Señales de cambio
Política interna durante los primeros seis meses hasta finales de 1979
Pasar de la euforia de la victoria electoral a los problemas de la economía británica fue como pasar del día a la noche. La inflación aumentaba; los sueldos del sector público estaban fuera de control; las proyecciones del gasto público aumentaban en la misma medida en que disminuían las perspectivas de ingresos y nuestros problemas internos se agravaban por el aumento del precio del petróleo que llevaba al mundo directamente a una recesión.
Lo tentador, en tales circunstancias, era optar por refugiarse a la defensiva en una política de falsa prudencia: no recortar los impuestos sobre la renta en un momento en que los ingresos amenazaban con disminuir; no eliminar el control de precios en momentos en que la inflación se aceleraba; no cortar los subsidios industriales ante la inminencia de una creciente recesión; y no restringir el sector público en momentos en que el sector privado parecía demasiado débil para crear nuevas fuentes de trabajo. Y, efectivamente, estas condiciones económicas adversas redujeron el ritmo al que esperábamos regenerar el Reino Unido. Pero yo creía que esa era la principal razón para redoblar nuestros esfuerzos. Estábamos remontando contra corriente y tendríamos que esforzarnos mucho si queríamos llegar a la cima.
EL PRIMER DISCURSO DE LA REINA
Nuestra primera oportunidad para demostrar, a amigos y oponentes, que no nos dejaríamos desanimar por las dificultades fue el discurso de la Reina. El primer Loyal Address (que también se le llama así) de un nuevo Gobierno fija el tono de todo el período de administración. Si no se aprovecha la oportunidad de establecer un curso radicalmente nuevo, lo más probable es que nunca llegue cumplirse. Y el mundo percibe que, bajo toda esa nueva y valiente retórica, todo sigue como antes. Y yo estaba determinada a dar claras señales de cambio.
Hacia el final de los debates sobre el discurso, resultaba evidente que la Cámara de los Comunes podía esperar un denso programa pensado para terminar con el socialismo, extender la libertad de elección y ensanchar el ámbito de la propiedad privada. Habría una legislación para restringir las actividades del Labour’s National Enterprise Board (Junta Nacional del Trabajo) e iniciar el proceso de traspasar las empresas estatales al sector privado. Les daríamos a los arrendatarios de casas municipales el derecho a comprarlas con grandes descuentos y con posibilidades de amortización al cien por cien. Habría modificaciones parciales en la reglamentación relativa a los alquileres nuevos del sector privado. (Décadas de controles restrictivos habían ido reduciendo paulatinamente las oportunidades para quienes deseaban alquilar, con lo que se entorpecía la movilidad laboral y el progreso económico). Revocaríamos la Community Land Act (Ley de Tierras de la Comunidad), pues ese intento de nacionalizar las ganancias provenientes del desarrollo creó la escasez de tierras, provocando el consiguiente aumento de los precios. Eliminamos la obligación de las autoridades locales de sustituir los institutos de segunda enseñanza y anunciamos la introducción del Assisted Places Scheme (Plan de Plazas Asistidas), posibilitando así que los niños más inteligentes de las zonas pobres pudieran asistir a colegios privados. Estos fueron los primeros pasos de los que yo esperaba fueran muchos para asegurar que niños de familias como la mía tuvieran la posibilidad de mejorar. Finalmente, reduciríamos lo que a menudo eran actividades corrompidas y derrochadoras de las organizaciones específicamente laborales del Gobierno local (que habitualmente estaban bajo control socialista).
Cuando hablé en el debate del discurso de la Reina, dos puntos concitaron especialmente la atención: la abolición del control de precios y la promesa de reformar los sindicatos. La mayoría esperaba que mantendríamos algún control sobre los precios, al menos por un tiempo. Después de todo, la reglamentación de precios, salarios y dividendos había sido uno de los mecanismos mediante los cuales, en la mayor parte del mundo occidental, los Gobiernos pretendían ampliar poder e influencia y paliar de alguna forma el efecto inflacionario de su propia política económica financieramente irresponsable.
Pero había muchas pruebas, recogidas por la Confederación de la Industria Británica (CBI), de que el control de los precios tiene un mínimo efecto sobre la inflación, pero inevitablemente daña la rentabilidad y las inversiones en la industria. Una de nuestras primeras discusiones en el «E» Committee —el Comité de Estrategia Económica del Gabinete, que yo presidía— era si tenía que insistir en la pronta y total supresión de la Comisión de Precios. Algunos ministros alegaban que, con la aceleración de la inflación, el inminente aumento de los precios se atribuiría a la supresión de la Comisión, y por consiguiente al Gobierno. Este argumento no carecía de fuerza. Pero John Nott, el ministro de Comercio, se inclinaba por actuar rápidamente. Y tenía razón. Habría resultado bastante más difícil suprimir la Comisión más adelantado el año, cuando los precios estuvieran aumentando con mayor rapidez. Tal vez la primera vez que nuestros oponentes se dieron verdaderamente cuenta de que el compromiso retórico del Gobierno respecto al mercado iría acompañado de acciones en la práctica, fue el día en que se anunció esa supresión. Al mismo tiempo hicimos pública nuestra decisión de reforzar el poder del director general de Comercio y de la Comisión de Monopolios y Fusiones en cuanto a su actividad referente al monopolio de los precios, incluyendo los precios fijados por las industrias nacionalizadas.
También me sentí inclinada a aprovechar mi discurso en el debate para imprimir un tono autoritario a nuestras reformas de los sindicatos. La estrategia preferida de Jim Prior era la de consultar con los sindicatos antes de imponer las reformas a la Ley de Sindicatos que ya habíamos propuesto desde la oposición. Pero era vital demostrar que no habría marcha atrás en el claro mandato recibido para hacer cambios fundamentales. En un principio propusimos tres reformas en el discurso de la Reina. Primero, el derecho a formar piquetes (del que se había abusado durante las huelgas del pasado invierno y en las huelgas de años anteriores) quedaría exclusivamente limitado al lugar mismo de trabajo de quienes tenían conflictos con sus empleadores. Por lo tanto, cualquier otro piquete sería considerado ilegal. Segundo, estábamos abocados a cambiar la Ley de Establecimientos «cerrados», según la cual los empleados estaban obligados a pertenecer a un sindicato si querían conseguir o mantener un trabajo, y que afectaba a unos cinco millones de trabajadores. Quienes hubieran perdido su trabajo por esta razón, en el futuro tendrían derecho a reclamar una adecuada indemnización. Tercero, se habilitarían fondos públicos para financiar el voto por correo de las elecciones sindicales y otras importantes decisiones relativas del mismo ámbito: queríamos desalentar el voto a mano alzada —el tristemente célebre voto «aparcamiento»— y la conocida práctica de la intimidación ya asimilada a la democracia de los sindicatos.
