7. Juntos
Poco después se encendió una luz detrás de la puerta principal y enseguida apareció İlknur. Ahmet cruzó la calle.
—¡Hola! ¿Te he hecho esperar?
—No, acabo de llegar —respondió Ahmet. Quiso hacer un chiste—. ¿Cómo ibas a salir sin zurrón? El zurrón, como la trenca…
—¿No me dijiste que trajera el cuaderno? —le contestó İlknur con aspereza.
—Vaya, lo siento —susurró Ahmet, turbado.
Echaron a andar. «¡Está enfadada!», pensó Ahmet. No hablaban. «¡Y yo que iba a contárselo todo!». Le pareció que le poseía la desesperación. «No tengo nada aparte del trabajo, de la pintura —pensó—. Ni estos mínimos encuentros ni el parloteo me suponen el menor consuelo. Creo que me darán fuerzas para trabajar, pero ¡me engaño!». Meditó sobre aquello y de repente se asustó: «En realidad, siempre estoy deseando que se largue y ponerme a trabajar —preocupado, se dijo—: ¡No, no! ¡Cuánto la echo de menos!». Miró de reojo a İlknur: «No es guapa, pero sí muy mona —pensó—. ¡De no ser por ella no podría seguir viviendo! ¿Y bien? ¿Por qué sigue tan callada?». Pasaban por delante de la mezquita. Ahmet buscó algo que decir, pero había perdido el buen humor. Vieron un gato, lo miraron al pasar a su lado, pero no dijeron una palabra.
—¡He discutido con mi familia! —dijo de repente İlknur a la altura de la comisaría.
Parecía querer justificar su silencio. La luz del Land Rover seguía parpadeando.
«Así que es eso», pensó Ahmet. Más tranquilo, le preguntó:
—¿Qué ha pasado?
—Me preguntaron adónde iba a estas horas. Y yo les dije que contigo. ¡Lo de siempre!
—Sí, no les gusto nada, ¿verdad?
—¡Lo sabes perfectamente! —respondió İlknur.
—¡Qué le voy a hacer, no soy de los que gustan! —Ahmet intentó sonreír.
De nuevo se produjo un silencio, pero Ahmet se había tranquilizado por fin y no estaba nervioso. «Enseguida nos relajaremos y empezaremos a hablar», pensó. Ambos se detuvieron de forma automática ante la librería que había junto a la escuela y empezaron a mirar el escaparate. Se exponían vulgares novelas policíacas, novelas rosa baratas, calendarios, regalos de año nuevo, libros de lujo. Hacía dos días, Ahmet había visto entre estos últimos uno sobre Modigliani y entró para mirarlo sin la intención de comprarlo, pero el librero se negó a abrir el paquete de papel celofán y cintas que envolvía el libro para recordarles a los clientes que era un objeto de regalo. «Si lo va a comprar, lo abro», le dijo. Viendo el libro en el escaparate, a Ahmet se le ocurrió que debía contarle aquello a İlknur, pero cambió de opinión. Justo cuando se apartaban de la librería, İlknur empezó a contarle una historia sobre el Calendario de Saberes y Horas: su madre leía el menú del día y su padre, si no le gustaba, arrancaba una hoja, y si tampoco le gustaba, otra más. Así era como, antes de llegar a febrero, se acababa el calendario que compraban todos los años, pero, como su madre guardaba las hojas, aún podían utilizar los menús del día. Ahmet se rió porque la historia le pareció graciosa, luego pensó en el cariño que İlknur les tenía a sus padres y se entristeció al recordar que no le apreciaban. Contó su correspondiente historia cuando estaban llegando a la esquina de Nişantaşı. Como la contó bien, prestando atención a lo que debía acentuar, a los detalles mínimos y al tono de voz, İlknur se rió largo rato y se animó. «Sí, todo va bien», pensó. Al doblar la esquina vio el bloque y las luces encendidas en el cuarto piso.
—Hoy todo el mundo está en casa de Cemil. Porque la abuela ha vuelto a empeorar. Está mucho peor.
Subieron las escaleras sin hablar, lentamente, en silencio. El ascensor llevaba estropeado dos semanas. Al pasar por el cuarto piso oyeron el ruido que venía de dentro. El piso en que vivía Nigân Hanım estaba silencioso. Delante de su propia puerta, Ahmet regañó en broma a İlknur, que se había quedado sin aliento, por fumar demasiado. Abrió la puerta y encendió la luz.
—¡Ah! —dijo İlknur cuando entraron—. ¡Qué bien! ¡Cuánto echaba de menos este olor!
