57. Las medusas

—… se demuestra en momentos así.

«¿Para qué habré dicho que iba a beber?», pensó Muhittin. Se lo había prohibido a sí mismo, pero ahora ya no pensaba que le haría ningún daño y le daba miedo descubrir que las creencias que le habían llevado a prohibírselo eran una estupidez.

—Bien, bien, al final te has decidido… Toma este vaso…

Muhittin aceptó el vaso que le ofrecía Ömer.

—Pero no creas que bebo porque me has engañado.

—Sé que tú no te dejas engañar, sino que engañas. ¡Eres el demonio! Lo sabemos… Pero hay algo que no sabemos: ¿qué demonio fue el que te convirtió en turanista?

Ömer soltó una carcajada y empinó el vaso.

—Estás envenenado. Envenenado por la cultura, y eres, eres… Eres una medusa, ¿entiendes? —vociferó Muhittin.

—¿Por qué una medusa? —preguntó Ömer—. ¿Se te ha atascado la musa poética?

—¡Ah, a mí tampoco me gustan las medusas! —dijo Refik.

Muhittin se echó a reír.

—¿Qué sé yo? Es lo primero que me ha venido a la cabeza.

—¡Viva! —Ömer se puso en pie gritando—. Mira lo que voy a hacer: te voy a dar un par de besos. Teniendo en cuenta que todavía no estoy borracho, nadie podrá decir que te besé porque me había emborrachado.

Avanzó con gesto decidido. Se acercó a Muhittin, se inclinó y le besó en las mejillas.

—Bien, ahora se acabó lo de tratarnos con frialdad, ¿no? —dijo Refik.

Muhittin se sentía atrapado en una emboscada, pero tampoco le importaba demasiado. «¡Ya era hora de que se me pasara algo distinto por la cabeza!», se tranquilizó. Tomó un trago del vaso que le había llenado Ömer. Luego tomó otro, y pensando «Ya que bebo, lo mismo me da un vaso que un barril», lo apuró de un trago.

—Bien, ¡por fin entraremos en calor! —dijo Ömer alegremente—. Bebe tú también, Refik… Aunque, la verdad, no te hace falta…

—Sí, él siempre está bien —añadió Muhittin—. O es que lo ve todo tal cual es… Que es feliz, quiero decir…

—No os creáis que soy tan feliz.

—Entonces cuéntanos tus penas, que te escuchamos.

—Os las he contado y os las vuelvo a contar. Estoy incómodo en esta casa. Además tampoco estoy contento con el trabajo. Ojalá tuviera una vida nueva y…

—La buscas y no la encuentras —le interrumpió Muhittin furioso—. No me lo creo, Refik, no me lo creo. Lo que llamas búsqueda no te da otro resultado que seguir con la misma vida de antes. Por cierto, sí, soy yo quien usa la palabra «búsqueda» para eso que decías. Sea lo que sea, ¡lo haces para tranquilizar tu conciencia! ¡Qué preocupaciones tienes para ponerte a rebuscar!

—¡Todo me resulta tan vulgar…! ¡No puedo seguir como antes!

—¡Cuántas veces no lo habrás dicho!

—No, amigos, no somos capaces de entrar en materia —dijo Ömer—. Repetimos siempre lo mismo. ¡Qué aburrimiento!

—No tenéis fe —dijo Muhittin de repente—. Eso es lo que os vuelve tan grotescos.

—Así que nos encuentras grotescos —dijo Refik.

—En teoría, sí —contestó Muhittin—. Y, lo que es peor, poco a poco empezáis a parecérmelo de verdad a pesar de ser amigos míos.

—De hecho, prácticamente hemos dejado de ser amigos —dijo Ömer.

—Lo dices por orgullo —replicó Muhittin—. Te molesta no haber sido el primero en decirlo.

—No… Bueno, digamos que sí… Pero lo verdaderamente importante es que huyes de nosotros. ¿Por qué huyes? Nada más llegar has dicho que debías ir a otro sitio y que no tenías tiempo. ¿Tan importante es tu tiempo? ¡No lo creo! Te da miedo que nos riamos de ti. Hermano, ¡tus poemas turanistas son tan ridículos como terribles!

—¡Sí, no debería haber venido! —gritó Muhittin.

—¡Ridículos, Muhittin mío, qué voy a hacerle, ridículos! —dijo Ömer.

Muhittin apuró otro vaso.

—¿Qué dices tú, Refik? ¿Lees su revista?

