5. La llamada telefónica
Ahmet empezó a pasear por la habitación. Miró los cuadros. «¡Que con esto no se hace la revolución!», murmuró. Se enfureció con Hasán: «¿Cómo no le habré contestado? Con estos». Miraba los cuadros. En sus pinturas había comerciantes ancianos, amas de casa, niñas finas, jóvenes, señores, criadas, todos rodeados por los mismos objetos y la misma luz apagada que se pudría, en los mismos desvaídos jardines, escaleras, salones, que hablaban entre ellos pero como si esperaran algo, como si quisieran acabar con sus asuntos antes de que les alcanzara el futuro, indecisos, un tanto preocupados, medio aletargados, pero también un poco impacientes y siempre repitiendo lo mismo. «¡Ninguno sirve para nada! —pensó Ahmet—. Si mis obras tampoco le dicen nada a Hasán, ¿para qué me esfuerzo tanto?». Para consolarse miró la serie del partido de fútbol. Había dibujado las colas para entrar al partido, los vendedores de albóndigas, los hinchas, los que gritaban, los futbolistas de gesto helado. De repente se dejó llevar por la desesperación: «¡Tampoco tienen ningún significado! —pensó—. ¿Qué es todo esto? ¿Para qué sirve? ¿Para quién lo hago? ¡Son todos malos! Todos inmaduros, superficiales, falsos, sin la menor sinceridad, vulgares. Después de Goya y Bonnard, lo que han hecho todos los impresionistas sin cesar no son más que repeticiones vulgares». Tuvo miedo. Como siempre hacía en momentos de parecida desesperación, intentó recordar lo que pensaba antes de ponerse a trabajar. «Sí, en aquel momento me gustaban. No me parecían todas malas en general, ¡vi sus defectos y sus virtudes! —pensó—. ¡Intentaré verlas igual ahora!». Con la esperanza de alcanzar con la misma sinceridad la opinión del mediodía, observó una vez más las pinturas, pero todas le parecieron vulgares y le dio la razón a Hasán: carecían de interés. Tuvo miedo de arrepentirse de haber dedicado su tiempo y su vida a esos cuadros. Pocas veces lo sentía, decidió pensar en otras cosas, y de repente se dijo: «¿Dónde estará İlknur? —miró el reloj: casi las siete—. No va a venir. Con lo que me apetece verla hoy». Furioso, bajó, decidido a llamarla por teléfono.
Volvió a abrir con su llave y pasó al salón. Junto a Nigân Hanım se encontraban la enfermera y Osman. Osman leía el periódico, y la enfermera, con voz alegre, le contaba algo a Nigân Hanım y de vez en cuando le apartaba la mano a su paciente, que tiraba de la manta.
—¡Lo pone en el periódico! —dijo Osman al ver a Ahmet.
—¿Qué?
—Lo de los militares. Así pues, Ziya lo leyó en la prensa.
—Pero Ziya me lo contó ayer —replicó Ahmet.
Se encaminaba hacia el rincón donde estaba el teléfono.
—No pasará nada, hombre —gruñó Osman agitándose en el sillón.
—¿Qué tiene que pasar? —preguntó la enfermera—. ¿Van a tomar el mando los militares?
Ahmet se sentó junto al teléfono. De repente se sintió incómodo al pensar que Osman y la enfermera escucharían su conversación. Miró con ojos vacíos el aparato. Lo que de verdad le preocupaba era la familia de İlknur. Había ido a su casa una vez y había notado que no les gustaba nada, así que intentaba telefonear a İlknur lo menos posible. Si tenía que hacerlo, la avisaba con antelación para asegurarse de que era ella quien descolgaba el teléfono. Mientras miraba el auricular con ojos vacíos, se abrió la puerta. Ahmet reconoció los pasos que entraban en el salón: era Nermin. «Ahora sí que no podré hablar», pensó. Nermin sentía mucha curiosidad por los detalles de la vida cotidiana de Ahmet. «¿Qué hago? Ya puestos, subiré a trabajar —se dijo—. ¡No hay necesidad de dejarse llevar por arrebatos absurdos ni ataques de incomprensión! ¡No tengo derecho a hacerlo!». Luego oyó la voz de Nermin.
