47. Aburrimiento
Ömer estaba tumbado en la cama del hotel de Ulus donde se hospedaba habitualmente sin acabar de decidir adónde debía ir. Era sábado, las tres pasadas, y podía ir a la barbería porque todavía no se había afeitado. Como se aburría y no le apetecía estar solo, podía ir a casa de Samim, un compañero de la Escuela de Ingeniería, para charlar con un amigo inteligente. Pero, como ninguna de las dos opciones le parecía muy atractiva, pensaba también en otras posibilidades: «Podría ir al club. O al cine. ¿Y si voy a ver a Nazlı?». Se levantó de la cama. Miró por la ventana, estaba nevando. «¿Qué hago, qué hago?», murmuró sentándose en la silla. Abrió el periódico Ulus y empezó a leerlo al azar: «¡Las elecciones prosiguen con entusiasmo en nuestro país! Kyoseivanov, primer ministro de nuestra vecina y amiga Bulgaria, en nuestra ciudad». Dejó el periódico. Paseó por la habitación murmurando de nuevo: «¿Qué hago, qué hago?». Después decidió bajar al salón del hotel y salió del cuarto.
Llevaba seis meses en Ankara, en aquel hotel. La mayor parte de los clientes del hotel de Ulus eran diputados y empresarios que tenían algo que hacer en Ankara. Como el parlamento había suspendido sus sesiones a finales de enero para las elecciones que se celebrarían en marzo, el hotel estaba desierto. Mientras bajaba, Ömer no se encontró a nadie por escaleras y pasillos excepto a un botones que dormitaba en una silla. Luego pensó «¿Y si me tomo una copa aquí?», pero como tampoco le apetecía beber, entró en el salón.
Llevaba seis meses en Ankara pensando en cómo pasar el tiempo y viendo a Nazlı todos los días o, como últimamente, un día sí y otro no. Por fin habían decidido la fecha de la boda, que se celebraría a finales de abril. Hasta entonces, ni le apetecía ir a Estambul ni ocuparse de los preparativos de la boda. Nazlı y él habían discutido el día anterior por ese motivo, pero Ömer no quería pensar en eso ahora y buscaba algo con lo que entretenerse. Como en el salón, siempre lleno de diputados y empresarios, no había nadie aparte de un viejo que leía el periódico en un rincón y una familia esperando con sus maletas, comprendió que tampoco allí encontraría ningún entretenimiento. Volvió a subir a su habitación porque no tenía ganas de empezar a beber a primera hora de la tarde y empezó a repasar los lugares a los que podía ir.
No quería ir a la barbería porque uno solo soporta un sitio tan aburrido y agobiante si al salir le espera alguna diversión. Tampoco quería ir al Club de Ingenieros. En aquel club, como en el de Estambul, no había más que el humo del tabaco de la misma gente que se reunía para cotillear sobre la profesión, sobornos y mujeres, y enfrascarse en interminables partidas de cartas y contar chistes. Ömer había acudido muchas veces y se había divertido y había jugado durante horas al bridge, pero sabía que allí no encontraría la intimidad de un amigo. Como esa semana había ido dos veces al cine con Nazlı, era imposible que hubiera nada nuevo. Aun así, Ömer abrió el periódico, miró una vez más la cartelera y no encontró nada. Las películas que había visto con Nazlı le habían parecido mediocres. Luego le llamó la atención el rincón del humor del periódico. Se sorprendió de la estupidez de un chiste, leyó divertido el segundo y volvió la página. Releyó un anuncio de un concurso público que había visto esa mañana. Hablaba de una licitación para unos puentes que se iban a construir en el oeste del mar Negro e indicaba dónde podían obtenerse los pliegos de condiciones. Ömer había estado atento a los rumores del club porque ahora era lo bastante rico como para poder ocuparse de asuntos de importancia similar. Mientras leía dónde se construirían los puentes, se dijo: «¿Valdrá la pena? ¿Ir hasta allá para ganar más dinero?». Solo en los últimos seis meses había ganado nueve mil liras comprando y vendiendo unos solares en Estambul con ayuda de su tío. «¿Valdrá la pena?». Pasó la página. Mientras miraba un anuncio de una crema, pensó: «Pero yo iba a ser un conquistador y a ganar mucho dinero…». Se rió para sí, bostezó. «La barbería es deprimente, no quiero ir al club, en el cine no hay nada, Nazlı ¡ni hablar! Así que voy a casa de Samim», murmuró, y se levantó, alegre. Se puso una corbata, se vistió con ropa gruesa, bajó, entregó la llave y salió a la calle.
