54. El tiempo y el hombre
de verdad
En cuanto se despertó, Ömer se miró la muñeca como de costumbre, pero ya no llevaba reloj. Y por las noches se acostaba con el jersey porque el cuarto en la antigua mansión era muy frío. «¿Qué hora será? —se dijo. Se dio la vuelta en la cama y pensó—: ¿En qué momento estoy? En el siglo XX y al borde de la Edad Media… En una mansión antigua, cerca de Erzincan». Giró la cabeza y miró hacia arriba. En las esquinas del techo había relieves en madera que la carcoma había hecho pedazos. Una de las paredes estaba ocupada de un lado al otro por un armario. Los mismos relieves se veían en las puertas del armario, entrelazados con las curvas de las waw de las aleyas. Mirando las letras árabes, que no podía leer porque la carcoma se las había comido o estaban podridas, Ömer pensó: «Puede que no sean aleyas ni nada parecido, sino de Namık Kemal directamente». Volvió a sentir curiosidad por cómo sería aquel hombre a quien Abdülhamit había desterrado y había nombrado prefecto de Kemah. «Durante el destierro compró tierras, se hizo construir esta mansión y luego regresó, probablemente porque le indultaron o cuando se proclamó la constitución. ¿Cuándo regresaré yo?». Habían pasado dos semanas desde el 26 de abril, la fecha fijada para la boda, y siete desde que dejó Ankara, pero todavía seguía allí, en una habitación de la mansión donde en tiempos Hacı había servido como mayordomo. El día de su llegada a la estación, Hacı le había llevado allí, al segundo piso de la mansión, diciendo que no encontraría otro sitio en el que pasar la noche.
«Sí, todavía sigo aquí… Pero me iré pronto —pensó Ömer dando vueltas en la cama—. Echo mucho de menos Estambul. Me iré. ¿Cuándo? ¡Lo antes posible! ¿Qué hora será en Estambul?». —Para saberlo, miró la sombra que se reflejaba en el entarimado por entre las ventanas. Fuera debía de lucir un sol radiante. «¡Primavera! —concluyó, pero no se levantó de la cama, y pensó—: ¿Duermo un poco más antes de ponerme a trabajar? Sí, tengo que dormir, o no podré ocuparme de mis asuntos como es debido». Se dejó llevar por el sueño que se le acercaba poco a poco.
Le pareció oír el claxon de un coche, pero era una vaca mugiendo.
«¿Cuánto habré dormido? —pensó—. ¿Diez minutos o una hora? —disfrutando del placer de desmenuzar el tiempo, se dijo—: ¿Qué importa? He dormido. Me ha sentado bien. ¡He recuperado las fuerzas necesarias para ocuparme de mis asuntos! —bostezó—. Sí, los asuntos… ¿Cuáles? Hay que poner en marcha el generador. Hay que comprar gasóleo. Luego escribiré el correo acumulado. O sea, el que tengo planeado escribir… Y hay que ir a Erzincan». La vaca volvió a mugir. Luego una vieja rezongó un rato. Ömer se dijo que era la esposa de Hacı, que la voz le llegaba por la puerta abierta del establo, pegado al muro de la mansión, y que la mujer se había enfadado con el animal por moverse mientras lo ordeñaba. «¡Qué estupendo! ¡Ahí está, ordeñando!», pensó. Una vez había querido hacerlo él, por el entretenimiento y la novedad, Hacı y su esposa se habían opuesto pero, como Ömer insistió, se quedaron a un lado mirándole con curiosidad para ver cómo ordeñaba un señorito. Enseguida fueron a echarle una mano viendo que Ömer se enfurecía, y uno agarró al animal y el otro el cubo, que se movía debajo de la ubre. Al recordar aquella desagradable experiencia, Ömer pensó: «Me tienen cariño, me respetan», pero ni él mismo se lo creía. Hacı le daba un lecho y le servía tres comidas al día porque le pagaba un buen dinero. «Pero, por lo menos, procura que no se le note que es por dinero —se dijo, harto de aquella forma de pensar—. ¡Me lo imagino yo solo! Sí, después de tantas cosas, me ha venido muy bien quedarme unas semanas aquí, en medio de la naturaleza… ¡Estoy vivo y puedo ver!». Repentinamente excitado, repitió «¡Estoy vivo y puedo ver!», y, levantándose de la cálida cama, fue hasta la ventana descalzo. Abrió el cristal intentado no hacer ruido con el cerrojo y tomó una profunda bocanada de aire.