—La leo.

—¡En cambio, tú eres de los que no hacen nada por miedo a quedar en ridículo! —gritó de repente Muhittin—. ¡Te aterroriza hacer cualquier cosa, que lo que hagas lo encuentren ridículo, vulgar, superficial! Por eso no haces nada. No quieres que nadie piense nada sobre ti. Te da miedo ser vulgar, pero no tienes miedo a ser grotesco. ¿Por qué? ¿Acaso has pensado alguna vez en todo esto?

—La verdad es que no se me había ocurrido —contestó Ömer con una sonrisa sarcástica.

Pero Muhittin advirtió que lo había herido. Y, convencido de que estaba en lo correcto, prosiguió:

—¿Por qué te da tanto miedo parecer ridículo y no grotesco y equivocado? Sí, puede que para ti, como yo mismo reconocía en tiempos, lo más importante sea ser inteligente… Pero, ¿por qué vas a parecer tonto por hacer algo? ¿Por qué va uno a parecer tonto por creer en algo, sea lo que sea?

—Yo creo en mí —dijo Ömer. Intentaba parecer divertido.

—Creías… Ibas a ser un conquistador, ibas a ganar mucho dinero, a conquistar Estambul, Turquía entera… Dejo de lado lo horrible que es todo eso. ¿Lo has hecho? No te has casado para que otros no se rían de tu matrimonio. No haces nada. Porque siempre pretendes darle la razón a tu inteligencia. Te crees que si haces algo ya no tendrás derecho a criticar, no, no, ni siquiera eso, a burlarte. No te casas porque no tendrías derecho a encontrar los matrimonios de los demás simples, feos, vulgares, superficiales. Y has huido de Estambul. Te refugiaste bien lejos. Bueno, entonces, ¿para qué vienes? Porque vienes a ver lo que hacen los demás. Porque te sentirás a gusto viendo lo vulgares que son los demás. Te dices a ti mismo que has venido por curiosidad, ¿no? Pues no has venido por curiosidad, sino para esto, para que no te guste lo que ves. Me puedo imaginar lo que te diviertes cada vez que coges mi revista: seguro que rezas por encontrar las tonterías de siempre.

—¿Tan simple soy, Muhittin?

—Quizá seas complejísimo, pero para mí ¡eres así de simple!

—Bien, a ver, respóndeme a esto —dijo Ömer—. ¿Puede uno vivir y, al mismo tiempo, burlarse de todo? ¿Puede ser uno feliz y andar diciendo que todo es malo, como lo es en realidad? —luego se respondió a sí mismo—: ¡Es imposible!

—¡Es posible! —respondió Muhittin—. ¡Es posible si crees en algo!

—Pero lo que tú crees es ridículo. ¡Además, estoy convencido de que no te lo crees!

—Te pone nervioso, te da miedo, ¿no? Comprometerte con algo.

—¡No, solo digo que lo encuentro ridículo! Y, como te conozco, la verdad, me pregunto cómo te comportas cuando hay otra gente delante…

—¿Qué gente? —preguntó Refik.

También él iba bebiendo poco a poco.

—¡Los turquistas, los turanistas, hijo!

—No vuelvas a hablar de ellos con ese lenguaje tan feo y tan sarcástico, ¿de acuerdo? —dijo Muhittin.

—¡Nadie me puede quitar el derecho a hablar de lo que quiera como quiera!

—Eres tan grotesco, tan vulgar… Tan pagado de ti mismo —dijo Muhittin—. ¡Resulta que tienes derecho a hablar de todo! ¿Estás de broma?… ¿En qué te basas para hacerlo? ¿Qué es para ti lo correcto? ¿Qué eres? ¡Nada! Pero yo te vi en la fiesta de tu compromiso. Le sonreías a todo el mundo. Todos te querían. En aquel momento, en tu mirada y en tus gestos había algo patético que me decía: «¡No te rías de mí, Muhittin!». Me gustaría verte en tu vida cotidiana allí, en Kemah, en Alp o donde sea.

—Chicos, por favor, dejadlo —dijo Refik—. Me estáis asustando. Lo mejor será que cuente un chiste que os alegre un poco. ¿Cuál podría contar? —meditó un poco, pero no se le ocurrió nada—. La verdad es que me daba un poco de miedo pensar que os aliarais para meteros conmigo… Antiguamente era así, o tenía esa impresión. Pero, por Dios, os habéis olvidado de cuántos años lleváis siendo amigos…

—Muchacho, ¡todo tiene un límite! —dijo Muhittin.

