8. Los viejos cuadernos

—Mira, hoy he dado con otro —dijo Ahmet—. Léelo, a ver si nos enteramos de lo que cuenta.

İlknur cogió el cuaderno, lo abrió, no encontró nada, pasó una página y nada.

—Creo que al principio hay unas páginas escritas —dijo Ahmet.

—Eso hacía también tu padre —dijo İlknur—. La escritura va de derecha a izquierda, pero el cuaderno de izquierda a derecha, a la europea.

—Bueno, ¡tenía una mentalidad europea! —se rió Ahmet.

—Eso es verdad, pero… Habría jurado que nosotros éramos más europeos. Tu padre estaba mucho más alejado del pueblo que nosotros.

—Creer que los antiguos son un todo homogéneo es una ilusión tan antigua como ellos mismos —replicó Ahmet—. Esa es la forma de pensar de los que creen que el pasado es un paraíso. —Y añadió tímidamente—: ¡Nosotros hemos estudiado el marxismo!

—¿Sabes?, ¡tu padre también lo estudió!

—¿En serio? Pues en su biblioteca no hay ni un solo libro al respecto.

—Escribe que se los prestó un amigo.

—¿Y por qué no los compró cuando fue a Europa? Estando en Francia…

—¿Así que, por lo visto, después se marchó a Francia? —preguntó, excitada, İlknur—. ¿Y cuándo fue?

—Nada de «por lo visto». Fue. Yo fui testigo de su partida —dijo Ahmet señalando el cuaderno—. Sí, uno de los personajes de esos cuentos que has leído soy yo. Ni siquiera le has echado un vistazo todavía a ese.

İlknur pasó unas páginas y se echó a reír:

Medio siglo de vida empresarial.

—Lee más, ¡es mi abuelo!

—No hay mucho. La misma frase repetida diez veces. ¡Y no hay quien la lea! La letra de tu padre era más parecida a la de imprenta. Es mucho más difícil leer las letras árabes cuando es cursiva manuscrita.

—Está claro que vas a hacer el doctorado fuera.

—¡Eh! ¡No empieces con eso! —dijo İlknur. Leyó lentamente el cuaderno—: «Estuve allí con mi señora, no, mi esposa, Nigân… Berlín… Ha sido muy instructivo para mí… La fotografía es algo bueno…». Aquí no hay nada. Si queremos ver algo, vamos al otro. ¿A qué fue tu padre a Francia?

—Qué sé yo. Lo más probable es que simplemente le diera por ahí. ¿Qué más hay en el cuaderno? ¡Cuéntame!

—Escribe sobre sus ideas y sus preocupaciones. ¡Tu padre era un hombre tontorrón y bastante divertido!

—¡Déjate de comentarios y cuéntame! ¡Lee!

İlknur empezó a leer:

—«13 de septiembre, lunes, 1937. Ayer fui a Beşiktaş. Vi a Muhittin. Estuvimos en una taberna, hablando. No me dijo nada, y además tenía ese aspecto sarcástico suyo. Después de hablar con él, la vida cotidiana ha empezado a parecerme algo prohibido, un pecado que cometo a cada segundo». Salto de párrafo. «Hoy he ido a la oficina. Me he pasado el día allí sentado».

A İlknur se le escapó una risita.

—¡Por Dios! ¿De qué te ríes? —dijo Ahmet enfadándose—. Todo el que se aburre y tiene tiempo de sobra escribe tonterías parecidas.

—¿Lo dices en serio? —preguntó İlknur. Parecía decepcionada. Pero volvió a leer seleccionando las frases para agradar a Ahmet—: «¿Por qué ellos son de una manera y nosotros de otra? ¿Por qué me gusta leer a Rousseau o a Voltaire y no obtengo ningún placer de Tevfik Fikret o Namık Kemal?». —Levantó la cabeza—: ¿Qué me dices de esto?

—¿Es todo así? —le preguntó Ahmet.

—Sí, parecido. También pasan cosas, claro.

—¿Qué? ¿Escribe que ha ido al colmado a hacer la compra?

—Si no te interesa, ¿para qué me has pasado el cuaderno?

—Qué sé yo. Pensaba que quizá habría algo interesante.

İlknur volvió a la lectura.

—«Cada mañana leo los periódicos con la esperanza de encontrar algo nuevo que influya en ella, que me cambie la vida». —Pasó la página—. «Leo muy intensamente. He leído algunos libros de economía y filosofía». —Pasó otra página—. «He leído estos escritos. No reflejan con exactitud mi vida cotidiana. La mayor parte del tiempo estoy con Perihan y los sobrinos, charlando con Ayşe y con mi madre, ocupándome de asuntos simples y sin importancia».

