era precisamente el tipo de huelga que ningún país que estuviera luchando por su futuro industrial podía permitirse; una lección práctica de lo que no se debía hacer. Sus consecuencias negativas afectaron a toda la industria durante varios años.
En realidad, durante la mayor parte de mi mandato, la necesidad de llevar adelante las reformas de los sindicatos quedó demostrada, una y otra vez, con cada conflicto industrial. Pero estábamos en desventaja porque siempre nos encontrábamos superados por los acontecimientos, asimilando las lecciones de la última huelga. La ventaja consistía, sin embargo, en que podíamos esgrimir los recientes abusos para justificar la reforma y contar con el apoyo de la opinión pública para que se aprobase.
El 14 de mayo de 1979, a menos de una quincena de haber nombrado Gobierno, me escribió Jim Prior exponiéndome sus planes para la reforma sindical. Había algunas medidas que se podían aplicar de inmediato. Podíamos iniciar nuestra prometida encuesta sobre las prácticas coercitivas de reclutamiento ejercidas por el sindicato de impresores SLADE, que también abarcaba las actividades de la Asociación Gráfica Nacional (NGA), en el sector publicitario. También podíamos efectuar algunos cambios en la legislación laboral mediante una Orden del Consejo, con el objetivo de aliviar la pesada carga —sobre todo en el caso de las pequeñas empresas— que representaban las previsiones por despido injustificado y exceso de mano de obra. Pero tendríamos que realizar muchas consultas con empresarios y sindicatos sobre nuestras principales propuestas en relación a los piquetes de huelguistas, a la afiliación forzosa y a las elecciones sindicales. En consecuencia, no pudimos realizar a tiempo los cambios profundos que queríamos para hacer frente a las huelgas que tendrían lugar aquel invierno. Jim Prior era optimista en cuando a que si se trataba adecuadamente con la TUC (y él creía que podía hacerlo), ellos no rechazarían de plano nuestras propuestas. Como de costumbre, la patronal (CBI) también se oponía a cualquier acción «precipitada». Respondí que serían los primeros en lamentarse si volvía a haber piquetes de apoyo. También aclaré que el proyecto de ley tendría que estar publicado, a más tardar, en noviembre, en lo posible, y debería presentarse en la comisión de los Comunes antes de Navidad. Tuve otra discusión con Jim sobre tácticas la tarde del miércoles 6 de junio. Jim adujo que, en lo referente a sus propuestas al TUC, iría algo más lejos que en nuestro manifiesto, pero yo le insistí en que nuestra propuesta final no podría quedar corta respecto del manifiesto, diferencia de énfasis bastante significativa.
Estas primeras propuestas eran muy especiales tanto por lo que contenían como por lo que omitían. En este punto el único tema que tocaban relacionado con medidas de apoyo era el de los piquetes y ni siquiera mencionaban el asunto más amplio de las inmunidades sindicales. En particular aislaron el problema crucial de la inmunidad que impedía toda medida judicial contra los fondos de los sindicatos. Para el primero de estos puntos, las medidas de apoyo, estábamos a la espera del veredicto de la Cámara de los Lores en el importante caso del Express Newspapers contra MacShane. Conviene destacar que los cambios que hicimos en todas esas áreas, incluyendo la de los piquetes, atañían a lo civil y no a lo criminal. En el curso de las discusiones públicas sobre las huelgas que vinieron a continuación solía olvidarse esa diferencia. En el marco de la ley civil sólo se podía cambiar la conducta de los sindicatos si los patronos, o en algunos casos los trabajadores, estaban dispuestos a acudir a ella. Tenían que presentar su caso. Por el contrario, el derecho penal sobre piquetes, que aunque se había clarificado no se había alterado sustancialmente en los años siguientes, tenía que ser impuesta por la policía y los tribunales. Aunque el Gobierno dejara claro que la policía gozaba de su apoyo moral y que mejoraría su equipo y preparación, los límites constitucionales que teníamos a este respecto eran reales y a menudo frustrantes.
A medida que iba pasando el verano se hacía cada vez más evidente que, aunque la TUC estaba dispuesta a hablar con el Gobierno sobre nuestras propuestas, de momento no tenía intención alguna de cooperar con él. El 25 de junio, a propuesta de ellos, asistí al Consejo General de la TUC. Me deprimió, pero no me sorprendió en lo más mínimo, descubrir la falta total de voluntad, por parte de ellos, de afrontar los hechos de la economía o de tratar de comprender la estrategia económica que estábamos llevando a cabo. Dije a la TUC que todos queríamos un alto nivel de vida y más puestos de trabajo, pero que si la gente aspiraba a los niveles de Alemania tendría que lograr el estándar de producción alemán. Cuando la TUC expresó que aspiraba a un mayor gasto del Gobierno, expliqué que en nuestra economía no había escasez de demanda: el problema estaba en que, debido a nuestra incompetitividad, la demanda se satisfacía mediante importaciones. No logré nada. La conferencia de la TUC de septiembre se caracterizó por la falta de razonamiento y la falta de cualificación por parte de la oposición a todo lo que propusimos, incluso proporcionar fondos para una votación secreta, de modo que no hubiera más coacción que la presión moral de consultar a los propios miembros.
La tarde del miércoles 12 de septiembre tuve una reunión con Geoffrey Howe, Jim Prior y otros colegas para planificar nuestra estrategia. Yo pensaba que era inútil intentar cambiar la actitud de la mayoría de los líderes sindicales ya que, en primero, segundo y tercer lugar, eran políticos socialistas. Así que acordamos prescindir de ellos y dirigirnos directamente a sus miembros.
Estaba convencida de que los afiliados tenían una opinión muy distinta a la de sus dirigentes respecto a las reformas. De una manera adecuada debíamos liberarlos rompiendo con las afiliaciones forzosas y asegurando una genuina democracia en el seno de los sindicatos; después, ellos mismos pondrían a raya a los extremistas y aparatchiks sindicales. Pero hasta que pudiéramos llevar a cabo esos cambios, y costaría bastante más que nuestro actual proyecto de ley el conseguirlo, todo lo que podíamos hacer era obtener su apoyo lo más persuasiva y poderosamente que pudiéramos.
Así, una y otra vez, repetí machaconamente el mensaje de que eran los afiliados y sus familias quienes sufrían las consecuencias del uso irresponsable del poder sindical. Por ejemplo, en mi discurso ante la conferencia del partido en Blackpool, el viernes 12 de octubre de 1979 dije:
Los días en que sólo la patronal sufría con una huelga quedan muy atrás. Hoy en día las huelgas afectan a los miembros del sindicato y a sus familias tanto como a los demás. Un sindicato puede privarnos a todos de carbón, alimentos o transporte con toda facilidad. Lo que no puede hacer es defender a sus miembros contra una actitud similar de otros sindicatos […] Hace poco hubo una huelga que impedía que fueran enviadas las facturas del teléfono. El coste de esa huelga para la Oficina de Correos es de 110 millones de libras esterlinas. Y tendrá que ser pagado por todos y cada uno de los que usen el teléfono […] La reciente huelga de dos días semanales del Sindicato de Industria elevó las pérdidas en ventas industriales a dos mil millones de libras esterlinas. Nunca recuperaremos esas ventas y se perderán algunos puestos de trabajo que dependían de ellas.
