CAPÍTULO I



La llegada a la tienda

Primeros días y primeras decisiones

A PALACIO

En la madrugada del viernes, 4 de mayo, ya sabíamos que habíamos ganado, pero sólo en la tarde de ese mismo día conseguimos la clara mayoría de escaños que necesitábamos: 44, como después pudimos comprobar. El Partido Conservador formaría el próximo Gobierno.

Me acompañaban muchos amigos en las largas horas de espera de resultados en la sede central del Partido Conservador. Sin embargo, recuerdo una curiosa sensación de soledad, además de los nervios por lo que iba a suceder, cuando recibí la llamada telefónica que me convocaba a Palacio. Estaba preocupada por no equivocarme en los detalles de procedimiento y protocolo; es asombroso cómo en ocasiones realmente importantes la mente suele fijarse en cosas que a la fría luz del día parecen insignificantes. Pero no se me quitaban de la cabeza los rumores de episodios embarazosos cuando un primer ministro se iba y otro lo reemplazaba: la salida de Ted Heath del Número 10 era un perfecto ejemplo de ello. No pude evitar apiadarme de James Callaghan, que poco antes había admitido nuestra victoria en un breve discurso tan digno como generoso. Cualesquiera que fueran nuestras desavenencias pasadas y futuras, lo consideraba un patriota preocupado por los intereses de Gran Bretaña, y cuyos mayores disgustos se los había provocado su propio partido.

En torno a las tres menos cuarto de la tarde me llamaron a Palacio. Salí de la sede central, atravesando una multitud de partidarios, para coger el coche que nos llevaría a Denis y a mí en mi último viaje como líder de la oposición.

La mayoría de los primeros ministros suelen acudir a la audiencia en que se recibe autorización de la Reina para formar gobierno solamente una vez en su vida. La autorización inicial sigue siendo válida cuando un primer ministro electo gana las elecciones por segunda vez consecutiva, de modo que nunca tuve que renovarla en los años que ocupé mi cargo en el Gobierno. Todas las audiencias con la Reina son estrictamente confidenciales, esta reserva es vital para el funcionamiento del Gobierno y de la Constitución. Yo celebraría estas audiencias con Su Majestad una vez por semana, normalmente los martes, cuando ella se encontraba en Londres, y en ocasiones en otros lugares, cuando la familia real se desplazaba a Windsor o a Balmoral.

Quizás me esté permitido aclarar dos puntos en lo tocante a estas reuniones. Quien imagine que eran una mera formalidad, o que se limitaban a un intercambio de cumplidos sociales, está muy equivocado: no son tensas, pero sí eficaces, y Su Majestad manifiesta una formidable comprensión de temas de actualidad, además de una amplísima experiencia. Y a pesar de que la prensa no se resistiera a la tentación de sugerir que había disputas entre Palacio y Downing Street, especialmente en lo que a temas de la Commonwealth se refiere, siempre me pareció absolutamente correcta la actitud de la Reina hacia la labor del Gobierno.

Claro está que, teniendo en cuenta las circunstancias, era muy apetitoso inventar historias sobre supuestos choques entre «dos mujeres poderosas». En general, se escribieron más tonterías sobre el «factor femenino» durante mi época de jefe del Gobierno que sobre casi cualquier otra cosa. Siempre se me preguntaba cómo me sentía siendo una primera ministra de sexo femenino. Y yo siempre contestaba: «No lo sé: nunca he probado la otra posibilidad».

Tras la audiencia, sir Philip Moore, secretario de la Reina, me llevó a su despacho por lo que se conoce como «las escaleras del primer ministro». Allí encontré esperándome a mi nuevo secretario privado principal, Ken Stowe, listo para acompañarme a Downing Street. Ken había acudido a Palacio con el primer ministro saliente, James Callaghan, hacía escasamente una hora. Los funcionarios ya conocían bastante bien nuestra política, porque siempre examinan a fondo el manifiesto de la oposición, con vistas a una precipitada preparación del programa legislativo de una nueva Administración. Naturalmente, como pronto descubrí, algunos altos funcionarios necesitarían algo más que una concienzuda lectura de nuestro manifiesto y unos cuantos discursos para comprender realmente los cambios que teníamos la firme intención de implantar. Además, lleva su tiempo establecer relaciones con subalternos que vayan más allá del nivel formal de respeto para convertirse en relaciones de confianza. Pero la enorme profesionalidad de los funcionarios británicos, que permite que los gobiernos entren y salgan con el mínimo trastorno y la máxima eficacia, es algo de lo que otros países con sistemas diferentes tienen mucho que envidiar.

Denis y yo abandonamos Buckingham Palace en el coche del primer ministro; mi coche anterior ya había pasado al señor Callaghan. Al salir por las puertas de Palacio, Denis observó que esta vez los guardias me saludaban. En aquellos días inocentes, antes de que las medidas de seguridad se hicieran mucho más férreas por temor al terrorismo, había multitud de personas queriendo darme la enhorabuena, turistas, periodistas y equipos de televisión esperándonos en Downing Street. La muchedumbre ocupaba toda la calle y se extendía hasta Whitehall. Denis y yo salimos del coche y avanzamos hacia ellos. Esto me dio oportunidad de repasar mentalmente lo que iba a decir en la puerta del Número 10.

Cuando nos volvimos hacia las cámaras y los periodistas, la ovación fue tan ensordecedora que nadie en la calle pudo oírme hablar. Afortunadamente, los micrófonos que me habían puesto delante recogieron mis palabras y las retransmitieron por radio y televisión.

Cité una famosa oración atribuida a San Francisco de Asís, que empieza diciendo: «Allí donde haya discordia, llevemos armonía». Posteriormente, esta elección mía daría lugar a mucho sarcasmo, pero con frecuencia se olvida el resto de la cita. San Francisco pedía algo más que paz; la oración sigue diciendo: «Donde haya error, llevemos la verdad. Donde haya dudas, llevemos la fe. Y donde haya desesperación, llevemos la esperanza». Las fuerzas del error, la duda y la desesperación estaban tan firmemente atrincheradas en la sociedad británica, como el «invierno del descontento» había demostrada tan nítidamente, que no sería posible vencerlas sin alguna medida de discordia.

