55. La circuncisión

—Ahora dime, hijo, ¿qué hay en este vaso? —preguntó el prestidigitador.

—Agua —respondió el niño, que realmente era su hijo.

—¿Y con qué agua lo hemos llenado? ¿Agua del mar Negro, del Caspio, del océano Índico o de ese pozo de ahí?

—¡Los cocheros sí que lo llenan en ese pozo de ahí! —exclamó Osman.

Todos los que estaban en el balcón, con ganas de reírse pero incapaces de hacerlo con los incomprensibles chistes del prestidigitador, soltaron una carcajada. La afición por el pozo de la casa de Heybeli de los cocheros, que acercaban los caballos al jardín para que abrevaran, era algo que no se mencionaba. Siguiendo su costumbre, Nigân Hanım aparentó arrugar el gesto porque se hubiera sacado a colación tan desagradable asunto, pero luego se unió a la alegría general. Hoy tenía que estar alegre porque esa mañana habían circuncidado a su nieto Cemil.

—¡Lo hemos llenado de ese pozo de ahí! —contestó el niño.

El prestidigitador, preocupado porque el público se riera de chistes que no había supervisado y no de los suyos, le dio dos golpes en el hombro a su hijo con la vara.

—¿De qué te ríes? —le dijo—. No te rías y escucha.

Había comprendido que los niños, los del balcón y el recién circuncidado en su cama, solo se reían con los varazos. Le sacudió un par de veces más en el hombro a su hijo y continuó:

—¡Nos hace falta un ayudante! ¿Quién podría ayudarnos, señor? —se lo preguntaba a Cemil.

Cemil miró uno por uno a los invitados y familiares que ocupaban sillas y tumbonas en aquel saledizo que parecía más una terraza que un balcón.

—¡El tío Sait Bey!

—Imposible —respondió el prestidigitador.

—El tío Fuat… Bueno, el tío Refik…

—Imposible, imposible… Pero ¿cuántos tíos tienes, hijo? No, imposible. ¡Escoge a uno de tus amiguitos, a un niño!

Cemil señaló a uno de sus amigos de la isla. El prestidigitador cogió del brazo al niño, muerto de la vergüenza, y lo sacó al centro. Hubo un silencio. Al parecer, a nadie le gustaba aquel prestidigitador: no se parecía a ellos, y sus ocurrencias no les hacían ninguna gracia. Refik se dijo que entre los invitados y el patético prestidigitador habría que establecer un puente de mutua comprensión, pero no sabía cómo.

El prestidigitador bebió un sorbo del vaso. Le hizo beber otro a su hijo, casi adolescente. Luego, acercándole el vaso a la boca al niño que había sacado, muy arregladito con su chaqueta y sus pantalones cortos, dijo mientras se secaba el sudor de la frente y el cuello con el paño rojo que sostenía:

—¡Ahora este jovencito beberá y el agua le saldrá por el ombligo!

—¡Con ese vaso je ne bois pas! —le gritó el niño a su madre, sentada a un lado.

—¡Claro, ni se te ocurra! —exclamó Nermin. Y llamó a Emine Hanım, que lo estaba contemplando todo desde un rincón entre risas—: Vamos, trae enseguida un vaso limpio.

El niño, pillado por sorpresa y con el vaso apoyado en los labios, se había asustado. Había cerrado la boca con todas sus fuerzas y estaba atento a su madre para no meter la pata.

—No quiere el vasito —dijo el prestidigitador, irritado—. Bueno, bueno, ya ha bebido bastante. —Aunque en realidad no había bebido nada. Tomó un tubo que le ofrecía su hijo, lo apoyó en la barriga del niño y abrió el otro extremo—. Aquí está, le sale por el ombligo.

Por el extremo del tubo se derramaba agua en el balcón. Al ver que aquello tampoco le hacía gracia a nadie, el prestidigitador lo tapó. Luego dio otro varazo en el hombro de su hijo e hizo como que se le caía el capirote. Se inclinó y empezó a rebuscarlo por el suelo. Como su hijo se había sentado encima, no podía encontrarlo, y los niños se reían.

—¡Ay Dios, qué a la turca es todo esto! —dijo Nermin.

