Dentro del torbellino
Relaciones exteriores durante los primeros dieciocho meses (1979-1980)
GRAN BRETAÑA Y LA COMUNIDAD EUROPEA
Había realizado varias visitas políticas al extranjero antes de ser primera ministra, viajando en numerosas ocasiones a la Unión Soviética, Estados Unidos, Alemania, Israel y Australia. Disfrutaba de estos viajes, siempre que hubiera mucho para leer, gente interesante que conocer y estuviéramos haciendo una labor útil.
Pero indudablemente es muy distinto viajar en calidad de primera ministra acompañada por un equipo altamente profesional de asesores, generalmente con un programa agitado, y entrevistándome con jefes de gobierno en términos de igualdad.
Familiarizarme con este nuevo papel no me resultó más fácil por el hecho de que a las pocas de semanas de ocupar mi cargo tuviera que enfrentarme al problema de la excesiva aportación británica al presupuesto de la Comunidad Europea (CE), algo que requería duras negociaciones desde una posición difícil y el empleo de tácticas diplomáticas que a muchos les parecían muy poco diplomáticas. Tampoco era nuestra aportación al presupuesto la única fuente de controversia dentro de la CE, ni siquiera en esos primeros días.
Con el tiempo vi claramente que existían visiones auténticamente diferentes respecto al futuro de Europa.
Poco después de tomar posesión de mi cargo se celebraron las elecciones al Parlamento Europeo, que en aquellos tiempos se conocía por «Asamblea Europea», denominación que quizá dé una impresión más acertada de cuál era su limitado papel. En el transcurso de la campaña pronuncié un discurso en que subrayaba mi visión de la Comunidad como fuerza de libertad:
Creemos en una Europa libre, no en una Europa uniforme. Si reducimos la variedad entre los Estados miembros, empobreceremos a toda la Comunidad […].
A continuación dije:
Insistimos en que las instituciones de la Comunidad Europea se gestionen para contribuir a la mayor libertad de los individuos en todo el continente. No debemos permitir que estas instituciones degeneren en burocracia. Allí donde no sirvan para hacer más amplia la libertad, deben ser sometidas a crítica, de modo que el equilibrio vuelva a establecerse.
No obstante, siempre ha existido una tendencia contraria en la Comunidad: intervencionista, proteccionista, y en última instancia, federalista. La profundidad del contraste entre estas dos visiones de Europa sólo se haría del todo aparente al cabo de los años. Pero nunca se mantuvo muy oculta y yo siempre fui consciente de ella.
También era muy consciente de otro rasgo de la CE, que había sido evidente desde sus inicios, que seguía conformando su desarrollo y que reducía la capacidad de Gran Bretaña para influir en los acontecimientos: me refiero a la estrecha relación entre Francia y Alemania. En algún momento puede haber dado la impresión de que dicha relación dependía de las relaciones personales —entre Giscard y Schmidt, o entre Mitterrand y Kohl—, pero lo cierto es que se explicaba mejor en términos de historia e intereses a largo plazo. Durante mucho tiempo Francia ha temido el poder de Alemania, y ha albergado la esperanza de que por medio de la superior inteligencia gala el poder pudiera reconducirse en sentidos más favorables para los intereses franceses. Alemania, por su parte, sabe que aunque haya hecho una aportación a la CE considerablemente más significativa en términos financieros y económicos que la de cualquier otro Estado, ha recibido ingentes beneficios a cambio, en forma de respetabilidad e influencia internacionales. El eje franco-alemán seguiría siendo un factor a tener en cuenta, y más adelante diré más respecto a este tema.
EL CONSEJO EUROPEO DE ESTRASBURGO
Mi primer Consejo Europeo se celebró en Estrasburgo el 21 y el 22 de junio de 1979. Francia era el país anfitrión de las conversaciones. Se había elegido Estrasburgo en reconocimiento de la nueva importancia del Parlamento Europeo (que celebra allí dos tercios de sus sesiones), tras unas elecciones en que los conservadores habían conquistado 60 de 78 escaños británicos.
Confiaba en que el canciller Schmidt hubiera sacado de nuestras conversaciones anteriores la clara impresión de que yo estaba resuelta a luchar para que la contribución presupuestaria neta de Gran Bretaña se viera grandemente reducida. Y esperaba que le transmitiera el mensaje al señor Giscard, que presidía la cumbre; ambos eran antiguos ministros de Finanzas y deberían comprender claramente el punto de vista británico. (Tampoco pude evitar observar que se hablaban en inglés: pero tuve el tacto de no hacer ningún comentario al respecto).
El origen del problema presupuestario de Gran Bretaña tiene una explicación sencilla, aunque los detalles exactos eran enormemente complicados. En la época de la negociación de la entrada de Gran Bretaña en la CE se nos había asegurado (como yo seguiría recordando a los demás Estados miembros) que:
Si se producía una situación inaceptable dentro de la Comunidad actual o de una Comunidad ampliada, la propia supervivencia de la Comunidad exigiría que las instituciones [comunitarias] buscaran soluciones equitativas. [La cursiva es mía].
La razón por la que había hecho falta esta garantía era que el modelo comercial de Gran Bretaña, único en el mundo, la convertía en un importantísimo contribuyente al presupuesto comunitario: tan importante que de hecho la situación se hacía inaceptable. Tradicionalmente, importábamos muchos más productos procedentes de países no comunitarios que los demás Estados miembros, especialmente alimentos. Esto suponía que aportábamos al presupuesto comunitario, en forma de tarifas, mucho más dinero que los demás. De modo muy distinto, el presupuesto comunitario tiene una fuerte tendencia a apoyar a la agricultura por medio de la Política Agrícola Común (PAC); de hecho, cuando empezamos a gobernar, más del 70 por ciento del presupuesto se dedicaba a este fin. La gestión del PAC era —y sigue siendo— ruinosa. El fenómeno del dumping (venta de excedentes a países no comunitarios a precios inferiores a los aplicados dentro de la Comunidad) distorsiona el mercado mundial de alimentos y amenaza la supervivencia del libre comercio entre las principales economías. La economía británica depende menos de la agricultura que la mayoría de los países comunitarios, y nuestras explotaciones agrícolas suelen ser mayores y funcionan mejor que las de Francia y Alemania; en consecuencia, recibimos menos subvenciones que ellos. En un principio, Gran Bretaña recibía una proporción más justa de los fondos de los programas comunitarios no agrícolas (como por ejemplo los fondos regionales y sociales), pero el crecimiento de estos programas se había visto frenado por el poder del lobby agrícola en Europa y por la recesión internacional.
El gobierno laborista anterior había publicado a grandes voces la «renegociación» de los términos en que Gran Bretaña había ingresado en el Mercado Común. En 1975 se había elaborado un Mecanismo Financiero, en principio para limitar nuestra aportación; pero nunca se había puesto en marcha, y nunca se pondría, a no ser que cambiaran las condiciones originalmente acordadas. Como resultado, nunca hubo un acuerdo cuyo cumplimiento pudiéramos exigir a nuestros socios comunitarios.
Otro proceso había empeorado nuestra posición global: la prosperidad relativa de Gran Bretaña respecto a nuestros vecinos europeos había sufrido un continuo descenso. A pesar del petróleo del Mar del Norte, en 1979 Gran Bretaña se había convertido en uno de los miembros menos prósperos de la Comunidad, ocupando tan sólo el séptimo puesto entre los países comunitarios de renta per capita más elevada.
De modo que desde el principio mi política fue procurar limitar los daños y las distorsiones provocadas por el PAC y aportar realismo financiero a los gastos comunitarios. Pero en la reunión del Consejo en Estrasburgo también tenía dos objetivos a corto plazo. En primer lugar, quería tratar la cuestión presupuestaria ahora y lograr que se aceptara la necesidad de hacer algo, aunque sin entrar en demasiados detalles por el momento. En segundo lugar, quería afianzar un firme compromiso por parte de los demás jefes de Gobierno de que en la próxima reunión del Consejo en Dublín la Comisión expondría sus propuestas para resolver el problema.
Durante el almuerzo expuse mis pretensiones al presidente Giscard, y saqué la clara conclusión de que podríamos tratar el tema del presupuesto en los primeros momentos de la reunión. A continuación el grupo entero fue dando un paseo hasta el Hotel de Ville por las estrechas y atractivas calles de Estrasburgo. Se palpaba la bonhomie.
