59. ¿Hundimiento?

—Por supuesto, resulta curioso que sea usted ingeniero —dijo Gıyasettin Kağan.

—¿Por qué?

—¡Un ingeniero que se interesa por el país, que antes de nada piensa en su país! —repitió el anciano catedrático.

Probablemente estaba pensando en sí mismo.

—¿Quiere decir que los ingenieros no se preocupan por cuestiones que no sean lo bastante precisas? —preguntó Muhittin.

—Sí, precisión, ¡precisión! —murmuró Gıyasettin Kağan. De repente pareció avergonzado—: Creo que en mi teoría de la raza encontraban cierta obsesión por la precisión y por la cientificidad.

—¿Quiénes?

—Pues ellos… Sus antiguos compañeros… Mahir Altaylı y su círculo. Los que adulteraban el racismo con la palabrería de la Rassen Psychologie.

—¡Ah, sí!

Muhittin asintió con la cabeza. Levantó las cejas como si lo que acababa de oír fuera sorprendente. Había llegado hacía poco a la casa de Gıyasettin Kağan en Üsküdar y le había repetido lo que previamente le había contado de forma indirecta por teléfono: por fin había comprendido que no podía seguir con Mahir Altaylı y su entorno; y que le gustaría contar con la ayuda del experimentado catedrático para la publicación de la revista Altınışık, de la que poseía los derechos de edición.

—¡Ha olvidado muy pronto a sus antiguos compañeros! —dijo Gıyasettin Kağan.

—No, no, señor mío, ¡no los he olvidado! —contestó Muhittin y se puso en pie.

Se dirigió hacia la ventana de aquella habitación atestada de libros.

—Y ellos tampoco le olvidarán a usted con facilidad… Como puede suponer, ¡estarán furiosos con usted, claro!

Tenía el aspecto de saber algo.

—No me importa —replicó Muhittin.

Miraba el jardín por la ventana. El jardín de atrás de la antigua mansión estaba muy cuidado. Por entre las hojas de los frutales se veía a lo lejos un cúmulo de nubes.

—Está usted demasiado excitado. ¡Ah, la Rassen Psychologie! ¿Hay alguno de ellos que sea capaz de pronunciar esas palabras correctamente?

—Mahir sabe alemán —contestó Muhittin.

—Alemán… Lo toma todo de los alemanes. Y por eso nos llaman fascistas. Nosotros no somos fascistas, ¡somos nacionalistas turcos! —y añadió a gritos—: ¡Se lo expliqué y no me entendió! Creyó que le estaba tendiendo una trampa. Creyó que le ocultaba lo que pensaba de verdad. ¿Qué diferencia puede haber entre lo que se piensa de verdad y el pensamiento que se expresa y se pone en práctica? ¡Mis actos son auténticos! ¿Me está escuchando?

—Sí —dijo Muhittin, y se apartó de la ventana.

—Escúcheme. ¿Cuál es la diferencia? Nosotros no somos fascistas porque somos turcos, eso es lo que afirmo. Se molesta conmigo porque no soy lo bastante claro. ¡Esa no es razón para molestarse! ¿Me sigue, entiende lo que estoy diciendo? ¡No me entiende!

«¿Quién se cree que es?», pensó Muhittin, cada vez más irritado.

—Pero Mahir es inteligente. Sí, es listo. Siempre aprecio que alguien sea listo y hábil, aunque sea mi enemigo. Bueno, tampoco es exactamente mi enemigo. ¡Vaya y cuéntele todo esto!

—No creo que vuelva a verle —dijo Muhittin.

—Sí que lo verá, lo verá. Los que se enfadan siempre acaban haciendo las paces. ¿Cuántos somos? Estos enfados son pasajeros.

—¡No creo que este sea pasajero! ¡Si lo pensara no habría venido a verle!

Gıyasettin Kağan parpadeó con sus ojos ancianos y diminutos. Tenía un aspecto casi simpático. Se puso en pie con rapidez, no como un viejo sino como un muchacho. Caminaba con lentitud mientras susurraba «¡Sí, sí!» con una cara como si dijera: «Hago como que me creo sus palabras».

—Me veo obligado a repetirle que no pienso mantener ninguna relación con ellos —dijo Muhittin.