DOWNING STREET, 10

Dentro del Número 10 todo el personal se había reunido para darnos la bienvenida. Estoy segura de que en los días en los que aún no había televisión existía una buena razón práctica para esta ceremonia, ya que todas las personas que trabajan en el edificio tienen que ser capaces de identificar en persona al primer ministro, tanto por razones de seguridad como para el buen funcionamiento de los muchos y variados servicios que allí se proporcionan. También es cierto que dentro del Número 10 reina un ambiente casi familiar. El número de empleados es relativamente reducido: un total de setenta u ochenta, aunque debido al sistema de turnos no todos están allí al mismo tiempo. Esta cifra incluye a los que trabajan en el despacho privado, incluyendo a los auxiliares administrativos gracias a los cuales el Número 10 siempre está en condiciones de funcionar las veinticuatro horas del día; la oficina de prensa, donde siempre hay alguien de guardia; las chicas «de la sala del jardín», encargadas de secretariado y papeleos; el «archivo confidencial», donde se clasifica y archiva la enorme acumulación de documentos; la sección parlamentaria que se ocupa de cuestiones, declaraciones y debates parlamentarios; la sección de correspondencia, donde se reciben entre cuatro y siete mil cartas cada semana; las secciones encargadas de asuntos eclesiásticos y honores; la Oficina Política y la Unidad Política[5]; y los mensajeros y otros empleados que proveen a toda esta gran familia de té, café y —sobre todo— información relativa al mundo exterior. Supone un logro extraordinario y requiere gente enormemente cualificada y responsable, sobre todo si se comparan los recursos relativamente limitados y el modesto entorno del Número 10 con, por ejemplo, la Casa Blanca, con sus 400 empleados, o la Cancillería alemana, con 500.

Los secretarios privados del primer ministro, encabezados por el secretario privado principal, son esenciales para el funcionamiento eficaz del Gobierno. Constituyen el más importante canal de comunicación entre el primer ministro y el resto de Whitehall, y tienen una fuerte carga de responsabilidad. Tuve la suerte de contar con una sucesión de excelentes secretarios privados principales a lo largo de los años. Otros secretarios privados, especializados en economía o asuntos exteriores, también adquirieron rápidamente el discernimiento, la pericia y la familiaridad con mi manera de pensar que me permitirían confiar en ellos. Bernard Ingham, mi secretario de prensa, que se incorporó cinco meses después de que yo entrara a ocupar mi cargo de primera ministra, era otro miembro indispensable del equipo. Se me informó de que políticamente Bernard simpatizaba con los laboristas, y no con los conservadores, pero cuando nos conocimos por vez primera le tomé mucha simpatía a este nativo del Yorkshire, duro, brusco y con sentido del humor. La virtud más destacada de Bernard era su integridad total. Era un hombre honrado, y esperaba la misma honradez de todos los demás. Jamás me falló.

En el Número 10 las jornadas de trabajo son largas. Esto nunca me importó. Era tan intensa la tarea de ser primera ministra que dormir me parecía un lujo. De todos modos, llevaba tiempo entrenándome para no dormir más que unas cuatro horas por noche. Con frecuencia la oficina privada también seguía trabajando hasta las once de la noche. Éramos tan pocos que no había posibilidad de delegar trabajo en nadie. Este tipo de ambiente contribuye a crear un equipo extraordinariamente alegre, además de formidablemente eficaz. La gente está sometida a una gran presión, por lo que no hay tiempo para trivialidades. Todo el esfuerzo tiene que ir dirigido a completar el trabajo. Con frecuencia el resultado es el respeto mutuo y las relaciones amistosas. Esta característica del Número 10 determina no sólo la actitud entre los empleados, sino también la que tienen hacia el primer ministro para quien todos trabajan, directa o indirectamente. Puede que las ovaciones y los aplausos a la llegada de un nuevo primer ministro sean una formalidad tradicional. Pero las lágrimas y la pena cuando se marcha un primer ministro saliente suelen ser auténticas.

Naturalmente, yo ya había visitado el Número 10 en mi época de secretaria de Educación en el gobierno de Ted Heath, entre 1970 y 1974, e incluso antes, como secretaria parlamentaria del ministro de Pensiones en los gobiernos de Harold Macmillan y Alec Douglas-Home. Con lo cual sabía que la casa es mucho más grande de lo que parece vista desde fuera, porque de hecho comprende dos casas, una situada detrás de la otra, conectadas por pasillos, con un ala suplementaria que une los dos edificios. Pero aunque ya conocía las salas de recepción y las del Gabinete, el resto del edificio me era bastante desconocido.

LA VIDA EN LA TIENDA

El Número 10 es más que una oficina: también hace las veces de residencia familiar del primer ministro. Nunca tuve la menor duda de que cuando los Callaghan se hubieran ido yo me instalaría en el pequeño apartamento del primer ministro, en la planta más alta del edificio. Era lo más práctico y encajaba con mi gusto por las jornadas largas de trabajo. Como solíamos decir, si nos remitimos a mi infancia en Grantham, me gustaba vivir en la trastienda. No me fue posible mudarme de la casa de Flood Street, en la que mi familia y yo habíamos vivido durante los diez últimos años, hasta la primera semana de junio. Pero a partir de entonces, y hasta noviembre de 1990, Downing Street y Chequers (casa de campo oficial del primer ministro) fueron los núcleos gemelos de mi vida personal y profesional.

El piso del Número 10 se convirtió rápidamente en un lugar donde refugiarme del resto del mundo, aunque en ocasiones allí también se trataron muchos asuntos oficiales. Se encontraba en la parte más alta del edificio, prácticamente junto a las vigas del techo. Pero esto constituía una ventaja, ya que las escaleras me proporcionaban casi mi único ejercicio físico. Había muchos armarios y un trastero en el que ir arrumbándolo todo hasta que se encontrara un lugar más permanente y donde podíamos guardar libros y papeles cuando esperábamos alguna visita.

Denis y yo decidimos que no queríamos ninguna ayuda doméstica interna. Ninguna ama de llaves habría podido adaptarse a nuestros horarios irregulares. Cuando no tenía otros compromisos, me subía al piso para una comida rápida consistente en una ensalada o un huevo escalfado sobre una tostada con Bovril. Pero normalmente eran las diez o las once de la noche cuando llegaba a la cocina y hacía algo —conocíamos todas las posibles variantes de platos hechos con huevos y queso, y siempre había algo que picar en la nevera—, mientras Denis me preparaba una copa.

Siempre teníamos el congelador bien abastecido y cuando apareció el microondas hizo verdaderos milagros en momentos en los que necesitábamos comidas repentinas, porque teníamos que trabajar hasta altas horas de la noche para preparar un discurso, una declaración o una toma de decisiones para la campaña de las Malvinas o el ataque libio, o alguna resolución del Consejo de Seguridad de la ONU. En estas ocasiones empleábamos el pequeño comedor del piso, que se encontraba junto a la cocina, de dimensiones aún más reducidas; los secretarios de la Oficina Política, no financiados por el contribuyente, siempre echaban una mano.

No por estar desempeñando el cargo de primera ministra podía olvidar que también era diputada por Finchley, ni se trataba de algo que habría querido olvidar. Mis consultas mensuales en el distrito y la correspondencia que se manejaba desde dentro del Número 10, a cargo de mi secretaria, Joy Robilliard (que había sido secretaria de Airey Neave hasta la muerte de éste), me mantenían en contacto directo con las preocupaciones de la gente. Siempre tuve la ventaja de contar con un agente de distrito de primera y con un presidente de circunscripción muy dispuesto a prestarme su apoyo, lo cual, como sabe todo diputado, es muy de agradecer. También conservé mis propios intereses especiales, los que había despertado en mí el trabajo en la circunscripción; así, por ejemplo, mi apoyo al North London Hospice.