Pero al reanudarse el trabajo, pronto quedó claro que el presidente Giscard pensaba atenerse a su agenda anterior, a pesar de lo que me había dado a entender. Al menos estaba bien documentada y tomé parte activa en el debate sobre energía y la economía mundial. Señalé que Gran Bretaña no se había echado para atrás a la hora de tomar las difíciles decisiones necesarias para sobrellevar estas dificultades, y que estábamos efectuando grandes recortes en el gasto público. Para las siete menos veinte de aquella tarde habíamos decidido que, a ser posible, mantendríamos las importaciones de petróleo entre 1980 y 1985 en un nivel no superior al de 1978. Habíamos acordado que subrayaríamos la importancia de la energía nuclear. Nos habíamos comprometido a mantener la lucha contra la inflación. Supongo que de manera inevitable, nos habíamos comprometido a decir algo sobre la «convergencia» entre los diversos rendimientos económicos de los Estados miembros (un término clásico de la eurojerga). De hecho, habíamos tratado de casi todo menos de lo que yo más deseaba: el tema presupuestario.
Afortunadamente, estaba advertida de lo que podía ocurrir a continuación. El presidente Giscard propuso que como se estaba haciendo tarde y teníamos que arreglarnos para la cena, convendría debatir el tema del presupuesto al día siguiente. ¿Estaba de acuerdo la primera ministra británica? De modo que así fue como tuve que decir que no en mi primer Consejo Europeo. Al final es probable que lo avanzado de la hora obrara en mi favor: con frecuencia es más fácil llegar a conclusiones cuando el tiempo aprieta y la gente está pensando en la perspectiva de la haute cuisine francesa y los grands crus. Expliqué claramente los hechos, y éstos eran sin duda alguna muy elocuentes. Se acordó que en el comunicado se incluirían instrucciones a la Comisión para que preparara propuestas a fin de que el próximo Consejo tratara el asunto. Y con un poco de retraso, dimos por finalizada la reunión y nos fuimos a cenar. El debate nunca deja de despertar el apetito.
En estas reuniones, la costumbre era que los jefes de Gobierno y el presidente de la Comisión cenaran juntos; los ministros de Asuntos Exteriores formaban grupo aparte. También era costumbre hablar de asuntos internacionales. La situación de los barcos atestados de fugitivos vietnamitas era un tema que, por supuesto, preocupaba directamente a Gran Bretaña. Otro tema era el de Rodesia. También resulta interesante observar que ya entonces estábamos debatiendo el eterno problema de la balanza comercial japonesa.
Estrasburgo produjo un resultado tangible: quedaba introducida en el orden del día la cuestión de la injusta aportación presupuestaria de Gran Bretaña. Creí haber dado la impresión de hablar en serio, y luego supe que no me equivocaba. También fue en Estrasburgo donde oí a un funcionario gubernamental extranjero hacer un comentario aislado que me gustó mucho: «Ya está otra vez aquí Gran Bretaña», fue lo que dijo.
LA CUMBRE DE TOKIO DEL G7
Muchos de los asuntos más generales tratados en Estrasburgo volvieron a plantearse poco después en el entorno aún más espléndido de la cumbre económica de las siete grandes potencias industriales (el Grupo de los Siete, o G7) en Tokio En cuanto hube acabado mi informe sobre el Consejo de Estrasburgo para la Cámara de los Comunes, salimos camino de Heathrow para emprender el largo vuelo a Japón, Sabía que el precio del petróleo y sus efectos sobre la economía sería la prioridad del orden del día. Estaba bien documentada. Tenía a mi disposición lo mucho que Denis sabía sobre la industria petrolífera, y también había recibido un concienzudo informe de manos de los expertos petrolíferos con los que acababa de almorzar en Chequers. Conocían el negocio petrolífero a fondo; por el contrario, en Tokio me encontraría con que los políticos que pensaban que podían limitar el consumo de petróleo estableciendo planes y objetivos no tenían un gran entendimiento práctico del mercado.
Aproveché la oportunidad para hablar de otros temas igualmente importantes de camino a Tokio. Habíamos recabado autorización de la Unión Soviética para acortar el viaje a Japón sobrevolando Rusia. El avión aterrizó en Moscú para repostar, y allí me recibió el primer ministro soviético, Alexei Kosygin, quien interrumpió una reunión de primeros ministros comunistas para acudir al aeropuerto. Para mi sorpresa, nos habían preparado un banquete en el aeropuerto. La hospitalidad en la Unión Soviética siempre se mostraba generosa con las visitas importantes: existían dos mundos, uno para dignatarios extranjeros y la élite del partido, con toda clase de lujos, y otro para la gente de la calle, con sólo las mercancías más elementales, y no muy abundantes.
Pronto descubrimos lo que había detrás de tanta atención por parte de los soviéticos. Querían conocer mejor a la «Dama de Hierro», como me había bautizado su agencia de prensa oficial, Tass, tras un discurso que pronuncié cuando aún era líder de la oposición.
En las relaciones entre Este y Oeste reinaba la calma previa a una enorme tormenta política. So capa de la distensión, los soviéticos y sus vicarios comunistas llevaban varios años aplicando una política de agresión encubierta, a la vez que Occidente bajaba la guardia. En Tokio encontraría más pruebas del exceso de confianza de la Administración Carter en la buena voluntad de la Unión Soviética. El segundo Tratado para la Limitación de Armas Estratégicas (SALTII) se había firmado sólo unos días antes. Incluso se llegó a hablar de un SALT III, pero el ánimo estaba a punto de cambiar, ya que faltaban menos de seis meses para que la Unión Soviética invadiera Afganistán.
Aunque no hablamos de temas de defensa, el asunto más delicado que traté con el señor Kosygin fue la situación de los refugiados vietnamitas, cientos de miles de los cuales estaban abandonando Vietnam en barco. Eran víctimas de una feroz represión, tan terrible como para obligarles a vender todas sus pertenencias, abandonar sus hogares y arriesgar sus vidas navegando en barcos sobrecargados y peligrosos, sin garantía alguna de supervivencia. Gran Bretaña poseía una gran marina mercante y, naturalmente, nuestros barcos recogían a estos trágicos fugitivos del comunismo para salvarles de los peligros del naufragio y la piratería. Las leyes de la navegación dictan que los supervivientes de un naufragio pueden ser desembarcados en el próximo puerto de escala. Pero con frecuencia ocurría que en el próximo puerto —Singapur, Malasia o Taiwan— se negaban a recibirlos, si no mediaba nuestra promesa de que los refugiados serían luego trasladados a Gran Bretaña. En nuestro país aún estábamos viviendo todas las presiones sociales y económicas de las inmigraciones del pasado, y, en consecuencia, no deseábamos adquirir tal compromiso. Los propios refugiados se negaban a desembarcar en Cantón: estaban hartos de comunismo. Esto significaba que Hong Kong se convertía en su primer destino elegido, con la esperanza de seguir luego hacia EE. UU. o algún otro país occidental. Los comunistas, por supuesto, sabían perfectamente que esta avalancha de emigración suponía un costoso compromiso para Occidente y sin duda tenían la esperanza de que pudiera desestabilizar a otros países de la región.
Planteé al señor Kosygin que Vietnam era un país comunista, estrecho aliado de la Unión Soviética, y que él ejercía una influencia considerable en la zona. Lo que estaba ocurriendo era una vergüenza, no sólo para el régimen del Vietnam, sino también para el comunismo en general. ¿No podía hacer nada para frenarlo? Un intérprete me tradujo su respuesta: «Bueeeno», dijo (o su equivalente en ruso), «todos son drogadictos o delincuentes…». No prosiguió. «¿Qué?» dije yo. «¿Un millón de delincuentes y de drogadictos? ¿Tan nefasto es el comunismo que un millón de personas se ven obligadas a consumir drogas o a robar para poder vivir?». Abandonó el tema inmediatamente. Pero mi mensaje había quedado claro, tal y como indicaban las expresiones nerviosas en las caras de sus ayudantes (y de algunos de los míos). No logré frenar la avalancha de refugiados perseguidos, pero sí pude plantar cara a las mentiras con que los comunistas procuraban justificar su persecución, algo que más adelante seguirían haciendo. Tras una hora y cuarenta minutos de visita regresamos al avión y reanudamos el vuelo hacia Tokio. Más adelante remití el asunto a las Naciones Unidas; era demasiado complejo para que lo tratara aisladamente un solo país.
