9. La vida - El arte

Ahmet puso el té en tazas limpias y las tazas en una bandeja pequeña. Entró en la habitación.

—¡Ah, son casi las once! —dijo İlknur—. Tendré que irme dentro de poco.

—¿Adónde? ¡Pero si no hemos hablado de nada!

—¿No hemos hablado? —İlknur parecía pensativa.

—Acabas de llegar. Iba a contarte…

—¿Qué?

—¡Todo! —susurró Ahmet.

—Decías que ibas a hablarme de arte.

—¡Sí! A veces me da miedo no creer en el arte. —Ahmet miraba atentamente a İlknur para medir su reacción—. ¿Y si no creyera en el arte?

İlknur tenía un aspecto tranquilo y relajado. Como si pensara: «Enseguida me tomaré el té, diez minutos de camino, me pondré el camisón y me acostaré».

—Qué pasaría si no creyera en el arte, te digo —repitió Ahmet.

—Sí, te estaba escuchando.

—Me escuchas, pero como si te contara un cuento de hadas.

—Entonces, voy a encenderme un cigarrillo —contestó İlknur—. Es imposible oír cuentos de hadas mientras se fuma, ¿no?

—¡Si no creyera en el arte sería horrible! —dijo Ahmet.

—Sí, para un artista debe de ser bastante malo.

—¡No lo entiendes! ¡«Malo», vaya forma de decirlo! Sería un auténtico desastre. Y ahora eso es lo que me da miedo. Me da miedo porque cuando Hasán me decía que con esto, con estas pinturas, no se hace la revolución, me parece que tenía razón. —Ahmet guardó silencio por un instante esperando la respuesta de İlknur. Luego se puso en pie, irritado—. Dime qué piensas. Hasán tenía razón, ¿no? Dime que no la tenía.

—Si te empeñas… ¡Hasán se equivocaba!

Ahmet se puso a caminar de un lado a otro de la habitación. Luego se detuvo a mirar los cuadros. «¿Qué significado tiene todo esto?», se dijo.

—¿Y qué hay de tus teorías del arte? —le preguntó İlknur.

—Creía que esas teorías eran tan tuyas como mías. ¡Estás haciendo el doctorado en Historia del Arte!

—En Historia del Arte, pero en arquitectura. Las obras arquitectónicas no tienen problemas para encontrar justificación. Especialmente, las otomanas. Probablemente ningún arquitecto tendría dudas sobre la necesidad de una mezquita. Como mucho, las tendría sobre la forma. ¡Pero ese no es tu problema! ¡Eres incapaz de creer que tus cuadros sean necesarios!

—Sí. ¿Y qué puedo hacerle? —dijo Ahmet desesperado.

—Vaya, ¿no era una ilusión creer que los antiguos eran un todo? —dijo İlknur—. ¿No había que reírse de la ambición de totalidad de la arquitectura otomana?

—¿Vas a vengarte o a apoyarme como amiga?

—Voy a decirte lo que pienso.

—Pues dilo.

—Cuando sientas ese tipo de inquietudes, mejor que no lo pienses, o, si lo piensas, ve hasta el final.

—¿Qué pasa si no voy hasta el final?

—Dejarás de pintar. O no podrás pintar cuadros como estos. Quizá puedas dedicarte a dibujar campesinos como intentaste en tiempos.

—Prefiero dedicarme a la política que hacer eso. Sería un atajo más directo.

—No, creo que no hemos expuesto bien el dilema. El problema está en ser realista. —İlknur se rió—: Pero entiendo por qué estás inquieto. Lo estás porque has decidido ayudar a Hasán, o trabajar en esa revista.

—¿Cómo puedes decir eso? —exclamó Ahmet asustado de sus pensamientos.

—Escucha: ¿por qué has decidido trabajar para la revista? Sus opiniones te parecen cercanas a las tuyas, vino Hasán, te lo pidió, no te pareció varonil negarte, tal y cual. Creo que nada de eso tiene importancia. A ti lo que te angustia es darle públicamente la razón a los que gritan «¡Acción directa!». Has decidido hacer algo que permita comprender o explicar mucho más fácilmente la utilidad o la necesidad de la acción, o lo que sea. ¿Por qué sientes esa necesidad? —İlknur le señaló las pinturas con la mano—. Porque esto no cumple esa función. O eso te parece. Porque estas pinturas no pueden ser nada. ¿O no?

—Digamos que sí —admitió Ahmet.

