53. Con los jóvenes

Muhittin precedió a los dos cadetes mientras entraban en el cuarto trasero de la casa de Serencebey sin que los viera Feride Hanım. Los cadetes se quedaron boquiabiertos en cuanto entraron en la habitación de Muhittin. Él intuía que llevaban mucho tiempo pensando en ese cuarto, curiosos por saber lo que contendría y cómo estaría amueblado. Se sentó tras la mesa y la mano se le fue automáticamente al paquete de cigarrillos, pero no cogió ninguno. Se enfadó con los jóvenes, que, de pie, observaban atentamente todo lo que les rodeaba. «No me gusta que descubran cómo soy —pensó—. Pero ¿qué le voy a hacer? No estaría bien que continuáramos reuniéndonos en la taberna… Siguen mirando… Sabrán lo que leo… Me gustaría saber lo que piensan de mí, pero no me gusta nada que descubran cómo soy».

—¿Qué estáis mirando? Vamos, sentaos.

—¿Eh? ¡Ah, claro! —murmuró Barbaros.

—¡Y tú pasa ahí, Turgay! Bueno, ¿qué habéis hecho esta semana?

Se produjo un silencio. Probablemente ambos esperaban a que el otro empezara. Por fin Barbaros susurró:

—¡Nada!

—¿Así que no habéis hecho nada en toda la semana? ¿Y para qué vivís?

Barbaros asumió un aire culpable, pero no se avergonzó. A estas alturas, Muhittin sabía que era así como le demostraban su afecto. De repente recordó algo y apartó la mirada de los libros:

—¡Turgay no respondió al saludo de un teniente albanés!

—¿En serio? —preguntó Muhittin más animado.

Turgay asintió con un gesto de modestia.

—¿Y cómo fue? ¡Contádmelo! ¡Enhorabuena, hombre!

—Yo no lo vi, lo juro —dijo Barbaros—. Me lo ha contado él. El tipo le saludó, pero este de aquí no le respondió. ¡Cuéntaselo tú, hombre!

—Pues que no le respondí al saludo.

Turgay tenía el aspecto simplón de un guapo tonto, pero Muhittin le conocía y ahora no le parecía tan tonto.

—¿Cómo que no le respondiste? ¿Quién es el tipo en cuestión?

—¡Un albanés! ¡A nadie le cae bien! Fue él quien provocó que expulsaran a uno de tercero. Lo vi en las escaleras. En las escaleras de la puerta. Me saludó, ¡y no le respondí al saludo!

—Explícame con un poco más de detalle lo del saludo.

—Sí, yo tampoco lo he entendido muy bien —dijo Barbaros.

—Si no os lo creéis, no lo cuento. Me saludó. Y pasé a su lado haciéndome el loco. No pudo hacerme nada, pero puso una cara…

—¿No intentó arrestarte ni nada por el estilo? —preguntó Muhittin.

—No.

—Bueno, ¿cómo funcionan estas cosas? ¿Qué tipo de saludo es ese? ¿Quién saluda primero? Cuando hice el servicio militar, a alguien le pasó algo similar y se le cayó el pelo. Es peligroso, ¿no?

—¡A mí me da igual! —dijo Turgay—. La verdad es que no me gusta nada el ejército. Lo dejaré si encuentro la manera… ¿Acaso somos prisioneros?

—No, hombre, no —protestó Muhittin, repentinamente preocupado—. ¡Tienes que quedarte! Y además, ese tipo de problemas los hay en todas las profesiones.

—No se preocupe, jefe, no va a pasar nada —dijo Barbaros—. Lleva unos días un poco enfurruñado… Si no…

—Dejaré el ejército… ¡Me retiraré a escribir poesía!

Probablemente ni el mismo Turgay se lo creía, pero, de todas formas, parecía que le gustaba decirlo.

—La verdad es que no ha sido un gesto muy inteligente, Turgay —comentó Muhittin—. Podías haberte metido en un lío.

—¡Lo mismo le digo yo!

—O sea, ¿que he hecho mal? No me diga eso, por favor. ¡Es albanés! ¡Esta es nuestra patria! Por su culpa expulsan del ejército turco a muchachos turcos, ¡y usted cree que no tengo razón!

—Pero comportamientos así no nos ayudan a alcanzar nuestros objetivos —dijo Muhittin sintiéndose más como un maestrillo que como un hermano mayor—. Para alcanzar nuestro objetivo, no deben movernos los sentimientos ni la ira, sino la inteligencia.

—Pero ¿no eran los sentimientos lo que importaba? ¿No era sentir y no comprender lo que hacía falta?

—Los sentimientos son necesarios para creer —respondió Muhittin—. Para alcanzar tus objetivos tendrás que usar la inteligencia. En cada paso que des. Mira, en la portada de la revista pusimos ese mapa y secuestraron la edición… De la misma manera que lo consideramos un sucio complot dirigido contra nuestra revista, también lo vemos como un error… Y, como resultado de ese error, no sale a la calle el único órgano de publicación del movimiento turquista.