La ronda de cumbres internacionales hace que la vida de un primer ministro de hoy en día sea muy diferente de como era en tiempos de Anthony Eden, Harold Macmillan o Alec Douglas-Home. Cuando estaba en la oposición me había parecido bastante dudoso el valor de gran parte de esta actividad. Una vez en el Gobierno, me preocupaba que estas cumbres pudieran acaparar mi tiempo y mis energías, sobre todo cuando había tanto por hacer en casa: a los pocos meses de ocupar mi cargo ya había ido a Estrasburgo en representación de Gran Bretaña para tratar asuntos comunitarios, había visitado Tokio para representar al país en un foro económico más global, y pronto acudiría a Lusaka para la reunión de los jefes de Gobierno de la Commonwealth.
El G7 tenía sus raíces en la acción internacional emprendida para contrarrestar la crisis económica de mediados de los setenta. La primera reunión se celebró en 1975 en Rambouillet, en Francia. Desde entonces, el número de asistentes y la solemnidad de los procedimientos han ido aumentado de año en año, y no precisamente para mejor. El canciller Schmidt hizo un buen resumen de sus principales ventajas e inconvenientes. En su opinión, las cumbres del G7 habían servido para que Occidente evitara lo que él llamaba tácticas de «empobrecer al vecino», es decir, las devaluaciones competitivas y el proteccionismo que tantos perjuicios causaron en los años treinta. Sin embargo, también opinaba que con demasiada frecuencia las cumbres habían caído en la tentación de comprometerse en cuestiones que después no podían cumplir. Yo estaba de acuerdo. Siempre había presiones a las que determinados Gobiernos cedían con demasiada facilidad, para que se arbitraran fórmulas y ambiciosos compromisos que todos podían aceptar y nadie se tomaba en serio.
No obstante, la vertiginosa subida del precio del petróleo otorgaba a la cumbre económica de Tokio de 1979 una importancia fuera de lo común. De hecho, la Organización de Países Exportadores de Petróleo (la OPEP, el cártel de los principales productores de petróleo), se reunía en las mismas fechas que el G7, donde estaban sus principales clientes[19]. Durante nuestra estancia en Tokio, el precio de un barril de petróleo Saudita subió de 14,54 a 18 dólares, con muchos crudos de la OPEP incluso por encima de estos precios. En consecuencia, todas las conversaciones giraron en torno a la manera de limitar la dependencia occidental del petróleo y se debatieron objetivos engañosamente específicos con plazos concretos. Pero yo sabía que la mejor manera de reducir el consumo era permitir que el mecanismo de precios cumpliera con su cometido. En caso contrario, el peligro era que los países procuraran adaptarse a la subida de precios por medio de la emisión de moneda, lo cual conduciría a la inflación, con la esperanza de evitar la recesión y el desempleo. En Gran Bretaña ya habíamos comprobado que la inflación causa más desempleo del que ayuda a combatir, pero no todos habían aprendido la lección.
La cumbre anterior se había celebrado en Bonn, en 1978, cuando aún estaba de moda la doctrina de la «sintonización fina de la demanda». En aquella ocasión se esperó que Alemania actuara, como rezaba la jerga del momento, a modo de «locomotora» del crecimiento, tirando del mundo para que saliera de la recesión. Como el canciller Schmidt declararía a los líderes de la cumbre de Tokio, el principal resultado consistió en el aumento de la inflación en Alemania: no volvería a cometer ese error. A Bonn no habían asistido nuevos jefes de Gobierno, y habían prevalecido las antiguas panaceas. En Tokio, por el contrario, había tres recién llegados: el primer ministro japonés y presidente de la reunión, el señor Ohira, el nuevo primer ministro de Canadá, Joe Clark, y yo. Además de mí misma, los principales defensores de la economía de libre mercado eran Helmut Schmidt y, aun en mayor medida, el conde Otto von Lambsdorff, su ministro de Finanzas.
Al bajar del avión en el aeropuerto de Tokio, tuve que atravesar una enorme multitud de periodistas (en aquella época unos dos mil periodistas asistían a estas cumbres, y ahora son todavía más numerosos). Habían acudido para ver de cerca ese fenómeno extraordinario, casi sin precedentes: un primer ministro de sexo femenino. Hacía un tiempo muy caluroso y húmedo. Las medidas de seguridad eran muy rigurosas. Me alegré de llegar al hotel, donde se alojaba la gran mayoría de los delegados extranjeros, a excepción del presidente de los Estados Unidos. Poco después de llegar, me entrevisté con el presidente Carter en la Embajada de Estados Unidos, donde hablamos de nuestro enfoque de los temas que surgirían, especialmente el consumo energético, que planteaba un problema muy especial —y de importantes implicaciones políticas— para Estados Unidos. La señora Carter y Amy se unieron a nosotros al finalizar la reunión. A pesar de las críticas de la prensa, a los Carter evidentemente les encantaba que su hija viajara con ellos (y por qué no, me dije yo).
Era imposible no sentir simpatía por Jimmy Carter. Practicaba un cristianismo profundamente comprometido, y era un hombre de evidente sinceridad. También poseía una destacada capacidad intelectual, con un dominio, poco corriente entre los políticos, de la ciencia y del método científico. Pero había accedido a su cargo más a consecuencia del Watergate que porque hubiera convencido a los norteamericanos de lo acertado de su análisis del mundo que les rodeaba.
Y efectivamente, ese análisis padecía de graves fallos. No dominaba del todo la economía, y por lo tanto tendía a un intervencionismo informal e inútil cuando aparecían problemas. Sus impuestos sobre beneficios inesperados y sus controles a los precios de la energía, por ejemplo, que fueron concebidos para contrarrestar las subidas de precio generadas por la OPEP, sólo sirvieron para provocar grandes colas en las gasolineras, con el consiguiente fastidio de los ciudadanos. En asuntos exteriores estaba demasiado influido por una doctrina que por aquel entonces iba ganando adeptos en el Partido Demócrata: la que sostenía que se había exagerado la amenaza del comunismo y que la intervención estadounidense en apoyo a dictadores de derechas era casi igual de culpable. De aquí que se viera sorprendido y desconcertado por sucesos como la invasión soviética de Afganistán y el secuestro de diplomáticos norteamericanos en Irán. Y en general no tenía una gran visión del futuro de Estados Unidos, de modo que, ante la adversidad, se veía reducido a predicar la austera doctrina de los límites al crecimiento, que resultaba desagradable e incluso extraña a la mentalidad de los estadounidenses.
Además de estos fallos políticos, en ciertos aspectos su personalidad tampoco era apta para la presidencia; se angustiaba ante las grandes decisiones y le preocupaban demasiado los detalles. Por último, infringió la norma napoleónica de que los generales deben tener suerte. Su presidencia sufrió una persistente racha de mala suerte, desde la OPEP a Afganistán. Con lo que queda demostrado que para dirigir una gran nación no basta con ser una persona decente y practicar la perseverancia. Sin embargo, repito que me gustaba Jimmy Carter, y que fue un buen amigo, tanto mío como de Gran Bretaña; si hubiera accedido al poder en la época posterior a la Guerra Fría, en otra situación mundial, puede que su talento hubiera sido más aprovechable.
Aquella noche se reunieron a cenar los miembros europeos de la cumbre, con el presidente Giscard como anfitrión. Naturalmente, la Comunidad ya había acordado en Estrasburgo su propio planteamiento del tema de la energía. Ahora la cuestión principal era cómo hacer encajar dicho planteamiento con el que pretendían los tres países no comunitarios del G7.
A la mañana siguiente, tras la inevitable sesión fotográfica, empezó la primera sesión de trabajo en la Sala de Conferencias de la segunda planta del Palacio de Akasaka. Las delegaciones se sentaron en torno a una mesa rectangular, distribuidos por orden alfabético inglés; era un sistema que siempre nos resultaba útil, porque nos colocaba junto a Estados Unidos: United Kingdom-United States. La minuciosa organización de las llegadas de los líderes reflejaba las consideraciones de precedencia, de modo que los jefes de Estado llegaban más tarde que los jefes de Gobierno; por otra parte, el orden dentro de cada categoría lo determinaba el tiempo que cada uno llevara en su cargo. Los franceses eran los que más valor daban a la precedencia; para los estadounidenses no tenía valor ninguno; de hecho, ni Jimmy Carter ni Ronald Reagan la tuvieron nunca muy en cuenta. Mientras esperábamos allí sentados, hacíamos cábalas a ver quién conseguía llegar el último.