Hacía mucho que había salido el sol y en breve se colaría entre los árboles. «¡Qué hermoso es todo, qué auténtico! —susurró Ömer—. Aquí no puede haber nada oculto. ¡Aquí todo es como debería ser!». En su interior se despertó el deseo de hacer algo, como se decía tiempo atrás, de romper algo: «Debería despertarme aquí todas las mañanas, respirar el aire puro en esta ventana y luego ir a la ciudad… Para ser un conquistador… —confiando en que ahora encontraría la fuerza suficiente para combatir todo tipo de ideas angustiosas, se dijo—: ¡La ciudad, la ciudad! ¿Por qué estoy aquí y no allí? —y, sintiendo de nuevo que tenía derecho a todo, pensó—: ¡Porque me gusta! ¡Sí, esto me gusta! Por supuesto, también iré allí. Echo mucho de menos Estambul. Pero ¡esta mañana…! ¡Esta mañana me incita a hacer cosas! No tengo muchas cosas que hacer, pero hoy les dedicaré el día. ¡Primero el generador!». Se animó pensando en sus proyectos sobre el generador. Limpiaría y engrasaría la máquina, oxidada después de seis meses en el almacén, encontraría las averías que tuviera, luego lo pondría en funcionamiento y proveería de electricidad el piso bajo y la mansión entera. Después de pensárselo un rato, se acordó de que no había sido idea suya, sino de Hacı. Este tenía otra idea: le decía a Ömer que comprara la casa. Si la compraba, podría cultivar la fértil tierra que se extendía desde el otro lado de la vía hasta el río. Le había contado también que los herederos del antiguo propietario estaban peleados entre ellos y por eso las tierras no se cultivaban, que él había intentado sembrarlas un año, pero que alguien había dado el chivatazo a los herederos. Ömer pensó que podrían denunciar de nuevo a Hacı a los herederos dado que le permitía dormir allí y ganaba dinero con ello, pero no le dio demasiada importancia porque se pasaba el día planeando regresar a Estambul lo antes posible. «¡Sí, regresaré lo antes posible! —se excitó solo de pensarlo—. Les dije a ellos que tenía intenciones de comprar una finca. Pero ¿quiénes son “ellos”?». Meditó un rato. Luego comprendió sorprendido que al decir «ellos» imaginaba primero a Refik y luego a Nazlı, Muhtar Bey, y Kerim Bey. Se dio cuenta de que tenía frío, se dio media vuelta y empezó a vestirse.
«¿Por qué se me habrá venido a la cabeza Kerim Bey? —pensó mientras se quitaba el jersey—. ¡No me cae bien! Es como si representara todo lo que no me gusta de Turquía. Me repugnan él y sus miradas orgullosas». Se quitó del todo el jersey y empezó a desabotonarse el pijama. «¿Qué les voy a decir? Me preguntarán qué he hecho aquí. ¡Mi tía me lo preguntará! Menos mal que le he escrito una carta… Les contestaré lo mismo que les escribí: que la venta de las máquinas que había dejado se ha prolongado más de lo que esperaba… Lo mismo le escribiré a Nazlı. ¿Qué pensará ella? Todavía no me ha llegado respuesta. Pero ¿qué le diré si compro esto? Como siempre han creído en mí y les he parecido inteligente y sensato, supondrán que sé lo que me hago. ¿Sé lo que me hago? —sintiéndose más enérgico ahora que se había puesto una camisa lavada por la esposa de Hacı, continuó—: Claro que sí. Les diré que he comprendido el valor de la pureza de este mundo sin corromper… No lo entenderán. Y, además, ni yo mismo me lo creo. ¿Para qué estoy aquí, entonces? ¡Porque me da miedo perder mi ambición! —de repente se detuvo—. ¿Es eso cierto? No, no lo es, porque tengo una ambición tan poderosa como para no perderla con facilidad. Bueno, entonces, ¿por qué?». Se sentó al borde de la cama y se quitó los pantalones del pijama. Se puso a toda prisa los pantalones de vestir porque se le enfriaban las piernas y se dejó llevar por las ganas de correr, saltar y vivir que le poseían cada vez que se los ponía. «Porque la vida vulgar y mediocre de allí no me parece que valga la pena de ser vivida… Aquí, en medio de la naturaleza, todo es puro y auténtico… Aquí no existe nada falso, ¡por eso!». Echó a correr entusiasmado, cogió las botas, que había dejado en el otro extremo de la habitación antes de acostarse para no sentir su olor, y empezó a calzárselas. «Aquí me siento como un caballero medieval, como un noble feudal, como un gran terrateniente, como un hombre de verdad. Qué bonitas son estas botas. ¡Ahora nadie las usa!». Acabó de ponerse aquellas botas que había comprado en Erzincan. Se metió por dentro las perneras de los pantalones y se levantó.