—En realidad, el teatro de sombras bien hecho puede ser muy divertido —intervino Sait Nedim Bey—. Pero tampoco a mí me gustan mucho las diversiones de Ramadán y de las circuncisiones. Una vez vi a Nasit y no pude entender de qué se reían. Pero a mi padre le gustaba.

Atiye Hanım había encontrado un ángulo desde el que se veía a los niños riéndose, el prestidigitador y Cemil en la cama, y estaba haciendo fotos.

Nermin se volvió hacia Osman.

—¿Dónde has encontrado a este tipo?

—¿Qué tiene de malo? —contestó Osman—. También le contrató la familia de Turgut Bey. ¡Y los niños se están riendo!

Refik quiso decir algo en defensa del prestidigitador, pero tampoco ahora se le ocurrió nada. Simplemente dijo:

—Es un hombre simpático.

Pero, avergonzado de sus palabras, decidió leer algo sobre el teatro improvisado y el de sombras. Luego, pensando que la habilidad de aquel hombre no residía en sus palabras sino en los juegos de manos, se le ocurrió que si era un verdadero prestidigitador necesitaría ser también ilusionista. Pero solo había hecho un truco con cajas que nadie se había tragado y esa estupidez del agua.

—Me parece que estos están conchabados con los circuncidadores —dijo Fuat Bey.

—¡Es un hombrecillo patético! —opinó Güler Hanım.

Refik la miró. Luego se acordó de que Perihan y la niña estaban en el dormitorio y entró en la casa. La pequeña Melek se había asustado cuando el prestidigitador y su hijo habían salido al balcón con sus capirotes y se había echado a llorar. Todos se habían reído de aquello, pero ahora Refik lo sentía por el prestidigitador. Encontró a Perihan y a la niña no en el cuarto de atrás, sino en el principal, delante de la ventana. Perihan le estaba dando té a Melek.

—Ayşe y Remzi se van a llevar a Melek a la playa.

—Puede que prefieran pasear solos —dijo Refik.

—No, se les ha ocurrido a ellos… ¿Qué te pasa? ¿Estás aburrido otra vez? ¿Hemos hecho mal viniendo?

La primera consecuencia de su vida hogareña y de su trabajo en aquel programa en que Refik pretendía anotar todo lo necesario para llevar «una vida como es debido», pero que no acababa de terminar, era que habían decidido no ir a la isla de Heybeli aquel verano. Se alegraron cuando todos se marcharon a principios de junio y la casa se quedó para ellos solos, e incluso proyectaron dejarla definitivamente en otoño, pero, cuando llegaron los calores de finales de julio y aparecieron extrañas erupciones en las piernas y los brazos de la niña, fueron a la isla la semana de la circuncisión de Cemil.

—No, ¿por qué íbamos a haber hecho mal? ¡Hicimos bien! Nos hemos despejado un poco —contestó Refik.

—Pero tú vuelves mañana…

—No es por aburrimiento, sabes que vuelvo para ver a Muhittin y a Ömer. ¡Regresaré el lunes por la tarde con Osman!

—¿Qué se cuenta Ömer?

—Ya te lo he dicho… Pudimos hablar muy poco por teléfono. Me explicó que hacía cuatro días que había vuelto de Kemah. Que quería verme. Y yo llamé a Muhittin. He echado un cálculo: no hemos estado juntos los tres desde el compromiso de Ömer, hace dos años y medio.

—¿Ha dejado Ömer a esa chica?

—No lo sé. Se iban a casar por fin esta primavera. Pero, teniendo en cuenta que no ha pasado nada y que él ha estado meses en Kemah mano sobre mano…

—¿Quieres que vaya contigo mañana? —preguntó Perihan.

—¿Y qué harás? Nos quedaremos en casa para hablar entre nosotros.

—¡Y yo te esperaré arriba con la niña! —al ver la cara de Refik, Perihan añadió rápidamente—: Bueno, bueno, no voy. Lo he dicho por decir. Pero no me gusta pensar en ti hablando con ellos y discutiendo tan en serio. Unos solterones bebiendo, mirándolo todo por encima del hombro…

—De entrada, y lo sabes, Muhittin ya no bebe. Además, tampoco creo que Muhittin mire nada por encima del hombro. Por absurdas que sean, tiene sus creencias. Y Ömer… —Refik interrumpió sus explicaciones, repentinamente sobrecogido—: ¡Vamos, Perihan, no pienses esas cosas, son mis mejores amigos! —dijo sentándose junto a su esposa.