La reunión empezó, como siempre, con un breve discurso de orden general, pronunciado por cada jefe de Gobierno. El canciller Schmidt habló antes que yo en la primera sesión, y después de mí en la segunda. Descubrimos que ambos subrayábamos los mismos puntos: la importancia de la lucha contra la inflación y el papel esencial del mecanismo de precios en la reducción del consumo de energía. Aparentemente, mis intervenciones fueron bien recibidas, entre otros, por los alemanes, como posteriormente nos informó el conde de Lambsdorff. Quizá fue ésta la ocasión en que más cerca estuvimos de una entente anglo-alemana. Observé que gran parte de nuestras dificultades derivaban del seguimiento de políticas keynesianas, con su énfasis en la financiación deficitaria del gasto público, y subrayé la necesidad de controlar los créditos para combatir a inflación. A continuación, después de que el señor Ohira y el canciller Schmidt adoptaran posiciones parecidas a la mía, el presidente Giscard llevó a cabo una asombrosa intervención en la que salió en animada defensa de lord Keynes, rechazando claramente el enfoque básico del mercado libre, por innecesariamente deflacionario. El señor Andreotti —primer ministro en ese momento, como volvería a serlo en mis últimos tiempos de primera ministra— apoyó el punto de vista francés. Era una reveladora manifestación de las profundas diferencias doctrinales que dividen a la Comunidad.
También resultaba revelador en lo que a las personalidades del presidente Giscard y el primer ministro Andreotti se refiere. Nunca sentí gran simpatía por el presidente Giscard d’Estaing. Y tengo la rotunda impresión de que el sentimiento era mutuo. Ello resulta más sorprendente de lo que parece, ya que tengo debilidad por el encanto de los franceses y, después de todo, el presidente Giscard era considerado un hombre de derechas. Pero era un interlocutor difícil; hablaba en largas parrafadas de prosa perfectamente construida, que no permitían interrupción alguna. Además, su política era muy diferente de la mía: a pesar de sus aristocráticos modales, tenía mentalidad de tecnócrata. Consideraba la política como un deporte de élite del que los ciudadanos podían sacar provecho, pero sin participar en él. Esto quizá tuviera cierto sentido si los tecnócratas realmente fueran guardianes fríos e intelectuales, por encima de las pasiones y los intereses de los demás. Pero el presidente Giscard era tan susceptible como cualquier otra persona de dejarse arrastrar por las modas intelectuales y políticas; lo que él hacía era expresar sus pasiones fríamente.
El primer ministro Andreotti no estaba más en mi longitud de onda que el presidente francés. De hecho, los planteamientos políticos de este hombre —al parecer indispensable en cualquier gobierno italiano que se formara— me resultaban aún más imposibles de admitir que los de Giscard. Daba la impresión de sentir una auténtica aversión a los principios, de hallarse incluso en la convicción de que un hombre de principios está condenado a ser objeto de burlas. Su actitud ante la política era como la de un general del siglo XVIII ante la guerra: una ingente y compleja serie de maniobras para desfile llevada a cabo por ejércitos que nunca acaban de entrar en batalla, y en vez de ello anuncian victorias, rendiciones o acuerdos según la fuerza aparente de cada contendiente, colaborando los enemigos en lo que realmente les importa, que es el reparto del botín. Puede que el sistema italiano necesitara de alguien con talento para el pacto político, y ciertamente era considerado imprescindible dentro de la Comunidad, pero yo no podía evitar sentir cierto rechazo.
Lo hospitalario no quita lo eficaz, y sería difícil excederse en el elogio de la eficacia japonesa en la organización de la conferencia. En un momento dado intervine para aclarar a los funcionarios —los sherpas, suele llamárseles— precisamente cuál de los dos borradores de comunicado, opcionales, estábamos debatiendo. Los sherpas se pusieron a la labor aquella misma noche, mientras nosotros asistíamos a un banquete que nos daba el Emperador de Japón. A eso de las dos de la madrugada, aún en mi traje de noche, fui a ver cómo se las iban arreglando los redactores del comunicado. Los encontré refinando su borrador anterior a la luz de nuestros debates, y preparando formulaciones verbales alternativas en los puntos que sobre los que aún tenían que tomarse decisiones al día siguiente. En aquel momento deseé que nosotros también pudiéramos tomarnos las cosas tan en serio como evidentemente ellos lo hacían.
Al día siguiente volvimos a reunimos en el palacio de Akasaka para repasar el comunicado, lo cual nunca deja de resultar largo y pesado. Había cierto desacuerdo entre norteamericanos y europeos acerca del año que había de servir de punto de partida para establecer nuestros diferentes objetivos en la reducción de importaciones de petróleo. Pero para mí el debate más revelador giraba en torno al objetivo de los japoneses. Hasta prácticamente el último momento no estuvo nada claro que los asesores del señor Ohira le fueran a permitir dar una fecha. A mí, que estaba convencida de que el mercado impondría por sí mismo la necesaria limitación al consumo petrolífero, fueran cuales fueran nuestros planteamientos, me parecía todo muy académico. Cuando al final los japoneses anunciaron sus cifras nadie tenía la menor idea del orden de reducción de que estaban hablando, si alguna había; pero el presidente Carter los felicitó muy calurosamente, de todos modos.
Finalmente se emitió el comunicado y se celebró la habitual conferencia de prensa. La decisión más importante no tenía nada que ver con la limitación del consumo de crudos. Era que, a pesar de las inclinaciones de varios gobiernos del G7, no íbamos a caer en la trampa de intentar conseguir una reflación coordinada de la demanda. Era una señal de interés para el futuro.
Desde Tokio seguí viaje hasta Canberra, donde llegué a la mañana siguiente. Esta era mi tercera visita a Australia, aunque de carácter muy breve. Tuve tiempo de ver a mi hija Carol, que trabajaba allí de periodista, pero mi objetivo principal era hablar con Malcolm Fraser, el primer ministro australiano. Le puse al corriente de lo ocurrido en Tokio. Pero, lo que era aún más importante, hablamos de la próxima Conferencia de la Commonwealth, a celebrarse en Lusaka, donde inevitablemente Rodesia constituiría el tema principal. A lo largo de los ocho meses siguientes, Rodesia acapararía una gran parte de mi tiempo.
CE: EL ACUERDO PRESUPUESTARIO DE 1980
Con la Conferencia de Lancaster aún en curso, tuve que dirigir mi atención de nuevo hacia la controvertida cuestión de cómo negociar una considerable reducción de la aportación neta de Gran Bretaña al presupuesto comunitario. Al fin se habían fijado unas cifras relativas al volumen de la contribución, y por consiguiente ya no era concebible que nadie negara la magnitud del problema. Por otra parte, la Comisión Europea había emitido un informe en el que se indicaba que era posible, según principios comunitarios por todos aceptados, lograr un «equilibrio general» entre las aportaciones y los ingresos británicos. Había, por lo tanto, ciertas bases para el optimismo, pero no me hacía ilusiones sobre la facilidad de acuerdo, y era muy consciente de la posibilidad de que se acudiera a prácticas no muy honradas. Los funcionarios británicos habían transmitido a la Presidencia mi preocupación por las querellas sobre temas de procedimiento que habían caracterizado el anterior Consejo de Estrasburgo, así como mi deseo de que la Presidencia adoptara una línea firme, logrando que el presupuesto se debatiera al principio de la reunión.
Para entonces los Estados miembros de la Comunidad ya sabían que íbamos en serio. El 18 de octubre de 1979 pronuncié en Luxemburgo la Conferencia Conmemorativa de Winston Churchill, que, como requería la ocasión, versó principalmente sobre temas internacionales.
Hice la siguiente advertencia:
Debo ser absolutamente clara al respecto. Gran Bretaña no puede aceptar la actual situación del Presupuesto. Es claramente injusta. Es políticamente indefendible: no puedo seguir haciendo de hada benéfica con la Comunidad mientras a mi propio electorado se le pide que renuncie a toda mejora en el campo de la sanidad, la educación, el bienestar, etc.
También habíamos aprovechado toda oportunidad de hacer comprender más ampliamente nuestro punto de vista. Había hablado con Helmut Schmidt en Bonn a finales de octubre, y el 19 y 20 de noviembre se había celebrado una cumbre de dos días en Londres. Los alemanes y los franceses sabían que iba en serio.