Visto desde ahora parece algo extraordinario que ese programa relativamente tan modesto fuera recibido por la mayor parte de los líderes sindicales y por el Partido Laborista como un abierto ataque al sindicalismo. De hecho, habríamos de volver —y pronto— al tema de la reforma sindical. A medida que pasaba el tiempo, se hacía cada vez más evidente que los líderes sindicales y el Partido Laborista no sólo apoyaban públicamente muchas veces nuestras medidas políticas, sino que también lo hacía la mayoría de los afiliados, porque sus familias padecían las consecuencias de las huelgas que muchos de ellos no habían votado y a las que se oponían. Éramos nosotros quienes estábamos en contacto con el sentir popular.
Este fue mi primer logro parlamentario importante como primera ministra, y salí de él indemne. Hoy en día los primeros ministros pronuncian relativamente pocos discursos en la Cámara. Lo más importante son los discursos como éste, que tratan del programa legislativo del Gobierno, los discursos de réplica a las mociones de censura, las declaraciones posteriores a cumbres internacionales y los debates que, algunas veces, provocan tensiones internacionales. Esta puede ser una de las razones por las que suele ser tan difícil —más allá del golpe moral de perder una elección y tener que dejar el despacho— para un primer ministro pasar a hacer las veces de líder de la oposición, desempeño que exige muchos discursos, aunque menos concisos y minuciosos. Evidentemente Jim Callaghan, que nunca dirigió a su partido en la oposición, daba la impresión de estar incómodo en ese papel. Por eso no me sorprendí cuando, en octubre de 1980, renunció a una posición que su propia ala izquierda le estaba haciendo especialmente intolerable.
Pero son las preguntas al primer ministro de todos los martes y jueves la verdadera prueba para su autoridad en la Cámara, su postura dentro el partido, su control político y los hechos que lo justificaban. Ningún jefe de Gobierno en ningún lugar del mundo tiene que enfrentarse a tamaña presión regularmente y muchos dan grandes rodeos para evitarla; ningún jefe de Gobierno, como yo les recordaría a algunos en las reuniones cumbre, tiene que responder de tantas cosas como el primer ministro británico.
Siempre me he preparado muy seriamente para las preguntas. Uno de los secretarios privados, mi secretario político, mi secretario privado parlamentario y yo, repasábamos todos los temas probables que podían surgir sin aviso previo. Esto se debe a que los temas del orden del día sólo plantean preguntas sobre los compromisos oficiales del primer ministro ese día. La verdadera pregunta es la que se produce fuera de programa, que puede cubrir desde los problemas de algún hospital local hasta cualquier tema internacional de importancia, pasando por las estadísticas penales. Naturalmente, se daba por descontado que cada departamento tenía que aportar los datos y la posible réplica a determinados puntos que podrían suscitarse. Era un buen ensayo para la agudeza y eficiencia del ministro responsable de ese departamento el que la información llegase a tiempo, tarde o simplemente no llegara; y si la información era acertada o errada, comprensible o enigmática debido a la jerga en que estaba expresada. A veces los resultados, juzgándolos por este criterio, no eran muy tranquilizadores. Sin embargo, poco a poco llegué a sentirme más confiada respecto de estas ruidosas confrontaciones rituales y, a medida que lo lograba, mis intervenciones resultaban más eficaces. Incluso llegué a divertirme.
EL PRESUPUESTO DE 1979
El siguiente escollo del programa de Gobierno fue el presupuesto. Nuestro enfoque general era bien conocido. El firme control de la oferta monetaria era imprescindible para reducir la inflación. También era necesario restringir el gasto público y efectuar préstamos para aliviar la tensión en la parte del sector privado que más riqueza crea. La reducción del impuesto sobre la renta, combinada con un trasvase de la imposición sobre el ingreso a la imposición sobre el gasto, supondría un reforzamiento de los incentivos. Sin embargo, estos amplios objetivos tendrían que alcanzarse en un ambiente general de rápido deterioro de la economía, tanto interna como en el extranjero.
El índice de inflación británico era de un 10 por ciento cuando llegamos al Gobierno y estaba aumentando. (La tasa trimestral era del 13 por ciento). Esto reflejaba la falta de disciplina financiera de los últimos años del Gobierno laborista, cuando se liberaron de las ataduras que les impuso el Fondo Monetario Internacional (FMI) en 1976. También hubo una explosión salarial cuando los grupos poderosamente sindicalizados se volcaron masivamente sobre lo que quedaba de la política de rentas laborista. Además, internacionalmente comenzaron a aumentar bruscamente los precios de los crudos, llegando a superar en un 30 por ciento los precios del semestre anterior, como resultado de las persistentes revueltas en Irán tras la caída del Shah en 1978. Todo ello afectó con creciente dramatismo la economía internacional.
El alza del precio del petróleo aumentó a nivel mundial la presión inflacionaria. Pero también tuvo un efecto perverso y, a corto plazo, muy dañino en la economía interna de Inglaterra, debido a que la libra esterlina era una petrodivisa y, como tal, se apreció bastante. La libra esterlina estaba fuerte también por otras razones, pues después de las elecciones hubo una creciente confianza en la economía británica. También estábamos llevando a cabo una estricta política monetaria, con elevados tipos de interés (los tipos de interés tuvieron que subir dos puntos cuando salió el presupuesto), lo que atrajo capitales extranjeros. En consecuencia, la libra esterlina seguía apreciándose.