—¡Mira, mira, está intentando templar gaitas! —dijo Ömer—. Esperaré a que se tranquilice el ambiente para no decir lo que pienso de él o para que, si lo digo, lo haga con palabras más comedidas. Eso es lo que quiere. Por eso ha soltado toda esa conmovedora perorata de antes. «Ingenieros, sed tolerantes conmigo, ¡tengo fe en algo!», nos dice. Pero yo estoy obligado a reírme, a darle a mi inteligencia lo que se merece. Porque para mí, sí, como tú mismo has dicho, Muhittin, la inteligencia está por encima de todo. ¡Viva la inteligencia! —de repente pareció recordar algo y se volvió hacia Refik—: Oye, ¿tienes noticias de herr Rudolph?

—Sí, nos carteamos.

—¿Quién es? —preguntó Muhittin.

—Un alemán. ¡Pero no de los vuestros! ¡Un hombre venerable!

—¡No entiendo si te estás burlando o hablas en serio! —dijo Refik con expresión ofendida.

—¡Qué sé yo, hombre! —gritó Ömer—. ¿Burla según qué, seriedad según qué? No lo sé. Ah, hablaba de la inteligencia, ¿no? Mira ese alemán… —se volvió de repente a Refik—: ¿Qué os escribís? ¿Lo mismo de siempre, los mismos rollos? —hizo un gesto despectivo con la mano—. La luz, la oscuridad, el alma, las ideas, la esclavitud… ¿Qué más? ¿Todavía eso?

—¡Sí, todavía eso!

—¿Qué son esas luces y esas oscuridades? —preguntó Muhittin.

—Muhittin mío, palabras puras y limpias, ligeras como espíritus que la gente hundida en la ciénaga de las ambiciones y las pasiones como tú y como yo nunca podrían entender. Porque Turquía, u Oriente, es el país de la estupidez y la suciedad…

—No es así, en absoluto —le interrumpió Refik.

—Bueno, pues explícalo, explícalo —dijo Muhittin poniéndose en pie, excitado—. ¡Ah, ya lo entiendo! —Miró a Refik con dureza y al ver que parecía avergonzarse comprendió que no se equivocaba—. ¡Nunca pensé que esa ingenuidad tuya pudiera llegar a algo tan feo! Me hablaste de nuestra barbarie, de la luz de la razón, pero, la verdad, ¡no me esperaba que llegaras a tanto! Se cartea con un cristiano y… —viendo que Refik se achantaba, añadió—: ¡De hecho, siempre me has parecido un cristiano! Te lo dije: ¡te has afrancesado!

—¿A ti qué te pasa? —dijo Ömer—. ¿Estás hablando en serio?

«Me parece que he ido demasiado lejos —pensó Muhittin, sorprendido de que Refik no le hubiera contestado—. ¡Debe de ser realmente feliz! ¡No es nada discutidor ni agresivo! Ahora probablemente se le está pasando por la cabeza que tiene razón en lo que piensa y lamenta no haberme respondido». Caminaba por la habitación dándoles la espalda. De repente se dio media vuelta y dijo:

—Refik, no te lo habrás tomado a mal, ¿eh? Era broma.

Pero se arrepintió enseguida de haber dicho esas palabras.

—Lo sé, Muhittin, eres buena persona —replicó Refik.

—O sea, ¿quieres decir que mis ideas solo las defienden las malas personas? —dijo Muhittin. Por primera vez sintió verdadera curiosidad por saber qué tendría Refik en la cabeza y, sorprendido, recordó que en cierta ocasión lo había visto leyendo a Hölderlin—. ¿Todavía lees a Hölderlin?

—¡También te ha hablado de él! —intervino Ömer—. ¡El que lo leía era ese alemán!

—No, no me habló, ¡lo vi! Así que supiste de él por el alemán. ¿Qué más te enseñó tu alemán?

—El mismo tipo de cosas que tú aprendiste de Baudelaire —le contestó Refik.

—¡Toma respuesta! —Ömer soltó una carcajada—. A eso se le llama poner el dedo en la llaga.

—No, no, no era eso —dijo Refik—. No se parecen para nada. Hölderlin por lo menos sigue buscando cosas sensatas. O…

—¿Sensatas? ¡Eso es nuevo! —dijo Ömer.

—Ya no me interesan esos asuntos. Pero, en mi opinión, no hay ninguna diferencia entre ambos —comentó Muhittin.

