1. Empieza el día
Ahmet miró la hora en cuanto se despertó: las doce y media. «Anoche me acosté a las cinco. ¡De eso hace siete horas y media! —pensó—. He dormido demasiado». Se levantó de la cama a toda velocidad, se quitó el pijama y se desperezó. «¡Otra vez me he dejado la puerta abierta!», pensó mientras se vestía. El cuarto volvía a oler a aceite de linaza y a aguarrás. En algún sitio había leído que el aceite de linaza provocaba cáncer. Desde que su padre había muerto de cáncer hacía cinco años, prestaba atención a esas cosas. «Me escribiré una nota para que no se me olvide cerrar la puerta al acostarme», pensó mientras acababa de vestirse. Luego le pareció que era demasiado cauteloso. «No me gusta la gente tan precavida, pero en cuanto estalla una epidemia de cólera, soy el primero en correr al hospital —se dijo—. Pero es que quiero vivir mucho. Solo podré hacer los cuadros que pretendo después de cumplir los cincuenta. Goya vivió ochenta y dos años. Picasso sigue pintando. Russell se ha muerto este año. Y creo que Shaw recomendaba vivir mucho». Tenía en la cabeza más cosas que había leído y escuchado sobre cuánto debía vivir un artista y los beneficios de una vida larga, pero no se las repitió. Salió de la habitación. Se paró mientras se dirigía al cuarto de baño y se acercó a un cuadro apoyado en la pared de la habitación grande. Había trabajado en él el día anterior y quería continuarlo ese día. Rozó el lienzo con el dedo, se alegró de ver que la pintura ya estaba seca y fue al baño.
Como todas las mañanas, se irritó consigo mismo por entrar al baño descalzo y luego empezó a repasar el programa del día. Los sábados, como nadie quería recibir clases de francés o pintura, disponía para él de la mayor parte del tiempo. Quizá viniera İlknur por la tarde. «¿Cómo andará la abuela?». Su abuela estaba mal de salud y los médicos incluso habían hablado de la posibilidad de que muriera. Se pasaba el día acostada, murmuraba cosas raras y tenía una enfermera de guardia a su cabecera. «¡Es verdad, iba a pintar al abuelo!», pensó. Se estaba afeitando como cada mañana para no parecer uno de esos artistas barbudos, desharrapados, bohemios. «¿Se parece tu cara a la de Goya? —susurró—. ¡Vaya pasión me ha dado ahora por Goya!». Hizo como si se enfadara consigo mismo, se enjuagó la cara, salió del baño y cogió el periódico, que le habían echado por debajo de la puerta. Vio un sobre junto al periódico: era una invitación a una exposición. La abrió. «¡Gencay ha hecho invitaciones para la exposición! ¡Y me la manda después de lo que lo hemos hablado y la de veces que me dijo que no las haría! ¡Qué tipo!». Miró de nuevo la invitación. Parecía de boda. Estaba a punto de exclamar «¡Menudo pequeñoburgués!» cuando cambió de idea, le vino a la mente el afecto que le tenía a Gencay y se sentó en un rincón a leer el periódico.