—Volverán a hacerte dudar —dijo Perihan—. No me parece mal que los veas uno a uno. Pero cuando están los dos juntos, tú…

—¡Por favor, dejemos eso de momento!

Refik señaló la puerta. Se puso en pie.

Entró Ayşe seguida por Remzi. Ayşe cogió a la niña en brazos.

—¡Te vamos a enseñar el mar!

Perihan sonreía. Remzi, de por sí gordo y grandote, parecía más torpe junto a la niña. Antes de salir de la habitación, Refik les miró y pensó: «Estos también se casarán y tendrán niños». Bajó por las escaleras interiores. En el cuarto donde tenían la bomba de agua y se lavaba la ropa vio al prestidigitador y a su hijo. Estaban recogiendo sus bolsas. Refik entró creyendo que les debía un desagravio.

—Jefe, ha estado muy bien. ¡Enhorabuena!

—Gracias.

—¿Cómo le va el trabajo, jefe? —preguntó Refik pensando que, de acuerdo con el programa que se había hecho, tenía que mostrarse amistoso con la gente y aprender cosas nuevas.

—Por ahora bien, es la época de las circuncisiones, pero luego se acabará. ¡También hay trabajo en Ramadán!

—Claro, en Ramadán, en Ramadán —repitió Refik; se sentía como si lo supiera de antes y entendiera en toda su profundidad las tribulaciones del prestidigitador, o pretendía sentirse así—. Bueno, ¿y a qué otra cosa se dedica?

—En realidad, hago edredones, señor. En invierno el chico regresaba al pueblo. Pero luego no quiso porque se reían de él. Tampoco supe enseñarle el oficio de los edredones. Decían que tenía talento, que le llevara a una escuela y se hiciera actor. Lo llevé y me dijeron que, sin certificado escolar, ni hablar. Y ahora, ¿qué hago con él? Se acerca el invierno. ¿Lo mando al pueblo? No tengo nada que darle… Además, tiene asma. ¡No puede ir al pueblo a trabajar de labrador!

Refik pensó que tendría que encontrar una solución de inmediato a aquello:

—O sea, que hay que encontrarle un empleo al muchacho, ¿no?

—Si hubiera trabajo… ¿Dónde lo hay? Usted es rico, tiene posibilidades. —Se volvió hacia su hijo—: Hala, agarra la bolsa.

Refik pensó por un instante ofrecerle trabajo al chico en los almacenes, pero enseguida recordó a Osman.

—Jefe, le juro que… —murmuró.

—Sí, sí, lo sé. Nos vamos a casa de Turgut Bey, señor —respondió el prestidigitador.

—Podríamos concertar una cita para hablar de un empleo —dijo Refik, y se avergonzó al comprender que había cambiado el tono en cuanto empezó a pensar en la oficina y la empresa—. Voy a investigar.

Siguió al prestidigitador y a su hijo hasta el jardín. «Por supuesto, es imposible tratar de salvarles uno por uno», pensó, pero no le sirvió de consuelo. Subió por las escaleras exteriores y avanzó a lo largo de las rejas rodeadas por terebintos. «De acuerdo, ¿y qué estoy haciendo para salvarles a todos a la vez?». Pensó en el libro que le había publicado el ministerio de agricultura. No había tenido ningún eco aparte de un artículo de un catedrático titulado «Utopías y nuestra realidad», escrito en tono sarcástico y que sobre todo pretendía demostrar sus propios conocimientos enciclopédicos. «De hecho, eran ideas erróneas —se dijo—. Lo que necesitamos son medidas culturales. Y eso es lo que estoy investigando. Lo más importante: ¡intento buscar la forma de vida que nos conduciría hasta allí!». Pero siguió sin encontrar consuelo. «¡Qué a gusto hablaremos mañana Ömer, Muhittin y yo!», pensó para tranquilizarse. Intuía que no podría hablar con ellos como le habría gustado, en parte porque le daba vergüenza parecerles un poco ridículo y en parte porque sabía que ahora los pensamientos de sus amigos se concentraban en otros asuntos; pero, con todo, aquello le relajó. Se sentó en el balcón en una silla vacía junto a Osman y entre Sait Nedim Bey y Nermin.