—La cena no es en casa. Resulta que debemos bajar a la de Cemil.
—¿En serio? —dijo Osman.
—Venía a invitar a Ahmet. Luego se ofende, no viene y se queda sin comer, el pobre chico. He mirado arriba y no está. —Osman debió de señalar con el dedo, porque Nermin gritó—: ¡Ah! ¿Está aquí?
Y se volvió, sonriente, hacia el rincón en el que estaba sentado.
Ahmet intentó adoptar una actitud de indiferencia, pero, intuyendo que sería peor aparentar no haberlo oído, dijo:
—Como aquí. Yılmaz enseguida me preparará algo.
—Es la tarde libre de Yılmaz, hijo, además les apetece verte.
—Si quieres, te preparo en un momento un par de huevos —dijo Emine Hanım.
Ahmet miró con afecto a la criada, que acababa de entrar.
—¡Entonces, ceno aquí!
—Te lo pido por favor —dijo Nermin, quisquillosa—. ¡Estaremos todos abajo! Mine también me ha dicho que vengas. Nunca vas a verles a ellos tampoco. ¿Qué te pasa, hijo?
—Bueno, bueno —respondió Ahmet—. ¿A qué hora?
—Baja dentro de media hora. —Nermin miró el teléfono—. ¿Ibas a llamar a alguien?
—He cambiado de idea —dijo Ahmet, y se puso en pie.
Decidió esperar un poco más pensando que Nermin se iría y bostezó.
Al salir, Nermin pasó por delante de Osman.
—Puede que ahora mamá te reconozca —dijo él—. Pregúntale, vamos. —Soltó una carcajada.
—Con la edad que tienes, y sigues siendo un niño —contestó Nermin.
Se fue.
Ahmet se sentó junto al teléfono y empezó a marcar a toda velocidad. «¿Y? ¿Qué le voy a decir?», pensó. Notó que el corazón se le aceleraba.
Respondió una mujer. Debía de ser la madre de İlknur.
—Quería hablar con İlknur, señora —dijo Ahmet.
Le enfureció su propia urbanidad. Miró de reojo a Osman: estaba leyendo el periódico.
—¿Quién es?
—¡Un amigo!
Hubo un breve silencio. La mujer se disponía a decir algo, pero al parecer cambió de idea.
—Espere un momento.
Ahmet esperó acercándose todo lo posible el auricular. Escuchó atentamente los sonidos de la casa. Carcajadas alegres, gritos y también música a la turca. Alguien gritó: «¡Por Dios, Nimet Hanım!». Ahmet vio en la pared el retrato de Cevdet Bey. Parecía sonreír, pero también aconsejarle. Era como si le dijera: «Sí, tienes que ser así de cuidadoso, de meticuloso, ¡de decidido!». Alguien volvió a soltar una carcajada. Luego oyó pasos que se acercaban. Notó que se le aceleraba el corazón todavía más.
—¿Diga?
—Soy yo. ¿Por qué no has venido?
—¡Ah! ¿Eres tú? No he podido… Perdona, teníamos visita.
—¡Dijiste que ibas a venir!
—No, dije que iría si podía.
—¡A ti qué te importan esas visitas!
—Es una amiga a la que no veo desde que era niña.
—¿Quién es? Bueno, ¿y no te veré hoy?
—Quizá pueda salir esta noche.
—Pero si ya es de noche —respondió Ahmet con voz sarcástica. Luego se apresuró a añadir—: ¿Cuándo puedo ir a recogerte?
—¿Qué hora es? ¡Las siete y media! Bueno, espérame abajo a las nueve.
—¿A las ocho?
—¡A las nueve! ¿Qué te pasa hoy?
—Nada. Estoy de mal humor. Y tú, ¿qué haces?
—¡Tenemos visita! A las nueve, ¿vale? ¡Espera! ¡Mejor no vengas, iré yo!
—Pero, hija, ¿a esas horas? —dijo Ahmet—. Y desde allí… —İlknur vivía en Teşvikiye, a diez minutos andando. Ahmet buscó otra excusa y se le ocurrió algo ridículo—: ¿A esas horas? ¡Si van a dar un golpe de estado!