La prensa no era como para repicar campanas: «El funeral se celebró con gran ceremonia. Cinco mil jóvenes pronunciaron el juramento de independencia… 12 de diciembre de 1970». Había una fotografía de una mujer con charshaf llorando abrazada a un ataúd. «La madre de Hüseyin Aslantaş. —Leyó el pie de foto—. La desconsolada madre se lanzó sobre el ataúd de su hijo ahogada en sollozos». De repente sintió un escalofrío: «Hasta lo más serio lo cuentan con ese lenguaje de película nacional…». Otra noticia le llamó la atención: «Batur le da un ultimátum a Sunay». La leyó nervioso: «Muhsin Batur, general en jefe de la Fuerza Aérea, visitó el 24 de noviembre al presidente de la República y le habló de la intranquilidad en extremo evidente en todos los niveles de las Fuerzas Armadas…». Levantó la cabeza del periódico. «¡Ziya Bey tenía razón!», pensó. El coronel jubilado Ziya Bey, primo de su padre, había ido el día anterior a visitar a Nigân Hanım, al ver a Ahmet subió con él y le habló de que los militares harían algo. Con su misteriosa actitud habitual, de quien sabe mucho pero se ve obligado a callarlo, le dijo que sucedería algo, si no ese día, al siguiente. Luego se le escaparon, o hizo como si se le escaparan, menciones al regimiento de la guardia y a la academia militar. Tenía una mirada como si dijera: «Sí, el ejército cumplirá con su misión y conseguirá lo que le corresponde por derecho». Ahmet leyó el resto de la noticia: «Batur le entregó una copia de su carta también a Tağmaç. No obstante, Tağmaç, jefe de la Junta del Estado Mayor […] según avanzaba la entrevista, pudo saberse que Tağmaç hacía suyas las opiniones de Batur». «Ya está, ¡Batur le ha hecho caer en la trampa! ¡Van a dar un golpe de estado!». De repente recordó todo lo que había leído al respecto: «¿Cómo va a ser posible, hombre? —se dijo. Luego se asustó—. ¿Y si lo hacen?». Se puso en pie nervioso. Paseó arriba y abajo por la habitación. Después volvió a sentarse y leyó la noticia atentamente, deteniéndose en cada una de las palabras. La noticia había sido redactada con un lenguaje muy cuidadoso. «¿Quién lo habrá filtrado a la prensa? ¿Qué querrá decir “la intranquilidad en extremo evidente”? ¿Por qué están intranquilos? ¿Quién les ha privado de su tranquilidad? Les preocupa la patria, claro. Los problemas del país, de la sociedad». Volvió a leer la noticia: «¡Y Sunay informó de la carta esta semana a Demirel!». Se levantó de su asiento. «¿Cómo habrá reaccionado?». Salió a la terraza porque le apetecía hacer algo, porque su nerviosismo iba en aumento. Avanzó hasta la barandilla, se apoyó en ella y contempló Nişantaşı.
Poco antes de la una del sábado, el cruce de Nişantaşı estaba muy animado. Había un atasco de tráfico. En medio de la calle, un policía agitaba los brazos y tocaba el silbato. El brazo de un trolebús se había desenganchado del cable y se inclinaba hacia el asfalto. El conductor bajaba por la puerta abierta y dos estudiantes de instituto de uniforme le observaban. En la acera de enfrente las gitanas habían desplegado sus canastas y vendían flores. El encargado de la parada de taxis colectivos llamaba a alguien con su voz aguda. Los tres limpiabotas habían encontrado clientes. Al parecer, incluso demasiados, porque había otro esperando. Una mujer elegante volvía de las compras del sábado. Una joven con minifalda contemplaba el escaparate de una boutique. Un panadero tramposo que vendía a los residentes en Nişantaşı pan más blanco del decidido en la normativa municipal, había cubierto su cesta con un paño y miraba el brazo del trolebús. A su lado estaba el de las rifas. Una mujer con un perro pasaba por delante de ellos. Ante el Banco del Trabajo, dos escolares se empujaban mutuamente. Nevzat, el portero del edificio Işıkçı, iba al colmado de enfrente. El tráfico se aclaró, una mujer cubierta con un pañuelo se acercó al lotero de la esquina de delante. Un señor con chaqueta de pana entró en la tienda de café. «¡Un golpe! —pensó Ahmet—. Que pusiera todo esto patas arriba de raíz. Un golpe que lo destrozara todo de una vez, que sacudiera a toda Nişantaşı y a toda su burguesía». De repente bostezó y se desperezó. «¡No pasará nada! —pensó—. El follón de abajo podría durar años, por lo que se ve». Con todo, se dijo: «¿Y si pasa? —se echó a reír—. ¡Si dan un golpe habrá un día en que nadie podrá salir a la calle!». Pensó en Ziya Bey. «Ambos odiamos Nişantaşı», concluyó. Levantó la cabeza y miró hacia arriba. Había un cielo pálido, impreciso, incapaz de decidirse por nada. Las ramas desnudas del tilo al que tanto amor le tenía su abuela parecían extenderse hacia el cielo, pero por detrás y encima de las ramas se veían bloques de pisos. Ahmet le dio la espalda a Nişantaşı y miró las ventanas del ático. «¿Qué soy?», pensó.