Nunca hubiera podido ser primera ministra durante más de once años si no hubiera tenido a Denis a mi lado. Siempre ha tenido una personalidad fuerte, con ideas muy concretas acerca de lo que se debía y no se debía hacer. Era una fuente de sabios consejos y comentarios perspicaces. Y, muy sensatamente, los reservaba para mí, antes que para el mundo exterior, negándose siempre a conceder entrevistas. Jamás tuvo secretario ni asesor de relaciones públicas, sino que contestaba él mismo entre treinta y cincuenta cartas semanales. Con la aparición de la sección de cartas llamada «Dear Bill» («Querido Bill») en Private Eye, parecía que se había convertido en el corresponsal favorito de medio país.

Denis compartía mi fascinación por la política —así fue, claro está, como nos conocimos—, pero también tenía sus propias aficiones, entre ellas el deporte, una de las más importantes. Le apasionaba el rugby, hasta el punto de haber actuado como árbitro. También dedicaba mucho tiempo a las obras de caridad y era miembro activo de la Fundación de Ayuda al Deporte y de los lord’s Taverners. Denis dio muchas conferencias acerca de sus temas (no políticos) preferidos. La que para mí representa el mejor resumen de su personalidad y sus convicciones hablaba del deporte y la ética, y cabe destacar en ella las siguientes frases:

El deseo de ganar nace en la mayoría de nosotros. La voluntad de ganar es una cuestión de entrenamiento. La manera en que se gana es una cuestión de honor.

Aunque Denis sentía un gran interés por todo lo militar, y por su propio gusto habría permanecido en el ejército al terminar la Segunda Guerra Mundial, la inesperada muerte de su padre lo dejó sin otra opción que reincorporarse al negocio familiar, una empresa de pinturas y productos químicos. Me alegro de que lo hiciera. Porque su experiencia industrial me resultaba inestimable. No sólo conocía el lado científico (algo que teníamos en común), también era un experto en contabilidad y gestión. Nada pasaba inadvertido a su ojo profesional: podía ver y presentir los problemas antes que cualquier otra persona. Su conocimiento de la industria petrolífera también me proporcionó un asesoramiento experto e inmediato, cuando en 1979 el mundo sufrió la segunda subida repentina de los precios del petróleo. De hecho, gracias a él y a nuestros numerosos amigos, nunca perdí el contacto con la industria y el comercio.

Ser primera ministra es una labor solitaria. En cierto sentido, así tiene que ser: no se puede dirigir desde la multitud. Pero con Denis a mi lado nunca estuve sola. Un gran hombre. Un gran esposo. Un gran amigo.

EN EL INTERIOR DE DOWNING STREET

En más de un sentido, Downing Street es una casa bastante insólita. Retratos, bustos y esculturas de los antecesores en el cargo se ocupan de recordar al inquilino actual los casi doscientos cincuenta años de historia heredados.

Todo primer ministro tiene oportunidad de dejar su impronta en el estilo del Número 10. En la parte del edificio no destinada a vivienda expuse la colección de porcelanas, que yo había ido reuniendo a lo largo de los años. También me traje un imponente retrato de Churchill de mi despacho de la Cámara de los Comunes, para que contemplase desde la pared a los que se reunían en la antecámara de la Sala del Gabinete. Cuando llegué, esta zona parecía un club del Pall Mall, mal atendido, con pesados muebles de cuero gastado. Me ocupé de transformar todo el ambiente, colocando librerías, mesas y sillas procedentes de otras partes del edificio. Era posible que se fueran a vivir tiempos difíciles en la Sala del Gabinete, pero esa no era razón para que la gente tuviera que sentirse incómoda mientras esperaba para entrar.

No llevé a cabo las reformas decorativas más importantes hasta pasados casi diez años de estancia, pero desde el principio intenté que las habitaciones dieran más impresión de que alguien las habitaba. Las salas oficiales tenían muy pocos adornos y a nuestra llegada el Número 10 se parecía bastante a «un piso de alquiler amueblado» —y eso es lo que era, en cierto modo—. Downing Street no tenía plata. Cada vez que se daba un banquete oficial quienes lo servían tenían que traerse la cubertería. Lord Brownlow, que vivía justo al lado de Grantham, me prestó una cubertería de su colección de Belton House: sus relumbres transformaban por completo el comedor del Número 10. Una pieza concreta tenía un significado especial para mí: un cofre que contenía el freedom (carta de ciudadanía o, en español, fuero) del Municipio de Grantham, del que tanto el anterior lord Brownlow como después mi padre habían sido alcaldes. Los jardineros de St. James’s Park traían flores. Y felizmente las flores no dejaron nunca de llegar, enviadas por amigos y partidarios, hasta mis últimos días en Downing Street, cuando resultaba casi imposible moverse por los pasillos debido a la abundancia de flores, que rivalizaban con la propia Feria de las Flores de Chelsea. También hice cambiar el empapelado del despacho a costa mía. Mandé arrancar el desagradable papel verde adamascado y lo sustituí por uno a rayas color crema, que proporcionaba un fondo mucho más apropiado para colgar buenos cuadros.

Me parecía a mí que en Downing Street hacían falta obras de pintores y escultores británicos contemporáneos, además de los del pasado. Había conocido a Henry Moore cuando era secretaria de Educación y era una gran admiradora de su obra. La Fundación Moore permitió que el Número 10 recibiera en préstamo una de sus esculturas menores, que encajaba perfectamente en un hueco en la entrada principal. Detrás de la escultura había un dibujo de Moore, que se cambiaba cada tres meses; entre mis preferidos estaban las estampas de gente durmiendo en el Metro de Londres durante los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial.

Era consciente de ser la primera investigadora científica en el cargo de primer ministro; casi tan consciente, de hecho, como lo era de ser también la primera mujer. Así que hice colocar retratos y bustos de algunos de nuestros científicos más famosos en el comedor pequeño, donde frecuentemente comía con las visitas y mis colegas en ocasiones no solemnes.