—¿El olor, o a mí? —preguntó Ahmet. Fue a la cocina a poner agua para el té. Mientras encendía el hornillo pensó en que İlknur estaría mirando los cuadros y se impacientó. Puso el agua en el fogón, lo encendió a toda velocidad y salió de la cocina.
—¿Y bien? ¿Qué te parecen?
—Supongo que este es el último que has hecho. ¡Ha quedado muy bien! Pero has estropeado a estos comerciantes viejos.
—¿Los he estropeado? ¿Dónde? —preguntó Ahmet, nervioso.
—Mira eso. Los detalles de la ropa, los cuadros, las arrugas del pañuelo. ¿Por qué insistes en esos detalles absurdos?
Ahmet pareció molesto. Quiso convencerse de que İlknur era su mejor crítico.
—Empiezas algo. La idea, o lo que quieres explicar, está bien. Lo encajas como es debido. Pero luego, no sé por qué, empiezas a jugar con los detalles. Las arrugas del pañuelo… Intentas demostrar tu habilidad, como un pintor joven que acabara de aprender a hacer sombras. Mira, por ejemplo, esas manchas en la mano del viejo, ¡lunares! Puede que antes fueran algo impreciso, que no pensáramos en ellas, pero, no sé, me daba la impresión de estar dentro del cuadro. Pero ahora me las metes por los ojos, quieres demostrar que has pensado en ellas. ¿Por qué?
—Puede que por falta de confianza en mí mismo —dijo tímidamente Ahmet.
—Puede que por falta de confianza en los que lo vayan a ver. ¡O por miedo a que no se entienda! ¿Me estoy pasando de lista?
—¡Hoy ha venido Hasán! Me dijo que los cuadros no le decían nada.
—Y a ti te sentó mal, claro.
—Un poco. Pero me dijo algo más. ¡Que no se entendía si iban en serio o en broma!
—¡Y, por supuesto, a ti te encantó! Te creíste Goya. Me parece que también te equivocas con esa obsesión.
—Sí que te pasas de lista —dijo Ahmet riéndose.
İlknur también se rió. Sacó un paquete de cigarrillos del zurrón. Se sentó en la silla de siempre, desde donde podía contemplar a Ahmet y los cuadros. Estuvo mirando durante un rato a su alrededor como si quisiera prepararse para el entretenimiento. Luego le preguntó:
—Bien, ¿y qué has hecho desde que no nos vemos? Han pasado cinco días, ¿no? ¿Qué hace Hasán?
—¿Conoces a Hasán?
—Hijo, sé de él lo que tú me has contado, como de todo el mundo.
—Entonces empezaré por el principio —respondió Ahmet—. Nos vimos el lunes después de comer. Por la tarde, trabajé. El martes por la tarde fui a dos clases de francés. Nada gracioso que contar. El miércoles tenía clase de pintura con el niño prodigio. Lo que pasó fue lo siguiente: cuando estábamos en clase, llegaron su madre y unos amigos. Querían vernos. Bajo mis órdenes y sus atentas miradas, el niño prodigio pintó unas hojas de árbol. No se salió ni una vez de los bordes.
—¡En el colegio yo siempre me salía! —dijo İlknur entre risas—. Cuando era pequeña tenía un cuaderno de colorear, y ahí también me salía.
—Siempre he dicho que no tienes el menor sentido de la disciplina. —Ahmet se sentó y continuó—: No me interrumpas: continuamos con las noticias… El jueves fui a dar clase de conversación de francés a aquella cotorra. Me ofreció marrons glacés y acepté. Luego fui a cenar a casa de Özer. Su mujer y él me habían invitado. Mientras su mujer cocinaba y ponía y quitaba la mesa, Özer y yo estuvimos discutiendo de arte. Pero antes, Özer, que, como sabes, trabaja en asuntos de diseño gráfico en una empresa de publicidad, estuvo quejándose de su trabajo y me dijo que me envidiaba. Después de aquella pequeña introducción, me acusó de ser un imitador desfasado del arte clásico. Luego me enseñó sus baklava. ¿Has visto las pinturas de Özer? Tienen influencia cubista: todas las formas se reducen a paralelas y cuadrados. ¡Se ve que de niño no pudo comer baklava a gusto! ¿Sabes?, es de familia pobre. A veces pienso que pinta esos dulces y no escenas de campesinos porque…
—En tiempos tú mismo hiciste escenas de campesinos.