Tal vez estuviéramos mejor preparados de lo normal en un partido procedente de la oposición para tomar las decisiones económicas requeridas. Año tras año habíamos llevado nuestro propio ejercicio del gasto público, analizando dónde podían hacerse los imprescindibles recortes y especificando las cantidades. También gozábamos de la oportuna ayuda del Gabinete en la Sombra y de los consejeros, entre los cuales la principal fuente de inspiración fue John Hoskyns, que investigó la manera de combinar nuestra política para poder alcanzar el objetivo general de imprimir un viraje a la caída de la economía británica.
Pero no había preparación previa que valiera para modificar la desagradable realidad de las finanzas o la aritmética del presupuesto. Las dos reuniones cruciales sobre el presupuesto de 1979 las tuve con el ministro de Hacienda el 22 y el 24 de mayo. Geoffrey Howe fue capaz de demostrar que para reducir la tarifa máxima del impuesto sobre la renta de un 83 a un 60 por ciento, la básica del 33 al 30 por ciento y las necesidades crediticias del sector público a unos 8.000 millones de libras esterlinas (cifra que nos considerábamos en la posibilidad y en la obligación de afrontar) había que aumentar los dos tipos de IVA existentes, del 8 y el 12,5 por ciento, a un tipo unificado del 15 por ciento. (El IVA cero en alimentación y otros consumos básicos tendría que modificarse). Naturalmente me preocupaba que este amplio cambio del impuesto directo al indirecto pudiera hacer subir en torno al 4 por ciento el IPC.
Éste sería el único y definitivo aumento de los precios (por lo que no sería inflacionario, en el correcto sentido del término, que debe entenderse como incesante aumento de los precios). Pero también significaría que el IPC, en base al cual la gente suele medir el nivel de vida y los niveles salariales que con demasiada exigencia se reclaman, aumentaría el doble durante nuestro primer año de administración. También me preocupaba que demasiados de los recortes del gasto público propuestos implicaran el encarecimiento de los servicios públicos. Ello también repercutiría en el IPC. En mi primera reunión de presupuesto con Geoffrey le recordé que Rab Butler, ministro de Hacienda en 1951, había ido introduciendo gradualmente sus reducciones de impuestos. ¿Deberíamos hacer lo mismo? Geoffrey se mantuvo en sus trece y decidimos considerar el tema con más detención.
En nuestra segunda reunión acordamos seguir adelante. El recorte impositivo era vital incluso si para ello debíamos aumentar el IVA. El argumento decisivo fue que un aumento tan controvertido de los impuestos indirectos sólo podía implantarse al inicio del período parlamentario, cuando nuestro mandato era aún muy reciente. Si aguardábamos, con la esperanza de que el crecimiento de la economía o el recorte del gasto público lo conseguiría sin nuestra intervención, podríamos no lograr nunca el cambio estructural imprescindible para aumentar los incentivos. Debíamos fijar el sentido de nuestra estrategia desde el comienzo, y hacerlo con audacia. Hacia el final de esa segunda reunión ya estaba fijado el esquema del presupuesto que Geoffrey anunciaría el 12 de junio.
Hubo acuerdo general en que se trataba de un presupuesto drásticamente reformador, y llegó a reconocerlo incluso la oposición, como por ejemplo The Guardian, que lo describía como «la más fuerte apuesta política y económica en la historia parlamentaria de posguerra». Las principales medidas se tomaron casi de inmediato tras nuestras discusiones de finales de mayo: un recorte en la tarifa básica del impuesto sobre la renta del 33 al 30 por ciento (el recorte de la tarifa más alta fue del 83 al 60 por ciento), aumento de las bonificaciones fiscales un 9 por ciento por encima del índice de inflación e implantación de un nuevo tipo unificado de IVA del 15 por ciento.
Además de los grandes recortes del impuesto sobre la renta en el presupuesto, también logramos reducir o eliminar los controles en varias zonas de la vida económica. Olvidado quedaba el control de pagos, precios y dividendos. Los certificados de Desarrollo Industrial, los permisos de la Oficina de Desarrollo y toda una gama de controles circulares y superfluos se modificaron o eliminaron. (El segundo presupuesto de Geoffrey Howe, en 1980, anunció la creación de Zonas Empresariales donde las empresas podrían beneficiarse de exenciones fiscales, con el fin de atraer inversiones y crear empleo en zonas de menor desarrollo).
Pero lo que me proporcionó un grandísimo placer personal fue la eliminación del control de cambios, es decir la supresión de las enrevesadas restricciones oficiales a la cantidad de divisa extranjera que podían adquirir los ciudadanos británicos. Estas restricciones se habían impuesto como «medida de emergencia» a comienzos de la Segunda Guerra Mundial y las habían ido manteniendo los Gobiernos posteriores, con la evidente esperanza de incrementar la inversión industrial británica y de poder resistir las presiones sobre la libra esterlina. La agobiante evidencia era que no se había logrado ninguno de los dos objetivos esperados (si es que los esperaba de verdad). Con una libra esterlina fuerte y el Reino Unido comenzando a disfrutar de los beneficios económicos del petróleo del Mar del Norte, ya había llegado el momento de eliminar definitivamente las restricciones. Esto se hizo en tres etapas: unas desaparecieron al aprobarse el presupuesto, otras algo más tarde, en julio, y el resto en octubre (con la transitoria excepción de los controles relativos a Rodesia). La legislación, en sí, siguió estando en el Statute Book (recopilación de leyes vigentes) hasta 1987, aunque no se hizo uso de ella. La supresión del control de cambios no sólo aumentó la libertad individual y financiera, sino que alentó la inversión extranjera en el Reino Unido y las inversiones británicas en el extranjero, lo que posteriormente proporcionó una importante corriente de ingresos que probablemente continúen incluso cuando se agoten los proporcionados por el petróleo del Mar del Norte.
Pero no todos los capitalistas confían tanto como yo en el capitalismo. Recuerdo, estando en la oposición, una reunión de expertos de la City que eran realmente contrarios a mi deseo de liberar su mercado. «¡Cuidado!» me decían. Evidentemente, un mundo sin control de cambios en el que, más que los Gobiernos, eran los mercados los que determinaban el desplazamiento de los capitales, los hacía sentirse incómodos. Podrían tener que asumir riesgos.