—El prestidigitador se ha ido. El hijo tenía talento, pero no encuentra trabajo. Estaba pensando si no podríamos encontrarle alguna ocupación.

—¿Te ha pedido trabajo? —preguntó Osman—. Le he pagado. Así que quiere trabajo… Pero sabes que no tenemos otros puestos aparte de peón o secretario.

—¿Quería trabajo? —preguntó Sait Nedim Bey—. El hijo no sé, pero el padre no parece buen prestidigitador. No obstante, tenía un rostro muy peculiar. Para mi padre trabajaba un cochero que era igualito. Le llamábamos el Abuelo Fiesta… Un tipo muy bonachón, se sentaba de una forma al pescante…

—No le habrás prometido nada, ¿verdad? —dijo Osman volviéndose a Refik, preocupado.

—Se parece a esto… —intervino Fuat Bey—. ¿En tiempos de qué sultán fue? Que se asoma después de la fiesta de la circuncisión y pregunta: «¿Qué os puedo ofrecer?». Y le responden: «A los jenízaros. ¡Se están cargando a los jenízaros!». ¡Ja, ja, ja!

En eso, Cemil gruñó y empezó a quejarse. Su madre, que estaba hablando con Leylâ Hanım, se sentó a la cabecera de la cama, cubierta de regalos, y le preguntó algo. Osman, que hablaba con Fuat Bey, les vio y gritó desde su asiento:

—¿Le duele?

Hubo un silencio. Refik se preguntó qué pensarían de todo aquello Lâle y las demás niñas, sentadas en un rincón. Luego se puso en pie, pensando: «¡De hecho, eso que llaman circuncisión es una ceremonia estúpida, salvaje, primitiva!».

—¡Espera! —le dijo Nigân Hanım—. ¿Adónde vas otra vez? Siéntate un ratito, que no hay quien te vea la cara.

Refik entró en la casa mascullando: «¡Sí, una fea ceremonia, primitiva, salvaje, que nos viene como un guante! Cortan un pedazo de carne que han decidido que es inútil. ¿Qué necesidad hay?». Recordó que había leído y oído ciertas ideas al respecto que lo justificaban por motivos de higiene y salud. «Bueno, digamos que es necesario… Pero ¿qué falta hace tanta ceremonia? Lo proclamamos a los cuatro vientos, todo el mundo se entera y traen regalos… Y el niño, avergonzado por algo tan feo, se alegra de que le traigan regalos». Recordó su propia circuncisión. Cuando vio que lo que a él le habría gustado ocultar y que le avergonzaba era recibido por los demás con alegría y satisfacción y que le sepultaban en cariño y regalos como si hubiera llevado a cabo una tarea muy difícil, olvidó la vergüenza y, creyendo en lo que le decían, concluyó que era algo de lo que enorgullecerse y presumió de ello. «¡Está claro que entonces no tenía ninguna personalidad! —pensó mientras se encaminaba hacia su dormitorio—. Y ahora Perihan me está diciendo indirectamente eso mismo. Que cuando estoy con ellos, con los dos, yo… ¡Probablemente me dejo influir!». Como no encontró a Perihan en el dormitorio, se echó en la cama. «¿Para qué habré venido? Ojalá nos hubiéramos quedado en casa. Le podría haber dado el regalo al niño en otro momento». Pensó que, como los demás, también había comprado un regalo, y que, por lo tanto, se había comportado como aquella gente horrible y de miras estrechas que le adulaban en su propia circuncisión. «¿Y qué podía hacer? Si no le hubiera comprado un regalo se habrían enfadado conmigo, habrían pensado que no le quería. Y, lo peor de todo, ¡lo mismo habría pensado Cemil! Por lo menos, le he comprado un libro. Y además Rousseau dice que Robinson es el mejor libro que se le puede dar a un muchacho. Pero, claro, teniendo en cuenta que un libro es barato y que debía gastarme más para demostrarle cuánto le quiero, ¡también le he comprado un reloj de pulsera!». Rememoró la sorpresa y la alegría del niño cuando esa mañana le pusieron en la muñeca su reloj y los que le habían comprado los demás. Lâle, que nunca tendría una celebración parecida, se había quedado a un lado pero la obligaron a que felicitara a su hermano. «¡Repugnante, todo esto es repugnante! ¡Habría que prohibir que se celebraran las circuncisiones! ¿Qué gobierno sería capaz de hacerlo? Haría falta un gobierno revolucionario, pero se han acabado las revoluciones. ¿Qué podríamos hacer? Sí, reducir al mínimo nuestras relaciones con ellos. Tal y como decidimos Perihan y yo, marcharnos de la casa de Nişantaşı. Obligarles a que lean a Daniel Defoe y todo Rousseau». A Cemil le había comprado un Robinson en francés. Se dejó llevar por la desesperación cuando pensó que al niño le echaría para atrás leer en francés. Había una mala traducción abreviada del libro titulada Veintiocho años en una isla desierta que no le había gustado. «Bueno, ¿y cómo va a leer Robinson el pueblo?», se preguntó, se levantó de la cama ilusionado por algo distinto que se le había ocurrido y empezó a buscar a Perihan. La vio en el piso de abajo, delante de la nevera.