En preparación al Consejo de Dublín, examinamos todas las medidas de que disponíamos para ejercer presión sobre la Comunidad. Christopher Soames, que tenía una gran experiencia de las artimañas de los europeos, me envió una nota explicando que la Comunidad nunca había tenido fama de tomar decisiones desagradables sin largos regateos previos, y que no debía preocuparme demasiado por las bazas con las que contaba, ya que un país importante como Gran Bretaña podía causar grandes trastornos en la Comunidad si así lo deseaba. Tomé nota de sus consejos. En línea con esta mentalidad, ya muy al principio habíamos explorado —como volveríamos a hacer posteriormente— la posibilidad de retener nuestros pagos a la Comunidad. Pero, por consideraciones de orden práctico, y también legal, no parecía posible inclinarse por esta vía. No obstante, me parecía a mí que la mera posibilidad ya causaba un satisfactorio nerviosismo en la Comisión, cuya presión para alcanzar un acuerdo satisfactorio era esencial. También disponíamos de la baza de rechazar las subidas de los precios agrícolas, algo que los Gobiernos de Francia y Alemania —ambos a punto de celebrar elecciones generales— querían conseguir. Nuestra posición moral también se veía fortalecida por el hecho de que los franceses habían violado la normativa comunitaria al obstaculizar las importaciones de cordero británico —el Tribunal Comunitario había dictado sentencia a nuestro favor el 25 de septiembre—, aunque tampoco es que la moralidad cuente gran cosa en el seno de la Comunidad.
En el Consejo siguiente —celebrado en Dublín a finales de noviembre, una vez asumida por los irlandeses la presidencia de la CE— la cuestión de nuestra aportación al Presupuesto dominaba todas nuestras actividades. El evidente riesgo de un atentado del IRA hizo que me tuviera que alojar en condiciones de magnífico aislamiento, en Dublin Castle, antigua sede del Gobierno británico en la isla. A la prensa irlandesa le gustó la idea de que yo durmiera en la misma cama que la reina Victoria en 1897, aunque yo tuve más suerte que ella, porque me instalaron una ducha portátil en la habitación. De hecho, recibí un trato excelente. La hospitalidad quizá fue la mejor característica de la visita, y supuso un fuerte contraste con el ambiente de las reuniones, que era enorme y crecientemente hostil. Algo así me había esperado. Fui a Dublín con un traje recién hecho. En condiciones normales habría disfrutado llevando algo nuevo en una ocasión tan importante como ésta, pero al final cambié de opinión: no quise arriesgarme a que el traje nuevo quedara asociado a una serie de recuerdos desagradables. Y no fue ésta la única sabia decisión que tomé en Dublín: la principal fue la de pronunciar muy claramente, y por lo menos con tanta fuerza como en Estrasburgo, la palabra «no».
El Consejo se inauguró muy cordialmente en Phoenix Park, residencia oficial del presidente irlandés, con un banquete que éste nos ofreció. Luego, en Dublin Castle, nos pusimos manos a la obra. En mi primer discurso expuse los hechos de nuestro caso con algo más de detalle que en Estrasburgo, y luego amplié estos detalles en el animado debate que se celebró a continuación. Hubo mucha discusión sobre las cifras, en cuya raíz había una cuestión oscura y compleja: cómo calcular las pérdidas y ganancias de Estados individuales como resultado del funcionamiento del PAC. Pero cualquiera que fuera el sistema de contabilidad, no había duda de que el Reino Unido estaba haciendo una enorme aportación neta que, a no ser que se aligerase, pronto llegaría a ser la mayor de todas. No pretendíamos convertirnos en beneficiarios netos (aunque no faltasen en Gran Bretaña quienes querían que yo lo consiguiera); de hecho, sólo pedíamos un «equilibrio amplio». Resultaba inaceptable que mientras nosotros introducíamos recorte en el gasto público nacional, se esperara que hiciéramos una contribución neta de más de mil millones de libras esterlinas al año. Yo subrayé el compromiso de Gran Bretaña con la Comunidad y nuestro deseo de evitar una crisis, pero no dejé ninguna duda de que una crisis era precisamente lo que le esperaba a la Comunidad si no resolvíamos el problema.
Acabábamos de exponer nuestras propuestas presupuestarias. Pero la Comisión había formulado algunas propuestas propias, y yo estaba dispuesta a aceptar su enfoque básico como punto de partida. Para empezar, proponían que se emprendieran acciones para reconducir el gasto comunitario, alejándolo de los programas agrícolas y dirigiéndolo hacia programas estructurales y de inversión. En segundo lugar, proponían que además se crearan proyectos británicos para aumentar nuestros ingresos. Pero simplemente no había suficientes proyectos adecuados. Finalmente, en lo que a aportaciones se refiere, hasta la fecha el Mecanismo de Corrección de 1975 no había conseguido reducir nuestros pagos. Una reforma según las líneas propuestas por la Comisión podría contribuir a reducir nuestras contribuciones netas, pero todavía no lo suficiente: seguiríamos aportando más o menos lo mismo que Alemania, y mucho más que Francia. Haría falta algo más radical.
Expuse otro argumento que había de resultar de cierta importancia. Dije que «el acuerdo debía durar tanto como el problema». En ese momento, y más aún al acabar el Consejo, me parecía que no podíamos permitirnos estas batallas todos los años, sólo para fijar algo que el sentido común y la equidad tenían que haber dejado patente desde el principio.
Rápidamente se pudo comprobar que no me iba a ser posible convencer a los demás jefes de Gobierno para que vieran así las cosas. Algunos, como por ejemplo el primer ministro holandés, el señor Andries van Agt, se mostraron razonables, pero la mayoría no se avino a razones. Tenía la fuerte sensación de que habían decidido poner a prueba mi capacidad y mi voluntad de hacerles frente. Era realmente descarado: estaban empeñados en quedarse con todo el dinero que pudieran. Para la clausura del Consejo, a Gran Bretaña se le había ofrecido una devolución de tan sólo 350 millones de libras, lo que implicaba una aportación neta de 650 millones. Esta devolución era sencillamente insuficiente, y yo no pensaba aceptarla. Había accedido a que se celebrara otro Consejo para seguir debatiendo el tema, pero no me quedaba mucho optimismo después de lo que había visto y oído en Dublín. Para mí la cosa iba mucho más allá de una dura negociación económica, que era inevitable. Lo que no podía aceptar era la actitud de que la justicia fuera sencillamente un factor a no tener en cuenta. Fui completamente sincera cuando dije que Gran Bretaña no pedía más que lo que le correspondía; igual de auténtica fue mi cólera cuando esta propuesta se recibió con cinismo e indiferencia.
Fue reflexionando acerca de esta actitud tan esencialmente no inglesa que acababa de mostrar la Comunidad (y que luego pondría de manifiesto en otras ocasiones), cuando leyendo el asendereado volumen de mi biblioteca en que se contiene la obra de mi poeta favorito, Rudyard Kipling, tropecé con los siguientes versos suyos en el poema «Norman and Saxon». El barón normando, dueño de grandes propiedades, advierte a su hijo sobre nuestros antepasados ingleses, los anglosajones, diciéndole:
No es el sajón como nosotros los normandos. No son sus modales tan corteses.
Pero sólo se pone realmente serio cuando empieza a hablar de justicia y derecho.
Cuando se planta como un buey en el surco con sus sombríos ojos clavados en los tuyos.
Y refunfuña: «Este trato no es justo». Hijo mío, deja en paz al sajón.
En la conferencia de prensa celebrada después del Consejo, defendí nuestra posición enérgicamente. Dije que los demás Estados «no debían haber esperado que me conformara con un tercio del pastel». También me negué a aceptar el término comunitario «recursos propios». Sin pedir disculpas, seguí manteniendo que estábamos hablando del dinero de Gran Bretaña, no del de Europa.
Hablo solamente de nuestro dinero, no del de nadie más; tendría que procederse al reembolso en efectivo de nuestro dinero para situar nuestros ingresos en el nivel medio de ingresos de la Comunidad.
La mayoría de los demás jefes de Gobierno se pusieron furiosos. La prensa irlandesa se mostró virulenta. Un periódico británico, The Times, describió mi actuación en la conferencia de prensa con la palabra «bravura», aunque el editorial se manifestaba más crítico. El mejor comentario, a mi entender, venía en Le Figaro:
Acusar a la señora Thatcher de intentar torpedear Europa porque defiende los intereses de su país con gran determinación supone cuestionar sus intenciones subyacentes, de la misma manera que se cuestionaba las de De Gaulle respecto a los intereses franceses.
Me gustó la comparación.