También nos distrajo durante nuestras discusiones presupuestarias el preocupante nivel de los aumentos salariales de la Administración pública. En este campo disponíamos de una limitada libertad de maniobra. Cálculos políticos difíciles, por lo desagradables, nos habían llevado a comprometernos durante las elecciones a respetar las decisiones de la Comisión Clegg respecto de las demandas que ya le habían sido planteados. El tema, ahora, era cómo tratar las demandas de otros grupos no planteadas a la comisión Clegg, o cómo arbitrar otra solución al problema.
Vi con toda claridad que a largo plazo, sólo había dos consideraciones aplicables a los salarios, tanto en el sector público como en el privado. El primero era la disponibilidad de medios: en última instancia eran los contribuyentes quienes tendrían que pagar las cuentas del sector público, y si la carga rebasaba cierto límite, la economía del país podría sufrir las consecuencias. La segunda consideración a tener en cuenta era el reclutamiento de personal: el sueldo tenía que ser lo suficientemente bueno como para atraer a personas con el necesario nivel de capacidad y las titulaciones profesionales pertinentes. De todos modos, este criterio tan simple quedaba oscurecido ante el aparato burocrático montado para obtener la «equiparación» entre los sueldos del sector público y los del sector privado (no sólo la comisión Clegg, sino también el Grupo de Estudio de Salarios de la Administración Pública).
Decidimos exponer ante la Comisión la evidencia de la necesidad de mantener los presupuestos de los Departamentos dentro de unos límites razonables y lo que ello significaría para los pagos del sector público. Pero también decidimos seguir manteniendo de momento la existencia de la Comisión y de hecho remitirle nuevas demandas con criterios ad hoc. En aquel momento pensamos que la Comisión quizá lograra negociar salarios más bajos que los que cada ministro respectivo se podía ver obligado a conceder. Pero aquello fue un exceso de optimismo por nuestra parte, que nos llevó a subestimar el coste, en términos de gasto público, que implicaba la Comisión Clegg.
Analizándolo desde el momento presente, lo cierto es que nos equivocamos. Las señales de alerta eran evidentes ya en aquel momento. Geoffrey Howe me dijo que suponiendo que consiguiéramos algún éxito en la tramitación de mecanismos restrictivos, el salario medio bien podría situarse dos o tres puntos por encima del nivel medio calculado en la reciente previsión del mes de junio. Al final, hasta agosto de 1980 no hicimos público que la Comisión Clegg estaba llamaba a desaparecer, una vez cumplidos los objetivos para los que había sido creada. Su último informe llevaba fecha de marzo de 1981. Pero seguía siendo cierto que el crecimiento de las reivindicaciones salariales del sector público a que daban lugar la inflación, la prepotencia de los sindicatos y la sobredimensión del funcionariado, no iba a frenarse fácilmente, y mucho menos a cambiar de signo.
REFORMA DE LA ADMINISTRACIÓN PÚBLICA
Fueran cuales fueran las dificultades inmediatas, yo estaba decidida a comenzar a trabajar, por lo menos, en las reformas a largo plazo del propio Gobierno. Si queríamos encauzar la mayor parte de las personas con talento hacia la actividad empresarial privada, creadora de riqueza, ello implicaría inevitablemente la reducción del empleo en el sector público. Desde comienzos de los años sesenta, el sector público había ido creciendo paulatinamente hasta abarcar una fuerte proporción de las fuerzas de trabajo[12]. De hecho, tendía a crecer en tiempos de recesión y a sostenerse durante los períodos de crecimiento económico. En pocas palabras: se hallaba al abrigo de la disciplina económica normal que afecta al resto del mundo.
Era fiel reflejo de esto el volumen del cuerpo de funcionarios públicos. En 1961 alcanzó el nivel más bajo de posguerra, con 640.000 personas; en 1979 ya había aumentado a 732.000. Esta tendencia tenía que invertirse. Pocos días después de tomar posesión del ministerio, como ya he dicho, congelamos los salarios de la Administración para reducir la nómina del Gobierno en cerca de un 3 por ciento. Los diversos departamentos plantearon una serie de argumentos a cual más ingenioso para eludir esa norma. Pero uno por uno fueron disuadidos. El 13 de mayo de 1980 ya pude plantear a la Cámara nuestros objetivos a largo plazo para reducir el número de funcionarios de la Administración pública. El total ya había bajado a 705.000. Nuestra intención era llevarlo a 630.000 en el transcurso de los próximos cuatro años. Puesto que había unos 80.000 funcionarios al año que causaban baja por jubilación o renuncia, todo parecía indicar que lograríamos nuestro objetivo sin tener que recurrir a métodos compulsivos.
Pero la consecuencia de ello era que tendríamos que pagar adecuadamente la eficacia, si queríamos que se mantuviera el servicio. Resultó enorme la dificultad para establecer sueldos relativos a los méritos; hicimos progresos pero nos llevó años y mucho esfuerzo y tesón.
De la misma manera, desde un principio me tomé un interés especial en la contratación de personas con experiencia, pues podían influir en la moral y el rendimiento de todo un ministerio. Estaba decidida a cambiar la mentalidad que a comienzos de los años setenta se plasmaba en una observación atribuida al entonces jefe de los funcionarios públicos: lo más que podían esperar los británicos era «una ordenada administración de la decadencia». El país y la propia Administración pública podían resultar estafados por actitudes como ésta. Además de correr el riesgo de desperdiciar el ya escaso talento.
La capacidad y el entusiasmo de los miembros de mi despacho privado del Número 10 me tenían enormemente impresionada. Habitualmente mantenía entrevistas personales con los candidatos a secretario privado de mi propio despacho. Quienes se presentaban eran algunos de los jóvenes —hombres y mujeres— más brillantes de todos los funcionarios del Estado: personas con ambición, a quienes estimulaba la idea de situarse en el centro de decisiones gubernamentales. Quería ver personas de ese mismo calibre, con la mente alerta y empeñados en una buena administración, en los puestos de mayor jerarquía de los diferentes sectores. Así, durante mi permanencia al frente del Gobierno, muchos de mis secretarios privados pasaron a ministerios clave. Pero en todas estas decisiones, lo que importaba era el talento, la capacidad de decisión y el entusiasmo; la fidelidad política no era algo que yo tomara especialmente en cuenta.