Volví sobre ese tema cuando hablé en la Conferencia de Sindicalistas Conservadores (CTU) en Nottingham, el sábado 17 de noviembre. Las huelgas no eran el único problema; era más bien todo el enfoque económico de los socialistas abrazado por los líderes sindicales, y en especial su preferencia por el monopolio y la protección. Tomé como ejemplo a la British Steel (Acero Británico), que pronto habría de convertirse en algo muy tópico:
British Steel preferiría importar carbón para que su acero fuera más competitivo. Pero la NUM se opone diciendo «Compren nuestro carbón aunque sea más caro». Si la British Steel acepta, tendrán que decir a su vez a los fabricantes de automóviles «Compren nuestro acero aunque sea más caro». Pero entonces la British Leyland y los demás fabricantes de automóviles tendrán que pedirles a los consumidores «Por favor, compren nuestros coches aunque sean más caros». Pero todos somos consumidores y, como tales, todos queremos poder elegir. Queremos comprar sacando el mejor rendimiento de nuestro dinero. Si las lavadoras o los coches extranjeros son mejores o más baratos que los británicos, el consumidor quiere tener la posibilidad de elegir. Existe un circuito roto. Los productores quieren un mercado protegido para sus productos. Eso es lo que piden los sindicatos. Pero los mismos sindicalistas, a la hora de consumir, quieren un mercado abierto. No pueden ganar ambos. Pero sí pueden perder ambos.
A finales de 1979 y principios de 1980 seguimos mejorando el proyecto de Ley del Empleo e invertimos bastante tiempo en el asunto de las medidas de apoyo y las inmunidades. Tratamos una por una las medidas a tomar con las cargas que las anteriores legislaciones laboristas habían impuesto a la industria. Una de esas cargas era el Inciso II de la Ley de Protección del Empleo de 1975. Dicho inciso era un caso típico: demostraba como una medida aparentemente inofensiva, incluida con el mejor de los motivos, podía traicionar las intenciones de quienes la originaron y provocar un aumento del paro. El Inciso II establecía que «los reconocidos términos y condiciones» del empleo en una industria en particular se aplicarían a toda esa industria. El propósito original era solucionar las bolsas de sueldos bajos; los antecedentes de este principio se remontaban a la época de la guerra pero, en los últimos años, se habían acogido a eso grupos de trabajadores con sueldos más elevados, como los trabajadores de la BBC. En ese caso el infortunado poseedor de la licencia de televisión tuvo que costear los gastos. En general, al forzar aumentos salariales según el nivel impuesto por empresas más fuertes, el Inciso II provocaba la pérdida de puestos de trabajo.
Pero el asunto más debatido era, de lejos, el de las inmunidades de los sindicatos. Nuestras propuestas sobre los piquetes de apoyo ya comenzaban a cuestionarlos. Pero entonces dimos otro paso adelante. Habíamos recibido el informe de la anterior investigación sobre las actividades de reclutamiento del sindicato de impresores SLADE, llevada a cabo por Andrew Leggatt, miembro del Consejo de la Reina (QC)[20]. Como respuesta, decidimos eliminar la inmunidad en los lugares donde las interrupciones del trabajo fueran convocadas o amenazadas por personas que no estuvieran trabajando directamente en esa empresa, con la intención de ejercer presiones compulsivas a los empleados para que se unieran a un sindicato.
Incluso decidimos llegar más lejos, de acuerdo con la decisión de la Cámara de los Lores en el caso MacShane del 13 de diciembre. El caso MacShane fue importante porque confirmó el amplio espectro de inmunidades existentes para el caso de actividades de apoyo. La mayoría de las inmunidades que entonces disfrutaban los sindicatos tenían su origen en la Ley de Conflictos Laborales (1906), que los laboristas ampliaron de manera significativa después de su reñida victoria electoral de octubre de 1974. El caso MacShane surgió del conflicto iniciado en 1978 entre la Unión Nacional de Periodistas (NUJ) y unos cuantos periódicos de provincias. Los periódicos de provincias lograron seguir editándose durante el conflicto al publicar historias que les proporcionaba la Asociación de Prensa. La NUJ trató de impedirlo, sin ningún éxito: primero, apelando a sus afiliados que trabajaban para la Asociación de Prensa y después, al fracasar ese intento, dando instrucciones a su gente para que boicoteara todo el material de la Asociación de Prensa. En respuesta, el Daily Express interpuso una demanda judicial contra el NUJ. El Tribunal de Apelaciones falló, en diciembre de 1978, a favor del Express alegando que la acción solidaria del NUJ se había excedido y podía considerarse que había ido más allá de los objetivos de la disputa por lo que, en ese caso, no podía disfrutar de inmunidad. Como resultado de esta decisión, el requerimiento judicial podía ser garantizado, y lo sería. Pero, cuando el caso llegó a la Cámara de los lores, la decisión de la Corte de Apelaciones fue desvirtuada. En lo esencial, los lores decidieron que, a efectos de la ley, una acción industrial «primaba sobre una disputa comercial», por lo que quedaba inmune si así lo estimaban genuinamente los sindicatos. Esta prueba subjetiva tuvo implicaciones muy molestas. Significaba que, de allí en adelante, habría una inmunidad ilimitada para las acciones industriales solidarias.
Estábamos todos de acuerdo en que la ley, tal como en ese momento la interpretaban las Cortes, debía ser cambiada. Cuando estábamos en la oposición, nos habíamos opuesto a todo paso dado por los laboristas tendente a aumentar los poderes e inmunidades de los sindicatos y en nuestro manifiesto ya habíamos dicho que «la protección de la ley debía estar al alcance de quienes no estaban involucrados en la disputa». Acordamos que había llegado el momento de aclarar los límites precisos de la inmunidad. Pero no estábamos de acuerdo con el alcance que la inmunidad —si la hubiere— tendría que tener para la acción solidaria ni con la oportunidad de la introducción de los cambios necesarios en el Proyecto de Ley de Empleo. Una y otra vez insistía Jim Prior en que no quería que las decisiones sobre cambios en la ley tuvieran una relación directa con ningún conflicto en particular. Pero, a medida que iba empeorando la huelga del acero sin que hubiera sido aprobada ninguna de las legislaciones que habíamos propuesto —no siendo las medidas contra las huelgas solidarias y el boicoteo—, la crítica popular arreciaba. Simpatizaba mucho con los críticos aunque hubiera querido que, con anterioridad, algunos patronos se hubieran mostrado más decididos. Siempre que alguno de nosotros tenía la idea de que debíamos habernos apresurado más en exponer nuestro caso, y el nosotros incluía a Geoffrey Howe, John Nott, Keith Joseph, Angus Maude, Peter Thorneycroft y John Hoskyns, Jim Prior encontraba argumentos contra la «nefasta acción» en referencia a la actitud prudente de la Confederación Británica de Industria (CBI).
El miércoles 30 de enero por la tarde, después de solicitar la entrevista, Jim se presentó muy alterado en el Número 10. Aparentemente, desde Navidad había empeorado bastante la actitud de los sindicatos. En Gales los sindicatos nos estaban sometiendo a una activa jornada. Los del acero se las habían arreglado para convocar a sus afiliados de las compañías privadas. Mi respuesta fue que, aunque siempre había respetado su punto de vista, no compartía su pesimismo.
De hecho, en esta etapa no compartía en absoluto el análisis de la situación que hacía Jim. Él creía realmente que ya habíamos intentado hacer todo lo que estaba en nuestras manos y que no debíamos seguir adelante con las leyes sindicales ni con la estrategia general de la economía. Yo, por mi parte, comencé a lamentar amargamente no haber hecho más progresos, tanto en el recorte del gasto público como en las reformas sindicales.