—Sí, tampoco yo lo tengo muy claro —dijo Refik—. No sé. No sabemos nada. Tendríamos que leer más. Todo el mundo tendría que leer. Sí, voy a decirlo de una vez por todas ahora que la bebida me ha dado valor: estoy pensando en crear una editorial. Libros baratos para todos, quiero publicar buenos libros de forma que todos puedan leer a Rousseau y a Defoe. —miró avergonzado a sus amigos—. ¿Qué opináis?

—¡Te arruinarás! —respondió Ömer bostezando.

—¡El dinero no importa! —dijo Refik—. Y ¿por qué iba a arruinarme? La gente siempre leerá lo bueno —miró a Muhittin—. ¿Os parezco demasiado soñador?

—La cultura del Renacimiento… Los clásicos griegos… —murmuró Muhittin.

Y se enfureció consigo mismo sin comprender que la bebida se le había subido a la cabeza.

—¡Sí, eso! —exclamó Refik excitado. Pero luego, viendo la cara malhumorada de Muhittin se volvió hacia Ömer—: Tengo razón, sí, eso es lo que nos hace falta. Ayer estuvimos en Heybeli. Fue la circuncisión de mi sobrino. ¡Es una costumbre repugnante! Algo feísimo. Las mujeres y las niñas se reúnen alrededor del recién circuncidado, luego viene el prestidigitador y…

«Pero ¿qué está diciendo? —pensó Muhittin—. ¡Estoy borracho! Voy a sentarme. ¿Cuántas copas me he tomado? ¡No he tenido ningún cuidado! Por lo menos, voy a comer algo.

Se puso un poco de mortadela y unas berenjenas fritas en un plato. Tambaleándose, se sentó en el sillón enfrente de Ömer.

—¡No me estáis escuchando! —dijo Refik.

—Sí, nadie escucha a nadie —replicó Ömer—. Nos hemos emborrachado como estúpidos. No, no es por eso. ¡Se ve que ya no tenemos ningún interés por los demás! Cada cual piensa en sí mismo. ¡Cada cual está ocupado con su propia vida! ¡La vida! ¿Qué hemos hecho? ¡Nada!

Volvió a llenarse el vaso.

A Muhittin, Ömer le pareció repulsivo.

—Hablas por ti, no por nosotros, ¡no por mí!

—Bueno, bueno. Espera… ¿No decías tú que te suicidarías si no llegabas a ser un buen poeta?

—Te lo he dicho… ¡He cambiado de la cabeza a los pies! Y he dejado atrás ese tipo de poesía, ese tipo de pesimismo. De hecho, lo que hago ahora no es exactamente poesía.

—Sí, los versos… —susurró Ömer.

—¡He dejado la poesía para los enanos! ¡He dejado la poesía para los hombres pequeños, para los espíritus simples!

—¿Lo ves, lo ves? ¡No eres capaz de matarte! ¿No lo decía yo? Te dije que encontrarías una excusa…

—No sé por qué sigo hablando con alguien que dice que no quiere ser un turco sarnoso.

—No te preocupes, pronto olvidarás lo de hoy —dijo Ömer.

—Un conquistador, ¿eh? ¡Mira qué conquistador! —murmuró Muhittin—. Nunca pensé que un conquistador pudiera ser tan miserable, escéptico, patético y un hombre derrotado. Probablemente, así son los conquistadores modernos. ¡El conquistador moderno! Pobre conquistador moderno, el país en que vive no es moderno… ¿Cómo era, Refik? Tú lo sabes mejor que yo. Habría que decir que el país en el que vive no es ilustrado, ¿verdad? ¿Y? ¿Qué hace entonces un conquistador? El conquistador no nace, ¡se hace! Crece entre sus pasiones y sus ambiciones. No hace más que mirarse al ombligo: «¡Ah, qué grande soy! ¡Pero el mundo no me deja!». Y piensa: «Si no me burlo, ¿qué puedo hacer?». ¿Verdad, conquistador?

—Bien, ¿y tú? ¡Has decidido que hay que unirse a las masas! O, como eres, simple y llanamente, un mal poeta… Intentas olvidar tu razón, pero no deja de seguirle los pasos. Porque, como me dijiste, tú también has sido envenenado por la cultura, ¡tú también! No puedes olvidar la razón. Y no me trago que creas en el panturquismo. Tú mismo tienes que saberlo pero te consuelas diciéndote que por lo menos haces algo. Nosotros, nosotros dos, no creemos en nada. ¡Lo sé! En cuanto a Refik, no estoy seguro.