—¡Continuamos con nuestro noticiario! ¿Te cuento lo que de verdad discutimos Özer y yo? Bueno… Abrevio. Como las demás noches, trabajé hasta las cinco de la madrugada. Ayer después de comer volví a dar clase. Por la tarde decidí ir a ver a mi abuela, que estaba peor. Me encontré con Ziya, el primo de mi padre. Un coronel jubilado de cerca de ochenta años… Un tipo interesante. Parece que su padre era revolucionario…
—O sea, revolucionario burgués —precisó İlknur.
—Enhorabuena, son admirables tus conocimientos de historia y marxismo —dijo Ahmet y, para que İlknur no se enfadara, añadió—: ¡Es broma! Escucha, que llegamos al auténtico notición. Como te conté por teléfono, Ziya Bey me dijo que ¡los militares van a dar un golpe de estado!
—Pero si todo el mundo habla de lo mismo…
—Pero él me lo dijo antes de que la noticia se filtrara a la prensa.
—¡Por Dios, Ahmet! —exclamó İlknur—. ¡Estamos en Turquía! Cada dos meses surge un rumor parecido.
—O sea, ¿que me estás diciendo que no vale la pena insistir en ello? —Ahmet sintió que estaba siendo tratado injustamente. Luego, recordando las palabras y la actitud de Ziya, se puso en pie, excitado—: Me dijo: «Tenemos en un puño al regimiento de la guardia». Y puso la mano así. Como si tuviera en un puño a toda Turquía… ¿Por qué me lo iba a contar si no es nada? ¿Por qué? —Meditó, cada vez más inquieto. Recordó el aspecto preocupado de Osman, el arrebato de su abuela—. ¡No lo entiendo, no lo entiendo! Siento mucha curiosidad por saber todo lo que ha pasado en mi familia. Has leído el cuaderno, ¿no? Estaba pensando en hacer un cuadro de mi abuelo.
—Mira, ya eres bastante aficionado a las cosas viejas que se pudren y se desmoronan. ¡Que no te dé ahora por tu familia! —dijo İlknur.
—Tienes razón. Y supongo que eso es lo que quiso decirme Hasán. Pero mi tiempo y mi vida…
—¿Qué más dice Hasán?
—¿Qué más? —Ahmet dudó un instante. Luego, furioso con su indecisión, continuó—: Que van a sacar una revista, me pidió que les ayudara.
—¿Qué tipo de revista?
—No se lo cuentes a nadie, ¿vale? —murmuró Ahmet, avergonzado.
—Bueno. ¿Qué revista?
—Por lo visto, quieren unificar a los jóvenes que buscan un camino intermedio entre el Partido del Trabajo y Revolución Democrática. Pero todavía están empezando. No sé si saldrá adelante o no. —Volvió a acordarse del golpe, pero añadió al punto—: Le contesté que haría lo que estuviera en mi mano. Ahora me alegro de haberme metido en ese lío, aunque solo sea un poco.
—¿De verdad es un lío?
—No, no empieces con tus juegos de palabras.
—¿Qué más? —preguntó İlknur encendiendo un nuevo cigarrillo.
—¿Qué más? Vi a mi hermana. Vino aquí.
—¿Qué hace tu hermana? ¿Qué se cuenta?
—Lo de siempre. Otra vez le dio un ataque de «Tu cuñado dice que…». Pero, de todas formas, le tengo mucho cariño.
—La verdad es que siempre lo apañas con eso de «de todas formas, le tengo mucho cariño» —dijo İlknur.
—¿Lo dices en serio?
—Bueno, era broma.
—¡Ah, mi cuñado nos vio en Nişantaşı! No me hace ninguna gracia. Y te echó una buena mirada.
İlknur pareció incómoda; no obstante, preguntó:
—¿Por qué no te hace gracia?
—Qué sé yo, es como si lo hubiera ensuciado todo. Rápidamente quiso comprendernos a nosotros dos según sus categorías y su forma de pensar. Me entiendes, ¿no?
—No mucho.
—¡Hija mía, entiéndelo! —dijo Ahmet enfadándose. Y susurró angustiado—: Los intereses de un tipo como mi cuñado son: el grado de intimidad sexual, el matrimonio, la situación económica, la familia… —Se avergonzaba de sus propias palabras—. Me pone los pelos de punta que me vea alguien que solo sabe mirar así.
—Entonces, ¡mejor que no salgamos a la calle! —replicó İlknur.
—Sí, ¡no hay que salir! —contestó Ahmet por puro despecho—. En realidad, no sé para qué salgo. Hasán también me recitó un verso de Nazım: «Lo que buscas no está en tu habitación, sino fuera».
—¡Bravo por Hasán! Me cae bien.