Era evidente que las diferencias y brechas entre nosotros eran bastante profundas y amplias. A pesar de todas sus virtudes, Jim Prior era un ejemplo del tipo de político predominante y que, a mi entender, había perjudicado al partido tory durante la posguerra. A esos personajes yo los llamo «falsos caballeros». Tienen toda la prestancia de un John Bull, rasgos rudos, cabello cano, modales francos, pero en su interior están llenos de astutos cálculos políticos y consideran que la tarea de los conservadores es la de una elegante retirada ante el inevitable avance de la izquierda. La retirada, como táctica, es a veces necesaria; pero la retirada como política estable mina el alma. Para justificar la serie de fracasos que implica esa política, el falso caballero tenía que persuadir a la mayoría de los conservadores, e incluso a sí mismo, de que el avance era imposible. Al fin y al cabo, toda su vida política habría sido un error garrafal si una política de positiva reforma tory resultara ser práctica y popular. De ahí la apasionada y obstinada resistencia montada por los wets (antiprohibicionistas) a las reformas fiscales, económicas y sindicales de principios de los años 1980. Estas reformas tenían que fracasar o ser frenadas. Porque, si se imponían, toda una generación de líderes tories habría desaparecido sin pena ni gloria. Ian Gilmour expresó de la manera más clara posible este sentimiento; pero Jim Prior también estaba influenciado y eso le hacía tener un comportamiento tímido y extremadamente cauteloso al tratar la política sindical. Así que tuve que obligarles a adoptar un enfoque más enérgico.
El domingo 6 de enero Brian Walden me entrevistó para el Weekend World. Aproveché la ocasión para decir que incluiríamos una nueva cláusula en el Proyecto de Ley del Empleo para rectificar el problema remanente del juicio MacShane. Dejé bien claro que no intentábamos eliminar la inmunidad que los sindicatos disfrutaban en relación a la medida destinada a que las personas rompieran sus contratos de trabajo, pero que nos concentraríamos en la inmunidad relativa a la medida destinada a provocar que los patronos se vieran obligados a romper los contratos comerciales. También hice hincapié en el modo en que las inmunidades sindicales se combinaban con los monopolios nacionalizados para aumentar el poder de los sindicatos en esas industrias. Necesitábamos restringir las inmunidades y terminar con los monopolios por medio de la competitividad.
Algo me decía que tendríamos un amplio apoyo popular en lo que emprendiéramos para restringir el poder sindical y los hechos me dieron la razón. En una encuesta de opinión publicada por The Times del 21 de junio de 1980 se planteaba a la gente la siguiente pregunta: ¿Cree que las huelgas por solidaridad y los boicots son armas legítimas en un conflicto industrial, o cree que la nueva ley tendría que restringir su uso? Un 71 por ciento de las respuestas (entre las que un 62 por ciento eran de sindicalistas) respondieron que una nueva ley debería, sin lugar a duda, restringir su uso. Hubiera sido difícil, creo, seguir adelante sin el apoyo de los líderes patronales. La mañana del martes 5 de febrero mantuve dos reuniones con empresarios. La primera con la patronal, CBI. Algunos opinaban que el proyecto de ley, tal como estaba redactado, iba lo más lejos posible. Al oír eso, no pude ocultar mi frustración y dije que, fuera cual fuere el momento en que se tomaran medidas más radicales, siempre existiría el peligro de una confrontación con los sindicatos, pero que consideraba más acertado aceptar ese riesgo en los próximos meses que esperar hasta el otoño, cuando los sindicatos podrían causar mayores trastornos. Dije que ahora lamentaba que las propuestas no hubieran sido más radicales cuando se presentó el proyecto de ley. Esto nos dejaba dos posibilidades: podíamos presentar enmiendas al proyecto existente o anunciar, en el documento de consulta que estábamos redactando, que pensábamos añadir proyectos de ley que llegaran un poco más lejos. La CBI abandonó la reunión sin ningún género de dudas sobre mis intenciones.
La segunda reunión del día se llevó a cabo con el sector privado de la industria del acero. Había un agudo contraste entre su punto de vista y el de la CBI. Se quejaron de que las compañías privadas de ese sector hubieran sido arrastradas a un conflicto que escapaba a su área de acción y en el que iban a ser las únicas víctimas. Debido a la huelga estaban perdiendo unos diez millones de libras esterlinas semanales. Efectivamente, la Confederación del Comercio del Hierro y el Acero (ISTC) había agotado sus posibilidades de acuerdo con las compañías privadas, mediante los procedimientos a su alcance, y había ordenado la huelga. Estaba claro que no había verdaderos motivos de queja entre los empleados del sector privado de esa industria; en el caso de Aceros Duport, cuando el Tribunal de Apelaciones había garantizado su amonestación para frenar las medidas de apoyo, hubo una masiva vuelta al trabajo, antes de que los Lores revocaran la decisión y se reanudara la huelga del sector privado. La amenaza de perder el carnet sindical fue el factor decisivo que persuadió al sector privado a sumarse a la huelga. En estas circunstancias no resulta sorprendente que las compañías privadas de la industria del acero quisieran una legislación inmediata para declarar ilegales los piquetes de apoyo. Y no había nada que yo pudiera ofrecerles excepto mi apoyo moral.
Al responder a una carta de los líderes industriales que me pedían «prudencia», dejé claro mi punto de vista:
En tanto en cuanto no hemos hecho cambios sustanciales en la ley, estamos confirmando las palabras de lord Diplock (en Dupont Steels Limited y otros contra Sirs y otros). Estamos poniendo de manifiesto que no estamos dispuestos a proteger a aquellas personas que, sin haber cometido falta alguna, han sufrido daños por culpa de otros. Estamos diciendo a los ciudadanos respetuosos con las leyes que preferimos fortalecer el poder de quienes infligen daños antes que ayudar a los que los sufren.
[…] Hace usted referencia a los sindicalistas moderados. Ellos me han enviado infinidad de cartas rogándome que les diera poder contra los activistas, diciéndome que esa es la razón por la que nos votaron y que ahora este Gobierno, al no haber tomado medidas efectivas, parece haberlos olvidado.
Si ahora, cuando tenemos de nuestra parte la opinión mayoritaria, pública y sindical, retrocedemos ante esta tarea, no es probable que confíen mucho en lo que vayamos a hacer el próximo invierno.
Y terminaba citando lo que dice Shakespeare en Medida por medida:
Nuestras dudas son traidoras
y nos llevan a perder el provecho que podemos lograr,
al temer intentar obtenerlo.
Retomé la tarea de endurecer la ley. Entonces los ministros estuvieron de acuerdo en modificar la ley llevándola a como se la entendía antes del juicio MacShane, añadiendo más pruebas relativas al contencioso para uso de los tribunales. No habría, con todo, una condena total a las acciones de apoyo. Siguió un corto período de consultas y el 17 de abril de 1980 quedó incluida en el proyecto de ley la nueva cláusula, en su primera etapa de la Cámara de los Comunes, destinada a limitar la inmunidad de las acciones de apoyo que rompieran o interfirieran con los contratos comerciales. La inmunidad sólo subsistiría cuando la acción fuera tomada, por empleados de los abastecedores o clientes del empleador en conflicto, con el «único o principal objetivo» de apoyar el conflicto principal y cuando la acción tuviera una razonable perspectiva de prosperar. Resultó de gran importancia para el futuro que anunciáramos, para más adelante, la publicación de un folleto sobre las inmunidades de los sindicatos que trataría el asunto desde una perspectiva más amplia.
De hecho, la Ley de 1980 no afectó directamente el resultado de la huelga del sector del acero. La única posibilidad de acción que teníamos era acelerar la inclusión de la cláusula 14 del Proyecto de Ley del Empleo que legalizaba los piquetes de apoyo. Era una opción que me resultaba muy atractiva. Y mis deseos de seguir adelante habían aumentado mucho con los piquetes masivos que hubo el jueves 14 de febrero en la firma Hadfields, del sector privado de la industria del acero. Keith Joseph me telefoneó a Chequers la mañana del domingo siguiente para hablar sobre lo sucedido. No nos cabía la menor duda de que era un serio atentado al Código Penal. La cuestión era si la utilización de las leyes civiles y, en particular de la Cláusula 14, no empeoraría la situación en vez de mejorarla.