—¡Venga ya, Rastignac! ¡Soy turco! —dijo Muhittin—. ¡Ahora me doy cuenta del error que he cometido viniendo! Vuestro mundo, sucio y miserable, me parece muy lejano… Yo, junto con mis compañeros, idealistas, sacrificados, a quienes me unen unos verdaderos sentimientos de fraternidad…

—Por cierto —le interrumpió Refik—, ¿sigues viéndote con aquellos militares? ¡Eran buenos chicos!

—¿Militares? Claro, militares, militares —se dijo Ömer—. ¿Les has hecho caer en la trampa?

«¿Para qué habré venido, para qué habré venido, Dios mío? —se dijo Muhittin—. Todo es tan feo… Y este tipo es un miserable… ¿Para qué habré venido? ¿Por qué habré bebido tanto? ¿Por qué estoy así? ¿Por qué estoy…?».

—¿Les has hecho caer en la trampa? —continuaba Ömer—. Así que militares… Vamos, recítanos unos versos; recítanos unos versos de la Manzana Roja y el Lobo Gris… Ja, ja, ja… Él los escribe y debe de ser el primero en reírse. Porque también él es una medusa. —Ömer apoyaba la cabeza en el respaldo del sillón y hablaba mirando el techo—. Medusa… Medusa… ¡Ah, hay ángeles volando por el techo!

—¿Es la primera vez que te fijas? —dijo Refik.

—¿Dónde estaba el retrete? —preguntó Muhittin.

—¡Qué pronto se te ha olvidado! Arriba.

—¡El retrete a la turca está abajo! —gritó Ömer.

«Voy a echarme un poco de agua en la cara», pensó Muhittin saliendo del salón, y empezó a subir las escaleras. Se tranquilizó cuando dejó de oír las voces de los otros. «Sí, Muhittin, ha sido un error venir —se dijo para calmarse—. Pero tú eres capaz de corregirlo. Luego me haré un café. Daré un paseo. ¿Qué hora es? Las dos. La hora de más calor. Iré a casa a dormir un poco». Al llegar al entresuelo oyó el tictac del reloj. «¿Quién le habrá dado cuerda? Refik… U Osman viene entre semana a darle cuerda. ¡No quieren que el reloj deje de sonar!». Pasó con cuidado junto al enorme reloj de péndulo, como si temiera rozarlo. «¿Por qué me da miedo este reloj? ¡Podría romperlo!», pensó mientras abría la puerta del lavabo. Mientras se lavaba la cara y las manos, se acordó de los primeros años de su amistad: «¡Los años de la escuela fueron los mejores!». Al salir volvió a oír el reloj y se enfureció: «¡Voy a romper este reloj! ¡Se van a llevar una buena sorpresa! El pobre Osman no es capaz de darle cuerda a nada, ¡no es capaz de poner nada en marcha!», pensó. En la mesita junto al reloj había un cenicero. Lo agarró. Levantó el brazo para descargarlo sobre el reloj, pero no sucedió nada porque se contuvo en el último momento. «¡No se ha roto! ¡No lo he roto!». Dejó el cenicero. Sin pensar en nada entró por la puerta contigua, en la biblioteca. «Nos hemos pasado años jugando al póquer aquí. Mira cómo estamos ahora… No, no, yo… Iré a ver a Gıyasettin Kağan y le diré que los otros, que Mahir Altaylı es un traidor… Trabajaré con ustedes… La revista es suya…». De repente vio el retrato de Cevdet Bey. «Cevdet Bey… ¡La vida de Cevdet Bey! —murmuró—. Muebles, cosas, una familia, gentío, ¡alegría y felicidad!». Cevdet Bey miraba a Muhittin como si le dijera: «Ni se te ocurra. ¡Mucho ojo!». Salió de la habitación. Estaba a punto de bajar cuando le poseyó la curiosidad. «¿Qué habrá en los otros cuartos?», se dijo. Abrió la primera puerta que le salió al paso. Debía de ser el dormitorio de Nermin y Osman. Con las persianas cerradas, estaba tan oscuro como los demás cuartos. «Una cama de matrimonio… El empresario y su señora… Olor a jabón y perfume… Terciopelo, sillones… Viven aquí». Le habría apetecido romperlo todo. También le habría gustado reírse, pero no se encontraba en situación como para hacerlo. Levantó la colcha, sacó el pijama de Osman de debajo de la almohada, lo desplegó, lo miró. Era a rayas blancas y azules, pero por el cuello se veía que era una prenda de rico… «¡Nunca volveré a usar pijama!», pensó. Trató de imaginarse a Osman pensando en los negocios con el pijama puesto, o hablando con Nermin con esa voz que olía a jabón. Luego lo dejó todo en su sitio y pasó a la habitación de enfrente. «¡El dormitorio de Cevdet Bey, su cama!». De nuevo Cevdet Bey estaba en la pared, de nuevo le miraba, probablemente le decía: «¡Mucho ojo!». Muhittin miró la cama pensando que allí había dormido Cevdet Bey durante años: «¡Cevdet Bey, Cevdet Bey!», murmuró. Le pareció sentir una alegría de día de fiesta. Como si las puertas se abrieran y entrara y saliera un montón de invitados, como si la gente hablara, riera, contara chistes, viviera, y Muhittin solo pudiera oír sus voces desde lejos. «¡Estoy borracho!», pensó. En un rincón bastante oscuro vio un armario y lo abrió. A un lado estaba colgada la ropa de Nigân Hanım. No le prestó la más mínima atención. Empezó a abrir los cajones del otro lado. Toallas, manteles, sedas, algunas tazas de porcelana… De repente se mareó. «Esto es lo que usan… Viven usándolo, confiando en la vida. —Le dio miedo caerse al suelo y se echó en la cama pensando—: ¡Voy a echar una cabezadita aquí! Me levantaré si viene alguien. Iré a ver a Gıyasettin Kağan y le diré que los demás han abandonado el racismo. ¿Qué me contestará? «¡Leo lo que usted escribe!». Qué blanda es la cama… ¡Puedo oír el reloj! ¡Mahir y Haydar! ¿Estoy oyendo pasos? De todas formas, me iba a levantar. Me levantaré para que no se crean que estoy borracho. Me levantaré y le diré a Refik que estoy bien… ¡Aquí está! Me he echado un rato. ¡Es normal cuando se bebe un poco! Llevo unos años…».