—Bueno, bueno. —Gıyasettin Bey sonrió—. ¡No volverá a verlos! Le creo. —Se detuvo en medio de la habitación—. ¿No les va a ver más? —susurró—. ¡No irá a ver a Mahir! —se quedó inmóvil un instante y luego preguntó repentinamente—: Bien, ¿y qué dicen de mí?

Muhittin comprendió por qué sentía curiosidad el anciano turquista, pero contestó:

—¿Quiénes dicen qué?

Le alegraba haberse topado con aquella pregunta y observaba atentamente la cara de Gıyasettin Kağan.

—Ellos, ellos, hijo. ¡Mahir y los suyos!

—No opinan nada bueno.

—Cuéntemelo, ¿qué opinan?, cuéntemelo.

Muhittin hizo un gesto como si no quisiera decir nada inoportuno. «¡A este también le he dado demasiada importancia!», pensó.

—Vamos, hijo, cuéntemelo. ¿Qué dicen de mí?

—Que es usted un obseso de los cráneos.

—¡Ah, eso lo sabía! ¡Pero si no lo oculto…! ¿Qué más?

—Sus ideas no les parecen correctas.

—Deja eso, deja eso. No me interesa. ¿Qué dicen de mi persona, de mi persona?

—Señor, teniendo en cuenta que vamos a trabajar juntos en la revista, esas cosas, esos cotilleos no tienen ningún valor. ¡He roto con ellos!

Gıyasettin Kağan le miró con dureza como diciendo: «¡Ah, taimado!». Movió la cabeza a izquierda y derecha. Le dio la espalda a Muhittin. Tomó un cigarrillo de la mesa y lo encendió. De repente, como si susurrara, dijo:

—Los jóvenes, los jóvenes, ¿sienten respeto por mí?

—Dicen que cría usted gallinas en el jardín, señor —contestó Muhittin.

Gıyasettin Kağan puso una cara extraña. Los carrillos se le subieron hacia la frente como si una mano oculta tirara de ellos. Y la barbilla se le quedó colgando.

«Sí, lo sé —pensó Muhittin—, otra vez estoy la mar de contento, ¡pero esta vez me he pasado! ¿Qué necesidad tenía de decirlo? ¡Me estoy cavando mi propia tumba!».

—¿Qué dicen? ¿Gallinas? ¡Que me he hecho viejo! ¡Que no me queda entusiasmo! ¿No?

Parecía haberse enfadado con Muhittin y no con quienes esparcían los rumores.

—¡No les haga caso!

«Pues sí que le ha sentado mal», pensó Muhittin.

—¿Y quién lo dice? ¿Mahir? ¡Lo he formado yo!

—Nos ha formado usted a todos nosotros —respondió Muhittin, y regresó al lugar donde poco antes estaba sentado. Pero se sintió incómodo porque el anciano permanecía en pie—. Lo dejé bien claro en el artículo que escribí sobre usted.

—Dígame, si toman la historia como base del turquismo, ¿qué diferencia hay con el turquismo de las Casas del Pueblo y del Partido del Pueblo?

—Opino lo mismo.

—¡Y además ha estallado la guerra! Si de esta guerra surge un mundo nuevo, también nosotros tendremos que decir cosas nuevas. ¿Qué sentido tiene repetir el turquismo de las Casas del Pueblo? Explíqueselo.

—Señor, ellos y yo…

—¡Es verdad! ¡Ya me lo había dicho! —Gıyasettin Bey se sentó a su mesa. Esbozaba una sonrisa que Muhittin no acababa de comprender. Miró los papeles y los libros que tenía sobre la mesa y luego el reloj—. Bien, señor mío. ¿Así es como resume el motivo de su visita? —susurró—. ¿Cómo lo resumiría?

Sorprendido por aquella inesperada formalidad, Muhittin, como si le repitiera cuidadosamente su problema a un médico, contestó:

—No quiero trabajar más en la revista Altınışık con Mahir Altaylı y sus compañeros. Íbamos a publicarla juntos…

—¿Cuántos años tiene?

—Veintinueve.

—¡Qué joven es! Es ingeniero, ¿no? ¿A qué otra cosa se dedica?

—¿A qué otra cosa? Me dedico a la revista.

—¿Y qué hacía antes?

—Trabajar de ingeniero.

«¿Qué tendrá en la cabeza?», pensó Muhittin.