Telefoneé al ministro del Interior, Willie Whitelaw, para interesarme por la situación de orden público y le sugerí que la semana siguiente podríamos añadir una cláusula sobre los piquetes. También hablé con el fiscal general, Michael Havers. Veía claro que la policía tendría que frenar a un buen número de integrantes de piquetes cuando llegaran a su destino, si es que se iban a controlar los piquetes y a eliminar las amenazas de intimidación. Aunque las leyes civiles no podían desempeñar ningún papel en aquella situación. Incluso había un argumento: un cambio en la legislación civil, establecido como respuesta directa a la violencia, podía dificultar el ejercer presión sobre las personas para que respetaran y obedecieran la legislación penal. Pero, de todos modos, quise que se examinaran urgentemente todas las posibilidades.
Después de discutirlo con los ministros, el lunes 18 de febrero, quedé decidida a no apresurar la cláusula relativa a los piquetes de apoyo. Pero en cambio el fiscal general restauraría al día siguiente, en la Cámara de los Comunes, la ley penal relativa a los piquetes. Jim Prior también escribiría una carta pública a Len Murray, el secretario general de la TUC, para llamarle la atención sobre el quebrantamiento de todos los códigos aceptados respecto al empleo de piquetes. Pretendíamos mantener la presión de esa forma.
LA HUELGA DE LA SIDERURGIA DE 1980
El debate sobre la reforma de los sindicatos, tanto en el seno del Gobierno como fuera de él, tuvo lugar a la sombra de un conflicto industrial: en particular, el tema de las medidas de apoyo y las inmunidades quedó inextricablemente asociado a la huelga del sector siderúrgico de 1980. Pero esa huelga también constituyó una amenaza directa para nuestra estrategia económica. Y es poco probable que, una vez iniciada la huelga y en el caso de que la perdiéramos, hubiera sobrevivido nuestra política económica.
La siderurgia, al igual que la automoción, estaba padeciendo los efectos de la política intervencionista estatal excesivamente ambiciosa. Era el Gobierno de Ted Heath, del que yo había sido miembro, el que había puesto a la British Steel Corporation (BSC) en el camino de las grandes inversiones con capacidad de expansión, justo en los años anteriores a la primera crisis del petróleo que habría de mutilar tantas ambiciones. El posterior Gobierno laborista efectuó algunos cierres pero, mediante la revisión decretada por lord Beswick en 1974-1975, logró más tiempo a su favor. Pero cuanto más se tardaba en tomar medidas correctivas, menores eran las posibilidades de hacer uso apropiado de las plantas más actualizadas y esto, a su vez, empeoraba la situación general de la BSC, ensombreciendo la perspectiva laboral de los trabajadores del acero y aumentando la carga que pesaba sobre quienes pagaban los impuestos, que ya habían sufrido grandes pérdidas.
Una de mis primeras decisiones sobre las industrias nacionalizadas fue acordar el cierre de las plantas siderúrgicas de Shotton, en Gales del Norte. Las medidas destinadas a proporcionar nuevas oportunidades de empleo en el área serían oportunamente anunciadas, pero sabía que el cierre tendría un efecto devastador sobre los trabajadores y sus familias. Cuando estuve de visita en Gales, en calidad de líder de la oposición, vino a verme una delegación de Shotton. Me sentí sumamente apenada por ellos, habían hecho todo lo que se esperaba que hicieran. Pero no era, y era imposible que fuera, suficiente.
La BSC no sólo era un ejemplo de las desventajas de ser una propiedad del Estado y de estar sujeta a su intervención, sino también de cómo el sindicalismo británico minaba nuestro rendimiento industrial. Un buen ejemplo de lo que funcionaba mal podría encontrarse en la terminal minera Hunterston, en el Clyde. Allí la BSC construyó el mayor muelle de aguas profundas de Europa. Se inauguró en junio de 1979 pero no pudo ser utilizado hasta noviembre, por el conflicto entre la Unión de los Trabajadores del Transporte y Afines (TGWU) y la ISTC. Durante cinco meses el material tuvo que transportarse por diversos medios al continente, donde se transfería la carga a barcos más pequeños que la llevaban a Terminus Quay, en Glasgow, y de allí a Ravenscraig.
Hacia el final de 1979, algunos problemas externos sobre los que no podíamos tener control aumentaron rápidamente las dificultades de la BSC. A medida que empeoraba la recesión, hubo una saturación de acero en el mundo. La industria siderúrgica tenía pérdidas y cierres en casi todos lados. Pero los problemas fundamentales de la BSC eran de carácter interno. A la BSC le llevaba casi el doble de horas por hombre producir una tonelada de acero que a sus principales competidores europeos. Habíamos llegado a la absurda situación de que el valor añadido por la BSC era, cuando lo había, inferior al de los aumentos salariales. Durante los cinco años anteriores a 1979-1980, se gastaron más de tres mil millones de libras esterlinas del erario público en la BSC, lo que equivalía a 221 libras esterlinas por cada una de las familias del país. Y las pérdidas se acumulaban. Keith Joseph y yo estábamos dispuestos a seguir proporcionando los fondos para los programas de inversión y de desempleo de la BSC, pero a lo que no estábamos dispuestos era a subvencionar pérdidas surgidas del excesivo coste salarial, de salarios que no se correspondían con el nivel de productividad.
Si estábamos seriamente decididos a desmantelar la BSC, con todos los cierres, pérdidas de puestos de trabajo y desafíos a las prácticas restrictivas que eso implicaba, corríamos el riesgo de una huelga que podía resultar muy nociva. Sólo había una alternativa peor: dejar que siguiera la situación planteada.
El presupuesto con que contaba la BSC para 1980-1981 quedó establecido en junio de 1979: la intención era que durara, al menos, hasta marzo de 1980. Aquel objetivo, de hecho, había quedado establecido por el anterior Gobierno laborista. Pero ya el 29 de noviembre de 1979 la BSC hizo pública una pérdida semestral de 146 millones de libras esterlinas y renunció a su objetivo de llegar a marzo, aplazándolo en unos doce meses. La crisis se aproximaba a grandes pasos.
El 6 de diciembre Keith Joseph me comunicó cuáles eran las implicaciones de la situación. La BSC no podía afrontar ningún aumento salarial para el 1 de enero más que el de la consolidación de algunos aumentos adicionales ya acordados el año anterior, es decir, un 2 por ciento. Cualquier otro aumento tendría que depender de negociaciones locales condicionadas a equivalentes aumentos de productividad. La semana anterior la corporación había comunicado a los sindicatos que había que reducir la producción de hierro y acero en 5 millones de toneladas, lo que obligaba al cierre de Corby y Shotton. Ya Bill Sirs amenazaba con una huelga. Acordé con Keith que en esta circunstancia debíamos respaldar a la corporación. También acordamos que la BSC tendría que ganarse el respaldo de la opinión pública haciendo comprender a los sindicatos el daño que esa huelga podía causar a sus propios miembros.
A medida que aumentaba la posibilidad de huelga, crecía la inquietud sobre si la administración de la BSC habría trabajado adecuadamente el terreno. Las cifras utilizadas para justificar la postura de la dirección fueron cuestionadas incluso por el secretario de Estado para Gales, Nicholas Edwards. Es posible que tuviera razón. Pero dije que, como políticos, no teníamos por qué cambiar nuestro criterio por el criterio de la industria. Era la dirección de la BSC la que, en última instancia, tenía que hacerlo.
El 10 de diciembre el consejo de la BSC confirmó que desaparecerían 52.000 puestos de trabajo en el sector siderúrgico. Las perspectivas financieras de la BSC seguían empeorando. Incluso al analizar sus cifras en función de la futura demanda de acero, consideramos que pecaban, cuanto menos, de optimistas. Pero ahora tampoco queríamos emitir juicios contra el consejo ni contra la dirección. Incluso antes de la huelga ya buscábamos un sucesor para el entonces presidente del consejo, sir Charles Villiers, cuyo contrato estaba por finalizar. Ya habíamos recibido siete u ocho negativas de candidatos adecuados y estaba claro que el miedo a que el Gobierno interfiriera era uno de los elementos disuasorios principales.