Con el paso de los años, ciertas actitudes y hábitos de trabajo se fueron anquilosando, transformándose en un obstáculo para la eficiencia de la Administración. Tuve que superar, por ejemplo un mayor poder de los sindicatos de funcionarios civiles (cada vez más politizados). La implantación de prácticas laborales nuevas y de mayor rendimiento —como la tecnología informática— estaba viéndose frenada por los sindicatos. En un Departamento como el de Salud y Seguridad Social, donde teníamos que tener acceso rápido a las cifras para pagar las compensaciones, estas prácticas eran rechazadas. Pero al final superamos los escollos.
Para ver las cosas con mis propios ojos, decidí visitar los principales departamentos del Gobierno para verme con la mayor cantidad posible de personas y enterarme de cómo establecían sus prioridades. Dediqué la mayor parte de un día a cada Departamento. En septiembre de 1979, por ejemplo, tuve una discusión muy útil con funcionarios civiles del Departamento de Salud y Seguridad Social. Planteé la urgente necesidad de eliminar el exceso de suelo que había en manos del sector público. Yo sabía que algunos hospitales poseían un terreno que no necesitaban y que era evidente que tenían que tener la posibilidad de venderlo e invertir las ganancias en el mejor cuidado de los pacientes. Hubo argumentos a favor y en contra, pero uno de los argumentos predominaba sobre los demás, lo que era un síntoma claro de qué estaba mal, y era la injusticia que se cometía con los hospitales que no tenían la ventaja de disponer de un exceso de terreno. Era evidente que nos quedaba un largo camino por recorrer antes de que todos los recursos del Servicio de Sanidad pudieran emplearse eficazmente en beneficio de los enfermos. Pero esta visita plantó la semilla que germinó luego en las reformas Griffiths[13] de la Administración del NHS (Servicio Nacional de Salud) y, algo después, en las reformas del mercado interno del Servicio de Salud de 1990.
EL GASTO PÚBLICO
Pero estos planteamientos nos llevarían años. Durante el segundo semestre de 1979 íbamos capeando la crisis semana a semana, mientras analizábamos minuciosamente los números del gasto público y de las necesidades crediticias, sobre el telón de fondo de una economía mundial que se sumía en la recesión a ritmo acelerado. Nuestra tarea primordial fue hacer todas las reducciones posibles para el año fiscal 1979-1980. Habitualmente, las decisiones del gasto público las tomaba el Gobierno durante el verano y otoño del año anterior y las anunciaba en noviembre. Aun cuando ya hubieran transcurrido varios meses del actual año fiscal, teníamos que empezar por reabrir los planes de gasto público heredados del Gobierno laborista. Anunciaríamos nuestros nuevos planes de gasto público junto con el presupuesto. Las posibilidades de recortes eran limitadas, en parte por lo que acabo de decir y en parte por nuestras promesas de la campaña electoral (sin olvidar que algunos de los cambios que pretendíamos llevar a cabo requerían la pertinente legislación).
Habíamos prometido aumentar los recursos de Defensa, Ley y Orden y no recortar el presupuesto de Salud Pública. También se nos había pedido que aumentáramos las pensiones de retiro y otros beneficios sociales a largo plazo, para adaptarlos a los precios, respetando los aumentos de pensión prometidos por los laboristas para aquel año. Pudimos haber echado mano de los fondos de reserva para contingencias pero, si aparecía dinero extra, tendríamos que hacer frente a las reclamaciones de los distintos departamentos ministeriales (no era cosa fácil). Otra posibilidad consistía en reducir el volumen del gasto público manteniendo los límites de liquidez en su nivel vigente, a pesar de que la inflación era mayor que cuando el Gobierno anterior los había fijado. Pero esto nos obligaría a mantenernos firmes en lo tocante a los sueldos del sector público, lo que tampoco resultaría fácil. La recaudación procedente de las privatizaciones podía ayudarnos a equilibrar las cuentas. Pero aunque la parte del Gobierno en British Petroleum podía venderse de inmediato, la venta de bienes gubernamentales a gran escala requería las correspondientes leyes. Gran parte del trabajo que realizamos en cuanto al recorte del gasto público desde la oposición quedó superado por los acontecimientos, siendo el más dañino la generosidad del profesor Clegg. En pocas palabras: nos sentíamos atrapados.
Pero yo estaba convencida de que debíamos tener un comienzo lo más fuerte posible. Me di cuenta de que las primeras propuestas de recorte que hacían los de Hacienda para el corriente año fiscal de 1979-1980 no iban lo suficientemente lejos. Por eso me reuní con ellos quince días después de haberme instalado en el Número 10, y lo dije con mucha firmeza. En consecuencia, John Biffen me presentó un plan revisado de las propuestas, en el que recortaba 500 millones más de libras esterlinas, y yo hice saber con toda claridad a sus colegas que eso era lo menos que podíamos hacer.
Finalmente pudimos anunciar un ahorro de 3.500 millones de libras esterlinas en el presupuesto de Geoffrey. Además de las medidas consideradas en principio, pensamos en ahorrar en los apoyos a la industria, especialmente en los fondos para el desarrollo regional, en energía y no incurriendo en otros gastos proyectados.
También decidimos aumentar los gravámenes sobre las recetas médicas, que llevaban ocho años en el mismo nivel, pese a que durante ese tiempo los precios habían aumentado dos veces y media. (El amplio margen de excepciones se mantendría). No había sido ésta nuestra primera opción al ahorro dentro del DHSS (Departamento de Salud y Seguridad Social). En un principio pensamos aumentar de tres a seis días el llamado tiempo de espera que debía cumplirse para que un solicitante tuviera derecho al beneficio por enfermedad o paro. Decidimos finalmente no seguir insistiendo en esto, aunque de alguna manera la idea trascendió a la prensa por alguna de esas fisuras que siempre se producían en nuestras discusiones sobre el gasto público.