Llevaba cuatro años viviendo allí, en una buhardilla de Nişantaşı. Hacía cuatro años que había vuelto de París, adonde había ido para «estudiar pintura» y, después de largos cálculos, resultó que a él y a su hermana Melek solo les quedaba de su padre Refik una miseria que valía lo que aquella buhardilla, incluso menos, y pudo instalarse en aquellas dos habitaciones porque a su hermana no le hacían falta. No necesitaba demasiado dinero porque no pagaba alquiler, no contribuía a los gastos de la calefacción y comía abajo, en casa de su abuela. De vez en cuando vendía un cuadro y además daba clases de francés a tres adultos y de pintura a un niño gracias a los anuncios que había puesto en los periódicos. «¿Qué soy? —se dijo una vez más, pero no se dejó llevar por la amargura—. ¡Sé lo que me hago! ¡Ofrezco mi vida para arrancar el fruto del árbol del arte!». Probablemente lo había leído en algún sitio, pero no se enfadó consigo mismo ni adoptó una actitud sarcástica. Decidió ir al piso de abajo para ver a la abuela y llenarse la tripa. Cogió las llaves y salió.
Los médicos explicaban la enfermedad de Nigân Hanım diciendo «en general, la edad». En particular, tenía arteriosclerosis o algo así. Al bajar las escaleras se dio cuenta de que no se había interesado lo suficiente por el asunto. Solo había algo que entendía con toda claridad: a causa de algún problema con las arterias, a Nigân Hanım no le llegaba suficiente sangre al cerebro. Por eso a menudo su abuela confundía el tiempo, el espacio y a las personas, lo cual a veces era motivo de tristeza y a veces de risa. Como a los hijos de los nietos de Nigân Hanım, que vivían más abajo, les parecía muy divertida la enfermedad de su bisabuela, en las últimas semanas les habían prohibido subir. Ahmet abrió la puerta con su llave, preocupado por la salud de la abuela, y entró.
En cuanto lo hizo, oyó el tictac del enorme reloj de péndulo al otro extremo del pasillo. Entró de inmediato a la cocina para decirle a Yılmaz el cocinero que había llegado y que quería comer, pero estaba vacía. Mientras se dirigía a la puerta que comunicaba la cocina con el salón, se detuvo al oír una carcajada que salía de dentro. Al oír tras ella las risas del cocinero Yılmaz, miró por el hueco de la puerta y casi se muere del susto: su abuela tenía algo rarísimo en el pelo. Mirando con más atención pudo ver que era uno de los pañitos bordados que ponían sobre las mesitas de café.
—¡Ay, Nigân Hanım, si supiera usted lo bien que le queda! —gritó la enfermera. Soltó una carcajada—. ¡Le juro que parece usted una novia!
—Por favor, no hagan eso —murmuró Emine Hanım—. ¡Qué vergüenza, qué vergüenza!
—¡Nigân Hanım, Nigân Hanım! ¿Qué piensa de mí? —le preguntaba Yılmaz el cocinero—. Mi padre se pasó treinta años preparándole la comida. Yo llevo otros treinta, ¿está satisfecha de mí?
—Sí, estoy muy satisfecha de ti —respondió Nigân Hanım como si no estuviera allí y hablara con gente imprecisa en la lejanía.
—Basta ya, no lo hagan —dijo Emine Hanım—. Miren, ¿no la ven?
—¿Fuma? —preguntó la enfermera.
Nigân Hanım asintió con la cabeza, así que la enfermera encendió un cigarrillo y se lo dio.
Nigân Hanım intentó aspirar el humo, pero el cigarrillo se apagó. Sopló varias veces. Dijo algo con voz quejosa. Yılmaz, el cocinero, soltó una carcajada. La enfermera volvió a encender el cigarrillo y se lo tendió. Emine Hanım se levantó protestando e hizo un amago de quitarle a la enferma el paño de la cabeza y el cigarrillo de la mano, pero Nigân Hanım se negó a dárselo.
Ahmet tiró de la otra puerta de la cocina con todas sus fuerzas, tosió ostentosamente, les dio tiempo para que lo pusieran todo en orden y entró. Notaba una ligera irritación, aunque pensaba que no tendría que sentirla.
—¡Le va bien para los nervios! —dijo la enfermera señalando el cigarrillo.
—¿No le sentará mal? —preguntó Ahmet—. ¿Cómo está la abuela?
—¡Mejor que ayer! —contestó la enfermera.