Nevaba lentamente sobre Ulus y los copos se fundían en cuanto tocaban el suelo. No había mucha gente en la calle. Ömer subió a un taxi y le dijo al conductor que le llevara a Sıhhiye. No pensó en nada a lo largo del trayecto. Se entretuvo con lo que veía. «¡No pensaré en Nazlı ni en la desagradable escena de ayer!», se dijo. Tras bajar del taxi, decidió que era pronto y caminó en dirección a Kızılay. Comenzó a pensar en Samim, en su esposa, con quien se acababa de casar, y en la amistad que le demostraban. «Sí, esa casa es el único sitio al que puedo ir», pensó.
Se había encontrado con Samim hacía dos meses en el Club de Ingenieros. Habían sido compañeros de clase en la escuela. Allí no habían tenido tanta amistad como ahora, pero tampoco eran unos absolutos desconocidos. Cuando le preguntó por qué no habían sido más amigos en la escuela, Samim le contestó, refiriéndose también a Refik y a Muhittin, «¡Me dabais miedo!», y los dos se echaron a reír. «Sí, es un buen tipo —pensó al recordarlo—. Y su mujer también, ella también se ha hecho amiga mía. ¿Cómo es posible que no tratara a Samim en la escuela? ¡Que le dábamos miedo! Tenía razón. No éramos muy simpáticos ni muy amigables. ¿Y cómo somos ahora? ¿Cómo soy yo ahora?». La avenida no estaba desierta como Ulus, sino llena de gente. La multitud del sábado por la tarde, indiferente al frío y la nieve, entraba y salía de los establecimientos y avanzaba a toda velocidad por las aceras. Ömer miró con atención las caras que pasaban. «Todos están impacientes por volver a casa. ¡Todos quieren llenar un hueco en sus hogares! ¿Cómo me verán? Apuesto. Con un abrigo elegante. Joven. Sí, ¿me verán así? —de repente se acordó de Samim y su mujer y susurró—: ¡Ellos también deben de verme así! Joven, apuesto, con un abrigo elegante… Y encima saben más: rico, prometido a la hija de un diputado… Pero estoy siendo injusto con Samim». Alzó la cabeza hacia el cielo como para recordar que no todo era tan feo como había pensado poco antes. Los copos de nieve que caían a la calle entre los bloques de pisos le trajeron a la memoria un antiguo e irritante poema: «Nieve como un ave que ha perdido a su compañera…». De repente comprendió que estaban a punto de venírsele a la cabeza Nazlı y la desagradable escena del día anterior y murmuró: «La mujer de Samim habrá preparado un té calentito». Pero no le sirvió de consuelo. «Siento dentro de mí una opresión sucia y vulgar y no acabo de librarme de ella. ¿Por qué? Porque ayer discutí con Nazlı. Porque todo esto de la boda y demás me… No… Ahora me tomaré un té con ellos. Charlaremos». Sintió un profundo aburrimiento al repasar los posibles temas de conversación en casa de Samim. «Sí, me admiran. Porque soy rico, listo, culto, porque estoy prometido con la hija de un diputado. ¿Qué hago? ¿Me doy media vuelta?». Ya había tomado las calles laterales desde la avenida. Pensó que si regresaba al hotel se pondría a beber y le sorprendió no encontrar la idea tan horrible como esperaba. «¿Por qué no me gusta Samim? Porque no hacen más que mirarme a los labios y me escuchan como si hasta lo más vulgar y estúpido que digo fuera grandioso. Me demuestran una amistad que no me ha demostrado nadie. ¡Un cariño como el de una madre por el hijo que un buen día se convierte en general!». Arrugó el gesto, y estaba a punto de regresar al hotel cuando recordó la