«¿Qué hay?», le preguntó ella con la mirada. Estaba bebiendo agua.

—Ven, ven, tengo algo que contarte. —Cogió del brazo a Perihan, que dejó el vaso—. ¿Damos un paseo?

Perihan señaló con la mirada hacia arriba, hacia el balcón.

—Bueno, ven entonces y hablemos allí —dijo Refik.

Sonrió al cocinero Yılmaz, que les miraba curioso. Perihan y él caminaron un poco por el jardín de atrás, que se elevaba hacia la colina, intentando no resbalar en las agujas de pino secas.

—Vamos, dime lo que tengas que decirme. ¡Esto es ridículo!

—¿Te has enfadado conmigo? Por favor, no te enfades y quiéreme —se apresuró a responder Refik—. Este otoño tampoco iré a la oficina…

—¿Y qué vas a hacer?

—¡Crearé una editorial que publique los libros que todo el mundo tendría que leer, como Robinson Crusoe! Luego he pensado otra cosa: habría que prohibir las circuncisiones. No, eso no tiene importancia. Hay que fundar una editorial y lo haré.

—¿Lo has pensado bien? ¿Es eso lo que debes hacer? ¿Podrás ganar suficiente dinero para mantenernos?

—¡En mi opinión, en este asunto, el dinero y la familia están en un segundo plano! —exclamó Refik.

Miraba una colmena un poco más allá porque no quería mirar a la cara a Perihan. En algún lugar cercano cantaba una cigarra.

—No quiero llorar. Y si nos quedamos aquí voy a echarme a llorar. ¡Volvamos! —dijo Perihan.

—¿Y qué hay allí? Un simple entretenimiento. Se celebra una circuncisión. ¿Has pensado alguna vez lo feo y asqueroso que es? Además, y sin ocultarles nada a las niñas, han vestido al pobre chico y le han puesto ese gorro ridículo… Todos reunidos a su alrededor con esa charla vulgar… Y cómo se burlaban del prestidigitador… Espera, que te vas a caer… Vamos a nuestro cuarto. El prestidigitador se merecía mil veces más respeto que ellos… Esa tal Güler… ¿crees que voy a ir a sentarme a su lado?

—No me creo nada, no pienso…

—Bueno, si quieres, yo haré lo mismo. Pero ¿cuánto te crees que va a durar? No te has enfadado conmigo, ¿no?

Perihan se volvió hacia él riéndose.

—No, no me he enfadado.

—¡A mí mismo me ha sorprendido mencionar a esa tal Güler! —dijo Refik más alegre—. Ojalá no creas que vamos a tener la misma discusión… Ah, es verdad, no crees nada. A Ömer también le pone muy nervioso esa mujer… Mírame a la cara, ¿te estás riendo? —se tranquilizó al ver que Perihan no ponía cara larga—. ¿Sabes lo que dijo Ömer de ella, de esa familia? O quizá fuera Muhittin…

—Mañana te vas, ¿no?

—Sí, ¿adónde vamos ahora? —siguió a Perihan, que se encaminaba directamente hacia el balcón—. Bueno, bueno, nos sentaremos con ellos. Si no lo hacemos estará feo, sí, pero te repito que todo lo he dicho en serio. —Al entrar en el balcón vio al abogado Cenap Bey besándole la mano a Nigân Hanım y se enfureció—: ¡Ahí tienes otro payaso!

—Querido, por lo menos es un hombre tranquilo e inofensivo —dijo Perihan riéndose.