Empleamos el período entre el final de la reunión de Dublín y el siguiente Consejo Europeo en conseguir apoyo para nuestro caso, tanto en el público como por medios diplomáticos. El 29 y 30 de enero me reuní con el primer ministro italiano (luego presidente) Francesco Cossiga. Ya había tratado con el señor Cossiga cuando en 1979 fue secuestrada en Cerdeña la familia Schild, de mi distrito electoral. Me había parecido altamente competente y profundamente preocupado. También era un hombre de principios, como había demostrado al dimitir de su cargo de ministro del Interior tras el asesinato del antiguo líder democristiano Aldo Moro, y tal como yo había podido comprobar por experiencia propia. La política y los políticos italianos no despiertan mucha simpatía entre los británicos, como tampoco entre los propios italianos, y confieso que en parte comparto ese desencanto. Sin embargo, Francesco Cossiga veía con escepticismo las prácticas italianas habituales. Era lo más parecido a un independiente en política italiana: en las negociaciones siempre jugaba limpio; se podía confiar en su palabra, como en el caso del estacionamiento de los misiles Cruise en Italia; y era un anglófilo indudable, gran admirador de la Gloriosa Revolución de 1688, porque representaba el nacimiento del auténticamente liberalismo político. Me alegró saber que sería el señor Cossiga quien haría las veces de anfitrión en el próximo Consejo Europeo.
El 25 de febrero volvió a Londres Helmut Schmidt. Las conversaciones con él se centraron en la cuestión de nuestra aportación presupuestaria y el deseo repetidamente expresado por parte del canciller alemán de que la libra esterlina entrara en el ERM, y —muy en contra de la información habitualmente desencaminada de la prensa— resultaron útiles y no poco cordiales. El 27 y 28 de marzo se celebró una cumbre anglo-alemana en Londres. De nuevo procuré subrayar lo mucho que nos preocupaba la aportación británica. Posteriormente, tuve noticias de que Helmut Schmidt había advertido a otros Gobiernos comunitarios de que si no se encontraban soluciones existía el peligro de que los británicos retuviéramos las aportaciones británicas a la Comunidad. Con lo cual había creado la impresión deseada. El Consejo Europeo previsto para el 31 de marzo y el 1 de abril tuvo que aplazarse debido a una crisis política en Italia (hecho no muy insólito) pero presionamos a favor de que se celebrara un nuevo Consejo antes de finales de abril, y finalmente se convocó para el domingo 27 y el lunes 28, con sede en Luxemburgo.
Por estas fechas se había endurecido la opinión pública en Gran Bretaña a consecuencia del trato que nos dispensaba la Comunidad. En especial se especulaba mucho sobre la posible retención de las contribuciones británicas, lo cual no me disgustaba, aunque en público me mostraba prudente respecto al tema. El 25 de febrero dije en Panorama que consideraríamos la posibilidad de retener los pagos, pero que éramos reacios a ello, porque suponía ir en contra de las normas comunitarias. También me entrevistaron en la televisión francesa el 10 de marzo, y allí dije:
No esperaría que Francia hiciera la mayor aportación en el caso de que percibiera unos ingresos por debajo de la media comunitaria. Y les puedo asegurar que sus distinguidísimos políticos franceses serían los primeros en quejarse si éste fuera el caso.
Concedí una entrevista a Die Welt en la que decía:
Haremos todo lo que podamos para evitar que el asunto desemboque en una crisis. Pero es necesario que se reconozca que las cosas no pueden seguir como están.
El ambiente de Luxemburgo resultó ser mucho mejor que el de Dublín. Me sentía optimista. Por una conversación que había mantenido con el señor Cossiga, que había hablado con el presidente Giscard, al principio parecía que los franceses estaban dispuestos a poner un techo al volumen de nuestras contribuciones netas durante un período de años, sin tener en cuenta el crecimiento del presupuesto global de la Comunidad, para su revisión al final del período. Esto hubiera supuesto un paso hacia adelante. Sin embargo, tras un examen más detenido, se vio claramente que lo que en realidad querían los franceses era conseguir decisiones sobre los temas que para ellos eran más delicados desde el punto de vista político —los precios agrícolas de la PAC, el cordero y los derechos de pesca— antes de acordar el presupuesto. Al final, se decidió que se celebraran reuniones paralelas a lo largo del fin de semana: los ministros de Agricultura se reunirían por un lado, y el grupo de funcionarios responsable de la cuestión presupuestaria se reuniría por otro.
Como resultado no conseguimos hablar del presupuesto en nuestra primera sesión. De hecho, fue sólo después de la cena, y de la habitual sobremesa «de actualidad», cuando conseguí un acuerdo para que el grupo oficial reanudara la negociación esa misma noche. Los franceses suponían el principal obstáculo: las propuestas presentadas por sus funcionarios se nos antojaban todavía menos útiles de lo que en su momento nos parecieron las del presidente Giscard. Mientras tanto, los ministros de Agricultura de los demás gobiernos comunitarios habían acordado un paquete de propuestas que habría subido los precios agrícolas, aumentando nuevamente la proporción del presupuesto comunitario dedicado a la agricultura (muy en contra de las propuestas de Dublín) y concediendo a los franceses un régimen para la carne de cordero que era más o menos todo lo que ellos deseaban. Ante este panorama desfavorable, al menos para nosotros, se nos ofreció finalmente limitar nuestra aportación neta en unos trescientos veinticinco millones de libras, aplicable sólo en 1980. De acuerdo con una propuesta posterior nuestra aportación neta se habría limitado a unos quinientos cincuenta millones para 1981.
Reaccioné diciendo que era demasiado poco. Pero sobre todo, no estaba dispuesta a un acuerdo que durara sólo dos años. Helmut Schmidt, Roy Jenkins (presidente de la Comisión) y casi todos los demás me instaron a que aceptara. Pero no estaba dispuesta a regresar al año siguiente para enfrentarme exactamente con el mismo problema y la actitud que acarreaba. De modo que rechacé la oferta. Además, el borrador del comunicado era inaceptable para nosotros, dado que seguía insistiendo en el viejo dogma de que «los recursos propios están destinados a financiar la política comunitaria; no son contribuciones de los Estados miembros». Tampoco se hacía mención de las garantías que se nos habían ofrecido al ingresar en la Comunidad, en el sentido de que se tomarían medidas «en caso de que llegara a plantearse una situación inaceptable».
Muchos reaccionaron con incredulidad ante mi decisión de Luxemburgo: en algunos círculos lo último que se esperaba de un primer ministro británico era que defendiera los intereses británicos tan descaradamente. Pero observé que había un contraste entre ciertos sectores de la prensa, enormemente hostiles, y la reacción de la Cámara de los Comunes y del país, que estaba muy de acuerdo.
El caso es que estábamos mucho más cerca de un acuerdo de lo que se quería admitir en muchos círculos. Habíamos logrado grandes progresos a la hora de conseguir la aceptación de considerables reducciones a nuestra aportación. Nos quedaba afianzar estas reducciones para los primeros dos años con un compromiso fiable para el tercero. Disponíamos de una serie de bazas muy poderosas con las que ejercer presión en este sentido. Los franceses estaban cada vez más ansiosos por alcanzar sus objetivos en el Consejo Agrícola. Incluso se hablaba de pasar por encima del veto británico abrogando el llamado Convenio de Luxemburgo de 1966, establecido para complacer a De Gaulle. (Este convenio era un simple pacto sin respaldo legal; por él se consideraba que todo país estaba autorizado a bloquear cualquier decisión mayoritaria que pusiera en peligro sus intereses nacionales esenciales). De hecho, esto fue exactamente lo que ocurrió en el Consejo de Agricultura en mayo de 1982 (y en plena guerra de las Malvinas). No obstante, en este momento concreto habría supuesto un paso peligroso, especialmente dado que los franceses ya habían infringido la normativa comunitaria sobre importaciones de cordero. También los alemanes tenían gran interés en ver subir los precios agrícolas. Y lo más importante de todo era que, en nuestra opinión, la Comunidad llegaría al límite de sus recursos financieros en 1982. En última instancia nuestra posición en las negociaciones era fuerte.
Pronto se vio claramente cómo Luxemburgo, tras los enfrentamientos de Dublín, había surtido el efecto deseado. A pesar de los rumores de que se había «retirado» la oferta de Luxemburgo, se manifestaba un deseo generalizado de resolver la cuestión del presupuesto antes del próximo pleno del Consejo Europeo de junio, en Venecia. Al parecer, la manera más fácil de conseguirlo era una reunión de los ministros de Asuntos Exteriores de la CE.
Peter Carrington, tras recibir de mí su mandato, voló a Bruselas el jueves, 29 de mayo, con Ian Gilmour. Tras un maratón de dieciocho horas obtuvieron lo que ellos consideraban un acuerdo aceptable y el viernes a la hora de comer acudieron a Chequers para comunicármelo.
