49. Familia, moral, etcétera
Ömer estaba sentado frente al paisaje veneciano y oía el chisporroteo de la parrilla y el tintineo de tenedores y cuchillos que hacía Nazlı. «Si nos casamos, por la tarde volveré a casa del trabajo y esperaré la cena mientras oigo ese sonido». Hacía media hora que había llegado. Al principio Nazlı y él estuvieron un rato sentados sin hablar, después se besaron, decidieron no mencionar la escena del día anterior e hicieron las paces; a continuación Nazlı fue a la cocina a preparar la cena. A pesar de los besos y la reconciliación, Ömer sabía que Nazlı, como él, pensaba en aquella discusión, y en otras, e intuía que se había ido a la cocina porque estaba harta de seguir plantada delante de él sin que se dijeran nada.
Nazlı regresó de la cocina con una bandeja y platos. Puso la mesa. Ömer volvió a mirar el paisaje veneciano. «¿Para qué he venido? —pensó cuando ella entró de nuevo en la cocina—. ¡Porque ya no aguanto estar solo! —miró a Nazlı, que había regresado y colocaba algo en la mesa de espaldas a él—. Somos novios, pero hasta para besarnos tenemos que enfadarnos». Recordó el beso de reconciliación de hacía un instante. «Estoy borracho —susurró, pero no pudo evitar pensar otras cosas—. Parece que se le haya olvidado que soy un hombre y que la gente tiene deseos sexuales. Será que nos ve como unos ángeles, tanto a mí como a ella misma. Y cuando no nos ve así, ¡se acuerda de que deberíamos tener una casa y muebles!». Se puso en pie, asqueado de sus pensamientos y de sí mismo. Empezó a pasear por la habitación. Comprendió que sus pasos, pequeños, rápidos y nerviosos, la incomodaban. Nazlı entró de nuevo en la cocina. Se interrumpió el chisporroteo de la parrilla y Nazlı se sentó a la mesa con un plato de albóndigas.
—Esta tarde he estado bebiendo, ¿sabes? —dijo Ömer sentándose.
—Lo sé, te lo he notado por el aliento.
—Fui a casa de Samim. O sea, no fui. Me di media vuelta a mitad de la calle.
—¿Qué tal las albóndigas? Sírvete más.
—Ahora. ¿No me vas a preguntar por qué me volví a mitad de la calle?
—¿Por qué te volviste? —preguntó Nazlı sin la menor alegría.
—Porque decidí que Samim y su mujer tenían algo feo. Ese ambiente familiar tan vulgar, su forma de ser felices, sus ganas de conocer gente decente, de entrar en un buen círculo, me parecen repugnantes. —Ömer miró un segundo la cara de Nazlı, que a su vez observaba el plato, y luego, incapaz de estarse quieto, se puso en pie y exclamó—: ¡Me apetece beber más! ¿Hay vino del de tu padre? No volverá enseguida, ¿no?
—En la cocina, encima del armario de la tela metálica. No, todavía tardará.
Ömer trajo el vino en una carrera y lo descorchó.
—Yo también quiero beber —dijo Nazlı.
—Pero a ti no te sienta bien, ya lo sabes. Te pones a llorar.
—No, ahora me apetece. —Nazlı agarró la botella con un gesto nervioso—. Así que piensas que los Samim son vulgares. Pero si decías que era un buen chico… ¿A qué te referías con eso del ambiente familiar?
—¿Con qué? —preguntó Ömer bebiéndose la copa a toda velocidad—. ¿Eso del ambiente familiar? Ah, ¿cómo bebes así? Espera, ¡espera! ¿Cómo se puede beber de esa manera?
—Tú explícame a qué te referías con eso.
A Ömer le habría gustado morderse la lengua, pero no pudo callarse y dijo:
—Pues con eso del ambiente familiar me refiero a frases como «¿Qué tal las albóndigas?» y cosas parecidas. —de inmediato quiso pasar a otro tema de conversación—: ¿Qué has hecho hoy todo el día en casa?