—Reconócele el mérito a Nazım, no a Hasán. Bueno, y tú, ¿qué has hecho?
—Nada, ir a la facultad.
—¿Qué pasa en la facultad?
—¿Qué quieres que pase? Rumores, cabildeos, cotilleos de la cátedra.
—¿Te van a contratar de asistente?
—Ya sabes, ¡la plantilla!
—¿Todavía siguen con lo mismo? —dijo Ahmet—. A ver si les das un ultimátum.
—¡Lo haré! Les he dicho que me voy a Austria a hacer el doctorado.
—¿Qué?
—Cabía la posibilidad de que me fuera a Austria. Presenté la solicitud. Me aceptaron.
—O sea, ¿que te vas? —dijo Ahmet, preocupado. Le asustó el tono de su voz.
—¡Con esta gente no se puede hacer nada! —respondió İlknur—. Puede que me vaya.
—Seguro que salen plazas —susurró Ahmet—. ¡El té! —murmuró de repente queriendo ocultarle la cara.
Fue a la cocina. Cogió la tetera. No encontraba la lata del té. «¡También se va ella! —pensó—. También se va ella. ¿Qué voy a hacer?». De repente se enfadó consigo mismo. «Trabajar, pintar más cuadros. Y trabajaré con la gente de Hasán. ¡No está bien que me quede aquí parado con la excusa de la pintura, atascado!». Se vio trabajando con Hasán y sus compañeros y se animó. «¡Se pueden hacer muchas cosas, muchas!», se dijo. Pero, cuando regresó a la habitación después de echar el té y vio a İlknur, volvió a ponerse nervioso.
—Bueno, ¿y qué va a pasar con el doctorado que has empezado aquí?
—Ah, ¿eso? ¡Pero si no te gustaba…!
El tema del doctorado de İlknur era «Ansias de totalidad en la arquitectura otomana».
Ahmet recordó que en cierta ocasión se había metido con İlknur diciéndole: «No existen esas ansias, ni siquiera preocupación».
—Era broma —susurró—. Lo de la preocupación…
—Lo sé. ¡Tampoco es tan seguro que me vaya!
—¡Pero sí es tan seguro como para que esperes que te lo confirmen! —replicó Ahmet.
İlknur le miró con unos ojos que decían: «Por favor, ¡no insistas!».
—¿Qué más has hecho? —le preguntó Ahmet.
—¡Nada! ¡Eso es todo!
—Bueno, ¿cómo es posible que siendo yo quien se pasa el día aquí encerrado tenga más cosas que contar? Dime, vamos. —Y luego añadió, orgulloso—: Porque mi aislamiento provoca en vosotros, en ti, una ilusión. La de que llevo una vida rica y profunda. Uno puede relacionarse y chocar con cien personas al día sin ir más allá de la superficie. En cambio, yo desciendo a lo más profundo. —Se excitó—. Sí, desciendo a lo más profundo de la sociedad. ¿Qué puede haber más natural que el hecho de que lleve una vida plena y rica?
Miró a İlknur y sonrió, aunque pensaba: «¡Qué feo ha estado eso! Me he pasado».
—Esa frase de la vida rica, u otras parecidas, también están en el cuaderno de tu padre —dijo İlknur.
—¡Es verdad, íbamos a echarle un vistazo! ¿Has podido leerlo? He encontrado otro. —Ahmet fue hasta donde lo había dejado—. ¡Se acabó el noticiario! ¡Pasamos al comentario del día! —le alargó emocionado el cuaderno a İlknur. De repente se acordó de un viejo chiste y vociferó—: ¿Qué hay que hacer en la vida, Katia Mijailovna? ¿Cuál es el sentido de la vida?
—¡Querido Stefan Stefanovich! —contestó İlknur. Se rió—. Se equivoca de nuevo. Ahora nadie se pregunta qué hay que hacer en la vida. Se ha quedado anticuado. Ahora la gente no se preocupa por el sentido de la vida, sino por la salvación de la patria.
Se trataba de una broma que se repetían de vez en cuando. En cierta ocasión, Ahmet había afirmado que toda la literatura rusa giraba en torno a ese simple chiste.
—Si por lo menos tuviéramos un samovar o una estufa sobre la que acostarnos… —dijo İlknur.
—Querida, ¡estamos en Turquía! —respondió Ahmet de buen humor—. No nos enfrentamos a la realidad, sino a una mala imitación.
—Eso te crees tú —dijo İlknur.
—De acuerdo, de acuerdo. Venga, vamos a ver ese cuaderno. Veamos qué hacían.