—¿Digamos que sí, o sí?

—Sí, muy bien, sí, ¿y qué? —contestó irritado.

—¿Por qué te enfadas? Por eso te sientes mal. Te sientes mal porque tus cuadros no pueden serlo todo, porque no forman un todo. ¡Y lo has aceptado sin darte cuenta cuando has decidido trabajar en la revista de Hasán!

—Bueno, ¿y qué hago?

—¡Recuerda tu propia teoría!

İlknur apuró el té y dejó cuidadosamente la taza en el platillo.

—Mi teoría. ¿Mi teoría? Pero si no la he descubierto yo. Solo he intentado creer en ella. El arte es una forma de conocimiento. ¿Y qué? Estos cuadros dan una información, pero ¿es necesaria? Y, por supuesto, dejo de lado si dicha información llega a la categoría de conocimientos imprescindibles. Para que alguien pinte estos cuadros, ¡tiene que ser un poco raro, como yo! Todos esos que hablan de acción directa, los que se meten conmigo, todos tienen razón. ¿Dónde se ha visto que una persona con dos dedos de frente se dedique al arte? Desprecian el arte. Y tienen toda la razón. Pero nosotros levantamos un aparato de propaganda contra los que nos desprecian, que acaban diciendo: «Por Dios, vamos a no amargar a estos quejicas». Enseguida nos consuelan con grandes palabras: «Claro, amigo, ¡la fuerza del arte es innegable! ¡Hemos descuidado el arte!». Eso también me lo dijo Hasán… Tómate otro té, por favor.

—Si me lo sirves ahora mismo y me lo haces clarito, de acuerdo —respondió İlknur.

Ahmet corrió a la cocina. «Sí, se va a ir —pensó—. Probablemente no tengo mucha importancia para ella. Le expongo mis preocupaciones más profundas, y ella pensando en su casa y en dormir. Total, se va a marchar a Austria. Y yo con Hasán. Me buscaré un empleo. Hablaré con Özer… Que me meta en esa empresa de publicidad. Me contratarán de inmediato. Me buscaré un empleo y me uniré al movimiento revolucionario».

—¿Estás hablando solo?

Ahmet se sorprendió al ver de repente a İlknur junto al fogón. No había oído sus pasos. «¿Qué…? ¿Qué puedo hacer?», se dijo, y aprovechando que estaba desprevenida, la abrazó. Con un movimiento tembloroso y torpe, la besó y de inmediato volvió al hornillo.

Hubo un silencio. Ahmet cogió la bandeja y regresó a la habitación.

—¿Qué opinas de todo lo que he dicho? —preguntó.

—¡Qué sé yo! ¡No lo pienses tanto!

—O sea, me das la razón. Lo que digo es verdad, ¿no? Con estos cuadros, no hay quien haga nada… —señaló el periódico—. Especialmente cuando la gente se está matando, estos cuadros no tienen ningún sentido… Es una estupidez insistir. ¡¿Cómo estupidez?! Es arrogancia, es ser un engreído.

—Entonces también lo es dedicarse al arte o a la historia del arte en general, no, a cualquier forma de conocimiento. De hecho, ¡sería una estupidez dedicarse a cualquier cosa que no fuera la política!

—¡Y lo es! —gritó Ahmet—. ¿Lo es? ¿Qué crees tú?

—Que debe de tratarse de un error.

—Sí, eso mismo es lo que me dice la razón, por supuesto. Pero mis sentimientos me dicen que no está demasiado bien pintar un comerciante anciano mientras matan a Hüseyin Aslantaş. ¿Me explico? ¿Qué puedo hacer? —y, como siempre que se hacía esa pregunta, se respondió excitado—: Goya… Goya se sublevaba contra las muertes, no era tan indiferente… ¡Piensa en los Fusilamientos!

—Sí, pero tampoco se puede decir que tú seas indiferente.

—¿Qué hago? ¿Qué hago? —murmuró Ahmet—. ¿Qué pensaría Goya cuando se enteró de que las tropas de Murat estaban fusilando a la gente?

—Creo que la tuya es una duda pasajera —murmuró también İlknur—. El arte en Turquía nunca ha tenido dudas de su necesidad, como haces tú ahora.

—¡Eso era antes! —dijo Ahmet—. Antes, o sea, cuando el arte salía del pueblo. ¡O cuando se producía en palacio o en cualquier otro sitio pero porque sí! ¿Ahora? ¿Somos así ahora? Ni formo parte del pueblo, ni hay nadie que espere eso de mí, y además, ahora el arte expone abiertamente lo que hace diez o veinte años se mostraba de forma encubierta.