—¡Nada! Como es el día libre de Hatice Hanım, he preparado la comida… ¡Esas albóndigas de las que te estás burlando!
Ömer no respondió. Se hizo un silencio. Nazlı se tomó otro vaso de vino, pero Ömer fue incapaz de decirle que no lo hiciera.
—¿En qué piensas? —le preguntó un rato después sintiéndose culpable, y enseguida se arrepintió de haberlo dicho.
—Siempre estoy pensando en lo mismo.
—¿En qué?
—¡En nada!
—Por favor, ¿me puedes decir en qué estás pensando? —insistió Ömer nervioso, era como si quisiera romper un hilo cada vez más fino pero que no acababa de romperse.
—Lo de siempre. ¿Qué…? ¿Qué va a ser de nosotros?
—¡Nada! ¡Nos casaremos y ya está! —respondió Ömer, y añadió con tono sarcástico—: El 26 de abril…
—¡No te entiendo! —dijo Nazlı—. ¿Qué buscas? Si no me quieres, si no te parezco adecuada, ¿por qué pierdes el tiempo conmigo? Me desprecias, lo sé; ahora ni te molestas en disimularlo, como antes; desprecias mis deseos de arreglar una casa, de vivir en ella, de vestir bien, de relacionarme con gente parecida a nosotros; no, no es solo eso: ¡desprecias todo lo mío! Me miras con sarcasmo. Justo como me estás mirando ahora. Pero ¿por qué? Eso es lo que no entiendo. Pienso que la culpa es mía, que he dicho algo malo, que soy tonta, que no soy tan inteligente como tú, que soy superficial porque me resulta imposible despreciar lo que tú desprecias. Bueno, si es así, ¿para qué nos seguimos viendo? No haces más que alimentar tu hostilidad hacia mí, me desprecias, ¿y sigues viéndome? No estás obligado a hacerlo… ¡Solo soy tu novia!
—¿Quieres que rompamos el compromiso?
Ömer lo preguntó en parte por decir algo y en parte por echarle la culpa a Nazlı. Las palabras galopaban por su mente. Quiso empezar con los sarcasmos, pero tampoco fue capaz.
—¡No quiero! ¡No quiero! —gritó Nazlı—. Yo te… —susurró. Inclinó la cabeza. Luego la levantó de repente, orgullosa y quizá haciendo un esfuerzo—: Me gustaban mucho las cartas que me escribías desde el ferrocarril. En esas cartas te reías de todo. Me gustaba leerlas porque creía estar de acuerdo contigo. Pero ahora me veo como a una de esas personas de las que te reías continuamente.
—¡En esas cartas también te escribía que quería ser un conquistador! —dijo Ömer intentando parecer firme y convencido como si fuera víctima de una injusticia e hiciera uso de su derecho a rebelarse. Enseguida se encontró estúpido.
—¡Esa expresión! ¡Dios mío, qué infantil, qué inocente! No lo entiendo. Cuando veo lo fiel que eres a esa palabra, lo en serio que la pronuncias, me dejas perpleja y me culpo por no ser capaz de entenderte, pero, qué le voy a hacer, no lo entiendo.
—¡Eso sí que es verdad! ¡No me entiendes! —exclamó Ömer, ahora realmente convencido de estar sufriendo una injusticia.