Se produjo un nuevo silencio. Los jóvenes se habían puesto serios al tocar el tema de la revista Ötüken, cuya publicación había sido prohibida por orden del gobernador. Barbaros miraba como diciendo: «Disculpe a Turgay». Y Turgay parecía avergonzado de haber actuado a tontas y a locas. «Bien, por fin están tan dóciles como siempre —pensó Muhittin disfrutando del respetuoso silencio—. Habían empezado a ponerse un poco irrespetuosos como si al ver mi cuarto y mis libros hubieran comprendido que yo también soy mortal, como cualquier otro». Meditó la frase siguiente, pero no fue capaz de pronunciarla. Se animó pensando lo que siempre se le pasaba por la cabeza cuando veía a aquellos jóvenes: «Tengo en la palma de la mano a la Academia Militar. Un día, esta semilla que estoy sembrando se extenderá a todo el ejército y… —de repente se enfureció—: ¿Y si este idiota deja de verdad el ejército? No tiene el valor suficiente, pero ¿y si le expulsan por esas chulerías? Todo el mundo es turquista, ¡pero nadie tiene militares en sus manos!», pensó, decididamente irritado. Estaba pensando darle algún consejo más a Turgay cuando se dio cuenta de que lo realmente impactante sería la otra frase que estaba a punto de decir.

—¡Voy a ser el editor de la nueva revista!

—¿De verdad? —dijo Barbaros.

—Por supuesto. ¿O pensabais que se iba a detener el movimiento?

—¡Nunca se nos habría ocurrido! —Turgay parecía buscar que lo perdonaran—. Pero si usted es el editor…

De repente se abrió la puerta y entró Feride Hanım. No se sorprendió al ver a los dos jóvenes.

—Bienvenidos, hijos —les dijo con una sonrisa.

—Bien hallada, señora —contestó Turgay. Se puso en pie—. Esperamos no haberla molestado.

Se inclinó y, con un gesto que le salía de dentro, le besó la mano.

Barbaros hizo lo mismo después de él. Muhittin vio iluminarse la cara de su madre, le dio pena y el gesto de los cadetes le pareció innecesario. En los últimos tiempos probablemente nadie le había besado la mano así a su madre.

—¿Cómo queréis los cafés? —preguntó Feride Hanım. Era como si no supiera dónde poner la mano que acababan de besarle.

—Medio de azúcar —contestó Muhittin—. Medio, ¿no, chicos? ¡Sí! —se volvió hacia su madre—. Ahora iré yo por ellos.

—¡Yo los traeré! —contestó Feride Hanım, pero al parecer cambió de opinión al ver la cara de Muhittin. Cerró la puerta.

—Amigo, su madre es un encanto de señora —dijo Turgay.

—Estábamos hablando de la revista —gruñó Muhittin con la cara larga—. Mañana iré de nuevo a Vezneciler, a ver a Mahir Altaylı. Me han ofrecido ser el editor de la nueva revista. Confían en mí, pero yo no confío en ellos… Por eso le doy largas por ahora a vuestra intención de conocerlos.

—¿Por qué no confía en ellos? —preguntó Barbaros.

—Porque en Ötüken solo se hacía lo que quería Mahir Altaylı. Ni siquiera pude publicar algunos de aquellos poemas que tanto os gustaron, como sabéis. Sin embargo, ¡me parece que se equivoca! —y añadió, con gesto de no tener la menor intención de discutir ni explicar nada—: Ahora no voy a entrar en detalles, pero…

Luego tendió el brazo hacia el paquete de cigarrillos y pensó: «Me recuerda que en tiempos leía a Baudelaire… Me hace sentir que fui culto, que la cultura occidental me envenenó… Me dice que no podré ser humilde porque me ha poseído el demonio de la cultura… Puesto que él es el líder espiritual, a mí solo me queda ser humilde… ¡Entonces haré algo para lo que no sea obligatoria la humildad! ¡Seré el líder espiritual de la nueva revista!». De repente se sintió preocupado. «¡No! ¡Voy por los cafés para que no los traiga mi madre!».

Se levantó y salió del cuarto. Pensó que los jóvenes se lanzarían al asalto de los libros en cuanto cerrara la puerta. «Verán lo que soy… Libros, libros… ¿Estoy envenenado? No, simplemente soy demasiado listo y suspicaz». Entró en la cocina.

Su madre había terminado de preparar los cafés y había llenado las tazas en la bandeja.

—Ah, ¿has venido? ¡Qué chicos más agradables! ¿A qué se dedican?

Muhittin no se decidió a decirle que eran cadetes. Seguían dejando los uniformes en el fotógrafo de Beşiktaş, en parte por costumbre y en parte porque a Muhittin le gustaba añadir un ambiente de misterio.

—¿No vas a contarme nada? ¡Todo te lo callas!

Sin dar una respuesta, Muhittin cogió la bandeja y salió de la cocina. De repente le apeteció irrumpir por sorpresa en su cuarto y atraparles curioseando los libros. En realidad, tenía que ir muy despacio para no derramar los cafés. Mientras se acercaba silenciosamente a la puerta oyó las voces y empezó a escuchar lleno de curiosidad.

