51. El viaje
Ömer se levantó de la cama en cuanto se despertó y echó a andar por la habitación del hotel sintiéndose como si llevara ropa limpia, a pesar de haber dormido con la chaqueta y la corbata, y tan fresco y alegre como si se hubiera lavado la cara con agua fría. Miró el reloj: las cinco y media. «Domingo por la tarde… ¿Por qué no me marcho hoy mismo? —pensó—. Pero puede que haya telefoneado». El teléfono de su habitación no había sonado y, no obstante, bajó a recepción a preguntar si había recibido alguna llamada. Al recibir una respuesta negativa, subió de nuevo a su habitación y agarró a toda prisa la maleta mientras sentía que lo que le ponía en movimiento era aquella sensación de frescura. Bajó y le dijo al recepcionista que se iba a Kemah por un tiempo y que quería abonar la cuenta. Salió un directivo del hotel de cierta edad y, tras comunicarle que tenían la intención de mantener libre el cuarto, le preguntó a Ömer adónde iba y cuándo regresaría. Ömer le contestó que, aprovechando que se acercaba la temporada de obras, iba a vender unos vehículos y máquinas que quedaban donde había trabajado y que volvería pronto. Luego pagó la cuenta, subió a un taxi y fue a la estación. Aquella mañana se había informado de que el tren salía a las siete. Después de comprar el billete, fue al restaurante del nuevo edificio de la estación; tenía apetito. Le pidió al camarero un solomillo de ternera.
También había almorzado solomillo, pero, como pensaba que un solomillo era una bendición capaz de coronar una mañana espléndida, pidió lo mismo. Había regresado al hotel después de marcharse de casa de Muhtar Bey y se acostó no sin antes tomar la decisión de dejar la bebida. Tras despertarse de un sueño sin interrupciones, se vistió sintiéndose bien despierto, se puso una corbata y se encaminó hacia el hogar de Muhtar Bey mientras se decía que eso era lo que se debía hacer, que en situaciones así todo el mundo pedía disculpas. Esa mañana hacía tan buen tiempo que, en cuanto salió, resolvió ir andando a Yenişehir en lugar de en taxi. Había un sol que no tapaba ninguna nube, un cielo limpio. Esa noche había nevado y la nieve se acumulaba en ramas, muros y tejados. Como era domingo por la mañana, las calles estaban vacías. Más animado a medida que caminaba, Ömer empezó a pensar en cómo le pediría disculpas a Muhtar Bey; cuanto más lo pensaba, más normal le parecía lo que había hecho, y empezó a creer que, si tenía que disculparse de algo, no era de un comportamiento ni de un error concretos, sino de su comportamiento en general y que, por lo tanto, disculparse sería ridículo. Y, según se convencía, volvía a dejarse arrastrar por la sensación que le había poseído mientras hablaba con Muhtar Bey de tener siempre la razón en todo. Era la misma sensación que se apoderaba de él en su niñez y su adolescencia: tenía razón porque era listo, guapo, inteligente, porque todos le querían sin esperar nada de él. Además, mientras caminaba entre solares vacíos y árboles cubiertos de nieve, no solo opinaba que tenía razón porque era inteligente, guapo y rico, sino además porque el sol brillaba para él en las ramas nevadas y el día era tan claro a fin de que él pudiera dar aquel hermoso paseo. Después de pasar Kızılay y tomar las calles laterales, al acercarse a la casa se dejó llevar por el temor de que si se disculpaba o, como esperaba, si el diputado le perdonaba y le daba una serie de sabios consejos, se le estropearía el placer que le proporcionaban la chaqueta y la corbata, el cielo claro y brillante, el sol, caminar en el frío y estar sano, y, de repente, dio media vuelta junto a un solar donde los niños jugaban a tirarse bolas de nieve y resolvió llamar a Nazlı desde el hotel. Luego, mientras volvía a disfrutar de todo aquello, decidió también que no era él quien debía telefonear, sino Nazlı, y entró en el restaurante del hotel. Allí, mientras se comía un solomillo ligeramente sanguinolento, mucho mejor que el que ahora le estaban sirviendo, pensó que era el mejor momento para ir a Kemah.
Ömer se comió el segundo solomillo sintiéndose de nuevo sano y vigoroso, salió del restaurante, dudó en llamar a Nazlı, pero cambió de idea cuando se le ocurrió que quizá respondiera Muhtar Bey. Se compró en el puesto todos los periódicos del día y un semanario familiar para tener lectura en el tren. Una vez que el tren se hubo puesto en marcha, lo leyó todo en el compartimento vacío con una enorme tranquilidad de corazón, sin que nada le pareciera estúpido. Luego, intuyendo que de nuevo estaba a punto de caer en un sueño lleno de paz y sin interrupciones, estiró las piernas, inclinó ligeramente la cabeza y se dejó ir.
Cuando se despertó había salido el sol y se reflejaba en una esquina de la ventanilla. Ömer bostezó y se desperezó, sonrió al anciano que había entrado en el compartimento mientras dormía y luego miró por la ventana. Viendo que el río paralelo a la vía corría en sentido contrario al del tren, comprendió que no era el Çaltı sino el Karasu, y que quedaba poco para Kemah. Después de cruzar un túnel y ver los escarpados acantilados, se desprendió de los brazos del sueño y se dijo: «Ayer estaba en Ankara, y hoy aquí». Se dejó llevar por la sensación que despertaba en él ver correr el paisaje por la ventanilla cada vez que viajaba en tren, la sensación de que la vida era larga, compleja y rica y que había que vivirla en toda su plenitud, y se sintió vivo de nuevo. Luego se volvió hacia el anciano, impaciente por que le abriera un resquicio a la conversación, y le sonrió.