«¡Eso es, eso es! —murmuró—. ¡Así es un hombre de verdad! —paseó pisando con fuerza el entarimado—. Me oirán abajo y prepararán el desayuno. ¡Sí! —se detuvo en medio del cuarto—. Puede que me haya despistado un poco, pero lo cierto es que ¡nací para dar órdenes! Siempre lo he sentido en mi corazón —de repente se acordó de Muhittin—. ¿Qué estará haciendo? ¡Ah, pobre enano! Siempre compitiendo en inteligencia conmigo, durante toda nuestra amistad. ¡Y encima, no es más listo que yo! ¡Y no todo consiste en la inteligencia! Está la voluntad y, lo más importante, la suerte… Yo soy afortunado, y guapo, y rico… —de repente se avergonzó y se quedó a medias mientras volvía a ponerse el jersey que se había quitado previamente—. ¿Qué estoy haciendo? ¿Qué habría querido ser?». Cuando era niño, a veces, al ponerse o quitarse el jersey, hundía la cabeza en la prenda y, como ahora, aprovechaba para pensar: «¿Qué he hecho? ¡Me vine aquí! Anduve a diestro y siniestro para vender las máquinas. Las cargué en un camión. Las llevé camino de Erzurum. No encontré compradores. Volví y me dediqué a perder el tiempo. Así se me pasó la fecha de la boda. ¿Qué debería haber hecho?». De repente recordó la ceremonia del compromiso. Rememoró su entusiasmo y cómo todos le miraban con admiración y cariño. «¿Y ahora tengo que volver a hacer lo mismo? ¡Fui a pedir su mano! ¡Hablamos! ¡Qué vulgaridad!… ¡Eso no es para mí! Lo mío es vivir con total plenitud». Se acordó de que en cierta ocasión les había dicho a Refik y Muhittin: «¡Lo que yo digo es que hay que vivir plenamente, muchachos!». «¡Qué horror, qué horror! Me gustaría olvidarme de todo eso. Olvidar las payasadas y la hipocresía de las ciudades y ser yo mismo. —Acabó de ponerse el jersey, e iba a coger el abrigo pero cambió de opinión, porque el día estaba claro y él se sentía con mucha energía—. Mi alma solo pueden llenarla este entusiasmo, este día soleado, la emoción, la emoción de hacer algo realmente. —De repente se detuvo—: Pero me gustaría ir a Estambul, ¡e iré! Me pregunto qué estarán haciendo allí, qué estarán haciendo allí esas vidas que tan bien conozco y de las que estoy tan harto, cómo estará Estambul. —Se disponía a salir de la habitación cuando pensó—: Iré a Estambul, veré qué tal, tomaré una decisión y regresaré». Abrió la puerta y empezó a bajar las escaleras, atento al crujido de las botas. «Pero me parece que ya he tomado una decisión. ¿De veras? ¡Conquistador! ¡Ja! “¿Qué va a conquistar usted, herr Conquistador?”. ¡Estoy bajando las escaleras y no quiero pensar, herr Von Rudolph! Ahora desayunaré y viviré…».
Bajó. Allí no había nadie. Salió. El sol le deslumbró. Vio el perro lanudo de Hacı. Luego lo vio a él. Hacı empezó a hablarle del generador y del desayuno.