—¡Mira, mira, también tiene a Apollinaire!

—¡Mira tú! Y yo que no he acabado de aprender francés…

—¡Tevfik Fikret!

—A ver.

—¡Lo ha subrayado! Mira, subraya como nosotros…

—¿Qué es lo que ha subrayado? Léelo. ¡Historia antigua!

—«Siempre un vencedor y diez vencidos. / Tiene razón el explotador, se equivoca el explotado…».

—¿Qué más ha subrayado? Pasa la página, pásala.

—«El dato más evidente: ¡quien no madura es aplastado!»… Y en esta página hay más: «El heroísmo… La base es la sangre, la violencia…». ¿No era pacifista Fikret?

—¡Por supuesto! Pero ¿por qué habrá subrayado eso?

—¡Para criticarlo!

—No grites, que nos va a oír. ¿Qué crítica ni que…? Vamos, hombre, ¿era así hace seis meses?

—¿Y cómo era? Mira, Dostoievski. En francés…

—¡Chsss…!

—¿Por qué le has contado que no le respondí al saludo al albanés? Se ha enfadado.

—¡Si gritas de esa manera, se volverá a enfadar!

—¿Y qué? Ya estoy harto, hombre… Todo el mundo se enfada con nosotros… ¡Aquí está Baudelaire! Yo quiero escribir cosas así y no poemas sobre el heroísmo y la causa.

—¡Calla, idiota!

Creyendo que había llegado el momento de interrumpirles, Muhittin entró rápidamente en la habitación, sin importarle si derramaba los cafés.

—¿De qué hablabais? —miró con dureza a Turgay, que se encontraba delante del estante en que estaban los libros de Baudelaire con uno en la mano y la cara sonrojada—. ¿Qué estás mirando? ¿Baudelaire? ¿Te gusta?

Turgay se sonrojó aún más. Hizo un gesto como si quisiera esconder el libro que tenía en la mano.

—¡Usted fue el que hizo que me gustara! —dijo. Colocó el libro a toda velocidad en el estante, como si estuviera envenenado.

—Si lo hice, me equivocaba —contestó Muhittin—. Pero ¿hasta qué punto puede gustarte Baudelaire con tu francés? —encendió de nuevo el cigarrillo apagado del cenicero—. Vamos, tomaos los cafés… Y dadle gracias a Dios de que no os habéis envenenado demasiado con los libros. Si llego a tardar un poco más y no me hago con la situación, habría sido demasiado tarde y estaríais perdidos… ¿Entendéis lo que quiero decir? Os habríais convertido en unos pobres soldaditos perdidos, afrancesados… Ni siquiera habríais podido llegar a ser auténticos militares… Sé bien lo que es envenenarse a fuerza de leer y perderse. —y, para que no hubiera malentendidos, se apresuró a añadir—: Lo sé por Refik. ¿Os acordáis? Lo conocisteis el otoño pasado. Fue a Kemah, regresó, leyó, escribió, dibujó… Lo vi la semana pasada. El mismo intelectual turco de siempre, confuso, sin poner los pies en el suelo, sin objetivos, sin principios, sin voluntad y, lo más importante, sin un propósito. O, mejor, el intelectual afrancesado que vive en Turquía. ¿Entendéis? —miró con más dureza aún a Turgay. Se calmó un poco al ver que enrojecía, pero insistió—: No me ocultéis nada. En realidad, ¡sé lo que pensáis! El demonio de la cultura siempre querrá poseeros, seduciros… Poned vuestra inteligencia no al servicio del demonio de la cultura, sino de vuestro entusiasmo, vuestros sentimientos y vuestras creencias. Es lo que os digo siempre…

—¡Tiene razón, hermano! —dijo Barbaros.

Miraba el retrato de Haydar Bey el Tirador en un estante de la biblioteca.

—Ese es mi padre —dijo Muhittin—. Tenéis que ser como él… Era un auténtico soldado. Luchó, vivió, ¡murió! Pero, la verdad sea dicha, tampoco tenía un propósito. No se unió a la guerra de Independencia. ¡Vosotros lo tenéis! ¡No tenéis tiempo que perder! Esta es la situación: debemos aprovechar el tiempo que nos queda hasta que salga la nueva revista y trabajar. Si en la nueva revista Mahir Altaylı pretende continuar con la misma actitud intransigente, buscaré nuevas soluciones… Una de ellas es Gıyasettin Kağan, sobre quien escribí un panegírico y que realmente lo vale. Así nos habremos quitado de en medio a Mahir… Luego, ¡dejaos de chulerías como no saludar! Si me hacen editor, la revista será nuestra, lo que para vosotros significa…

—¡Bravo, hermano! ¿Cómo se va a llamar la revista?

Altınışık. Pero ¿qué importancia tienen las formas?

—Ninguna, lo preguntaba por hacerme una idea —respondió Turgay.