Me parecía muy importante que cuando vinieran visitas extranjeras a Downing Street pudieran contemplar parte del legado cultural de Gran Bretaña. Cuando me trasladé al Número 10 todos los cuadros del comedor principal eran copias. Los mandé cambiar. Así, por ejemplo, recibí en depósito un retrato de Jorge II, que fue quien regaló el Número 10 a sir Robert Walpole, primera personalidad que accedió al cargo de primer ministro. En mis visitas al extranjero no tardé en descubrir que muchas de nuestras embajadas poseían magníficas obras de arte que contribuían enormemente a la impresión que la gente se llevaba de Gran Bretaña. Yo quería que las personalidades extranjeras que visitaran el Número 10 se llevaran una impresión parecida. Me constaba que en nuestros museos había grandes cantidades de excelentes cuadros británicos no exhibidos. Pude tomar prestados varios Turner, un Raeburn de Escocia y algún dibujo de la Dulwich Gallery, que mandé colgar en el Salón Blanco y en el recibidor principal. También hice colgar algunos buenos cuadros de los héroes de la nación; en ellos se hacía perceptible la continuidad de la Historia. Recuerdo que en una ocasión observé que el presidente Giscard d’Estaing contemplaba dos retratos en el comedor: uno de Nelson en su juventud y otro de Wellington. Hizo un comentario sobre lo irónico de la situación. Yo le contesté que no era menos irónico que yo tuviera que contemplar retratos de Napoleón en mis visitas a París. Considerándolo ahora, veo que la comparación no era del todo acertada. Napoleón perdió.

No obstante, en esta primera velada, no podía hacer mucho más que emprender una breve visita de las principales habitaciones del edificio. Después entré en la Sala del Gabinete, donde me recibieron más caras conocidas: entre ellas, la de mi hija Carol. Allí estaba Richard Ryder, que había sido y seguiría siendo por un tiempo mi secretario político, responsable de mantenerme en contacto con el Partido Conservador en todo el país; David Wolfson (actualmente lord Wolfson), que desempeñaba el cargo de jefe de personal, recurriendo a su encanto y su experiencia en el mundo de los negocios para regir el funcionamiento del Número 10; Caroline Stephens (posteriormente, Caroline Ryder), que se convirtió en mi secretaria de asuntos diarios; Alison Ward (posteriormente, Alison Wakeham), mi secretaria para el municipio; y Cynthia Crawford —conocida por todos nosotros como «Crawfie»—, la secretaria de dirección, que ha permanecido conmigo desde entonces. No perdimos mucho tiempo en conversaciones. Estaban deseosos de organizar la distribución de cargos. Yo tenía en mente exactamente la misma tarea: elegir mi Gabinete ministerial.

FORMACIÓN DEL GABINETE

La formación de un Gabinete es sin duda uno de los medios más importantes de los que dispone un primer ministro para controlar el funcionamiento global de un gobierno. Pero no siempre se entiende hasta qué punto son reales las limitaciones que condicionan toda selección. Por convención, todos los ministros han de ser miembros de la Cámara de los Comunes o de los Lores, y generalmente no debe haber más de tres miembros procedentes de los Lores, lo cual limita la gama de posibles candidatos. Además, es necesario obtener un buen reparto nacional: es fácil que todas las regiones lleguen a la rápida conclusión de haber sido excluidas. También hay que tener en cuenta toda la gama de corrientes de opinión existente en el seno del partido.

Aún así, la prensa espera que la lista de los veintidós ministros del Gabinete esté lista y publicada en un plazo de veinticuatro horas: de lo contrario, se interpreta como seguro síntoma de algún tipo de crisis política. Mis amigos norteamericanos, y también los de otras nacionalidades, se suelen sorprender de la velocidad con que se forman y anuncian los gobiernos británicos.

Con lo cual, no creo que ninguno de los del Número 10 nos relajáramos mucho aquel día, que resultó muy largo. (La noche anterior había conseguido dormir, como mucho, un par de horas). Recibí el informe sobre seguridad que habitualmente se facilita a los primeros ministros entrantes. Después subí al despacho en que tantas horas había de pasar en los años siguientes. Me acompañaban Willie Whitelaw y nuestro nuevo líder de los whips, Michael Jopling. Empezamos a repasar los nombres obvios y los menos obvios y, lentamente, el complicado rompecabezas empezó a tomar forma. Mientras Willie, el líder de los whips y yo debatíamos los nombramientos para el Consejo, Ken Stowe intentaba ponerse en contacto con los implicados para organizar su llegada al día siguiente.

A las ocho y media de la tarde hicimos una pausa para comer algo. Sabiendo que no había servicio de cantina en el Número 10, mis ayudantes personales encargaron comida china, y nos sentamos unos quince a comer en el comedor grande. (Creo que esa fue la última comida de encargo que hubo mientras fui primera ministra).

Sabía que las batallas más encarnizadas iban a producirse en el campo de la política económica. De modo que puse mucho cuidado en que los ministros económicos clave fueran auténticos convencidos de nuestra estrategia económica. Geoffrey Howe ya se había erigido en principal portavoz económico del partido. Geoffrey era vapuleado por Dennis Healey cada vez que intervenía en un debate parlamentario. Pero gracias al pleno dominio de su campo y a la capacidad para extraer argumentos y recomendaciones de diferentes fuentes, había demostrado que tras una fachada engañosamente benigna, se ocultaban las cualidades del gran ministro de Hacienda que acabaría siendo. Algunas de las decisiones más duras recayeron sobre sus hombros. Jamás pestañeó. En mi opinión, estos fueron sus mejores años políticos.

En 1975, tras convertirme en líder de la oposición, había considerado la posibilidad de dar a Keith Joseph el cargo de canciller del Gabinete en la Sombra (es decir de canciller del gobierno que la oposición constituiría, de estar en el poder). Keith se había esforzado más que nadie para dejar claro en sus discursos y panfletos los males de la situación económica de Gran Bretaña y cómo podían enmendarse. Es una de las mejores mentes de la política. Es un pensador original, el tipo de hombre que nos hace entender lo que quería decir Burke cuando escribió que la política es «filosofía en acción». Hay otra cosa que lo hace salirse de lo corriente: combina la humildad con una mente abierta y con unos principios inamovibles. Posee una profunda y auténtica sensibilidad para las desgracias de los demás. Aunque no tenía ninguna duda acerca de lo acertado de las decisiones que tomaríamos, le constaba que iban a suponer el colapso de empresas inviables y que el sobreempleo se convertiría en desempleo, y le importaban los afectados: mucho más de lo que les importaba a nuestros detractores, con su compasión profesional. Pero este tipo de combinación de cualidades personales puede generar dificultades en el cruel remolino de la vida política que ha de soportar todo Canciller. Por lo tanto, Keith ocupó el Ministerio de Industria, donde desempeñó la tarea vital, que ningún otro hubiera podido llevar a cabo, de modificar la mentalidad que hasta entonces había imperado en el departamento. Keith fue —y sigue siendo— mi mejor amigo político.

Para el cargo de primer secretario del Tesoro nombré a John Biffen. Desde la oposición había defendido brillantemente la política económica en la que yo creía, y anteriormente se opuso con mucho coraje al giro de 180 grados efectuado por el Gobierno de Heath. Pero resultó ser menos eficaz de lo que yo esperaba en la ardua tarea de intentar controlar el gasto público. Fue más afortunado su posterior desempeño como líder de la Cámara, puesto en que eran necesarias grandes dosis de sensibilidad política, de buen humor y de clase. John Nott fue nombrado secretario de estado para el Comercio. También él poseía un entendimiento y un compromiso claros con nuestra política de control monetario, reducción de impuestos y libre empresa. Pero John es una mezcla curiosa. A nadie se le daba mejor analizar una situación y prescribir una política para solventarla. Sin embargo, le costaba, o quizás le aburriera, mantenerse en la línea política elegida. Su defecto era la tendencia a cambiar de opinión a posteriori.