—¡Qué creído eres! —gritó Nazlı—. Tiene que haber algo que tú sabes y yo no… ¿Qué es? Por eso…
—¡Es lo que yo llamo ambición! —dijo Ömer, y luego gritó—: ¡No estoy acostumbrado a estas discusiones tan raras! Yo tampoco entiendo por qué hablamos de estas cosas. No quiero ser una persona madura capaz de hablar de cualquier cosa… Yo quiero ser yo. Quiero vivir, y reírme, y ser el más listo y el más fuerte, y todo…
De repente se calló. Luego se dijo: «Sí, y no, soy horrible… ¡No parezco turco! No puedo quedarme callado. Siempre estoy pensando en mí. Lo veo todo y a todos como instrumentos. Soy extraño, lo sé. Soy ambicioso, cobarde, ahora estoy borracho, conozco Europa… —se puso en pie—. La cena… ¿Soy un parásito? Sin embargo, en el ferrocarril trabajé más que nadie. Es repugnante… Me casaré… Eso es lo que quiero… Me da miedo…», susurró. Sintió curiosidad por cómo le vería Nazlı. Le habría apetecido abrazarla, pero sabía que solo pensaría en que estaba abrazándola mientras lo hacía, así que en su lugar se rió al ver que Nazlı le miraba asustada y advirtió que lo que le apetecía en realidad era dormir. «¡Para qué habré bebido tanto!».
—No estás bien. ¡Ve al hotel a acostarte! —le dijo de repente Nazlı.
—Si supieras cuánto me gustaría poder quedarme aquí contigo…
—No te quedes ahí de pie. Ven a sentarte.
—¿Qué soy? ¿Cómo me ves? ¿Qué les pareceré a los demás?
—Parece que aprendiste a pensar en ti mismo allí, en Europa. Eso fue lo que me dijiste.
—Sí, sí, es verdad. ¡Eso es lo que me hace ser horrible! —gritó Ömer—. ¡La razón! ¡Nada! ¡O yo! Sé que yo soy yo. Eso aquí no lo sabe nadie. Soy el único que lo sabe. Solo yo sé del todo que yo soy yo, y por eso, como ahora, me pongo tan raro y me vuelvo un animal. ¡Sí, soy un animal! ¿Qué parezco sino un animal con mis malas ideas agitándose entre tanta gente de carne y hueso tan equilibrada? Y además soy un señorito… Un señorito asqueroso, ladino, hipócrita. ¿Qué crees que será lo peor?
—¡Basta, por favor, basta, ya no lo aguanto más! —Nazlı iba a llevarse las manos a la cara, pero de repente alzó la cabeza—. ¡Está llegando mi padre!
Ömer no había oído nada.
—¿Que está llegando?
—¡Sí, viene, viene! Conozco el sonido de sus pasos…
—Bueno, en realidad, ya me iba —dijo Ömer—. Muy buenas las albóndigas. Muchas gracias… ¿Qué vamos a hacer a partir de ahora? ¿Para qué te crees que trabajo tanto y gano tanto dinero? Porque les odio… ¿Vengo mañana?
—¡Tú sabrás!
Oyeron que Muhtar Bey cerraba la puerta de la calle y subía las escaleras.
—¡Ahí viene! Sé que tu padre me odia. Todos me odian. Y tienen razón. Porque soy un señorito, y además…
Se abrió la puerta. Muhtar Bey tosió. Luego, al parecer, empezó a quitarse el abrigo.
—Papá, ¿es usted? —le llamó Nazlı.
—¡Sí, soy yo!
—¿Qué ha pasado?
Como respuesta primero se oyó el roce de las zapatillas de Muhtar Bey y unos segundos más tarde apareció él mismo.
Ömer seguía de pie. Al ver la cara de furia de Muhtar Bey cuando descubrió la botella en la mesa, dijo un tanto sorprendido:
—¡Estábamos cenando! ¡Bienvenido!
—Así que bebiendo, ¿eh?
—Hemos cogido una de sus botellas de encima del armario —respondió Nazlı al tiempo que se ponía también en pie por algún motivo.
—El armario, mi botella… —murmuró Muhtar Bey.
Luego pareció preocupado al ver que su hija se dirigía hacia él.
—¿Qué le ha ocurrido, papá?
—No me encuentro bien. ¡Resulta que no me encontraba bien! —susurró Muhtar Bey. Luego se dijo: «El armario… Y vino, ¿eh?». Entonces gritó—: ¡Muchacho, muchacho, le prohíbo terminantemente quedarse a estas horas, y menos bebiendo, en casa de una joven soltera!
—¿Cómo?
—Que te lo prohíbo, ¿me entiendes?