—No, otra cosa… Escribía usted poesía, ¡lo sé!

—Sí tengo un libro de malos poemas —contestó Muhittin, y pensó que había perdido el hilo y que era incapaz de intuir lo que se le pasaba por la cabeza al anciano turquista.

—¿Por qué malos?

—Porque no creía en nada, señor.

—Creencias, ¿eh? —susurró Gıyasettin Kağan—. ¿Una creencia como otra cualquiera?

—¡No! La forma correcta de ver las cosas.

«¿Será más listo que yo?».

Gıyasettin Bey señaló el periódico que tenía ante él.

—Freud ha muerto. ¿Qué le parece?

—¿Cómo?

—¿Lo ha leído? ¿Qué le parece?

Muhittin no sabía si era mejor parecer inteligente o convencido.

—Lo he leído.

Gıyasettin Bey adoptó una actitud reflexiva y luego sonrió.

—Lo conocí personalmente en Viena por casualidad. Yo había alquilado una habitación en el número nueve de Bergasse para estar cerca del seminario de orientalismo. Sabía que abajo había un instituto, pero no sabía de qué. Una tarde la dueña de la casa me dijo que el profesor me mandaba llamar. Era Freud. Me explicó que en el instituto tenía aparatos muy sensibles y que, si era posible, anduviera por casa en zapatillas. Yo había leído un libro suyo y no me había gustado. Le dije que para los turcos no valía el que una niña de seis o siete años mirara con lujuria a su padre, ni un niño a su madre. Se rió de mí. —Y de repente el anciano turquista le preguntó a Muhittin, como si quisiera pillarle desprevenido—: ¿Qué opina de su filosofía?

—En algunos aspectos me parece correcta…

—¡Ahí está, ahí está! —exclamó Gıyasettin Kağan—. ¡No creo que pueda ser usted un turquista! ¡Lo sabía!

Se puso en pie.

—¿Disculpe?

—¡Usted no cree en el turquismo!

—¿Qué me está diciendo? —gimió Muhittin, y se puso también en pie.

—Me parece que no cree usted en nada. Es muy engreído, muy insolente. Intenta demostrar su inteligencia. —El anciano turquista dio unos pasos en dirección a Muhittin. Estuvo un momento callado. Luego añadió lentamente y con voz monótona, de máquina—: Simplemente tiene que entender que es una falta de respeto para alguien como yo. Pero usted no lo puede controlar. Alguien tan apegado a su persona y a su orgullo no debería participar en un movimiento como el nuestro. —Arrugó el gesto—: Mahir destrozó tu orgullo y entonces viniste a mí, ¿no? Y mañana acudirás a otro. Vamos, vamos, lárgate de aquí… Yo también conozco a Mahir. Hablaré con él y… ¿Cómo miraste a su hija?

Echó a andar hacia la puerta.

—¡Me niego a admitir que mi comportamiento fuera incorrecto! —dijo Muhittin, y a su vez dio un paso hacia la puerta.

—¡Y todavía sigues mirándote el ombligo! —Gıyasettin Bey asió el picaporte—. ¡Que Freud te parecía bien en algunos aspectos! ¿Vas a demostrarme lo comprensivo que eres? ¡Tú no puedes ser hijo de un pueblo que vive con la espada en la mano! —Por un instante pareció iluminársele la cara—. Tengo presente cada palabra que ha salido de tu boca. Lo sé todo. Conque gallinas, ¿eh? ¿A cuento de qué has dicho eso? Te crees muy listo, pero te tenía en la palma de la mano. —Abrió la puerta—. ¡Idiota!

—Bueno, bueno —murmuró Muhittin mientras cruzaba el umbral.

—¿Cómo se llamaba tu padre?

«¿Y a ti qué? ¡Mi padre era militar!», pensó Muhittin encaminándose hacia la puerta de la calle.

—¿Cómo se llamaba? ¡Haydar! ¡Un aleví! —Gıyasettin Kağan seguía a Muhittin a un paso de distancia—. Mahir lo sabía y me lo dijo. Conocía a tu padre del ejército. ¡Dice que no era un tipo demasiado digno! Te sorprende, ¿no? Y también me contó cómo te había cazado. Te emocionaste en cuanto te dijo que tu padre había sido un gran hombre. ¡Ah! ¡No eres más que un niño!