No obstante, con la ayuda de Geoffrey y Keith en la dirección del Gabinete, y con la lealtad con que sabía que podía contar por parte de otros ministros, estaba convencida de que podríamos llevar a efecto nuestra estrategia económica.

En otros aspectos, me pareció prudente, en vista de nuestra eficaz labor en la oposición y la campaña electoral, mantener un alto grado de continuidad entre el Gabinete en la Sombra y los nombramientos al Gabinete. Nombramos ministro de Interior a Willie Whitelaw, y en esa capacidad, y posteriormente como jefe de los Lores, me proporcionó a mí personalmente y al Gobierno en su totalidad, toda una serie de sabios consejos, basados en su amplísima experiencia. La gente solía asombrarse de que ambos colaboráramos tan bien, dada nuestra rivalidad por el liderazgo y nuestros diferentes enfoques de la economía. Pero Willie es un hombre grande no sólo físicamente sino también en lo que a su personalidad se refiere. Él deseaba el éxito del Gobierno, y desde el principio aceptó el hecho que éste iba a inspirarse en mis principios. Una vez que hubo jurado su lealtad, jamás la retiró. Me apoyó inquebrantablemente cuando yo tenía razón y, lo que es más importante, también cuando no la tenía. Fue insustituible como viceprimer ministro —cargo que no está constitucionalmente reconocido, pero que otorga una clara señal de precedencia política— y supo contribuir a que el Gobierno mantuviera el rumbo.

En mi opinión, hacían falta unos cuantos cambios de cartera con respecto al Gabinete en la Sombra. Incorporé al formidable Christopher Soames como jefe de la Cámara de los Lores. Christopher era muy independiente, de hecho, excesivamente independiente, y por lo tanto más dotado para el trabajo en solitario —ya fuera como embajador en París o como último gobernador de Rodesia— que para el trabajo en colaboración. Peter Carrington, hábil líder de la oposición en la Cámara de los Lores, se incorporó en calidad de ministro de Asuntos Exteriores. Peter tenía una gran confianza en sí mismo y una no menor capacidad para identificar inmediatamente los puntos esenciales en cualquier discusión; y sabía expresarse con mordacidad. Tuvimos desacuerdos, pero jamás hubo resentimiento entre ambos. Formábamos una combinación eficaz, y uno de los motivos era que Peter siempre podía decirle a un ministro de Asuntos Exteriores especialmente recalcitrante que, cualquiera que fuera su propia opinión sobre una determinada propuesta, no podía ni pensarse en que su primera ministra llegara aceptarla. Resultaba convincente. Con todo, yo tenía empeño en que dentro del Ministerio de Asuntos Exteriores hubiera alguien con buena formación y con las opiniones adecuadas en materia de política económica. Hice, pues, que Peter incorporara a Nick Ridley.

Otros dos nombramientos dieron lugar a más comentarios. Para su propio asombro, le pedí a Peter Walker que aceptara ser ministro de Agricultura. Peter nunca había ocultado su hostilidad hacia mi estrategia económica. Pero era duro y persuasivo, cualidades inestimables a la hora de tratar con los auténticos absurdos de la Política Agrícola Común de la Comunidad Europea. Su incorporación al Consejo demostraba que yo estaba dispuesta a incluir todas las corrientes de opinión del Partido Conservador en el nuevo Gobierno, a la vez que el cargo designado daba a entender que no estaba dispuesta a hacer peligrar la estrategia económica en su punto central.

Puede que ello quedara menos claro en mi decisión de mantener a Jim Prior en Empleo. En algún otro momento me referiré a las discrepancias existentes entre Jim y el resto de nosotros en nuestros tiempos de oposición. De aquella época se mantenía muy viva la discusión sobre la reforma sindical. Todos estábamos de acuerdo en que los sindicatos habían adquirido un exceso de poder y de privilegios. También estábamos de acuerdo en que había que afrontar ese poder y esos privilegios de uno en uno. Pero a la hora de arbitrar medidas concretas, existía un profundo desacuerdo acerca de la rapidez y el alcance de los pasos a dar. Sin embargo, no tenía la menor duda de que necesitábamos a Jim Prior. Seguía vigente en el país, e incluso en el Partido Conservador, la creencia de que no se podía gobernar Gran Bretaña sin el consentimiento tácito de los sindicatos. Tendrían que pasar algunos años para que esto cambiara. Si desde el principio hubiéramos dado indicaciones de nuestra intención de llevar a cabo una reforma sindical global, habríamos minado la confianza en el Gobierno, llegando quizás incluso a provocar un desafío al que seguramente aún no estábamos preparados para enfrentarnos. Jim era nuestro emblema de moderación. Había forjado buenas relaciones con una serie de líderes sindicales, quizás sobrevalorando su valor práctico. Pero era un político experimentado, con una fuerte personalidad: cualidades que posteriormente demostró poseer, con grandes resultados, en Irlanda del Norte.

Tenía muchas ganas de incluir a Angus Maude en el Gabinete, para sacar provecho de sus años de experiencia política, sus acertadas opiniones y su corrosivo humor. A su cargo estaría la información gubernamental. Al acabarse el día nos faltaba un asiento. En consecuencia, Norman Fowler, como ministro de Estado para el Transporte, no pudo ser miembro oficial del Gabinete, aunque asistía a todas las reuniones.

En torno a las once de la noche la lista del Gabinete estaba terminada y había recibido la aprobación de la Reina. Subí a la planta de arriba para dar las gracias a las telefonistas del Número 10, que habían tenido mucho trabajo con la organización de todas las citas para el próximo día. Luego regresé a mi casa.

El sábado me reuní con los futuros miembros del Consejo, uno por uno. Los que aún no eran miembros del Consejo Privado[6] prestaron juramento en el palacio de Buckingham. Para la tarde del sábado todos los miembros del Consejo habían sido nombrados y anunciados a la prensa. Esto permitía que todos los ministros dispusieran del fin de semana para redactar instrucciones a sus departamentos, a fin de poner en marcha la aplicación del manifiesto en sus distintas facetas. De hecho, dispusimos de un poco más de tiempo del habitual, ya que el lunes era fiesta.

OTROS NOMBRAMIENTOS

La noche del sábado completamos la lista de viceministros, y el domingo me reuní con ellos o hablamos por teléfono. Muchos acabarían formando parte del Consejo, como fue el caso de Cecil Parkinson, Norman Tebbit, Nick Ridley y John Wakeham. Los buenos viceministros siempre eran muy requeridos por sus superiores: un buen equipo ministerial es enormemente importante para mantener un control político efectivo sobre la labor de un departamento gubernamental. Había unos sesenta cargos por ocupar. Pero el Gobierno en su totalidad había sido nombrado y anunciado menos de cuarenta y ocho horas después de que yo entrara en Downing Street.