—Papá, ¿qué ocurre?
—De hecho, ya me iba, señor —dijo Ömer.
—¡No, no te vayas! ¡Quiero hablar contigo! —Muhtar Bey cogió del brazo a su hija, que se había abrazado a él—. Y a ti, ¿qué te ha pasado? ¡Estás bebida! Y ahora lloras. Por favor, vete dentro de inmediato y acuéstate.
—¡Papá, por favor! —protestó Nazlı, y se echó a llorar sin intentar ocultarlo.
—¡Qué feo! ¡Pero qué feo! Ahora vete y acuéstate. Muhtar Bey todavía no se ha hundido en la miseria. Sabe lo que es la moral. No me he descarrilado, gracias a Dios. Ve a acostarte o, como padre tuyo, me veré obligado a castigarte por primera vez.
Nazlı subió llorando a su habitación.
—Si quiere, me voy —dijo Ömer, pero se sentó en cuanto vio la cara de Muhtar Bey.
—No, no, siéntate —dijo Muhtar Bey—. No estoy enfadado contigo. No estoy enfadado contigo ahora. Siéntate un momento. Tengo que decirte un par de cosas. Luego te irás. Lo primero es lo siguiente: si mi hija, antes de casarse, se queda sola en casa con un hombre y bebiendo a medianoche, bueno, a las nueve, y si eso es poco apropiado según dicta la costumbre, ¡el primer culpable soy yo! Sí, me culpo de haber descuidado a mi hija, o bien de no ser capaz de ver lo que estaba pasando delante de mis narices, ocupado con mis propios problemas. Sí, por eso no puedo enfadarme contigo. Pero creo que tú también tienes parte de culpa. Sé que eres su prometido, que os casaréis pronto, pero de todas maneras esta forma de actuar no me parece bien, y por eso te culpo. —Señaló la puerta—. A ella también, por supuesto, ¡pero al fin y al cabo es una chica!
Ömer no se avergonzaba, no se sentía culpable, y a medida que escuchaba a Muhtar Bey se iba dejando vencer por la sensación que, desde pequeño, le poseía en ocasiones parecidas: la de tener siempre la razón y ser superior a los demás. Como quería decir algo sin provocar una escena desagradable, adoptó un gesto de perdonavidas y respondió:
—Tiene usted razón.
—Conque sí, ¿eh? —respondió Muhtar Bey—. Conque tengo razón. Tú mismo te has dado cuenta, pero ¿qué ha tenido que pasar hasta que yo lo advirtiera? —la cara se le había iluminado al oír las palabras de Ömer—. Tengo razón. Tú lo has dicho, hijo. ¡Me alegro! Porque estoy muy deprimido. Todavía tengo que decirte más cosas, pero antes te hablaré un poco de mí mismo. Esta noche he ido al Ankara Palace. Me habían invitado a la recepción de Kyoseivanov. Lo sabías, ¿no? Pues a mitad de la fiesta, de la cena, de la recepción o lo que fuera, me largué y volví a casa sin hacerle caso a nadie. Me largué de allí porque todo me parecía feo. Todo me parecía miserable, vulgar, feo. Comprendí que estaba a punto de convertirme en un ser inmoral.
—Por Dios… —dijo Ömer de nuevo como un perdonavidas.
Pero Muhtar Bey no pareció oírle.
—¡Comprendí que estaba a punto de convertirme en un ser inmoral! —repitió—. Toda mi vida me pareció vacía, fea, sin sentido. Estaba a punto de convencerme de que mi vida entera estaba llena de vulgaridades e hipocresías. En la facultad de políticas, mientras era prefecto o gobernador, siempre creí en algo, actué con valentía en función de aquello en lo que creía, nunca manché mi honra, protegí mi honor, o eso creía. Pero ahora… Ahora me siento como un marido imbécil, engañado, al que se le ha dejado tirado, sí, abandonado. ¡Soy un hombre infeliz! ¿Lo entiendes?