—Supongo que lo sabes, pero eso que dices se contradice con la teoría de que el arte es una forma de conocimiento. Lo que se expone abiertamente es una cosa y lo que se expone mediante el arte, otra.

—Sí, sí, lo sé. Me sé todo eso. Pero, ya ves, me siento incómodo. Dime algo para que pueda trabajar con convicción, como antes.

—¡Hablas como si a partir de ahora no fueras a poder trabajar más! —dijo İlknur.

—Puede que se me pase rápidamente este malestar. Y, aunque no lo haga, volveré a trabajar, claro. Pero ¿y la duda? ¡Quiero que el arte lo sea todo!

—¿Y? ¡Qué le vamos a hacer, no puede serlo! Pero la situación no es tan mala como crees. —İlknur se rió de nuevo—: Hijo, ¿y qué hay de mí? Me he entusiasmado y te digo lo primero que se me viene a la cabeza. —Se desperezó—. ¡Tengo sueño! ¿No existe ningún refrán o algo así adecuado para todo esto? Por supuesto. Tú dirás. ¿De quién era? Ars longa, vita brevis. Me ha quedado bien, ¿eh? ¡Uf! —bostezó—: Me voy a casa a dormir. ¡Uf, y ahora mi familia…!

—El arte es duradero, pero la vida es breve —susurró Ahmet excitado—. Es una frase de Hipócrates; Goethe la repite sin cesar.

—¡Y tú harías bien repitiéndotela un poco estos días! —replicó İlknur.

—Por mucho que me la repita, ¡sé que no voy a quedarme tranquilo! —dijo Ahmet—. Menos mal que vino Hasán. Porque pintar en Turquía es como pretender ser mudo en un país en el que hay que hablar a gritos.

—¡Por Dios! —dijo İlknur—. ¡Hace un momento me estabas diciendo que todo, que el mundo exterior, existía solo para que lo pintaras!

—Eso decía, ¿no? —preguntó Ahmet, sorprendido. Le habría apetecido echarse a reír—. Me vas a disculpar. Soy un artista. Sabes que los artistas no son muy coherentes con lo que dicen.

—¡De acuerdo! Ya me lo parecía. Ya me parecía que acabarías tomándotelo a broma.

—Bueno, ¿y qué voy a hacer? —dijo Ahmet intentando parecer airado.

—¡No pienses tanto en ti! —replicó İlknur—. En estos tiempos, perdona, me parece fatal que pienses tanto en ti. ¿A cuento de qué se te ocurre todo eso?

—Sí, soy un individualista asqueroso —contestó Ahmet.

—Y ahora intentarás ablandarme diciéndolo bien alto o tomándotelo a broma. Pero mejor sería que te asustara un poco ser un individualista asqueroso. No cambies de opinión en cuanto te agobias un poco.

—¿Algo más?

—¿Más? No me mires con esa mala cara…

—¿En serio te vas a Austria?

—¡Ahora mismo, me voy a casa! —dijo İlknur. Miró el reloj—: ¡Qué tarde es! ¡Uf! ¡Y ahora, en casa…!

Se puso en pie.

—Podrías quedarte un ratito más…

—En fin, me marcho.

—¡Fúmate otro cigarrillo y te despejas un poco! —dijo Ahmet.

No obstante, cogió las llaves al ver que İlknur se dirigía a la puerta. Buscó una historia entretenida que pudiera retenerla un poco más, pero no se le ocurrió ninguna. Al abrir la puerta, por decir algo, gruñó:

—Bueno, ¿y cuál es el sentido de la vida?

—¡La salvación de la patria! ¡Menos mal que Hasán ha venido a buscarte!

—¿En eso consiste todo? ¿Para eso vivimos?

—¡Sí! —contestó İlknur—. ¡Y además, creía que decías en serio ese chiste del sentido de la vida y la salvación de la patria!

—¡Tú también crees que es un chiste! —al ver que İlknur ponía cara larga, Ahmet dio marcha atrás—: Claro que lo decía en serio. Ya me conoces. Pero me resulta extraño que todo dependa de la salvación de la patria.

—¡Todo depende de eso!

Pero con su mirada İlknur le decía: «¡Abre la puerta de una vez!».

Ahmet abrió la puerta.