Mi último y mejor nombramiento fue el que designaba a Ian Gow como mi secretario parlamentario particular (o SPP). Ian, con su combinación de lealtad, perspicacia e imprevisible sentido del humor, nos ayudaría a superar muchos momentos difíciles. Era un parlamentario nato, enamorado de la Cámara de los Comunes en todos sus aspectos. En conversaciones privadas tenía la habilidad de incluir a todo el mundo en el círculo político, haciendo sentir a cada cual que su aportación era la más vital de todas. En público sus discursos se caracterizaban por un humor sutil, que hacía llorar de risa a ambos lados de la Cámara. Seguimos siendo buenos amigos tras su dimisión, provocada por el acuerdo anglo-irlandés, al que se oponía desde una postura de unión sin condiciones. Su asesinato por los terroristas del IRA en 1990 supuso una pérdida irremplazable.

Como ya he mencionado, el lunes era fiesta. Acudí al Número 10 y aproveché la oportunidad para efectuar una serie de nombramientos no ministeriales. John Hoskyns llegó por la tarde para hacerse cargo de mi Unidad Política. John tenía experiencia en el mundo de los negocios y de la informática, pero sobre todo poseía una gran capacidad de análisis, y en la oposición había contribuido a nuestra formulación de la estrategia económica. Fue él quien propagó la teoría de que la «cultura de la decadencia» era la causa última de los muchos problemas económicos de Gran Bretaña. En el Gobierno obligó repetidas veces a los ministros a que relacionaran cada problema con nuestra estrategia global para conseguir que se invirtiera este proceso de decadencia. Nunca perdía el Norte.

Ese mismo día me entrevisté con Kenneth Berrill, director del Grupo de Examen de la Política Central (Central Policy Review Staff, CPRS). En un principio, Ted Heath creó el CPRS como fuente de asesoramiento político a largo plazo para el Gobierno, en una época en la que había menos asesorías particulares, menos asesores privados dentro del Gobierno, y una creencia generalizada de que las grandes cuestiones del momento podían resolverse por medio del análisis técnico especializado. Pero en un gobierno con los principios orientativos muy claros resultaba inevitablemente más incómoda la existencia de un organismo de enfoque tecnocrático, y las especulaciones independientes del PRPC podían resultar embarazosas cuando se filtraban a la prensa y eran atribuidas a algún ministro. El mundo había cambiado, y el PRPC no era capaz de cambiar al mismo ritmo. Por esta y otras razones, pienso que mi posterior decisión de eliminar el PRPC fue acertada y probablemente inevitable. Y tengo que decir que nunca lo eché en falta.

También pedí a sir Derek Rayner que creara una Unidad de Rendimiento para combatir el derroche y la falta de eficacia gubernamental. Derek era otro hombre de negocios con éxito, procedente de lo que todos consideraban mi empresa favorita, Marks and Spencer. Ambos solíamos decir que en política se mide el valor de un servicio por la cantidad invertida, mientras que en los negocios se mide por la cantidad extraída. Ambos estábamos convencidos de la necesidad de traspasar actitudes empresariales al Gobierno. Ninguno de los dos pudo imaginar hasta qué punto esto iba a resultar difícil.

Ese mismo día me reuní con sir Richard O’Brien para tratar un asunto que ilustra la extraordinaria variedad de temas que pasaron por mi mesa de trabajo en los primeros días, sir Richard no sólo era el presidente de la Comisión de Servicios de la Fuerza Laboral (Manpower Services Commission, una QUANGO u organismo no gubernamental de carácter casi autónomo[7], sino que también presidía el comité de asesoramiento al primer ministro para el nombramiento del nuevo arzobispo de Canterbury. (Donald Coggan acababa de hacer pública su intención de jubilarse; había que encontrarle sucesor antes de fin de año). Me puso al corriente de la labor del comité y me informó de cuándo estaría preparado para formular sus recomendaciones. En vista de mis posteriores relaciones con la jerarquía eclesiástica, no hubiera sido mala idea que sir Richard hubiera combinado sus dos tareas, elaborando un buen plan de formación profesional para obispos.

Sin embargo, eran los asuntos financieros y económicos de la nación los que más precisaban de nuestra inmediata atención. Sir John Hunt, secretario del Consejo, comunicaba una tranquilizadora impresión de serena eficacia, que luego resultó totalmente cierta. Había preparado un breve informe sobre las cuestiones más urgentes, como los salarios del sector público y el volumen del PSBR, así como una lista de reuniones inminentes con otros jefes de Gobierno. Cada uno de estos puntos exigía decisiones rápidas.

Mi última cita en la tarde de aquel lunes fue con Geoffrey Howe, para tratar de su próximo presupuesto. Aquella noche —cosa insólita— conseguí regresar a Flood Street para cenar con mi familia. Pero no cesó la actividad. Tenía una pila de informes para leer sobre todos los temas imaginables. O eso parecía. El flujo incesante de informes había empezado: hasta tres carpetas por noche, e incluso cuatro, los fines de semana. Pero emprendí la tarea con ganas. A un gobierno recién elegido para un mandato electoral nunca vuelve a presentársele un momento tan oportuno para dejar su firme impronta en los negocios públicos, y yo estaba decidida a no desperdiciar la ocasión.

PRIMERAS DECISIONES

El martes a las a las dos y media de la tarde celebramos nuestra primera reunión del Consejo. Era de carácter «informal»; el Secretariado del Consejo no había preparado ningún orden del día y no se redactaron actas. (Posteriormente se registraron las conclusiones de esta reunión en el primer Consejo «formal» que se reunió en la mañana del jueves, como había de ser su costumbre). Los ministros informaron acerca de sus departamentos y sus preparativos para la próxima legislatura. Dimos efecto inmediato a los compromisos de nuestro manifiesto en lo tocante a establecer una retribución adecuada para la policía y las fuerzas armadas. Como resultado de la crisis de moral en el cuerpo de policía, el descenso del reclutamiento y los rumores de una posible huelga policial, el Gobierno laborista había formado un comité de salarios para el cuerpo de policía presidido por el juez Edmund Davies. El comité había arbitrado una fórmula para mantener los salarios de la policía en el mismo nivel que otros salarios. Nosotros decidimos anunciar nuestra recomendación en favor de que se procediera a un aumento salarial aplicable a partir del 1 de noviembre. De manera parecida, decidimos que el sueldo militar pleno recomendado por el último informe del Organismo para la Revisión Salarial de las Fuerzas Armadas entrase en vigor a partir del 1 de abril.

