2. El bloque de pisos
de Nişantaşı
—¿Cómo está, mamá? —gritó Osman en cuanto llegó junto a su madre. Era tan duro de oído como ella.
—¿Dónde estabas? —le preguntó Nigân Hanım.
—¡En la fábrica! —Osman comprendió que su madre no le oía—. ¡En la fábrica, digo! Hoy he ido a la fábrica con Cemil.
Nigân Hanım frunció el entrecejo. Luego miró preocupada a Nermin, que también se había acercado a ella.
—Soy yo, señora, soy yo —dijo Nermin—. ¿No me conoce?
—¿Quién es? —dijo Nigân Hanım volviéndose a Ahmet.
—La tía Nermin, abuela, la tía Nermin.
—Otra vez no me conoce —dijo Nermin.
En esas últimas semanas en que había empeorado, Nigân Hanım era incapaz de reconocer a algunas personas. Y al parecer Nermin pensaba que sufría una injusticia por contarse entre ellas.
—¿Perihan? —murmuró Nigân Hanım, dudosa.
—¡Perihan se casó con otro! —gritó Nermin—. Soy su nuera. ¿No me conoce? —y añadió, furiosa, dirigiéndose a Osman—: ¡Te juro que lo hace a propósito!
—Mujer, ¿por qué va a hacerlo a propósito? No te conoce y ya está. Está enferma, ¿qué le vamos a hacer?
Nermin se sentó a un lado refunfuñando. Ahmet temió que sus tíos emprendieran una de sus discusiones. Osman encendió un cigarrillo. Nermin le dijo que no fumara. Osman gruñó. Hubo un silencio.
—¿Qué habéis hecho en la fábrica? —preguntó Nigân Hanım de repente.
—¿Qué se puede hacer en la fábrica? —gritó Osman irritado—. ¡Mirar! Miramos a ver si todo iba bien. No pasa nada, no pasa nada, todo va bien. Trabajan. Trabajan estupendamente.
—¿Qué hacen?
—Bombillas, mamá. ¡Bombillas!
—¡Ay, así teníamos que acabar! —susurró Nigân Hanım.
Seguramente se le había venido a la cabeza la huelga que se había declarado hacía dos años en la fábrica. Tras la huelga, Nigân Hanım siempre rememoraba la fábrica con una sensación de desastre. Creía que tenía alguna relación con lo que los periódicos denominaban «mal rumbo», y ahora, con cada mala noticia que oía, tuviera que ver con la política o no, se le antojaba que nada iba bien.
—No pasa nada, no se preocupe —dijo Osman.
—¿Por qué no me voy a preocupar? —murmuró, no obstante, Nigân Hanım—. Mira la situación en que hemos caído. ¿Así teníamos que acabar? ¿Así tenía que acabar todo lo que fundó Cevdet Bey? ¿Eso es lo que habría querido? Cada cual a su aire. ¿Sabes lo que dijo ayer ese Ziya?
—¿Qué dijo Ziya? —preguntó Osman.
—¡Maleducado, grosero, insolente! —murmuró Nigân Hanım.
—Si vuelve a venir, no le dejen entrar —dijo Osman volviéndose a Emine Hanım—. Mándenoslo abajo. ¡Veremos qué quiere!
—Habló con Ahmet Bey —respondió la criada.
—¿En serio? ¿Y de qué?
—De nada —respondió Ahmet, satisfecho de ver que Osman estaba preocupado. «¿Se lo digo?», pensó. «Se nos viene encima un golpe. ¡Un golpe de izquierdas! Nişantaşı se hunde…». Por un instante volvió a desear que se produjera un golpe.
—¿Qué te dijo? ¿Qué ha vuelto a contarte? ¿Qué mentiras? Tiene setenta y cinco años, pero todavía no se ha cansado de soltar mentiras y amenazas. ¿Qué se cuenta?
Ahmet no pudo contenerse.
—Dice que los militares harán algo hacia el 27 de mayo.
—¿Y de dónde se saca esas cosas? Y además, ¿a nosotros, qué?
—El golpe será contra los montadores. Eso dice. Un golpe de izquierdas contra Demirel y contra los montadores —dijo Ahmet, aún más complacido.
Osman frunció el ceño. A Ahmet le habría gustado echarse a reír.
Entre la opinión pública, la tendencia contra los montadores era tan intensa como la que existía contra Demirel. Era un asunto que enfurecía sobremanera a Osman. Decía que en la fábrica no se montaban las bombillas, sino que se fabricaban, y lo demostraba con cifras.