Mi primera reacción no fue nada favorable. El acuerdo incluía una aportación presupuestaria neta para 1980 superior a la que se había contemplado en Luxemburgo. De acuerdo con las cifras de Peter, parecía que ahora pagaríamos bastante menos en el nuevo paquete de 1981, aunque hasta cierto punto eran malabarismos que reflejaban los diferentes supuestos acerca del volumen del presupuesto total para ese año. Pero la propuesta de Bruselas tenía una gran ventaja: ahora nos ofrecía una solución para los próximos tres años. Se nos prometía una importante revisión del problema presupuestario para mediados de 1981, y en caso de que ésta no se llevara a cabo (como efectivamente ocurrió) la Comisión formularía propuestas en la línea de lo formulado para 1980-1981 y el Consejo actuaría en consecuencia. Los demás elementos del paquete de Bruselas relativos a la agricultura, el cordero y la pesca, eran más o menos aceptables. Teníamos que dar nuestra aprobación a una subida del 5 por ciento en los precios de los productos agrícolas. En total, el acuerdo suponía la devolución de dos tercios de nuestra aportación neta, y representaba un gran avance respecto a la posición heredada por nuestro Gobierno. De modo que decidí aceptar la oferta.
CRISIS EN ORIENTE MEDIO
Los asuntos internacionales de mayor amplitud no habían permanecido inmóviles mientras estuvimos ocupados en llevar a Rodesia hasta la independencia legal y en negociar la reducción de nuestra aportación al Presupuesto de la CE. En noviembre de 1979, 49 miembros del personal diplomático de Estados Unidos fueron secuestrados en Irán, lo cual infligía una profunda y creciente humillación a la mayor potencia occidental. En diciembre, por invitación del presidente Carter, realicé una breve visita a Estados Unidos; la primera de muchas en mi calidad de primera ministra. En un breve discurso durante mi recepción en la Casa Blanca, hice todo lo posible por reafirmar mi apoyo al liderazgo norteamericano de Occidente. En un discurso pronunciado al día siguiente en Nueva York advertí de los peligros de la ambición soviética y defendí la necesidad de una fuerte defensa occidental:
La amenaza inmediata planteada por la Unión Soviética es más militar que ideológica. Amenaza no sólo nuestra seguridad en Europa y América del Norte, sino también, directa e indirectamente, al Tercer Mundo […]. Podemos discutir cuál sea la motivación de los soviéticos, pero el hecho es que los rusos tienen las armas y se están procurando más. Es una cuestión de simple prudencia que Occidente responda.
También me comprometí a apoyar a Estados Unidos en el Consejo de Seguridad de la ONU en la solicitud de sanciones económicas internacionales contra Irán, de conformidad con el Capítulo 7 de la Carta de la ONU. El presidente y yo hablamos de defensa y de la situación en Irlanda del Norte. Aproveché la oportunidad para agradecerle todas sus gestiones entre bastidores durante las últimas fases de las negociaciones sobre Rodesia.
A finales de 1979, el mundo hubo de enfrentarse a uno de esos momentos auténticamente decisivos que con tanta frecuencia se pronostican, pero tan pocas veces ocurren: la invasión soviética de Afganistán. En abril de 1978, el Gobierno de Afganistán había sido derrocado en un golpe de inspiración comunista; se instauró un gobierno prosoviético que, sin embargo, fue recibido con amplia oposición y finalmente, rebelión. En septiembre de 1979 el nuevo presidente, Taraki, fue derrocado y asesinado por su vicepresidente, Hafizullah Amin. El 27 de diciembre Amin a su vez fue derrocado y asesinado, reemplazándolo Babrak Karmal, cuyo régimen estaba apoyado por miles de soldados soviéticos.
Hacía tiempo que los soviéticos consideraban que Afganistán poseía un valor estratégico especial, y habían procurado ejercer su influencia allí por medio de los llamados «Tratados de Amistad». Se decía que probablemente estuvieran preocupados, a la vista de los sucesos de Irán, por la posibilidad de una anarquía en Afganistán que llevara a la creación de un segundo Estado islámico fundamentalista en sus fronteras, lo cual podría desestabilizar su propia población musulmana. Occidente sentía inquietud ante la posibilidad de que los soviéticos quisieran hacerse con el petróleo del Golfo. Y la crisis energética les había proporcionado una razón aún más poderosa para hacerlo.
Quizá yo me asombrara menos que otros ante la invasión de Afganistán. Hacía tiempo que había comprendido que los soviéticos abusaban despiadadamente de la distensión para sacar provecho de la debilidad y el desorden de Occidente. Conocía a la bestia.
Lo ocurrido en Afganistán era tan sólo parte de una pauta más general. Los soviéticos habían instigado a los cubanos y a los alemanes orientales a que persiguieran sus objetivos y ambiciones en África. Habían trabajado en pro del aumento de la subversión comunista en todo el Tercer Mundo, y a pesar de todas sus palabras sobre paz y amistad internacional, habían creado unas fuerzas armadas muy por encima de sus necesidades defensivas. Cualquiera que fuera su motivación exacta en Afganistán en estos momentos, tenían que saber que habían puesto en peligro la estabilidad de Pakistán e Irán —ya más que inestable, este último país, bajo el ayatolá— y que éstos se encontraban a 300 millas del Estrecho de Ormuz. Además, aunque la situación ya era mala de por sí, podía resultar peor como precedente. Había otras áreas en el mundo en que los soviéticos podrían preferir la agresión a la diplomacia, si ahora salían victoriosos: por ejemplo, era evidente que al mariscal Tito no le quedaban muchos años de vida, y que podrían darse oportunidades para una intervención soviética en Yugoslavia. Estaba claro que había que castigarles por su agresión y enseñarles, aunque fuera con retraso, que Occidente no sólo hablaba de libertad, sino que también estaba dispuesta a hacer sacrificios por defenderla.
El viernes 28 de diciembre el presidente Carter me llamó por teléfono a Chequers y mantuvimos una larga conversación sobre las actividades de los soviéticos en Afganistán y cuál debía de ser nuestra reacción. Lo ocurrido era un duro revés para él. Gran Bretaña no había podido acceder a todo lo que los norteamericanos nos pedían en respuesta a la crisis de los secuestrados: sobre todo, no nos avinimos a congelar los activos financieros iraníes (ni, de hecho, poseíamos capacidad legal para hacerlo), algo que hubiera tenido consecuencias devastadoras para la confianza internacional en la City de Londres como uno de los centros financieros del mundo. No obstante, yo estaba decidida a seguir las directrices de los norteamericanos a la hora de emprender acciones contra la URSS y su gobierno títere en Kabul. Por lo tanto, acordamos una serie de medidas, incluyendo la reducción de visitas y contactos, la no renovación del acuerdo sobre préstamos anglosoviéticos, y un mayor rigor en las normas sobre transferencia tecnológica. También procuré movilizar a los gobiernos de la Comunidad Europea en apoyo de los norteamericanos. Pero, al igual que el presidente Carter, estaba segura de que lo más eficaz que podíamos hacer era impedir que los soviéticos aprovecharan los próximos Juegos Olímpicos de Moscú para sus fines propagandísticos. Desgraciadamente, la mayor parte del equipo británico decidió asistir a los Juegos, aunque intentamos convencerles para que no fueran: naturalmente, a diferencia de sus equivalentes en la Unión Soviética, nuestros atletas tenían libertad para tomar su propia decisión. En la ONU nuestro embajador, Tony Parsons, contribuyó a animar a los países «no alineados» a que condenaran la agresión soviética. En Londres, el 3 de enero, recibí al embajador soviético para ampliar en términos enérgicos el contenido de mis intercambios por telegrama con el presidente Brezhnev.
A partir de este momento, el tono general de los asuntos internacionales cambiaría, y para mejor. El realismo práctico y la defensa rotunda se convirtieron en el orden del día. Los soviéticos habían cometido un gravísimo error de cálculo: habían preparado el camino para el renacimiento de Norteamérica bajo Ronald Reagan.
Pero esto pertenecía al futuro. A Norteamérica aún le esperaba el humillante fracaso del rescate de los rehenes en Irán. Mientras veía al presidente Carter explicando lo ocurrido por televisión, sentí la herida de Norteamérica como si fuera de Gran Bretaña; y en cierto sentido lo era, porque cualquiera que pusiera al descubierto la debilidad de Norteamérica contribuía a incrementar la nuestra. No obstante, pronto me encontré en la posición de poder demostrar que no nos echaríamos atrás, a la hora de vérnoslas con nuestras propias manifestaciones de terrorismo medioriental.