—¡Mira, eso es verdad! —dijo Ahmet—. La suya es una vida tan vulgar como la de cualquiera. Aquí tenemos a una persona que no ha pasado de la superficie.

—Sí, puede que tengas razón —dijo İlknur—. Entonces, ¿por qué te ha gustado tanto mientras lo leía?

—Los diarios de los demás siempre son interesantes.

—Sí. Al leerlo yo también le daba vueltas a la cabeza sobre si me gustaba o no. Pero tu padre tenía una ingenuidad muy interesante mezclada con ignorancia. Ya me habías avisado. Y te pediré que me cuentes más sobre él, claro. Pero antes hay algo que quiero preguntarte: ¿dónde se ha visto que haga algo así un empresario rico que vive tan tranquilamente con su mujer y sus dos hijos?

—En Turquía, son cosas que pasan —dijo Ahmet—. ¡Y muy a menudo!

—¿A quién? Dame un ejemplo… Y no me valen jubilados que escriben sus memorias ni aficionados a la literatura. Mira, siendo empresario lo pierde todo, incluso a su mujer.

—¡Mi madre tenía razón! —dijo Ahmet.

—Pero, hijo, no vamos a discutir eso —replicó İlknur con voz suave—. Mira, voy a leer un poco más y me darás la razón a mí.

—Lee, si tantas ganas tienes.

—«14 de marzo de 1938, lunes. Anoche volvimos a ir a casa de herr Rudolph».

—¿Y quién es ese?

—¡Un alemán! —respondió İlknur—. Tu padre debía guardar sus cartas. Quizá las encuentres entre los papeles viejos. ¡Ve a mirar! También se carteó con Süleyman Ayçelik.

—¿Y qué? ¿Te ha dado ahora por rebuscar todavía más entre lo viejo, entre lo mohoso?

İlknur movió la cabeza como diciendo «Solo estamos pasando el rato», se rió y empezó a leer de nuevo:

—«Rudolph volvió a recitar a Hölderlin de memoria. Nos contó lo que piensa sobre el alma de Oriente y sobre lo que hace Ömer. También elaboró algunas ideas sobre mí. Me aconsejó que no dejara de lado el racionalismo». —İlknur volvió a levantar la cabeza—. ¿Y qué me dices de esto?

—Nada. Cuéntame hechos. O lo que él tomara por hechos.

—«Todo, mi vida entera, lo he ligado a lo que he escrito aquí, a esos planes y proyectos para el desarrollo del campo y de Turquía».

—Probablemente lo escribió en Kemah.

—Sí. ¿Lo sabías?

—Me lo contó mi madre. Y además publicó sus proyectos, ¡ahí tienes el libro!

İlknur se levantó y tomó el libro, que estaba sobre la mesa. Lo abrió, lo hojeó y de su interior salió un recorte de periódico. Lo leyó en voz alta:

—«¡Utopías y nuestra realidad!». Alguien se dedicó a criticar a tu padre.

—Sí, el mismo título demuestra la razón que tenía el hombre. ¡Nuestra realidad! ¿Dónde está nuestra realidad? Mi padre ni siquiera se acercó a ella.

—Es verdad. No digo que tu padre encontrara la realidad. ¡Pero él sí era real! ¿Me explico? Era real porque se dedicaba a las utopías.

—Sí, sí, entiendo a lo que te refieres. Pero no me parece muy importante. Como dices, es por ser demasiado europeo.

—¿En serio?

—Vale, ¿y qué? ¿Qué encuentras tú en todos esos escritos?

—No lo sé. Es posible que no mucho. Simplemente, me interesan.

İlknur parecía volver a tener esperanzas. Leyó de nuevo:

—«26 de septiembre de 1939, martes. ¿Por qué he decidido escribir el diario en medio de tanta confusión? Probablemente porque de repente me he dejado llevar por la sensación de que el tiempo pasa muy rápido, ¡por eso!». —Ni siquiera a ella le gustó lo que acababa de leer. Guardó silencio un rato. Luego regresó a la lectura con una risita—: «Las nueve y media. Hemos cenado: albóndigas, judías verdes».

Ahmet se levantó irritado de su asiento:

—¿Para qué me lees eso? ¿Qué tiene de gracioso? ¡Es patético! ¡Lo escribió tan en serio…! ¡Y lo guardó sin la menor vergüenza! Albóndigas y judías verdes… Puede que te recuerde a esos relatos de moda. Se lo daremos a Hasán y que saque con esto una revista de arte… ¿Has leído Mansiones quemadas? Albóndigas y judías verdes… ¿Y qué? Déjalo ya. No leas más, porque me saca de quicio.