—En ese caso, nosotros no tenemos ninguna importancia. Somos unos… solo somos vehículos. ¡No nos queda nada!

—No te preocupes, ¡a ti te queda mucho! —dijo İlknur—. Lo sabes… Incluso demasiado. Todas esas ideas tuyas, ese complacerte en pensar en ti mismo, en comprenderte, en ponerte nervioso… ¿Te parece poco?

—Sí, es mucho —murmuró Ahmet asintiendo con la cabeza.

Empezaron a bajar las escaleras. El piso de Nigân Hanım estaba en silencio. Al pasar por delante de la puerta de la casa de Osman, a Ahmet le pareció oír la voz quejosa de Nermin. En casa de Cemil continuaba el jolgorio. Una voz imprecisa decía: «Acaba de llegar, ¿no lo habéis visto…?». Los demás pisos estaban silenciosos. La luz de la portería se encontraba apagada. Ahmet se dio cuenta de que andaba de puntillas. Al abrir la puerta de la calle, İlknur se volvió:

—¿No pasas frío con ese jersey?

Ahmet hizo un gesto como si dijera: «¡Da igual!». Luego, con una actitud de hombre recio y duro al que no le importa nada, murmuró:

—No tengo frío.

Salieron. Echaron a andar. La plaza de Nişantaşı se había quedado desierta. De vez en cuando pasaba un coche a toda velocidad, nadie esperaba a nadie en el cruce. Por las aceras se derramaba el agua jabonosa con que habían lavado las tiendas, se acumulaba entre los adoquines y al pie de los árboles, reflejando las luces de neón de los enormes y viejos anuncios de plástico. No había nadie caminando por la calle. Un hombre con un saco al hombro hurgaba en los cubos de basura alineados en la acera; un tipo descalzo adornaba un abeto en el escaparate de una tienda de confección. El Land Rover de la policía había desaparecido de la puerta de la comisaría. Al pasar por delante de la mezquita, se encontraron con un señor muy elegante con un paraguas. En la esquina de Teşvikiye, Ahmet volvió a mirar de reojo a İlknur. «¿Qué pensará? —se dijo—. Dentro de nada estará dormida. ¡Pero primero discutirá con su familia por mi culpa!». No quiso pensar. Bostezó. Como hacía desde que era pequeño, leyó los nombres de los edificios, que se repetían una y otra vez. Absorto, leyó también otras cosas: los nombres de los restaurantes, anuncios de circuncisiones todavía pegados a los postes de la luz, las letras del escaparate de una barbería, el letrero de una floristería, los adornados anuncios dibujados en el cristal de una tienda de ultramarinos, los teléfonos de una agencia inmobiliaria.

Al llegar a la puerta, İlknur se dio media vuelta:

—¡Bueno, pues ya está! —Rebuscó en su zurrón y sacó las llaves.

—Y ahora, ¿cuándo…? —susurró Ahmet.

—No lo sé.

—¿El miércoles por la tarde?

—¿No tenías clase con el niño prodigio los miércoles por la tarde?

—Esta semana, no —dijo Ahmet—. El niño prodigio tenía examen de matemáticas.

Se rieron.

—Bien, entonces, el miércoles a las cuatro o a las cinco me pasaré por casa del pintor prodigio.

—Te espero —gruñó Ahmet intentando parecer alegre.

—¿Qué refunfuñas? —le preguntó İlknur. Había abierto la puerta. Se echó a reír—: ¿Todavía sigues pensando en lo mismo? ¡Ten un poco de compasión! Mira, aún nos queda muuucha vida por delante a los dos. ¿Quién sabe todo lo que nos puede pasar?

—¿Vas a ir a Austria?

—¡No lo sé!

Ahmet quiso hacer algún gesto, pero no fue capaz. Se metió las manos en los bolsillos. De sus labios salió una voz extraña y ahogada.

—¿Nos casamos?

Luego pensó que lo había dicho torciendo la cara.

—¡Qué raro estás esta noche! —dijo İlknur, pero tampoco ella era capaz de estar como siempre—. Mira, vete a casa, no pienses demasiado, trabaja mucho… —Entró en el edificio—. ¡Te echaré mucho de menos hasta el miércoles!

—¡Que sueñes con los angelitos! —dijo Ahmet muy tranquilo.

A él mismo le sorprendió su sosiego.

İlknur cerró la puerta. Se despidió con la mano. Encendió las luces del vestíbulo. Desapareció de la vista.