Y soltó una carcajada forzada. Miró a Osman: seguía leyendo el periódico.
—¿Que van a dar un golpe? ¡Vamos, hombre!
—Es broma. Ya hablaremos. A las nueve te espero abajo. —Ahmet se entusiasmó. Le habría apetecido decirle lo que le salía del corazón, pero no se atrevió al ver de nuevo a Osman, que leía el periódico. En el último momento se acordó de algo—: ¡Ah! ¡Y tráete el cuaderno!
—¿Qué cuaderno?
—¿No lo has leído? Ese de mi padre en alfabeto antiguo…
—¡Lo he leído, lo he leído! —dijo İlknur con voz alegre—. Muy divertido… ¡Tu padre era un hombre muy interesante!
—Bien, pues. Tráete el cuaderno.
—¡Muy divertido! —repitió İlknur.
—Ya te estás divirtiendo bastante ahí.
—Bueno, bueno.
Ahmet colgó. Golpeteando nervioso la mesa con los dedos, miró primero el retrato de Cevdet Bey y luego a Osman. «Sí, habría que hacer un cuadro de Cevdet Bey. ¿Cómo podría ser? Con los materiales de los almacenes, los obreros, el mobiliario de la casa y su familia… —se puso en pie sonriendo—. Sí, el mobiliario». Miró los objetos de la habitación. Estaba llena hasta los topes de cosas. De vez en cuando aún contaban cómo el año en que se construyó el bloque donde estaba la antigua casa Nigân Hanım se había llevado a su piso todo lo que tenía. De las paredes colgaban perchas para turbantes, rosarios, algunos adornos y los retratos de Cevdet Bey. Entre los tresillos de nácar, las sillas, los sillones dorados, mesas y mesitas, apenas quedaba espacio para moverse. Un piano que nunca se utilizaba cumplía las funciones de mesa para colocar figurillas y demás. Sobre él estaban las preciadas porcelanas de Nigân Hanım, jarrones de cerámica, tazas y platos de té. Como Nigân Hanım no permitía que nadie tocara nada para que no se rompiera y llevaba meses sin estar en condiciones de cuidarlo y limpiarlo ella, todo estaba cubierto por un dedo de polvo. «¿Cuánto valdrá eso? —pensó de repente Ahmet, y se asustó—. Si afanara unas pocas piezas, ¡Hasán podría sacar su revista durante seis meses!». Lo más caro era, probablemente, lo que había en la vitrina del aparador. «¿Cómo me lo podría llevar?». Recordó el sonoro manojo de llaves que, desde que era niño, había visto en manos de su abuela. Se acercó al aparador. «¡La llave!», murmuró. Pensó que las porcelanas que se encontraban tras los cristales del aparador estaban por primera vez a una distancia accesible. Pero en las últimas semanas ni había visto el manojo de llaves ni lo había oído sonar. Luego cambió repentinamente de opinión. «¡Se darán cuenta! ¡Y le echarán la culpa a la criada o a cualquier otro!».
—¿Qué hace ese ahí, delante del aparador? —preguntó Nigân Hanım.
Ahmet se volvió.
—Nada, abuela, estaba mirando.
Luego pensó: «Se me ve aspecto culpable». Miró a Osman.
—Tu padre, tu padre era un gran hombre —dijo Nigân Hanım.
—¿Quién? —preguntó Ahmet dudoso.
—Tu padre —respondió Nigân Hanım—. Tu padre, Cevdet Bey. Todo lo levantó él.
Estaba pestañeando.
Osman sonreía. La enfermera empezó a explicarle que Ahmet no era su hijo, sino su nieto. Nigân Hanım murmuró algo.
Ahmet echó a andar por el pasillo decidido a echar un nuevo vistazo a los libros y al armario que aquella mañana no había podido ver bien. Entró en el cuarto junto al ruidoso reloj. Empezó a mirar los libros mientras pensaba que su padre había vivido diez años en aquella habitación y que había muerto allí, pero tampoco entonces encontró nada. Tampoco había nada en el armario. Cogió el libro de su padre publicado por el Ministerio de Agricultura y otro de poemas de Muhittin Nişancı y salió de allí. Dejó los libros arriba porque no quería bajar a cenar con ellos.