«Me sigue, me mira la nuca y no para de hablar», pensó Muhittin.

Se abrió una puerta. Apareció un muchacho con una bandeja con té.

—¡No queremos té! —dijo el dueño de la casa—. ¡El invitado se va!

Muhittin se dio media vuelta de repente.

—¡Se ha equivocado usted! ¡Se equivoca! —susurró—. ¡Mi padre era un hombre modélico!

El anciano turquista le abrió la puerta a Muhittin.

—Puede que me equivocara con tu padre, pero no contigo —dijo muy educadamente—. Conozco a la gente como tú. ¡Son capaces de cualquier cosa por su inteligencia y por su orgullo!

—¡Cuánto sabe usted! —contestó Muhittin intentando adoptar un gesto sarcástico.

—¡Sí que sé! ¡Por lo menos sé que no pienso trabajar con alguien como tú!

Se metió las manos en los bolsillos.

—Bien, bien, ¡basta! —dijo Muhittin.

Le volvió la espalda. Cruzó en tres o cuatros pasos el jardín frontal. «¡Me está mirando por detrás! —pensó—. ¿Me vuelvo a mirarle yo? ¿Para qué?». No lo hizo. Salió a la calle. Echó a andar.

Estaba oscureciendo. Había mucha gente por las calles adoquinadas de Üsküdar. El cielo estaba limpio y despejado. Muhittin vio algunas gaviotas. «¿Qué ha pasado? —pensó—. Hace nada estaba en el Paraíso, ¡y ahora estoy en el Infierno! ¡Me han expulsado del Paraíso! ¡Me faltaban los documentos necesarios! ¡Vaya chiste! —Quería reírse—. ¡Obtendré un certificado del ayuntamiento demostrando que soy idiota!». Una gaviota descendió cerca, gritó y se alejó. «Va a llover —pensó Muhittin—. La lluvia… El mundo… Sí, me han expulsado del Paraíso… ¿Por qué?». Intuía que no sería capaz de animarse, pero hizo un esfuerzo. «Pues sí que se ha enfadado el tío. ¡Qué gracia! ¿Por qué? ¿Qué ha pasado? —avanzaba hacia el muelle—. ¿Qué ha pasado, qué, qué? —se preguntó—. Se ha enfadado. ¿Por qué? ¡Le ha molestado la historia de que criaba gallinas! Le preocupaba que los jóvenes no le respetaran. ¿Eso es lo que le ha molestado? ¡No! Estaba enfadado por el panegírico que escribí hace unos meses. Puede que comprendiera que nos estábamos burlando. ¿Por qué no habrá mencionado el artículo?». Se detuvo de repente. «¡Lo sabe todo! —se dijo—. ¡Mahir se lo ha contado todo sobre mí! Pero ¿no estaban peleados? —se dejó llevar por el pánico—: ¿Sería un truco la pelea? ¡Es imposible que todo lo que dijo Mahir sea un truco! En ese caso, ¿para qué lo ensalzamos? No, no lo hicimos nosotros, ¡lo ensalcé yo! ¡Me convencieron de que lo hiciera! ¡Me han usado como un peón! —Estaba desconcertado—. ¿Qué está pasando? ¿Por qué? ¡Todo por culpa de ese Freud! —se dijo de repente—. ¡Sí, por culpa de Freud! Pero yo he sabido cerrar el pico. ¡No, todo es un truco! ¿Qué está pasando? De repente les da por verse. ¡Y yo en medio! ¡Me he quedado en medio y me han devorado! —pensó poseído por una repentina desesperación—. Puede que Mahir me estuviera probando. Y no pasé la prueba, suspendí. ¡Ay!». Compró un billete en la ventanilla, decidido a no pensar más, pero las reflexiones no le dejaban tranquilo. «Me ha echado con todas las de la ley, ¡me ha puesto de patitas en la calle! Y tiene razón en enfadarse. Porque he sido insolente y he intentado burlarme de él. ¡Criar gallinas! ¡Qué cara ha puesto! Y ahora estoy fuera. ¿Por qué? ¡Por insolente, por tenerle tanto apego a mi inteligencia! —recordó la discusión de aquel día de verano en casa de Refik—. No he hecho nada de lo que le dije a Ömer. Me han echado. ¡Y se lo dirá a Mahir! ¿Qué hago ahora, Dios