—Pues ya podías haberle contestado que en la fábrica no nos dedicamos al montaje —dijo Osman preocupado. Luego pareció avergonzarse de su inquietud.
—¡No hablaba en concreto de la fábrica de bombillas! —dijo Ahmet. Y añadió riéndose—: Además, no sé las últimas cifras. ¿Cómo andan los porcentajes?
—¡Al ochenta y cuatro por ciento! —contestó Osman.
—Bueno, el ochenta y cuatro por ciento no se puede considerar montaje.
—¿Qué más dijo? ¿Qué más? —preguntó Osman, irritado.
—Habló de mi padre y del abuelo.
—¿Y de qué conocía a Refik?
—En realidad, me habló de su padre… Le pregunté por él… Parece que fue un hombre muy interesante… Andaba metido en política.
—Te juro que mi padre decía que solo era un borracho.
Furioso, Ahmet dijo la palabra que hacía un instante no se había atrevido a pronunciar:
—Parece que era un revolucionario.
—Sí, mi padre también decía que el tío Nusret era un soñador —dijo Osman entre risas.
—Sucedieron cosas muy curiosas —susurró Ahmet.
Y se arrepintió de haber ido tan lejos.
—¿Qué sucedió? ¿Qué vuelve a inventarse ese? —dijo Osman. Cuando se dio cuenta de lo contento que estaba Ahmet se puso en pie furioso. Sus miradas decían: «¡Y tú también estás con ellos! Pero ¿qué clase de persona eres?». Viendo que el cocinero retiraba la bandeja vacía de Ahmet, pareció acordarse de algo y sonrió levemente—: Ahmet, ven esta noche a cenar. —Se volvió hacia Nermin—. Que cene esta noche en casa, ¿no?
—¡Claro, claro! —dijo Nermin—. Esta noche va a venir mucha gente. Estará todo el mundo.
Osman empezó a pasear por la habitación.
—Así que dice que somos unos montadores, ¿eh? ¡Y tú no le contestaste nada!
—¡Por favor, no te enfades más! —dijo Nermin.
—¡Tengo sesenta y cuatro años! —continuó Osman, furioso—. ¡Y hasta hoy no he aprendido a no enfadarme cuando se trata del trabajo! ¡No voy a empezar ahora!
—¿Adónde va este? —preguntó Nigân Hanım.
—No voy a ningún sitio. Por el amor de Dios, mamá, ¡sigo aquí!
De repente, Nermin se levantó. Con una mirada astuta, casi diabólica, acercó la cara a Nigân Hanım y le preguntó repentinamente:
—Señora, ¿quién soy? ¿Me conoce? Vamos, dígalo, ¿quién soy?
—Eres Perihan, te casaste demasiado pronto —contestó Nigân Hanım.
Osman soltó una carcajada y Nermin volvió a sentarse, defraudada. Yılmaz el cocinero preguntó quién quería café. Nermin, irritada, le contestó que iba a bajar.
—He estado echando un vistazo dentro, en la habitación de papá —dijo Ahmet acercándose a Osman—. Ayer vi sus libros viejos.
—Libros… —susurró Osman—. O sea, que no fuiste capaz de darle una respuesta, ¿eh? Si viene, mandádmelo abajo. ¡Y no olvides que para crear una industria nacional es necesario pasar por la fase de montaje!
—Por Dios, tío, si le preocupa mi opinión, estoy en contra de los golpistas —dijo Ahmet dirigiéndose al interior de la casa.
«Es verdad, ¡pero no debería habérselo dicho! —pensó—. ¡Por Dios, estoy harto de tanta moralina!». Avanzaba por el pasillo oyendo el tictac del reloj. Desde que se separó de su madre hasta el día de su muerte, su padre había estado diez años viviendo en el cuarto de dentro. Cuando hacía una semana había empeorado la enfermedad de Nigân Hanım, por algún extraño motivo se despertó en el edificio un súbito interés por las cosas viejas y también Ahmet había empezado a hurgar entre los libros y los armarios de su padre. Ya lo había mirado antes y se había llevado lo que había querido, pero seguía encontrando cosas. Hacía una semana había encontrado un cuaderno. Comprendió que se trataba de un diario que su padre había llevado en tiempos, pero, como no entendía el alfabeto antiguo, se lo había dado a İlknur. Ella estaba haciendo el doctorado en Historia del Arte y afirmaba que podía leerlo. Ahmet se enteraría del contenido del cuaderno y de hasta qué punto İlknur podía leer las letras antiguas. Al acercarse a la puerta del cuarto pensó que la enfermera estaría dentro. Cuando Nigân Hanım se dormía o cuando la enfermera no se veía obligada a estar a su cabecera, descansaba allí. Ahmet llamó a la puerta y entró. La mujer fumaba sentada en la cama.