—Bueno, ¿y qué esperabas?

—Sabes que estaba pensando hacer un retrato de mi abuelo. Creía que si me leías lo que estaba escrito en esos cuadernos podría entrar un poco en el ambiente del cuadro. Me equivoqué. Si me interesara por todo esto, cometería el error que has mencionado hace un momento. La historia de las arrugas del pañuelo… Sí, tienes razón, soy demasiado aficionado a mostrar que pienso en los detalles. ¡Y a demostrar mi habilidad! Son malas inclinaciones. Y lo que me estás leyendo, las alienta. Si voy a pintar un cuadro de mi abuelo, no debo hacerlo a partir de esto, sino imaginando, inventando. ¡Entonces será más real! Porque todos estos detalles estúpidos solo sirven para confundir. ¿Dónde está la totalidad? Me veo obligado a crear una totalidad, a inventármela. ¿Me explico? Por eso estoy tan angustiado. Creía que con estos cuadernos podría asir la vida, la vida en concreto. Sin embargo, y por enésima vez, veo, con desesperación, arrepentimiento y pesar, que el camino para atrapar la vida, de abarcar la vida en concreto, para mí es otro. Debo convertirla en arte inventando, imaginando, trabajando, trabajando, trabajando…

—¿Me estás diciendo que has comprendido las realidades más profundas a pesar de que no sales de esta habitación?

—Sí. O, por lo menos, ¿no tengo razón al creerlo?

—O sea, que todo esto, todo este flujo, la complejidad de la vida y de la historia, el mundo exterior al completo, ¿existe solo para que tú lo pintes?

—Para mí, así es. Y si no lo creyera, no podría pintar.

—Una teoría muy individualista, ¡muy egocéntrica! —dijo İlknur con expresión un tanto tímida, pero decidida—. La verdad es que me sorprende. ¡Antes no decías cosas así!

—Lo sé. Y sé también que soy una mala persona —dijo Ahmet—. Pero, te lo ruego, por favor, esta noche no me juzgues a partir de lo que has aprendido en los libros. Hazlo con el corazón en la mano. Me dirás, con toda la razón, que ambas cosas van juntas. Pero, por esta noche, ¡intenta separarlas! También yo sé lo que pone en los libros, lo he leído. Y también lo encuentro correcto. Y sé que estoy cometiendo un error con lo que digo.

—De acuerdo, de acuerdo —respondió İlknur. Miraba a Ahmet con preocupación. Luego adoptó un gesto infantil—: ¿Conque ahora no quieres que te lo lea? ¡Muy bien! ¿Qué podemos hacer? Te contaré los hechos. Sí, por lo que puede entenderse por el diario, tu padre está viviendo como todos los demás en la casa que había donde ahora está el bloque y de repente es incapaz de seguir así. De modo que se va a Kemah. Eso lo sabes. Allí tenía un amigo llamado Ömer. ¿Quién es este Ömer?

—Pues sí que eres curiosa —dijo Ahmet—. Ömer, o el tío Ömer de cuando yo era niño, era un tipo grandón y guaperas. Creo que había sido compañero de clase de mi padre. Muy grande. Todavía debe de estar vivo. Iba y venía por nuestra casa de Cihangir. Cada vez estaba más grande y más gordo. Me parece que tenía unas tierras en Kemah… ¿Qué más? Tenía en la cara, en la frente, dos cicatrices como de cuchilladas. Cuando era pequeño me daba miedo. Eran del terremoto de Erzincan.

—Bueno, ¿estaba casado? ¿A qué se dedicaba?

—Sí, estaba casado. Su mujer también venía a casa. Sé positivamente que era una imbécil. Y parece que de familia rica, también. Tan rica como ella imbécil, porque mi madre siempre hablaba de los collares de perlas y los anillos que llevaba.

—Tu madre también era una pequeñoburguesa.

—Hija de médico. ¿Y? ¿Me vas a escuchar?

—No lo entiendo —comentó İlknur abstraída.

—¿Qué quieres entender?

—¿Qué hicieron? Quizá pretenda entender su vida. ¿Por qué así? Ese tal Ömer se fue a Kemah, se encerró en un caserón extraño, jugaba al ajedrez solo, sin ver a nadie. ¿Por qué?

—¡Por aburrimiento! ¡Por puro aburrimiento! —dijo Ahmet—. Y quizá quería parecer que tenía personalidad. Nunca me gustó. Me gastaba bromas. Pero estaba claro que no me las hacía para entretenerme ni porque me tuviera cariño, sino para fastidiar a mis padres. Mi hermana lo conoce mejor.

—¡Háblame de ese Muhittin, pues! —dijo İlknur desperezándose.