Apenas llegamos a un acuerdo respecto de los ahorros para el año fiscal, 1979-1980, cuando ya teníamos que afrontar la tarea más difícil aún de la planificación del gasto público para 1980-81 y años siguientes. En julio de 1979, cuando por fin logramos sacar adelante las decisiones cruciales, tuvimos una serie de arduas discusiones ministeriales sobre el tema, que resultaron ser toda una prueba. Nuestro objetivo era el mismo que teníamos en la oposición, es decir, devolver el gasto público a su nivel de 1977-1978 en términos reales. Para 1982-1983 esperábamos haberlo logrado. Pero, pese a las reducciones que habíamos hecho, el gasto público amenazaba con desmandarse. Lo cual habría tenido pésimas consecuencias para el PSBR (Public Sector Borrowing Requirements, las necesidades crediticias del sector público) y, por lo tanto, para los tipos de interés, para los impuestos, a largo plazo, y en última instancia para todo nuestro programa.
Sin embargo —o tal vez por ese mismo motivo— había una fuerte oposición a los recortes por parte de algunos ministros. Estos eran los llamados wets[14], los apocados, que se sostuvieron durante años al borde de la dimisión por su enfrentamiento con nuestra estrategia económica.
Algunos argüían que la estrategia había quedado superada por los acontecimientos; y en realidad, para quienes no se habían enterado de que Keynes había muerto, la perspectiva de reducir los gastos del Estado y disminuir la deuda pública cuando nosotros y el resto del mundo comenzaba a hundirse en la recesión, resultaba indudablemente alarmante. Otros llegaron a plantear mil y una razones para establecer la imposibilidad de todo recorte.
Geoffrey Howe se mostró soberbiamente imperturbable en su resistencia a todas estas presiones. Después, en julio, reveló a los colegas las consecuencias puntuales que acarrearía el hecho de no aprobar los 6.500 millones de libras esterlinas de recortes que él proponía. También disipó algunos malentendidos. Los ministros tuvieron que reconocer que no estábamos cortando hasta el hueso, sino simplemente tirando de las riendas del aumento planeado por los laboristas y compensando en parte otros aumentos que la creciente recesión hacía casi inevitables.
Los planes previamente anunciados por los laboristas habrían aumentado los gastos de 1979-1980 en un 2 o un 3 por ciento sobre el nivel de 1978-1979, llegando en 1980-1981 al 5 por ciento, en el evidentemente erróneo concepto de que la economía crecería entre el 2 y el 3 por ciento anual. Y no se trataba de que los laboristas fueran los únicos en pensar así. Hacienda solía publicar un gráfico fascinante, el llamado puercoespín, en el cuál los pronósticos del crecimiento económico en los sucesivos informes oficiales del gasto público siempre subían, pareciéndose el gráfico a las púas de los puercoespines, mientras que el curso real del crecimiento económico se abstenía de aumentar más de un escalón. Esto constituía una ilustración muy gráfica —nunca mejor dicho— de las presunciones excesivamente optimistas en que se basaron, año tras año, los pasados planes del gasto público. Yo estaba decidida a no añadir otra serie de púas.
En este caso, los planes laboristas habrían supuesto en 1980-1981 un gasto de 5.000 millones de libras esterlinas, que tendría que haberse financiado al margen de un crecimiento que no se produciría. Además, este exceso venía agravado por un aumento previsto del 18 por ciento en el índice de salarios del sector público, que costaría otros 4.500 millones de libras esterlinas. Para compensar lo creciente de estas obligaciones, teníamos que encontrar la manera de hacer recortes importantes. Teníamos que hacer reducciones por valor de 6.500 millones de libras esterlinas en el plan de gastos del año fiscal 1980-1981, simplemente para mantener el PSBR de ese año en 9.000 millones de libras, cifra ya excesivamente alta per se. Pero los wets seguían oponiéndose a los recortes, tanto en el Gabinete como mediante oscuras y desvergonzadas filtraciones a The Guardian.
No fue hasta finales de julio cuando el Gabinete se obligó a tomar las necesarias decisiones. Las conclusiones tenían grandes fisuras. Aun así, decidimos que lo más sabio era esperar al otoño y publicar todas las cifras en la Evaluación correspondiente. Habíamos puesto en práctica algunas decisiones difíciles en esos tres primeros meses. Con todo, era sólo un comienzo.
Durante el verano la situación económica empeoró. En agosto, a la vuelta de mi primera reunión Cumbre de la Commonwealth, en Lusaka, me recibió Geoffrey Howe con un estudio general de la economía que con todo derecho presentó como «no muy alegre». Era muy probable que el paro comenzara a aumentar a medida que la recesión mundial se iba profundizando. La inflación estaba acelerándose. Nuestra competitividad había empeorado con la apreciación de la libra esterlina y los altos costes salariales que presionaban cada vez más la industria. Nos preocupaba cada vez más lo que implicaban los aumentos salariales en cuanto a repercusión en el paro y quiebras empresariales. Pedí que reuniéramos e hiciéramos circular, para general conocimiento, ejemplos de sueldos excesivos que elevaban en demasía el precio de los bienes, desplazándolos así del mercado y destruyendo puestos de trabajo.
En septiembre retomamos el tema del gasto público. No sólo teníamos que publicar las conclusiones a que habíamos llegado en junio, sino también nuestros planes anuales hasta 1983-1984. Y eso significaba economizar más. Decidimos con un nuevo impulso reducir el desperdicio y la cifra de funcionarios de la Administración. También acordamos importantes aumentos en el precio de la electricidad y del gas (que los laboristas mantenían artificialmente bajos), para que entraran en vigor a partir de octubre de 1980. La electricidad aumentaría un 5 por ciento y el gas un 10 por ciento, muy por encima de la inflación.