Ömer asintió con la cabeza sin decir una palabra.
De repente al rostro de Muhtar Bey asomó cierto arrepentimiento. Como si pensara «¿A cuento de qué he dicho todo esto? ¡No hacía ninguna falta contárselo a este tipo!» y se enfadara por ello. Con voz acusadora, como si hablara de Ömer y no de sí mismo, y cada vez más enfadado, añadió:
—He comprendido que solo me libraré de convertirme en un ser inmoral usando mi voluntad y mi inteligencia. Lo he estado meditando mientras volvía y, aunque tarde, he llegado a la siguiente conclusión: en lo que se refiere a la moral, no, no solo en eso, en lo que se refiere a cualquier aspecto de mi vida y mi comportamiento, solo confiaré en mi sentido común. ¿Cuándo perdí el norte? ¡No lo sé! ¿Cuál es la línea que separa lo moral de lo inmoral? ¡No lo sé! Lo único que sé es que hoy me he encontrado metido en una situación muy fea y he podido darme cuenta gracias a mi sentido común. ¿Qué es lo moral? No me fío de nada. —Su enfado era cada vez mayor y su voz progresivamente más alta. De repente pareció calmarse—. Me cuidaré de mí mismo y no de los demás. Esperaba prosperar. No ha podido ser. Pero me encontré a mí mismo y mi buen sentido. Y comprendí que lo único que tengo es mi hija. No lo entiendes, quizá te rías por dentro, pero ahora te estoy comunicando mi decisión, la que me parece más correcta y necesaria. Hijo, hasta que os caséis, no vengas por casa, no veas a mi hija. Ya la has visto todo lo que tenías que verla. Queda un mes para que os caséis. A partir de ahora no la veas, no la verás… —súbitamente pareció excitarse—: No la verás. Esa es mi decisión. Y tomaré todas las medidas necesarias para llevarla a cabo.
—¡Eso mismo pensaba yo, señor! —dijo Ömer poniéndose en pie.
—Muy bien, estupendo —contestó Muhtar Bey levantándose también—. ¡Así que pensabas lo mismo! —jugueteó, nervioso, con los botones de su chaqueta—. Si lo habías decidido, ¿por qué has esperado hasta ahora?
—¡Acabo de decidirlo, señor! —respondió Ömer muy pagado de sí mismo y casi orgulloso de sus palabras.
—Muchacho, probablemente lo sepas, pero nunca me has caído bien.
—Sí, lo sé.
Hubo una pausa. Se miraron.
—Tendrás que perdonarme —dijo Muhtar Bey—. Me he portado mal contigo, pero era lo que me salía de dentro. —La mano se le fue al botón de la chaqueta—. También me arrepiento de lo que te he dicho hace un momento. ¿Por qué me habré desahogado contigo? ¡No has comprendido nada!
—Estoy borracho —dijo Ömer.
Muhtar Bey guardó silencio un rato. Luego susurró con voz lacrimosa:
—Has estado bebiendo con mi hija a medianoche. La has hecho llorar. Cuántas veces la has hecho llorar…
—Sí, sí, lo he hecho —replicó Ömer—. Sé que no soy un yerno del que presumir. —Se dirigió a la puerta—. Adiós, señor.
—Bien, bien, adiós.
De repente se abrió la puerta del pasillo y se asomó Nazlı.
—¡¿Qué pasa, qué pasa?! —gritó.
—No pasa nada —respondió Muhtar Bey—. Ömer se va.
—He decidido no volver a verte hasta que nos casemos.
Ömer lo dijo como si solo se culpara a sí mismo, pero no era eso lo que sentía.
—Lo hemos decidido entre los dos —contestó Muhtar Bey mirando a su hija. Luego se volvió hacia Ömer—: ¿Verdad, muchacho?
—Sí, por supuesto, por supuesto.
—¿Por qué? ¡Espera! ¡Ni hablar! —chilló Nazlı.
Ömer bajó las escaleras de puntillas, como si temiera romper algo, y salió a la noche.