El resultado de la huelga era difícil de predecir. La BSC, los productores privados del acero, las industrias consumidoras de acero y los almacenistas habían recibido el aviso de huelga con tres semanas de anticipación, lo que les permitió almacenar la suficiente materia prima. Además, debido al nivel de depresión de la industria, muchas empresas operaban por debajo de su capacidad. Pero por otra parte podían preverse serios problemas para los consumidores de hojalata y posiblemente para la industria del automóvil y, además, la situación podía empeorar seriamente si los trabajadores portuarios y los transportistas se adherían negándose a cargar el acero y frenando así las importaciones. Sin embargo, la BSC y sus obreros serían los más perjudicados. Sus precios ya superaban los de sus competidores europeos y el mercado interno del acero parecía destinado a perderse definitivamente a favor de las compañías extranjeras que podían asegurar el abastecimiento permanente para el futuro.
Desde finales de diciembre programé reuniones regulares de un pequeño grupo de ministros y funcionarios para ir controlando la situación del acero y decidir las acciones pertinentes. Fue una época de frustraciones y ansiedad. Los detalles de la oferta de la BSC no fueron bien comprendidos ni por los obreros del acero ni por el público en general. Y la BSC hizo muy poco para explicar su postura. No repartió folletos ni compró grandes espacios en los periódicos, alegando que ese tipo de acción podía llegar a ser considerada como provocativa. La esperanza era que otros tipos de presión pudieran tener influencia en la ISTC y en el Sindicato Nacional de Caldereros (NUB). Además, en un errado intento de estructurar un soporte para varias ofertas salariales que había hecho, la BSC permitió un confuso manejo de cifras para obtener divisas, que no complació a nadie. Para el público en general, las cifras siempre parecían aumentar, mientras que para los sindicatos nunca parecían ser suficientes.
Por su parte la ISTC prestaba más atención a los acuerdos salariales de otros grupos de trabajadores —la tasa corriente— que a la pálida realidad comercial de la industria en que trabajaban sus miembros. El 28 de noviembre los obreros de la Ford votaron un aumento salarial del 21,5 por ciento. El 5 de diciembre los mineros del carbón aceptaron un acuerdo del 20 por ciento, y se les aplaudió públicamente por su moderación. Sin duda todo aquello sirvió para reforzar los sentimientos de los obreros siderúrgicos. El 7 de enero Len Murray y Bill Sirs pidieron que se acordara un aumento de un 8 más un 5 por ciento «a cuenta» de los convenios locales de productividad. La BSC ofreció un 8 por ciento, más un 4 por ciento de adelanto durante un período limitado. Al día siguiente la negociación se estancó. La Unión de Empleados Municipales y Afines (GMWU) se sumó a la huelga; al día siguiente se unieron los artesanos y, aunque el 10 de febrero los líderes de los artesanos aceptaron acuerdos bilaterales de un 10 más un 4 por ciento, unos días más tarde sus miembros rechazaron la oferta. Mientras tanto, el 16 de enero, la ISTC extendió la huelga al sector privado del acero, en el que la incierta posición legal y la violenta actividad de los piquetes aumentaron nuestras dificultades.
Pronto tuve muy claro, sin embargo, que la huelga de los obreros del acero no lograría frenar la industria británica. En mi reunión de estrategia del 18 de enero las cifras mostraban que hasta entonces la huelga había tenido escaso efecto en la producción industrial, que había disminuido un 2 por ciento la semana anterior y tal vez algo más en aquellos momentos. Incluso si también el sector privado suspendía la producción de acero, las reservas serían suficientes para continuar con una producción normal durante otras cuatro o seis semanas, aunque podían surgir ciertos problemas en algunas áreas particulares en un período de dos o tres semanas. Tal como habíamos previsto, era en el área de envasado de alimentos donde podía presentarse la mayor dificultad.
Fue con esta perspectiva que mantuve el lunes 21 de enero la reunión en el Número 10 solicitada por los sindicatos, y después por la BSC. Los líderes sindicales se habían entrevistado con Keith Joseph y Jim Prior el sábado anterior. Una de las dificultades era que los sindicatos podían haberse llevado una impresión equivocada a partir de las observaciones de Jim, basadas en exhaustivas investigaciones, que criticaban a la dirección de la BSC. Me enfadé al leerlas. Pero cuando una semana después Robin Day me preguntó al respecto en Panorama, mi respuesta fue discretamente reprobatoria: «Todos nos equivocamos alguna vez. Creo que fue un error y Jim Prior lo lamentó muchísimo, y se disculpó repetidas veces. Pero no se destituye a nadie porque haya cometido solamente un error».
Durante mi conversación con los señores Sirs y Smith (respectivamente los líderes de la ISTC y de la NUB) dije que el Gobierno no intervendría en la disputa. No conocía lo suficiente la industria siderúrgica como para involucrarme en las negociaciones aunque, por supuesto, accedía a escuchar sus puntos de vista. Los sindicatos querían que el Gobierno presionara a la BSC para que aumentara su oferta. Querían algo de «dinero fresco», pero les especifiqué que eso no existía: el dinero para la industria del acero sólo podía salir de otras industrias que dieran beneficios. El tema central es, les dije, la productividad en la que, aunque Bill Sirs discutiera las cifras, era generalmente aceptado que los logros de la BSC quedaban rezagados. Luxemburgo disminuyó la mano de obra empleada en la producción de acero de 24.000 a 16.000 personas aumentando, a su vez, la productividad, con el resultado de que llegó a exportar raíles a Gran Bretaña. Cuando me enteré de aquello durante el otoño, me sentí herida en lo más profundo y así se lo dije.
Esa misma tarde me reuní con sir Charles Villiers y Bob Scholey, presidente y jefe del Ejecutivo de la BSC respectivamente. Me describieron con toda precisión lo que habían ofrecido y el estrecho margen de flexibilidad. Les ofrecí todo mi apoyo.
Al día siguiente se reunieron Bob Scholey y Bill Sirs, pero fue en vano. Bill Sirs siguió exigiendo el 20 por ciento, cifra a todas luces carente de realismo. Lo único que podíamos hacer era dejar que continuara la huelga. En mi reunión con los ministros y funcionarios del 1 de febrero, se nos dijo que en el puerto no había trabas para el acero. Había poca o ninguna evidencia de escasez, salvo por la situación de franco deterioro de Metal Box, los fabricantes de envases para alimentos. El informe de la semana que acababa el 2 de febrero volvió a exponer una posición de fuerza: la producción estaba al 96 por ciento de su nivel normal. El 12 de febrero volvimos a recibir pruebas de que la industria seguía funcionando. El 90 por ciento de quienes tenían reservas de acero seguían manteniendo un nivel satisfactorio de entregas. Las importaciones limitadas seguían entrando y superando todos los obstáculos que les ponían los sindicatos. Tal vez no fuera sorprendente que las industrias consumidoras de acero se negaran a revelar el volumen de sus reservas y su posible duración, pero su moral era alta. Metal Box esperaba entregar el 50 por ciento de los pedidos de sus clientes. En British Leyland la producción podía seguir hasta finales de febrero.
Ahora, donde aumentaba el problema era en el sector privado del acero. Los piquetes masivos en Hadfields incrementaron su agresividad. Exageraron la intimidación y elevaron la violencia al mismo nivel que había provocado el cierre de Saltley Coke Depot durante la huelga minera de 1972. Por lo tanto era vital que ganáramos.