El Libro Blanco, con el Informe Oficial de Gasto Público 1980-1981, fue publicado, como correspondía, el 1 de noviembre. Este proyecto de gasto público hacía honor a nuestra promesa de aumentar los gastos de Defensa, Ley y Orden y Seguridad Social (reflejando un aumento récord de las pensiones del año). También contendría el gasto público de 1980-1981 al mismo nivel que en 1979-1980. Pese a que la reducción de unos 3.500 millones de libras esterlinas del proyecto laborista fue denunciado como draconiano, lo cierto es que no bastaba. Esto era evidente no sólo para mí, sino también para el mercado financiero, ya preocupado por el exceso del crecimiento monetario.
También en este caso parecíamos estar subiendo por la escalera de bajada. El 5 de noviembre Geoffrey Howe vino a verme. El volumen de la oferta monetaria superaba con creces el objetivo, sobre todo debido a que el PSBR y los préstamos bancarios eran más altos de lo previsto. El PSBR había quedado afectado por una huelga que impidió el pago de los recibos telefónicos y otra que interrumpió los del IVA. Las compañías solicitaban préstamos para pagar los convenios salariales por no poderlos cumplir de otro modo. Los tipos de interés estaban subiendo en el extranjero. Y las cifras del gasto público, tal como yo había sospechado, eran demasiado altas para el mercado. Se cernía sobre nosotros una crisis financiera. En la época de Denis Healey esto hubiera provocado un paquete fiscal o «mini presupuesto». Pero no dudamos en rechazar esa posibilidad. La respuesta acertada consistía en subir los tipos de interés o en reducir el gasto público, sin ocuparse vanamente en controlar la demanda fiscal.
De modo que el 15 de noviembre aumentamos el tipo mínimo de interés (Mínimum Lending Rate, MLR, sucesor de la tasa interbancaria) al 17 por ciento. (Medida por el IPC, la inflación ya rondaba el 17,4 por ciento). También se hizo pública otra serie de medidas destinadas a proveer fondos para el PSBR.
Poco después el Gabinete retomó la discusión, centrada sobre todo en la seguridad social[15]. Tanto por razones de gasto público como para solucionar el tema del «para qué trabajar», es decir para ampliar la diferencia entre el salario mínimo y el seguro de desempleo, por lo que ya habíamos acordado establecer un impuesto sobre los beneficios sociales de corto plazo lo antes posible. Mientras tanto decidimos reducir esos beneficios —los correspondientes a paro, enfermedad, maternidad e invalidez— en un 5 por ciento. El llamado suplemento en función de los ingresos (pagadero junto con ciertos beneficios a corto plazo) quedaría reducido a partir de enero de 1981, para desaparecer definitivamente en enero de 1982. También decidimos introducir una ley referente al delicado tema de los subsidios extraordinarios para las familias de los huelguistas. No sólo resultaban caros de atender, sino que en los conflictos industriales hacían que la balanza se inclinara en contra de los empresarios y de los líderes sindicales con sentido de la responsabilidad. En lo futuro, las 12 libras esterlinas semanales saldrían de los propios recursos de los huelguistas, o del salario de huelga del sindicato. Finalmente acordamos una serie de ahorros diversos en alojamiento, en gastos de sostenimiento de la Agencia de Servicios a la Propiedad, ganando algo por el aumento a una libra de la sobretasa por receta médica.
Cuando Geoffrey Howe presentó de su segundo presupuesto, el 26 de marzo de 1980[16], pudo anunciar un ahorro de 900 millones de libras esterlinas más para el año fiscal 1980-1981 (aunque parte de esos ahorros quedara absorbida por el aumento de la reserva para contingencias). En general, a precios actuales, esto significaba un ahorro de 5.000 millones de libras esterlinas respecto del gasto previsto por los laboristas. En esas circunstancias, era un logro formidable, aunque frágil. Según se iba hundiendo progresivamente la economía en la recesión, surgirían nuevas exigencias —difíciles de rechazar, en algunos casos— de aumento en algunos programas de gasto público (por ejemplo el de seguridad social, o la conveniencia de compensar las pérdidas de ingresos que proporcionaban las industrias nacionalizadas por los laboristas). En un folio que me pasó, John Hoskyns empleó una frase memorable sobre los Gobiernos «que tratan de armar su tienda de campaña en mitad de un corrimiento de tierra». Cuando entramos en las rondas de discusión del gasto público para 1980-1981, las perspectivas habían empeorado: la lona crujía, los vientos se tensaban, la tierra temblaba.
ATENTADOS TERRORISTAS IRLANDESES
La segunda mitad de 1979, aunque en ella predominaron las preocupaciones por la política económica e intensas rondas de actividad diplomática[17], se vio también oscurecida por el terrorismo. Sólo quince días después de haber tomado posesión del Número 10, hube de pronunciar unas palabras en el Memorial Service for Airey Neave (funeral en memoria de Airey Neave). Poco después los terroristas del IRA llevaron a cabo otro atentado con bomba que conmocionó al mundo entero.
El lunes 27 de agosto me encontraba en Chequers, por ser fiesta, cuando me enteré del terrible asesinato de lord Mountbatten y de dieciocho soldados británicos, en el mismo día. Lord Mountbatten fue asesinado haciendo explotar su barco en la costa de Mullaghmore, condado de Sligo. Hubo tres muertos y tres heridos más entre las personas que lo acompañaban.
Violando de toda costumbre civilizada, el asesinato de nuestros soldados fue todavía más despreciable. Dieciocho resultaron muertos y cinco heridos en la doble explosión activada por control remoto en Narrow Water, Warrenpint, cerca de Newry, junto a la frontera con la República de Irlanda. El IRA hizo estallar la primera bomba y luego esperó a que llegara el helicóptero de salvamento a rescatar a sus compañeros para detonar la segunda. Entre los asesinados por la segunda bomba se encontraba el oficial en jefe de los Queen’s Own Highlanders.
Las palabras siempre resultan insuficientes para condenar este tipo de atentados, por lo que de inmediato decidí ir a Irlanda del Norte para demostrarle al ejército, la policía y los civiles que comprendía la escala de la tragedia y para evidenciar nuestra inquebrantable voluntad de no ceder al terrorismo. Habiendo regresado a Londres desde Chequers, permanecí allí el martes, para permitir a quien correspondiera que se ocupase de las secuelas inmediatas, mientras yo mantenía dos reuniones con colegas para analizar las necesidades de la provincia en materia de seguridad. Esa noche escribí personalmente a las familias de los soldados muertos en los atentados. No eran cartas fáciles de redactar. Desgraciadamente tuve que escribir muchas más durante mi mandato.