—¿Sabes cómo se llama de apellido?

—No.

—Nişancı. El mismo, Muhittin Nişancı, el diputado del Partido de la Justicia.

—¡Aaah!

—¡Aaah! Mira, aquí tengo un libro de poemas suyo.

Ambos se rieron. Ahmet le entregó el libro de poesía a İlknur. Ella lo hojeó un poco. Lo abrió por la primera página y leyó:

—«Para Refik, mi amigo, el joven empresario cuya vida sigo con tanto gusto».

—¡Por Dios, ciérralo! —dijo Ahmet—. ¿Por qué nos ocupamos de estas cosas? Que a mí me interesen, bueno, pero ¿a ti?

—¿Cómo fue que tus padres se separaron?

—Un día mi padre volvió a emborracharse. Yo estaba interno en Galatasaray. Otra vez soltó uno de sus discursos. Decía que era un crimen que no hiciéramos nada mientras el noventa por ciento del país pasaba hambre, era pobre, andaba fatal…

—Eso de volver a emborracharse y del discurso de siempre, por supuesto es la interpretación de tu madre.

—En fin, que soltaba un discurso o contaba lo que fuera y venga a hablar y por fin dijo: «Ha llegado el momento de que hagamos algo». O sea, «Acción directa».

—¡Eso es verdad!

—Y mi madre le contestó: «Solo hay una cosa que yo pueda hacer: las maletas». E hizo el petate.

—¡Qué melodramático!

—Pero no todo el mundo se atreve… Y mi madre se ha pasado años muy orgullosa de su respuesta.

—¿Cómo era entonces la situación económica de tu padre?

—¡Malísima! Había vendido las acciones de la empresa, había fundado la editorial y se lo había gastado todo. Y además se fue a París.

—¿Qué hizo en París? ¿Cuándo fue?

—No lo sé. Puede que buscara el sentido de la vida. Fue en mil novecientos cincuenta y uno, creo.

—No, tu padre no solo buscaba el sentido de la vida, sino también la salvación de la patria. ¿Quién deja el trabajo y todo lo que tiene y se dedica a publicar libros que nunca se van a vender?

—Sí, un Robinson que busca la salvación de la patria en su cuarto… O en una habitación de hotel en París. ¡Ah!, algo que te interesará: en un café de París vio a Sartre.

—¿En serio? —dijo İlknur, emocionada—. ¿Qué hacía?

—¡Estar allí sentado! Y en una silla, como todo el mundo… Además, ¡tomaba el té en taza, como todos! Espera, creo que era café.

—¿Y qué hizo tu padre?

—¡Nada! Mirarlo y, probablemente, pensar: «Ahora mismo estoy mirando a Sartre». ¿A qué viene tanta curiosidad?

—Hijo, estamos charlando —contestó İlknur, avergonzada.

—Bueno, pues te cuento. Mi padre le preguntó a Sartre: «Monsieur Sartre, ¿cuál es el sentido de la vida? ¿Cómo puede salvarse la patria?».

—No le dijo eso. Le preguntó: «¿Cómo puede llegar la Ilustración a Turquía?».

—Y monsieur Sastre le respondería: «Monsieur, yo que usted, como intelectual de un país subdesarrollado, en lugar de estar aquí tomándome un café con leche, trabajaría de maestro en mi país». ¡Y luego Sartre se bebió su café con leche!

—¡Qué gracioso! ¡Venga, vamos a reírnos!

E İlknur, para demostrarle a Ahmet que estaba enfadada con él y que sus bromas no le hacían la menor gracia, empezó a mirar el cuaderno que tenía entre manos.

—¿A qué venía eso de la Ilustración? —le preguntó Ahmet nervioso.

—¡Por Dios, hijo! —contestó İlknur con aire de desinterés—. Eso que cuentan de la época de la Ilustración y tal. A tu padre también le dio por ahí. Ilustración, oscuridad, luz… Sí, desde su ignorancia, intentaba comprenderlo todo con eso.

—¡Entiendo! —dijo Ahmet—. Has acabado dándome la razón, ¿no? —De repente bostezó y se rió—. ¿De qué hablábamos? —se había animado—. Dígame, mi querida Katia Mijailovna, ¿de qué hablábamos?

—De la oscuridad, de la luz, de la vida, de la salvación de la patria, de otras vidas, del sentido de la vida… —murmuró İlknur.

—Cerremos las otras vidas y los cuadernos viejos. ¡Quiero hablarte un poco de arte!

—Muy bien, hábleme de arte, Stefan Stefanovich. —İlknur sonrió—. ¡Pero antes tráigame el té!

—Es verdad, nos habíamos olvidado del té —dijo Ahmet.