—¡Qué a gusto ha dormido toda la noche! —dijo el anciano, que a juzgar por su ropa debía de ser funcionario.
Ömer miró el reloj:
—¡He dormido cerca de once horas!
—¡Toda la noche! —El anciano asintió con la cabeza, como si quisiera dejar clara su desconfianza hacia los instrumentos mecánicos—. Yo no he podido dormir. Me he pasado la noche entera mirándole y pensando.
Luego empezó a contarle para qué había ido a Ankara, que trabajaba en el registro de la propiedad de Erzincan, que aquella línea férrea de la que ahora solo se veían las ventajas traería cosas tanto buenas como malas, que había ido a ver a un médico mientras estaba en Ankara por un dolor que tenía ahí, pero que el doctor no había hecho más que recetarle unas medicinas. Cuando supo que Ömer había trabajado en el ferrocarril le felicitó por su juventud y, señalando el anillo de su dedo, le confesó que en tiempos él también había estado comprometido.
Ömer se acordó de Nazlı cuando el anciano le señaló el anillo, pero, sin sentirse en absoluto incómodo, pensó «Ayer estaba allí, hoy estoy aquí», y, con una sonrisa tolerante, le prestó atención al viejo, que hablaba sin parar, como si no quisiera que aquel joven caballero perdiera la tranquilidad sumergiéndose en malos pensamientos. Escuchó las opiniones y quejas del anciano, en absoluto las que se podrían esperar de un funcionario, sobre el ferrocarril, el presente y el progreso del país, y se mostró de acuerdo en todo porque no le apetecía discutir en una mañana tan hermosa. Bostezó varias veces con toda tranquilidad, gimiendo un poco al final, como la gente que no tiene ninguna preocupación. El tren entraba a menudo en largos túneles, pasaba al otro lado de los ríos cruzando puentes, y el anciano guardaba silencio cada vez que entraban en un túnel y continuaba con lo que estaba contando en cuanto salían. Ömer, en los momentos en que no le prestaba atención, susurraba: «Sí, ahí tengo la naturaleza… Montes y riscos nevados… He hecho bien viniendo… ¡Qué suerte que debo vender algo allí!».
Cuando el tren se detuvo en la estación de Kemah lo rodearon niños y curiosos. Ömer miró las altas casas de fachada blanca que se erguían en la colina. «¡Qué tranquilo!», pensó. Un niño gritó, sonó un silbato y luego, cuando el tren se puso en marcha, el anciano volvió a su relato. Veinte minutos después de que el tren iniciara la marcha, Ömer cogió su maleta, se despidió del viejo y esperó ante la puerta del vagón. Balanceándose en el fuelle que unía los dos vagones, pensó: «Ayer estaba en Ankara y hoy aquí». Después, irritado con el tren, que no acababa de pararse, murmuró: «He estado en Ankara, he estado en Estambul, he estado en Inglaterra, vivo, veo… —Se impacientó—: Soy rico, soy ambicioso… ¿Y? ¡El conquistador! ¡Estambul! ¡Ahora, ahora! ¡Se para!».
Como no había nadie más que subiera o bajara aparte de él, en cuanto puso el pie en tierra le poseyó la sensación de que el tren se había detenido en aquella estación solo por él. Mientras se encaminaba hacia el edificio y el tren se perdía tras un recodo, Ömer comprendió que en aquella llanura cubierta de nieve encajada entre montañas no había sino silencio. El despacho de los funcionarios de la estación estaba desierto. También estaba vacío lo que llamaban sala de espera. Salió del edificio y, mientras daba una vuelta, vio una gallina. Luego vio otras, un gallinero, ropa tendida entre los árboles y una cesta llena de prendas lavadas. Se detuvo a observarlo todo admirado. La ropa multicolor permanecía inmóvil, sin el menor temblor, puesto que no soplaba ninguna brisa entre las ramas cubiertas de nieve. «¡Qué bonito! ¡Qué real! —pensó Ömer—. ¡Qué bien que estoy vivo y lo veo!». Iba a dar media vuelta cuando una mujer salió por una puerta trasera que daba a la residencia de los funcionarios. Se sorprendió de ver a Ömer y la mano se le fue automáticamente a la cabeza para cubrírsela con el pañuelo, pero no lo llevaba puesto. «Sí, esto es más auténtico que cualquier otra cosa», pensó Ömer, y se rió. Era como si lo organizaran todo para que él saboreara la vida como nadie antes, parecía que hicieran todo lo necesario para que no se aburriera y no perdiera el buen humor y a él solo le quedara vivir y disfrutar de todo lo que se le presentaba.
Cuando regresó a las vías, vio a lo lejos al jefe de estación que volvía del cambio de agujas. Se presentó y le contó que en los barracones tenía máquinas y herramientas. Le preguntó también por Hacı, que trabajaba de vigilante en los depósitos y de quien esperaba que le encontrara un lugar para pasar la noche.
—¡De vez en cuando se pasa por aquí! —dijo el jefe sonriendo—. Pero si quieres le mando aviso con el niño. ¡Vamos, siéntate!
Ömer se sentó. De las paredes del cuarto colgaban los retratos de Atatürk e İsmet Bajá.
El funcionario salió y regresó poco después.
—He mandado al niño. —Le hizo un gesto con la cabeza a Ömer, que bostezaba con toda tranquilidad—: ¿Jugamos al chaquete hasta que vuelva? Pasaríamos el rato…
—Claro, ¿por qué no?
El funcionario sacó el tablero de un rincón. Se sentaron a jugar.