—Ahmet Bey, ¿le preparo algo? —le preguntó Yılmaz. Luego se rió viendo que Nigân Hanım seguía manoseando el cigarrillo—. ¡Ah, qué malo, qué malo, qué pena, qué pena! Ahmet Bey, ahora me río, pero no me haga caso. No sé lo que me hago de pura pena. ¡Si supiera cómo tengo el corazón! ¿Qué le preparo? ¿Le cuezo unos huevos? Hay albóndigas a la parrilla.
—Sí, hazme unos huevos. Y ponme yogur. ¡Tráeme lo que tengas! —respondió Ahmet, y se sentó frente a su abuela.
—¡Gracias a Dios, hoy está mejor! —dijo Emine Hanım.
Estaba colocando cuidadosamente el pañito de ganchillo en la mesita.
—¡Abuela, buenos días! —dijo de pronto Ahmet.
—¿Eres tú? ¿Dónde estabas? —susurró Nigân Hanım.
—Arriba, he bajado —respondió Ahmet silabeando como si hablara con una niña tonta.
—¿Dónde está tu padre?
—¡No está!
Hubo un silencio. Nigân Hanım empezó a pensar. Miraba suspicaz a Ahmet desde detrás de sus gafas de gruesos cristales. Probablemente creía que le ocultaba algo e intentaba dilucidar qué era.
—Vamos, llama a tu padre que venga.
—¡Su padre está muerto! —dijo la enfermera con rudeza, y le quitó el cigarrillo.
—Sí, está muerto —dijo Nigân Hanım—. ¿Qué le voy a hacer? ¿Es culpa mía? No tendría que haberse casado con esa mujer.
Ahmet se alegró de ver que la mente de su abuela funcionaba sin problemas.
—¿Cómo se encuentra hoy?
—¡No paran de sonarme canciones en los oídos! —respondió Nigân Hanım.
Uno de sus problemas eran las canciones de infancia y adolescencia que, según ella, se le repetían sin cesar en los oídos.
—¿Las canciones de siempre?
—¡Las mismas!
—Cante una que la oigamos —intervino la enfermera. Al ver que Ahmet la miraba con dureza, se levantó y se marchó a la cocina.
—¿Quién es? —preguntó Nigân Hanım señalándola.
—Zuhal Hanım. La enfermera —respondió Emine Hanım y apartó la mano con que Nigân Hanım tiraba de un pico de la manta.
La mano empezó a sacudirse sola, morada y agujereada como un colador por las agujas del suero.
—¿Sigue sin comer? —preguntó Ahmet con la tranquilidad de saber que su abuela no podía oírle—. ¿Cuándo dejarán de ponerle suero?
—Eso lo sabrá la enfermera.
Yılmaz, el cocinero, trajo la comida de Ahmet en una bandeja. La colocó en la mesita.
—Hay también compota. ¿Quieres?
—No, no —contestó Ahmet.
En la bandeja había yogur, huevos y albóndigas.
—¿De qué habláis? —dijo Nigân Hanım.
—Estoy comiendo —respondió Ahmet.
—¿Dónde estabas?
—Arriba, abuela. Estaba arriba, pintando.
Nigân Hanım pareció animarse:
—¡Ah, qué talento el tuyo! ¡Qué talento! Ese don de Dios… Tienes que ser consciente de lo que vale.
—Lo sé… ¡Pinto! —dijo Ahmet, encantado.
—¿Estás siempre pintando? —preguntó Nigân Hanım, suspicaz.
—Sí.
—¿Y el dinero? ¿No te vas a casar? ¿Te vas a pasar la vida en casa?
—De vez en cuando salgo a la calle —dijo Ahmet sonriendo.
—Yo estaba pensando en ir al banco y echar un vistazo a la caja.
Ahmet sacudió la cabeza. La enfermera volvió. Yılmaz, apoyado en el aparador, miraba a Nigân Hanım. Probablemente todos esperaban que ocurriera algo divertido, cualquier cosa, buena o mala, de la que pudieran hablar luego. De vez en cuando Yılmaz le preguntaba a Ahmet cómo estaban las albóndigas o si quería compota. De repente se abrió la puerta de la calle, se oyeron pasos y el grupo que rodeaba a Nigân Hanım se dispersó. Por el sonido de los pasos, Ahmet supo que los recién llegados eran Nermin y Osman.