Los negocios británicos demostraron ser muy fuertes y estar llenos de recursos para enfrentarse a la huelga, lo que resultó ser un factor decisivo. De alguna manera habían logrado tener todo el acero que necesitaban. En los informes presentados en mis reuniones parecía que el momento crítico en que podían agudizarse los problemas de las industrias consumidoras de acero no llegaría nunca. En la reunión del 4 de marzo toda la información confirmaba la imposibilidad de que la huelga triunfara. La posibilidad de subsistencia de las industrias consumidoras de acero quedaba cada vez más asegurada por la importación. Incluso las perspectivas eran mejores que las de la semana anterior. El 14 de marzo todas las compañías privadas del sector del acero, menos una, habían vuelto a la producción y cuando se celebró la reunión del 18 de marzo, también en ésa se había vuelto al trabajo.
Aunque ya resultaba evidente que los sindicatos habían perdido, al no lograr la huelga afectar a la industria y quedar desmoralizados los huelguistas, los términos precisos en los que el Gobierno y la dirección habían ganado quedaron equilibrados. El 9 de marzo la BSC llevó a cabo una «votación sobre las votaciones», preguntándoles a los obreros si querían votar por el aumento que el ISTC había denegado, cuyo resultado fue la evidencia del descontento con los dirigentes del ISTC y sus tácticas. El sindicato quería una puerta abierta para salvaguardar su orgullo. La BSC propuso formalmente un arbitraje el 17 de febrero y, aunque fue rechazado, la oferta siguió en pie. Hubo fuertes presiones, que yo quise resistir, para que una comisión investigase la huelga y propusiese una solución. Hubiera preferido una acción del ACAS (Servicio de Asesoramiento, Conciliación y Arbitraje). Me pareció que si el ACAS tenía alguna razón de existir, sin duda tenía un papel que jugar en una situación como aquella. De hecho, estábamos condenados a quedarnos a la expectativa mientras la BSC y los sindicatos llegaban a un acuerdo en el nombramiento de las tres personas que llevaran a cabo la investigación. El nombramiento recayó en lord Lever y lord Marsh (antiguos ministros del Gabinete laborista) y Bill Keyes, del SOGAT, quien el 31 de marzo recomendó un acuerdo bastante por encima de la cifra originalmente ofrecida por la BSC aunque bastante inferior a la que pedía el ISTC. La oferta fue aceptada.
En la reunión final del 9 de abril, se nos comunicó a la comisión que todas las plantas de la BSC volvían a estar en funcionamiento. La producción y las entregas de acero estaban al 95 por ciento del nivel que hubieran tenido, de no existir la huelga. El resultado, pese al monto del acuerdo salarial aceptado, fue considerado como una victoria para el Gobierno en caso de que no lo fuera para la dirección de la BSC.
Aquella fue una batalla en la que no sólo se luchó y se obtuvo una victoria para el Gobierno y su política, sino también para el bienestar económico de todo el país. Era necesario hacer frente a los sindicatos que pensaban que, por estar en el sector público, había que permitirles ignorar la realidad comercial y la necesidad de una mayor productividad. En el futuro, los salarios tendrían que depender de la situación de la industria que los empleaba y no de la «comparación» con el salario de otros. Pero sería cada vez más difícil imbuir ese realismo donde el Estado era propietario, banquero y a veces intentaba, incluso, administrar.
BRITISH LEYLAND: 1979-1980
El desafío que presentaba la British Leyland (BL) al Gobierno era en cierta manera muy parecido al de la BSC, aunque fuera más grave y más difícil políticamente. Al igual que la BSC, la BL era propiedad del Estado y estaba controlado por él, aunque técnicamente no fuera una industria nacionalizada. La compañía se había convertido en un símbolo del declive industrial británico y de la sangrienta sinrazón de los sindicatos. Sin embargo, cuando entré en el Número 10, ya comenzaba también a significar la lucha administrativa por sobrevivir. Michael Edwardes, Presidente de la BL, ya había demostrado tener agallas al contratar a militantes sindicales que habían puesto de rodillas a la industria británica del automóvil. Yo sabía que decidiéramos lo que decidiéramos sobre la BL, eso tendría un impacto sobre la psicología y moral de los empresarios británicos en su conjunto, y estaba decidida a que esas señales fueran las adecuadas. Desdichadamente, a diferencia del caso de la BSC, resultaba cada vez más evidente que la acción requerida para apoyar a la BL contra la obstrucción del sindicato era muy diferente a la aplicable en un terreno puramente comercial. Ése era el problema, pero teníamos que respaldar a Michael Edwardes.
Ya en la oposición habíamos hecho notar nuestra hostilidad al plan Ryder para la BL, con su enorme coste no aparejado con medidas lo suficientemente rigurosas como para aumentar la productividad y lograr beneficios[21]. Tuve mi primera experiencia directa como primera ministra sobre las dificultades de la BL en septiembre de 1979, cuando Keith Joseph me informó de los espantosos resultados semestrales y las medidas que el presidente y el consejo de la BL pretendían tomar. Según el nuevo plan, se cerraría la planta de la BL en Coventry. Se perderían, por lo menos, unos 25.000 puestos de trabajo. Se incrementaría la productividad. Se aceleraría la producción del modelo de los coches de tamaño medio. El consejo de la BL sostenía que la compañía necesitaría más fondos que los 225 millones de libras esterlinas remanente de los mil millones de libras esterlinas prometido por los laboristas, según el Plan Ryder. Como respuesta, Keith no hizo promesas financieras. Dijo a la BL que estudiara alguna manera de obtener dinero de sus propios recursos, es decir, vendiendo con beneficios parte de la compañía. No había ninguna necesidad inmediata de adoptar decisiones sobre aumento de fondos hasta el momento en que el Gobierno recibiera, del Consejo Nacional Empresarial (NEB) el nuevo Plan Corporativo para la BL. Esto sería en noviembre.
Los trabajadores de la BL iban a ser consultados en una votación sobre el Plan Corporativo. Si el apoyo era netamente mayoritario, al Gobierno le resultaría muy difícil no darle su apoyo y muy pronto la compañía pediría 200 millones de libras esterlinas más, superando lo estipulado por el Plan Ryder. Parecía que la votación, cuyo resultado se haría público el 1 de noviembre, apoyaría la subsistencia de la compañía. Pero también podía resultar que no, lo que plantearía otros problemas inmediatos. Porque, si la votación daba a entender que sólo quedaba el recurso de especular con el futuro de la compañía, la perspectiva era que muchos pequeños y medianos acreedores exigirían el pago inmediato y los poseedores de grandes reservas a crédito se sumarían a la presión. La BL podría verse forzada a liquidar precipitadamente sus existencias en circunstancias en las que nos sería imposible responderle de manera adecuada, así como disponer de sus bienes. Las implicaciones económicas de un colapso de tal calibre eran apabullantes. Sólo en el Reino Unido había 150.000 personas trabajando para la compañía. Había un número probablemente igual trabajando en los componentes y otras industrias de abastecimiento dependientes de la BL. Me dijeron que el cierre total implicaría la pérdida neta de aproximadamente 2.200 millones de libras esterlinas anuales en la balanza comercial y, según el NEB, podría llegar a costarle al Gobierno en torno a los mil millones de libras esterlinas.
No había error en la gravedad política y económica que implicaba la decisión. El cierre tendría consecuencias terribles pero no teníamos que dar la impresión de que era impensable. Si la compañía y los trabajadores llegaban a creerlo, no habría límites para sus exigencias del erario público. Por esta razón, Keith y yo decidimos rechazar la petición de la BL de que el Gobierno tomara medidas para avalar las deudas de la compañía. Querían que publicáramos una carta a ese efecto, incluso antes del resultado de la votación. De hecho, el 87,2 por ciento de los votos dieron su apoyo al plan de la BL y ésta dio inmediatamente por sentado que tendría el apoyo del NEB para llevarlo adelante. Luego solicitaron una enorme suma de dinero al Gobierno.