Volé al Ulster el viernes por la mañana. Por razones de seguridad, no se dio publicidad previa a la visita. Fui primero al Musgrave Park Hospital, en Belfast, a visitar a los soldados heridos, y luego fui al ayuntamiento a ver al alcalde de Belfast. Afirmé con insistencia que debía entrar en contacto con los ciudadanos de a pie de su municipio, y puesto que el mejor modo de conseguirlo era caminar por el centro comercial de Belfast, allí me dirigí. Nunca olvidaré la manera en que me acogieron. Es extremadamente emocionante recibir expresiones de buenos deseos de gente que sufre. Nunca se sabe bien cómo responder. Pero recogí entonces la impresión, que nunca tuve razones para modificar, de que la gente del Ulster jamás se inclinaría ante la violencia.
Tras almorzar de bufé con los militares de todas las graduaciones, pertenecientes a la 3 Brigade, el ejército me dio la novedad y a continuación me dirigí en helicóptero a lo que adecuadamente se denomina «el país de los bandidos», el sur de Armagh. Trajeada con la chaqueta de camuflaje que usaban las mujeres soldado del regimiento de Defensa del Ulster (hecha un greenfinch —verderón—), antes de regresar en helicóptero vi el puesto del RUC (Real Policía Uniformada del Ulster) de Crossmaglen, el más atacado de la provincia, destrozado ahora por la bomba. Es muy peligroso, tanto para las personas como para los helicópteros, permanecer en esas zonas.
Mi última visita fue a los cuarteles de Gough, base del RUC en Armagh, a la que siguió el vuelo de vuelta a las seis de esa tarde. Es difícil transmitir el coraje de las fuerzas de seguridad, cuya tarea consiste en proteger nuestras vidas del terrorismo. En especial los miembros del UDR (Regimiento de Defensa del Ulster) que desempeñan su misión viviendo en la misma comunidad, donde ellos y sus familias siempre se hallan en posición vulnerable, y que dan muestras, como sin prestarle atención, de un callado heroísmo que nunca dejé de admirar.
De vuelta en Londres, proseguimos con nuestras urgentes discusiones sobre seguridad. Dos temas principales se imponían: cómo mejorar la dirección y coordinación de nuestras operaciones de seguridad en la provincia del Ulster y cómo lograr más cooperación de la República Irlandesa en temas de seguridad. Con respecto a lo primero, decidimos que las dificultades de coordinación de información entre el RUC y el ejército podrían solucionarse mejor si creábamos una dirección de seguridad de alto nivel. Respecto a lo segundo, acordamos que yo abordaría al primer ministro irlandés, Jack Lynch, en cuanto llegara al funeral de lord Mountbatten.
De manera que hicimos los arreglos pertinentes para tener un día de conversación con el señor Lynch y sus colegas ministeriales en el Número 10, que quedó fijado para la tarde del miércoles 5 de septiembre. La primera sesión fue un tête á tête entre los dos primeros ministros. Después, a las cuatro de la tarde se nos unieron nuestros respectivos ministros y funcionarios.
Lynch, por su parte, no tenía ninguna sugerencia especial que hacer. Cuando planteé la importancia de la extradición de los terroristas refugiados en la República de Irlanda, contestó que su Constitución lo dificultaría mucho. Y especificó que, según la ley irlandesa, los terroristas podían ser juzgados en la República por ofensas cometidas en el Reino Unido. Entonces pedí que los funcionarios del RUC —que tendrían que obtener pruebas para el buen desarrollo de tales procesos— fueran autorizados a asistir a los interrogatorios de los sospechosos de terrorismo en el Sur. Prometió «estudiar el tema». Yo sabía bien lo que eso quería decir: no hacer nada. Solicité la ampliación de los convenios existentes para que nuestros helicópteros pudieran atravesar las fronteras por las que los terroristas iban y venían a su antojo. También prometió estudiarlo. Propuse una mejor comunicación tanto entre el RUC y el Garda como entre los ejércitos británico e irlandés. La misma respuesta. En determinado momento me exasperé tanto que pregunté si había algo que el Gobierno irlandés estuviera dispuesto a hacer. Aceptaron que se celebrase una reunión posterior entre ministros y funcionarios, pero había una fatal carecía de voluntad política para tomar medidas severas. Sin embargo yo estaba decidida a seguir presionando a la República de Irlanda. No podía olvidar que ya había 1.152 civiles y 543 miembros de las fuerzas de seguridad asesinados por la acción de los terroristas.
Tampoco dejamos pasar la oportunidad de utilizar la repulsa que las matanzas habían provocado en Estados Unidos para informar sobre la realidad de la vida en el Ulster. Los sentimientos y el patriotismo de millones de buenos norteamericanos de origen irlandés eran manipulados por los extremistas republicanos irlandeses, que lograban pintar el terrorismo con unos rasgos de romántica respetabilidad que la sórdida realidad contradecía. Como resultado, había un continuo flujo de fondos y armas que ayudaban al IRA a proseguir con sus actividades, mientras en 1979 nos veíamos enfrentados a la absurda situación de que el Departamento de Estado frenara la compra de 3.000 revólveres para el RUC por presiones del lobby de los republicanos irlandeses en el Congreso.
Volví a visitar el Ulster en Nochebuena. Esta vez me reuní con funcionarios de prisiones de Irlanda del Norte, y también con las fuerzas de seguridad. Porque los funcionarios de prisiones también estaban siempre en grave peligro y trabajaban en unas condiciones espantosas. Desde marzo de 1978 venían padeciendo las consecuencias de la llamada «protesta sucia»[18] de más de 350 terroristas presos, que exigían trato de favor y privilegios especiales. Diecisiete funcionarios de la cárcel habían sido asesinados en el transcurso de los últimos cuatro años, los siete últimos en los tres meses anteriores. Lo que, en comparación, hacía parecer bastante triviales los problemas de la vida política.