mío?», se dijo, y se puso en pie, repentinamente irritado. «¿La vida? ¿Qué voy a hacer a partir de ahora? Lo contarán todo; lo sabrán todos. ¡Que cómo miré a la hija de Mahir!». Lo había hecho para demostrar que no se sentía apabullado en casa de Mahir Altaylı. «Que mi padre era aleví. ¡Mentira! Todos los Haydar… ¡Y yo le contesté que era un hombre modélico! ¡Con las veces que me juré que nunca sería como él! ¿En qué te has convertido, Muhittin?». Encendió un cigarrillo. Se le acercó un joven que encendió el suyo con el de Muhittin. «¿Cuántos años tendrá? ¡Dieciocho! ¡Intenta imitarnos! A mí también me gustaba encender mi cigarrillo con el de otros. Me he hecho viejo, me he hecho viejo. ¡Veintinueve años! Él me preguntó cuántos años tenía. Lo sabe todo. Me quedan cuatro meses para los treinta». El vapor había amarrado y los pasajeros iban descendiendo. «Bien, ¡me suicidaré! —pensó de pronto Muhittin, y pareció tranquilizarse—. De hecho, siempre he confiado en ello. ¡Después de la muerte no hay nada!». Se abrieron las puertas. Caminó lentamente hacia el vapor. Una brisa suave le despeinó. Dentro del barco hacía calor. Se sentó pensando: «¡Pero me quedan tantas cosas por delante…! ¿Qué podría hacer? ¿Cómo puedo salir de este lío? Un artículo para el próximo número de Altınışık: «¡Las intrigas secretas de Mahir Altaylı y Gıyasettin Kağan!». ¡Qué vulgaridad! Bueno, así: de la mano de quienes basan el turquismo en las medidas craneales y de quienes lo basan en la historia. ¿Y que haré luego con tantos enemigos? —miró por la ventana—. Tengo que pensarlo una vez más: Mahir y Gıyasettin no se llevan bien; sin embargo, se hablan. Mahir le da importancia a la historia y critica lo de las medidas del cráneo. ¿Por qué? ¿No será georgiano, circasiano o algo así…? Pero ¿no fue él quien dijo lo de Haydar? Bueno, entonces, ¿por qué me hace conseguir a mí los derechos de edición? ¿Qué puedo hacer? Escribir poesía como antes. Poesía de verdad. ¡Me odiarán!». Se levantó y salió a airearse. Decidió tomarse un té y mientras esperaba para pagarlo intentó consolarse. Se lo tomó muy despacio. A lo lejos se veía el muelle de Beşiktaş. «¡Me tiraré entre el vapor y el muelle!», pensó. Desde pequeño le había dado miedo caerse entre el muelle y el vapor a punto de amarrar. «Saldrá en los periódicos. ¡Y los críticos se interesarán por mi libro! Escribirán que, de hecho, en mi libro se respira una atmósfera de muerte. ¡Y así habré mantenido mi palabra! ¡Sí, es lo mejor! —se excitó repentinamente y pensó—: Queda un minuto». Miró a su alrededor. Un hombre alto y delgado fumaba un cigarrillo. «¡Perfecto! ¡Nunca olvidaré la cara de ese tipo! Pero, ojalá hubiera escrito una carta. ¡Una carta de suicidio larga y terrible! En algún sitio leí algo así. ¿A quién se la dirijo? A Refik. No, no. ¿Qué hago? ¡Inteligencia! —de nuevo pensó cómo podría salir de aquello—: Todo porque soy demasiado inteligente. ¡No tengo la culpa! Y no hace falta ninguna carta. ¡El poeta que mantiene su palabra!». El vapor se acercaba a la orilla. «Saltaré y se acabaron las tonterías. Diez, nueve. Saltaré a la de dos». Perdió la cuenta. Arrojaron una amarra a la orilla. «¡Ahora, ahora!». Sus suelas se impulsaron contra el barco. «Ale hop, ¡Dios mío!». Puso el pie en tierra, asustado.

—Pero, hijo, te vas a caer. ¿Qué prisa tienes?

Muhittin miró con aspereza al anciano funcionario. «Antes debo escribir la carta», pensó.