Nuestras ideas respecto al Plan Corporativo de la BL quedaron pospuestas por dos acontecimientos. El primero fue que, como resultado (desvinculado) de nuestra decisión de quitar Rolls-Royce de la competencia del NEB, sir Leslie Murphy y sus colegas renunciaron y hubo que formar un nuevo directorio bajo la presidencia de sir Arthur Knight. En segundo lugar, el Sindicato Unido de Trabajadores Metalúrgicos (AUEW) se convirtió entonces en una amenaza para la supervivencia misma de la BL, al convocar una huelga a raíz de la renuncia, el 19 de noviembre, de Derek Robinson, un notorio agitador que era presidente del llamado Comité Sindical del Grupo Industrial Leyland. Robinson y otros habían seguido adelante con la campaña contra el plan de la BL, incluso después de haber sido aprobado. La administración estuvo acertada al suspenderlo hasta que la indagación del AUEW tomara una decisión definitiva.
El lunes 10 de diciembre, en una reunión de ministros que presidí, consideramos las posibilidades del Plan Corporativo. Lo primero que observé fue que el rendimiento de la BL había estado cayendo desde sus comienzos. Entonces pedí datos actualizados de posibles beneficios y recursos generados. Quería que Michael Edwardes me diera una definición apropiada de cuáles serían las circunstancias en las que la BL abandonaría el plan. Los hitos tenían que estar claros para medir los logros futuros. También quise saber si Michael Edwardes quería seguir en el puesto de presidente: oficialmente, sólo le quedaba un año de contrato.
Nos encontrábamos presionados para aprobar el plan antes del receso de Navidad (sin esperar a que terminaran las negociaciones salariales de la BL) para que la compañía pudiera firmar la colaboración con Honda, con el fin de fabricar los nuevos coches de tamaño mediano. Yo no me sentía preparada para tomar una decisión. En cualquier caso, experiencias anteriores me sugerían que el plan no sería cumplido. Los planes anuales de la BL siempre prometían grandes beneficios, aunque la situación parecía empeorar año tras año. Su participación en el mercado automovilístico británico había caído del 33 por ciento en 1974 al 20 por ciento en 1979, y en el curso de los últimos dos meses era sólo de un 16 por ciento. La productividad de la BL no superaba los dos tercios de la de sus competidores europeos y era inferior aún respecto a la de sus competidores japoneses. Para que la compañía volviera a ser competitiva tendría que mejorar en casi un 50 por ciento. Quedaba por ver si el plan podría lograrlo. Los nuevos modelos propuestos podrían ayudar. Pero el primero no se comenzaría a fabricar hasta finales del año siguiente y, para entonces, todos sus competidores estarían también fabricando nuevos modelos. Mientras tanto la BL se estaba quedando ya sin dinero y necesitaría que se le adelantara el correspondiente al nuevo año fiscal.
Por lo tanto pedí a John Nott, que aportaba al problema la experiencia y el escepticismo de un banquero, que revisase las cuentas de la BL junto con el director financiero de la compañía. También Keith Joseph, John Biffen y otros se pusieron a analizar el plan en detalle junto con Michael Edwardes. Y llegaron a la conclusión de que la BL tenía sólo una mínima oportunidad de sobrevivir y que era muy probable que el plan fracasara, a lo que seguiría el cierre o la liquidación de la compañía. Se calculaba que una tercera parte de la BL podía venderse. Pero la decisión final debía basarse en consideraciones más amplias. Aunque algo reacios, decidimos que la gente no entendería la liquidación de la compañía en aquel preciso momento, cuando sus directivos estaba haciéndole frente a los sindicatos y utilizando un lenguaje empresarial de sentido común. Y así, después de mucho discutir, acordamos respaldar el plan y proporcionarle el apoyo financiero necesario. Keith anunció nuestra decisión a la Cámara de los Comunes el 20 de diciembre.
El problema no se solucionaba proporcionando más dinero público: eso nunca pasa. Las votaciones de la BL sobre la oferta salarial tuvieron muy mal resultado, en parte porque, la pregunta planteada a los trabajadores («¿Apoya usted el rechazo del comité negociador a la oferta salarial y a las condiciones propuestas por la compañía?») era confusa. El 59 por ciento de los votantes se pronunció en contra de la oferta. Además, la encuesta del AUEW descubrió que el despido de Robinson había sido injustificado y se anunciaba una huelga general para el 11 de febrero. Michael Edwardes, muy acertadamente, se negó a readmitirlo y a mejorar la oferta salarial. El directorio de la BL adoptó planes de contingencia, con el apoyo de funcionarios del Ministerio de Industria y del Tesoro, para salvar la situación si el plan tenía que ser eliminado y había que liquidar la compañía. Michael Edwardes no quería considerar la posibilidad, ni siquiera en aquella etapa, de admitir la venta de la BL a posibles compradores extranjeros, aunque aceptó responder positivamente ante cualquier posible intento de compra. Por cierto que la fuerza laboral de la BL podía tener pocas dudas sobre la seriedad de su postura. La participación de la BL en el mercado había descendido tanto que en enero solamente las ventas del modelo Cortina de la Ford fueron mayores que la de toda la gama de la British Leyland.
Michael Edwardes y el consejo de la BL se mantuvieron firmes al encarar la amenaza del sindicato. A los huelguistas se les dijo que, a menos que volvieran al trabajo el miércoles 23 de abril, serían despedidos. Pero por mucho que admirase la tenacidad de la BL, estaba cada vez más descontenta del enfoque comercial del consejo. En particular había una fuerte resistencia por parte del consejo a vender toda o parte de la compañía, aunque parecía más una obstrucción que una declarada hostilidad.
Por ejemplo, había una decidida resistencia inicial a mi sugerencia de contratar un consejero financiero independiente para asesorarles sobre la manera de disponer de los bienes de la compañía. Se me respondió que ese tipo de contratación minaría la confianza en el futuro. Incluso se me sugirió que aquellos eran asuntos que incumbían a la dirección y no al Gobierno. Yo no podía aceptar aquello. El Gobierno era el principal accionista de la BL y era correcto que el accionista tuviera el derecho a opinar cuándo y cómo debía la compañía vender sus bienes. De hecho, a su debido tiempo se contrató un consejero con el beneplácito de Michael Edwardes.
El miércoles 21 de mayo Michael Edwardes y dos de sus colegas asistieron a una cena de trabajo en el Número 10. Por parte del Gobierno, estaban Geoffrey Howe y Keith Joseph; Robin Ibbs, Director del CPRS; y mi secretario particular. Michael Edwardes dijo que la BL estaba pasando por una situación comercial peor que en 1980, cuando se estructuró el plan. Podría sobrevivir sin el límite de dinero acordado en 1980, pero el límite provisional de 130 millones de libras esterlinas decidido para 1981 era esencial, y consideraba que la idea de que después ya no se necesitaría ninguna otra reposición de fondos por parte del Gobierno —dijo— utópica. Afirmó que tenía grandes esperanzas puestas en la colaboración con un fabricante alemán, pero que la perspectiva de vender la mayor parte de la empresa en un futuro inmediato no resultaba nada alentadora. Solamente la Land Rover alcanzaría un buen precio en aquellos momentos pero el venderla por separado perjudicaría seriamente al resto del negocio. Otros sectores de la BL podrían venderse en el curso de uno o dos años, a medida que avanzara el programa de recuperación. Resultaba obvio hacia dónde nos llevaba aquello: la BL estaba a punto de presentarnos otra solicitud del dinero de los contribuyentes, y probablemente fuera una suma enorme.
En cambio reconocí que la BL había logrado grandes avances. Pero hice hincapié en la inquietud que me causaban las interminables demandas de dinero extra. Dije que la BL había fracasado en alcanzar los objetivos fijados en su plan. Había que descartar cualquier nuevo aporte de dinero.