En ese primer Consejo informal pusimos en marcha el proceso —doloroso, pero necesario— de reducir el sector público, después de años en los que se venía dando por sentado su crecimiento a expensas del sector privado. De modo que procedimos a la inmediata congelación de la plantilla de la Administración pública, aunque posteriormente se vería modificada tal medida, estableciéndose objetivos concretos para la reducción. Iniciamos una revisión de los controles impuestos por el Gobierno central a las administraciones locales, aunque también aquí nos veríamos obligados a aplicar controles financieros aún más rigurosos, al comprobar cada vez más la incapacidad o la oposición de los órganos locales a la gestión eficaz de sus servicios.

Los salarios y los precios suponían una preocupación inmediata, y lo siguieron siendo a lo largo de estos primeros años de dificultades económicas. El Gobierno laborista había creado la Comisión de Comparabilidad de Salarios (Commission on Pay Comparability), del profesor Hugh Clegg, como medio respetable para chantajear a los trabajadores del sector público, evitando que se declararan en huelga, entregándoles cheques posfechados, para su presentación después de las elecciones. La Comisión Clegg suponía un importante quebradero de cabeza, y el problema se fue agudizando conforme se acercaba la fecha de vencimiento de los cheques[8].

En cuanto a la negociación salarial en las industrias nacionalizadas, decidimos que los ministros responsables debían distanciarse del proceso en la medida de lo posible. Nuestra estrategia consistiría en la aplicación de la disciplina financiera necesaria, para después dejar que la dirección y los sindicatos directamente implicados tomaran sus propias decisiones. Pero a tal efecto se harían necesarios determinados progresos en áreas complementarias —competencia, privatización y reforma sindical—, para que se produjeran resultados palpables.

También habría que revisar detenidamente el modo en que se controlaban los precios mediante medidas intervencionistas como la Comisión de Precios, la presión gubernamental y las subvenciones. No nos hacíamos ilusiones: las subidas de precios eran el síntoma de una inflación subyacente, no su causa. La inflación era un fenómeno monetario que precisaría de una disciplina monetaria para su contención. Frenarla por medios artificiales sólo hubiera reducido las inversiones y minado los beneficios —ambos ya muy por debajo de lo que convenía a la salud económica de la nación— a la vez que generaba una mentalidad de incremento por aumento de los costes en la industria británica.

Al final de ambos Consejos subrayé la necesidad de que los ministros respondieran colectivamente de la gestión del Gobierno y de que se observara una rigurosa confidencialidad entre ellos. Dije que no tenía intención de llevar acta de los debates del Consejo, y que esperaba que los demás siguieran mi ejemplo. Aunque resulte incómoda a la hora de redactar unas memorias, es una norma válida para todo gobierno. No obstante, fueron varias las veces en que hube de reiterar esta advertencia contra las filtraciones.

Aún estábamos en nuestra primera semana de gobierno, pero teníamos que decidir el contenido del primer Discurso de la Reina. Esto corría principalmente a cargo del QL, comité ministerial presidido por Willie Whitelaw, responsable de formular las recomendaciones al Consejo de Ministros sobre la legislación futura que había de incluirse en el discurso de la Reina. Era una suerte que los compromisos adquiridos en nuestro manifiesto estuvieran tan claros: el discurso de la Reina se escribió casi sin esfuerzo.

No obstante, entre toda esta actividad gubernamental y política, yo sabía que no podía permitirme el hecho de descuidar a los diputados sin cargos gubernamentales. Después de veinte años en la Cámara de los Comunes, a lo largo de seis gobiernos diferentes, había sido testigo de cómo podían surgir los problemas muy repentinamente y hacer peligrar los asuntos de la Cámara. De modo que en la tarde del martes, antes de que el Parlamento se reuniera al día siguiente, invité al presidente e integrantes del Comité 1922 a una reunión para celebrar nuestra victoria y hablar de las tareas de la próxima sesión parlamentaria[9]. El nombre —que suele abreviarse a «el 22»— conmemora lo ocurrido aquel año, cuando los diputados conservadores forzaron la dimisión del Gobierno de coalición de Lloyd George, provocando unas elecciones generales y el retorno de una Administración conservadora bajo la Ley Bonar. Ello debería servir de recordatorio a cualquiera que dude de la importancia del «22» para el Gobierno. Incluso en tiempos menos tormentosos, sólo es posible un programa legislativo intenso cuando existe un buen entendimiento entre el Número 10, el «22», la Oficina de los whips y el líder de la Cámara.

El miércoles 9 de mayo el nuevo Parlamento se reunió para elegir speaker o presidente de la Cámara de los Comunes. El speaker del Parlamento anterior había sido George Thomas, ex ministro laborista, y fue elegido por unanimidad para seguir en el cargo. Mi respeto por George Thomas, que ya era considerable, aumentaría a lo largo de los años. Era un cristiano profundamente comprometido, de una gran integridad, que le confería una especie de autoridad como speaker; sin embargo, en mi discurso de felicitación, tuve que estar todo el tiempo recordándome a mí misma que el primer ministro ya no era James Callaghan y que no debía referirme a él como tal.

VISITA A HELMUT SCHMIDT

Al día siguiente, los diputados se reunieron para prestar juramento. Pero el jueves era un día de una importancia más allá de lo ceremonial (de hecho, una ceremonia quedó olvidada entre tanta precipitación: la celebración del cumpleaños de Denis). Ese día Helmut Schmidt vino a Londres en una visita oficial organizada, en un principio, por el Gobierno laborista; era el primer jefe de un gobierno extranjero que me visitaba como primera ministra.

Habíamos hablado de la conveniencia de seguir adelante con esta visita. Yo tenía un empeño especial en hacerlo. Había conocido a Herr Schmidt cuando yo estaba en la oposición, y pronto había empezado a apreciarle. Poseía una profunda comprensión de la economía internacional, sobre la que —a pesar de que él se considerara socialista— estaríamos muy de acuerdo. Entendía bastante mejor que algunos conservadores británicos la importancia de la ortodoxia financiera: la necesidad de controlar la fuente del dinero y reducir el gasto y el préstamo públicos, dejando espacio para el crecimiento del sector privado. Pero en seguida hubo que informarle de que aunque Gran Bretaña deseaba desempeñar un papel vigoroso e influyente en la Comunidad, no nos era posible hasta que se solucionara el problema de nuestra contribución al presupuesto, tan enormemente injusta[10]. No veía ninguna razón para ocultar nuestros puntos de vista detrás de una cortina de humo diplomática; de hecho, deseaba convencer a Helmut Schmidt tanto de la sensatez de nuestra posición como de la gran firmeza de nuestra postura, precisamente porque él y Alemania Occidental ejercían una gran influencia sobre el resto de la Comunidad. De modo que aproveché todas las ocasiones que se me presentaron para transmitirle mi mensaje.