Tuve mis primeras noticias del ataque terrorista a la Embajada iraní de Prince’s Gate, en Knightsbridge, el miércoles 30 de abril, durante una visita a la BBC. Los primeros informes fueron engañosamente triviales. Sin embargo, pronto se supo que varios pistoleros habían entrado por la fuerza en la Embajada iraní y retenían a veinte personas, la mayoría empleados iraníes, pero también un policía que estaba de servicio frente a la Embajada y dos periodistas de la BBC que habían acudido a solicitar un visado. Los pistoleros amenazaban con volar la Embajada con los rehenes dentro si no se cumplía con sus exigencias. Los terroristas pertenecían a una organización autodenominada «el Grupo del Mártir», compuesta por árabes iraníes de Arabistán, entrenados por Irak y en total oposición al régimen iraní. Exigían la liberación de 91 presos por parte del Gobierno iraní, que se reconocieran los derechos de los disidentes iraníes y un avión especial para abandonar Gran Bretaña con sus rehenes. El gobierno iraní no tenía intención de acceder a estas exigencias; y nosotros, por nuestra parte, no pensábamos permitir que los terroristas se salieran con la suya en su intento de secuestro. Yo era consciente de que aunque el grupo implicado era diferente, éste era un intento más de aprovecharse de la aparente debilidad occidental, igual que la toma de rehenes en la Embajada norteamericana en Teherán. Mi política sería hacer todo lo posible para solucionar la crisis de manera pacífica, sin hacer peligrar innecesariamente las vidas de los rehenes, pero sobre todo, garantizar que el terrorismo sufriera una derrota, y ello de manera visible.
Willie Whitelaw, en su calidad de ministro de Interior, se puso inmediatamente al frente de las operaciones en la unidad especial de emergencias del Gabinete. Esta unidad se pone inmediatamente en funcionamiento en el caso de una crisis de seguridad, reuniendo a representantes del Gabinete, de Interior, de Asuntos Exteriores, así como de las Fuerzas Armadas, la Policía y el Servicio de Inteligencia, que asesoran al ministro implicado: habitualmente, como en este caso, el ministro de Interior. Sólo asumí esta responsabilidad en persona en la ocasión del secuestro de un avión procedente de Tanzania y con destino a Stansted. Se recoge información de hora en hora, seleccionándola y analizándola a fin de poder evaluar adecuadamente cada circunstancia y cada opción. A lo largo de la crisis, Willie se mantuvo regularmente en contacto conmigo. A su vez, la Policía Metropolitana se mantuvo al habla con los terroristas por una línea telefónica especial. También nos pusimos en contacto con quienes pudieran ejercer alguna influencia sobre los pistoleros. Estos últimos querían que el embajador de algún país árabe actuara como intermediario. Pero teníamos grandes dudas a este respecto: corríamos el riesgo de que un intermediario de este tipo no compartiera nuestros objetivos. Además, los jordanos, en los que sí estábamos dispuestos a confiar, se negaron a verse implicados. Un imam musulmán habló con los terroristas, pero sin resultados. Habíamos alcanzado un punto muerto.
Willie y yo estábamos completamente de acuerdo en la estrategia a seguir. Intentaríamos una paciente negociación, pero si cualquiera de los rehenes resultaba herido estudiaríamos un ataque a la Embajada, y si mataban a un rehén sin duda recurriríamos al Servicio Aéreo Especial (SAS). Había que ser flexibles, hasta cierto punto. Pero desde un principio quedó descartada la posibilidad de permitir que los terroristas abandonaran el país, con o sin rehenes.
La situación empezó a deteriorarse el domingo por la tarde. Recibí una llamada en Chequers para que regresara antes de lo planeado, y en el camino de vuelta a Londres recibí un nuevo mensaje por el teléfono móvil. Había demasiadas interferencias en la línea para poder hablar inteligiblemente, de manera que le pedí a mi chófer que parara el coche. Aparentemente, la información indicaba que en estos momentos las vidas de los rehenes corrían peligro. Willie quería mi autorización para recurrir al SAS. «Sí, que entren», dije. El coche volvió a arrancar, mientras yo intentaba figurarme lo que estaba sucediendo y esperaba el resultado. Realizado con el enorme valor y la profesionalidad que el mundo espera ahora del SAS, el ataque se produjo ante los focos de las cámaras de televisión. Salieron con vida todos y cada uno de los 19 rehenes que se sabía que seguían vivos en el momento del ataque. Murieron cuatro pistoleros; uno fue detenido; ninguno logró escapar. Di un gran suspiro de alivio cuando supe que no había bajas entre los miembros del SAS. Posteriormente fui al cuartel de Regent’s Park para felicitar a nuestros soldados. Me recibió Peter de la Billière, el comandante del SAS, y después vimos lo ocurrido por el telediario, con comentarios interrumpidos por las risas de alivio de los que habían participado en el ataque. Uno se volvió hacia mí y me dijo: «Nunca pensamos que usted nos dejaría hacerlo». En todos los lugares a los que fui en los días siguientes percibí una gran oleada de orgullo ante el desenlace y hubo una avalancha de telegramas del extranjero. Habíamos enviado una señal a los terroristas de todo el mundo: no podían esperar ni pactos ni favores de Gran Bretaña.
Oriente Medio siguió acaparando mi atención a lo largo de lo que quedaba de 1980. En el Consejo Europeo celebrado en Venecia, el 12 y 13 de junio, los jefes de Gobierno debatieron la cuestión de Israel y los palestinos. La cuestión central era si los gobiernos comunitarios debían hacer un llamamiento en favor de la «asociación» de la OLP a las conversaciones de paz para Oriente Medio, o si debía «participar» en ellas; yo me oponía resueltamente a esto último, mientras la OLP no rechazara el terrorismo. De hecho, el comunicado final reflejaba lo que a mí me parecía el equilibrio adecuado: reafirmaba el derecho a la existencia y la seguridad de todos los Estados de la región —incluyendo a Israel—, pero también exigía justicia para todos los pueblos, lo cual implicaba el reconocimiento del derecho a la autodeterminación de los palestinos. De modo que, naturalmente, no satisfizo a ninguna de las partes.
Luego el foco de los acontecimientos de Oriente Medio volvió a desplazarse. En septiembre de 1980 Irak atacó a Irán y volvimos a encontrarnos de lleno en otra crisis, con la posibilidad de peligrosas consecuencias políticas y económicas para los intereses de Occidente. Sadam Hussein había decidido que el caos reinante en Irán le proporcionaba una buena ocasión para renegar del Acuerdo de Argelia de 1975 —por el que se pactaba el modo de dar satisfacción a las reivindicaciones de ambos países respecto al canal de Shatt-el-Arab—, y tomar este canal por la fuerza.
Poco después de que estallara la guerra, Peter Carrington acudió a Chequers para analizar conmigo la situación. A mí me preocupaba principalmente que el conflicto llegara a extenderse por el Golfo e implicara a los vulnerables Estados petrolíferos, que tenían estrechos lazos históricos con Gran Bretaña. Le dije que no compartía el punto de vista común de que sería fácil derrotar a los iraníes. Eran unos guerreros fanáticos y además poseían una eficaz fuerza aérea con la que atacar las instalaciones petrolíferas. Yo tenía razón: hacia finales de año, y tras varios éxitos iniciales, los iraquíes se vieron frenados, y la guerra empezó a suponer una amenaza tanto para la estabilidad del Golfo como para la navegación occidental. Pero para entonces ya habíamos recurrido a la Patrulla Armilla para proteger a nuestros barcos.
En las Navidades de aquel año de 1980, repasando el panorama internacional, pensé que los éxitos de la política exterior británica nos habían ayudado a superar unos tiempos especialmente oscuros y difíciles en nuestros asuntos nacionales, particularmente los económicos. La solución del problema presupuestario británico en la Comunidad Europea era sólo el primer paso hacia la reforma de las finanzas comunitarias. La independencia legal de Rodesia era sólo el preludio para empezar a trabajar sobre el problema de Suráfrica. La respuesta occidental a la invasión soviética de Afganistán tendría que implicar un replanteamiento básico de nuestras relaciones con el bloque comunista, algo que apenas había empezado. En última instancia, la nueva inestabilidad en el Golfo como resultado del ataque iraquí contra Irán haría necesario un nuevo compromiso por parte de las potencias occidentales en lo tocante a la seguridad de la zona. Todos estos temas dominarían la política exterior británica durante los próximos años.