A medida que pasaba el verano se hacía cada vez más evidente que la situación financiera de la compañía se deterioraba incluso más. Michael Edwardes nos bombardeaba con sus quejas. Estaba preocupado por las importaciones japonesas. Atrajo la atención sobre las dificultades (indudablemente reales) de exportar a España debido a los altos aranceles aduaneros de ese país, mientras que ellos podían vendernos sus coches sin ningún problema. Se quejaba del nivel de la libra esterlina. Pero ninguno de aquellos argumentos podía disimular el hecho de que las cosas iban muy mal para la BL y de que parecía que el consejo no era capaz de cambiar aquella situación. Las pérdidas de la compañía durante el primer semestre fueron de 93,4 millones de libras esterlinas, antes del pago de intereses e impuestos, en comparación con unos beneficios de 47,7 millones de libras esterlinas durante el mismo período del año anterior. Michael Edwardes intentó conseguir que el Gobierno financiara los nuevos coches de tamaño medio de la BL (conocidos como LM10) por separado y antes del Plan Corporativo de 1981. En realidad quería que yo anunciara el compromiso del Gobierno al respecto en una cena ofrecida por la Sociedad de Fabricantes y Comerciantes de Automotores (SMMT), el 6 de octubre. No tenía intención alguna de hacerlo; tampoco esta vez me dejaría manipular.
En cambio lancé un mensaje bastante diferente y posiblemente menos agradable para la industria del automóvil. Reconocí que algunos de los problemas a los que se enfrentaban se debían a la recesión mundial. Pero que aquella no era la verdadera razón de las dificultades de la industria. Dije:
Este año la producción de automóviles es la más baja en veinte años. No es porque disminuyeran las ventas internas, nada de eso, sino porque la gente está comprando coches extranjeros en vez de los nuestros. Y algunos de ellos nos llegan de países de salarios altos y economías de moneda fuerte. La recesión mundial puede haber exacerbado nuestros problemas, pero ésa no es la raíz del problema de la industria del motor. Lo que sucede con la industria del automóvil, desde 1950, es un claro ejemplo de lo que viene funcionando mal en demasiados sectores de la industria británica: altos sueldos que no van acompañados de una productividad alta; beneficios bajos, inversiones muy bajas; casi nada destinado a I & D y a nuevos diseños […] y ¿por qué no hemos logrado la productividad? Por un exceso de mano de obra, por la resistencia al cambio, por un exceso de huelgas e interrupciones del trabajo.
La última parte del mensaje pareció caer en el vacío. El 27 de octubre los sindicatos de la BL decidieron por amplia mayoría rechazar la oferta salarial del 6,8 por ciento y recomendaron ir a la huelga. Michael Edwardes le escribió a Keith Joseph para decirle que una huelga imposibilitaría definitivamente cumplir el Plan Corporativo planteado apenas una semana antes. Para lograr apoyo para la oferta salarial quería redactar un informe dirigido a los funcionarios del sindicato, sobre los aspectos claves del Plan 1981, incluyendo los fondos requeridos para 1981 y 1982, que él cifraba en 800 millones de libras esterlinas. Aunque reacia, acepté la propuesta de Michael Edwardes pero sólo en el entendimiento de que el Ministerio de Industria haría saber que el Gobierno no estaba comprometido de manera alguna a conseguir esos fondos y que el asunto quedaba aún por considerar. De hecho, el 18 de noviembre los representantes del sindicato de la BL respaldaron, y finalmente aceptaron, la oferta de la compañía. La historia volvía a repetirse: el año anterior había sucedido casi lo mismo. La necesidad de manejarse con crisis relacionadas con la industria hacían muy difícil evitar la impresión de que estábamos dispuestos a proporcionar a la compañía grandes cantidades extra de los fondos públicos. Por más claras que fueran nuestras explicaciones, la gente llegaba siempre a la misma conclusión.
Según cualquier juicio comercial racional, no había razones válidas para seguir financiando la British Leyland. El Plan Corporativo de 1980 había previsto la necesidad de unos 130 millones de libras esterlinas en acciones de interés variable del Gobierno a partir del período de 1981 inclusive. En el Plan de 1981 que entonces se nos pedía que aprobáramos, la suma había aumentado a mil millones. Mientras tanto, las perspectivas de beneficios empeoraban. Las predicciones para lograr una parte del mercado en planes sucesivos eran cada vez peores. Muchos de los modelos de la BL no eran competitivos. El Metro y el Bounty de la BL/Honda podían ayudar, pero ninguno rendiría grandes beneficios. La BL seguía siendo una fábrica de automóviles de altos costes y un volumen de producción bajo, en un mundo en que los bajos costes y el gran volumen eran esenciales para el éxito.
El 12 de enero convoqué una reunión en el Número 10 para discutir el Plan Corporativo con Keith Joseph, Geoffrey Howe, Norman Tebbit y otros. Seguí alegando que teníamos que tratar de encontrar un camino intermedio entre el cierre definitivo y la financiación total del Plan Corporativo.
Sabía que el cierre definitivo de la fabricación de coches, con todo lo que aquello significaría para las regiones del West Midlands y de Oxford, no sería políticamente aceptable ni para el Gabinete ni para el partido, al menos a corto plazo. También resultaría de un coste muy alto para el Ministerio de Hacienda, probablemente un coste no muy diferente a la suma que la BL solicitaba entonces. En la reunión de ministros del 16 de enero dije que el Gobierno tenía que liberarse de aquella responsabilidad financiera respecto al volumen de la fabricación de coches de una manera que fuera aceptable, tanto humana como políticamente. Era posible que tuviésemos que pagarle a algún «talento» para que lograra convertir la compra de la empresa de automóviles en algo atractivo. En última instancia podía plantearse la necesidad del cierre, pero sería el mercado el que tuviera la última palabra, y no el Gobierno, a la hora de determinar el futuro de la BL. Dije que estaba a favor de apoyar el Plan BL, pero a condición de que la BL dispusiera, en un corto plazo, de sus bienes o se fusionara con otras compañías.
Este último punto era aún muy contencioso. Michael Edwardes les dijo a Geoffrey Howe y a Keith Joseph que el consejo de la BL querría vender Land Rover y otros sectores similares del negocio a medida que pudieran hacerlo, y cerrar la fabricación masiva de coches. Pero no querían vender Land Rover si además les exigían salvar el volumen de fabricación. Dijo que la posición del consejo resultaría insostenible si se le imponía un plazo público para la venta.
Evidentemente aquella actitud nos ponía en una situación muy difícil, que era precisamente lo que querían. Aquello irritó a uno o dos ministros hasta el punto de que se opusieran a todo el plan. Además, nos hubiera resultado imposible encontrar la situación intermedia que yo pensaba, y que hubiera implicado una progresiva venta del negocio sin un cierre inmediato y definitivo. Pero había que enfrentarse a la realidad política. Había que apoyar a la BL. Acordamos aceptar el Plan Corporativo de la BL que implicaba la división de la compañía en cuatro negocios, más o menos independientes. Establecimos las contingencias que implicaría abandonar el plan. Establecimos los objetivos de una mayor colaboración con otras compañías. Y, con gran dolor, les proporcionamos 990 millones de libras esterlinas.
Este no fue, por supuesto, el fin de la historia de la BL, ni tampoco para la BSC. En el momento adecuado quedará en evidencia que los cambios en la actitud y los incrementos de la eficiencia logrados en aquellos años resultaron permanentes. En ese sentido, los resultados de nuestra política de 1979-1981 con la BL fueron todo un éxito, pero no sin costes. Las enormes sumas extraordinarias de dinero público que tuvimos que dar provenían de los contribuyentes o, mediante mayores tipos de interés imprescindibles para financiar préstamos extra, de otros negocios. Y a cada vociferante petición de un mayor gasto público se le contraponía un sordo gruñido de aquellos que tenían que pagarlo.