Mi discurso de la tarde de ese jueves en la cena en honor del canciller federal fue mi primera oportunidad para exponer mi nuevo enfoque de la Comunidad Europea. Rechacé desde el principio la idea de que había algo «poco europeo» en nuestra exigencia de que se corrigieran las desigualdades. En un pasaje que llamó la atención de los medios de comunicación, dije:

Hay en este país quienes han sugerido que mi Gobierno y yo vamos a ser los «blandos» de la Comunidad. En caso de que este rumor haya llegado a sus oídos, señor canciller, porque se lo haya contado algún pajarito de Smith Square, Belgrave Square, o cualquier otro lugar, bueno será que lo olvide, hágame caso (¡como hace tiempo que han hecho mis colegas!)[11]. Pienso ser muy selectiva a la hora de determinar cuáles son los intereses británicos, y pienso defenderlos con toda resolución.

En nuestra conferencia de prensa conjunta del día siguiente nos preguntaron por nuestras relaciones personales, dado que Helmut Schmidt era socialista y siempre se había entendido de tú a tú con el señor Callaghan. Cuando yo quise subrayar la similitud de nuestras políticas, él se apresuró a intervenir: «No vaya demasiado lejos, señora primera ministra, que va a fastidiarme las relaciones con mi propio partido. ¡Por favor!».

FIN DE SEMANA DE TRABAJO

El sábado fui a Escocia en avión para pronunciar un discurso ante los asistentes al Congreso del Partido Conservador Escocés, lo cual siempre hacía con gusto. La vida no es fácil para los conservadores escoceses; ni iba a serlo en los próximos años. A diferencia de los conservadores británicos, están acostumbrados a ser un partido minoritario, con unos medios de comunicación muy hostiles. Pero estas circunstancias les otorgaban un grado de entusiasmo y un espíritu de lucha que me causaba admiración, y que también garantizaba un público cálido y receptivo. Algunos destacados conservadores escoceses, aunque una pequeña minoría, todavía anhelaban una especie de gobierno delegado, pero los demás sentíamos un profundo recelo ante lo que esto podría significar para el futuro de la unión. A la vez que reafirmaba nuestra decisión de revocar la Ley de Escocia del Gobierno laborista, indiqué que pensábamos emprender conversaciones con todos los partidos «con el fin de acercar el Gobierno a los ciudadanos». El caso es que esto lo logramos manteniendo a raya al Estado, más que creando nuevas instituciones gubernamentales.

No obstante, mi principal mensaje al congreso era deliberadamente sombrío, destinado a toda Gran Bretaña. Ese mismo día se había anunciado un índice de inflación del 10,1 por ciento. Subiría más. Expuse que:

El demonio de la inflación sigue entre nosotros. Estamos lejos de restablecer la honrada solidez del dinero, y la previsión del Tesoro cuando nos hicimos cargo del poder era que la inflación mantendría su tendencia al alza. Hará falta un período de tiempo considerable para que nuestras medidas surtan efecto. No deberíamos infravalorar la envergadura de la tarea que nos espera. Pero no hay mucho que hacer sin una moneda sólida. Es la base de un gobierno sólido.

Nadie podría decir, cuando se fueran acumulando nuestras dificultades económicas y políticas en los próximos meses, que no se le había avisado.

Al regreso aterrizamos en el aeródromo de Norholt de las Reales Fuerzas Armadas y nos dirigimos a Chequers, donde pasé mi primer fin de semana como primera ministra. No creo que nadie haya podido pasar tiempo en Chequers sin enamorarse del lugar. Desde los tiempos del primer jefe de gobierno que lo ocupara, David Lloyd George, se ha entendido que los primeros ministros no dispondrían necesariamente de su propia finca. Por este motivo, la donación por parte de lord Lee de su casa de campo a la nación representa el comienzo de una nueva era tanto como los Proyectos de Ley de Reforma.

Cuando me instalé como primera ministra, la conservadora de la finca era Vera Thomas, que conocía y amaba todos y cada uno de los lustrosísimos muebles, cada retrato histórico, cada brillante pieza de plata. Aunque Chequers es un edificio de origen isabelino, ha sufrido considerables remodelaciones a lo largo de los años. El centro de la casa es el gran salón —un patio que se techó a fines del siglo pasado—, donde en invierno se enciende la chimenea, que esparce un suave olor a humo de leña por todas las habitaciones.

Gracias a la generosidad de Walter Annenberg, embajador de los Estados Unidos en Gran Bretaña entre 1969 y 1974, Chequers tenía una piscina cubierta. Pero en los años en que yo residí allí sólo se hacía uso de ella en verano. Pronto me enteré de que climatizarla costaba 500.000 libras anuales. Al ahorrarnos este dinero teníamos más para gastar en la perpetua ronda de reparaciones necesarias de la casa. Quizás la labor más importante que emprendí fue la limpieza del artesonado isabelino en el comedor y el Gran Salón. Una vez eliminadas las capas de barniz y suciedad, descubrimos una hermosa taracea que no había visto la luz en muchos años.

El grupo que se reunió a comer aquel domingo, sólo diez días después de nuestra victoria electoral, era bastante representativo de los fines de semana en Chequers. Estaba mi familia, Denis, Carol y Mark, Keith Joseph, Geoffrey y Elspeth Howe, los Pym y Quintin Hailsham representaban, por así decirlo, el equipo gubernamental. Estaban Peter Thorneycroft y Alistair McAlpine de la Oficina Central —este último en su calidad de Tesorero del Partido Conservador, eficacísimo en la tarea de obtener fondos, y uno de mis más íntimos y leales amigos—. David Wolfson, Brian Cartledge (mi secretario particular) con sus esposas, y nuestros amigos sir John y lady Tilney, completaban el grupo.

Todavía nos quedaban ganas de celebrar nuestra victoria electoral. Estábamos lejos de la solemnidad inherente al Número 10. Habíamos finalizado la tarea de poner en marcha el nuevo Gobierno. Aún poseíamos ese espíritu de camaradería que las inevitables disputas y desacuerdos de gobierno acabarían agotando. La comida fue alegre y festiva. Puede que fuera un ejemplo de lo que un oponente nuestro más adelante denominaría «triunfalismo burgués».

Pero éramos conscientes de que nos esperaba un largo camino por recorrer. Como decía mi padre:

Es fácil empezar, pero ¿tienes aguante?

Cuando una cosa empieza, ¿la llevas adelante?

A las siete de la tarde Denis y yo regresamos a Londres para iniciar mi segunda semana como primera ministra. Ya se amontonaba el trabajo, con informes yendo y viniendo de Chequers. Recuerdo haber escuchado una vez a Harold Macmillan decirle a un grupo de diputados jóvenes y entusiastas —ninguno de los cuales lo escuchaba con más atención que Margaret Thatcher—, que los primeros ministros (al no tener su propio ministerio) disponían de mucho tiempo libre para la lectura. Él recomendaba a Disraeli y Trollope. No he dejado de preguntarme, a veces, si no estaría tomándonos el pelo.