—¡Ah, estás aquí! Pero ¿qué haces? ¡Acostado! —era Ömer—. ¿Te encuentras mal? ¡Has vomitado!

—No me pasa nada —contestó Muhittin levantándose.

—Vaya, has abierto los armarios. Has echado un vistazo, ¿no?

—Me dije: «¿Por qué no?» —contestó Muhittin tratando de sonreír—. «Voy a echar un vistazo a ver qué hay. Qué tipo de cosas».

—No estás nada contento, ¿verdad? ¡Cosas! ¿Las de Nigân Hanım?

—¡Ciérralo, ciérralo! Me parece que viene Refik.

—No sabes qué hacer con este tipo de cultura, ¿verdad? —dijo Ömer mirando los cajones, los muebles, el cuarto impoluto.

—¡Cevdet Bey no estaba mal! —gimió Muhittin—. Tendrías que haber visto la otra habitación, la de Osman: era mucho peor.

—No puedes estar con esta cultura, con estos objetos, ni sin ellos —dijo Ömer asintiendo comprensivo con la cabeza—. ¿Te enfureces con ella o contigo mismo? ¿Te enfadas con estos objetos o con tu indecisión?

—Ojalá pudiéramos ser como Refik —dijo Muhittin.

—Comidas, risas, diversiones —dijo Ömer cerrando los cajones—. A ti todo eso…

—¡Ciérralo, rápido! Sí, ¿y qué? ¿No te has dado cuenta de que estaba de broma? ¿Te lo has creído?

Mientras Ömer cerraba los cajones entró Refik.

—¿Qué hay, chicos? Uf, cómo huele esto a cerrado.

—Estaba buscando una toalla —dijo Muhittin.

—Estábamos preocupados por ti. Estás bien, ¿no? La culpa es nuestra, ¿cómo se nos ocurre beber con este calor? Habría que ventilar este cuarto. Luego preparo café.

Refik abrió visillos, ventanas y persianas. De repente se extendió por el interior del cuarto una luz brillante y limpísima.

—¡Qué bueno hace fuera! —dijo Refik—. ¡Qué bonito está el jardín! Está soplando la brisa. Tomemos el café en el jardín. Debajo de los árboles se está fresco. ¿Oís las cigarras?

—¡No pienso volver a veros nunca más! —exclamó Muhittin.