—Disculpe —dijo Ahmet—. No quería molestarla. Iba a mirar unos libros de ahí.
Sonrió: «Pues sí que soy educadito», pensó.
—Por favor, está usted en su casa —le respondió la enfermera.
Ahmet se dirigió a la biblioteca. Empezó a mirar los lomos de los libros. Estaba incómodo porque los libros eran muy poco interesantes y porque la mujer le miraba mientras fumaba. Con una actitud de seguridad en sí mismo, como si supiera que allí estaba lo que buscaba, abrió las puertas de abajo. Rebuscó por donde había encontrado el cuaderno la semana anterior, pero no encontró nada.
—No se habrá enfadado conmigo antes, ¿verdad? —le preguntó la enfermera.
—¿Por qué?
—No creerá que le he faltado al respeto a su abuela, ¿no?
—¿De dónde se ha sacado eso? —dijo Ahmet inclinándose hacia el armario.
—¡Estábamos de broma! ¡Es tan difícil cuidar enfermos particulares…! Se cansa una, se aburre, se harta. Usted perdone porque no hablo de su abuela, pero lo que una hace es limpiar la mierda de los demás y volver a limpiarla.
—Sí, sí, claro, mal asunto —murmuró Ahmet.
—Estábamos de broma. Se pone una de mal genio.
Ahmet buscaba a toda velocidad, pero no encontraba nada.
—Siempre trabajo con familias como la suya. ¿Conoce a los Gülmen? Por las tardes sacaba a la señora de paseo por el Bósforo.
Ahmet encontró un cuaderno y lo abrió emocionado: las primeras páginas también tenían algo escrito en el alfabeto antiguo. Cerró el armario y se incorporó.
—¡Se aburre una! —decía la enfermera—. Si tiene alguna novela buena, préstemela para que la lea. Leyendo tranquilamente me olvido de todo. ¿Estos libros eran de su padre? ¿Era profesor de universidad?
—Pues no lo sé, la verdad —murmuró Ahmet saliendo de la habitación.
Fue hasta el salón. Pasando por entre los objetos amontonados que lo llenaban a rebosar, se acercó a la foto de Cevdet Bey colgada de la pared. Pensaba en hacerle un retrato. Pero al aproximarse a la fotografía pensó que era un proyecto que aún estaba un poco verde y decidió postergarlo. De todas maneras, examinó de cerca a Cevdet Bey y pensó que no le sería nada fácil reflejar su mundo interior.
—¿Qué haces ahí? —le preguntó Nermin.
—¿No lo ves? Está mirando el retrato —dijo Osman—. En serio, ¡a ver si pintas a mi padre de una vez!
Ahmet se volvió hacia ellos sonriendo. Le echó un vistazo a su abuela. Nermin le repitió que le esperaban a cenar. Miró rápidamente los cuadros que había pintado en los últimos días. Cada mañana, media hora después de despertarse y comer algo, repasaba lo que había hecho en los últimos días. Estaba firmemente convencido de que sus opiniones durante aquel repaso eran más válidas y realistas que cualquier conclusión a la que pudiera llegar a otras horas del día. A toda prisa, contempló una vez más las pinturas alineadas a lo largo de la pared: «Sí, esta tiene unas pretensiones muy claras… Innecesarias. Esta es buena. Esta no sé por qué la hice; una pérdida de tiempo. Esta gente comiendo me indica el camino que debo seguir. Esa claramente la pinté para satisfacerme a mí mismo. Esta la hice llevado por la inquietud de que un pintor local tiene que interesarse por los problemas del país, pero me gusta. Tengo que rehacer esos ancianos. Ahí voy a quitar ese gato y poner una maceta. ¡Mis pequeñas diversiones no deberían mezclarse con la pintura! ¡Y aquí tenemos una clara influencia de Goya! ¡Me gusta esta gente sentada! ¡Y esos espectadores de un partido de fútbol!». Repasó de nuevo sus cuadros, pero ahora no como obras particulares, sino emitiendo un juicio sobre sí mismo como pintor. Luego tomó el lienzo grande que había comprobado si estaba seco al despertarse y empezó a trabajar en él. Miró la hora: las dos. Se alegró de no verse obligado a mirar las reproducciones de Goya para empezar a trabajar.