sonrisa inocente y sincera de Samim. «Pero si no es mala persona… No es mala persona, ¡pero se parece a todos los demás! No existe hipocresía en el afecto que me tiene. Me aprecia por mis cualidades, pero no se da ni cuenta». En cierta ocasión, la esposa de Samim había intentado tratar como una igual a Nazlı, de quien no se consideraba tal aunque le habría gustado serlo, y resultó tan extraño que todos se quedaron perplejos y fueron incapaces de hablar. «Se portan excesivamente bien con Nazlı y conmigo porque quieren pertenecer al círculo en el que vivimos o en el que se imaginan que vivimos, porque quieren ser como nosotros. Puede que no lo piensen abiertamente, pero en cuanto nos ven les sale de dentro. ¡No, no voy a ir ahora a su casa!». Se detuvo en medio de la calle. El bloque de pisos donde vivía su amigo estaba a cincuenta pasos. «¡Qué cosas tan feas estoy pensando!». Se abrió una de las ventanas de la casa que había junto a él, una mujer asomó la cabeza y le dijo al niño que salía por la puerta que comprara vinagre en el colmado. «Qué cosas tan malas pienso… Son buena gente y yo soy malo. ¿Por qué? Porque, de entrada, decidí ser un conquistador». Tras caminar unos pasos, dio marcha atrás. «La verdad es que, después de pensar cosas tan feas, no encontraría allí la tranquilidad que voy buscando», se dijo, y se sintió aliviado.
Cuando salió de nuevo a la avenida, la nevada había amainado. Las aceras se habían llenado de repente, como si a la puerta de todas las casas y todas las tiendas le esperara la gente. «¿Qué hacer, qué hago? —susurró Ömer—. ¿Voy a casa de Nazlı y lo hablamos todo de nuevo? Pero también quizá tengamos una escena todavía peor. ¡No quiero! ¿Qué hago? ¿Adónde voy?». Pero hacía mucho que sabía adónde ir. Iría al hotel y se tomaría unas copas en el salón. Y, como lo sabía, sus piernas lo condujeron a la parada de taxis. Le pidió al conductor que le llevara a Ulus. Mientras fumaba un cigarrillo en el coche, su conciencia le dijo por última vez que no debía beber, pero Ömer la mandó callar pensando que no tenía otra cosa que hacer.
«He salido, me he dado una vuelta, he visto el panorama y no he encontrado con que entretenerme», se dijo tras llegar al hotel, entrar en el salón al que algunos llamaban «lobby», donde últimamente iba a menudo a beber, y acomodarse en el sillón habitual, queriendo sosegar de una vez por todas la conciencia que había mandado callar. Estaba sorprendido de sí mismo e intentaba tranquilizarse pensando: «Yo no tengo la culpa». La familia de las maletas se había marchado, pero el viejo seguía leyendo el mismo periódico. Un extranjero estaba sentado en el sillón que había junto a la enorme maceta del rincón. El camarero, viendo que se había instalado en su sitio habitual, se acercó a él y le miró como diciéndole que aunque sabía lo que quería se veía obligado a llevar a cabo aquel absurdo ritual para cumplir con las normas, y le preguntó qué deseaba. Ömer le respondió que coñac. Luego pensó: «¡Allá vamos!». Sabía que con la bebida se le ocurrirían malos pensamientos porque ese día estaba más harto que nunca y porque tenía tendencia a ver la cara más fea y más vulgar de todo.
Se relajó cuando le pusieron delante la copa de ancha base que tanto le gustaba y cuyo color tan bien conocía cuando estaba llena de coñac. «Sí, mejor que no haya ido a casa de Samim —pensó, y se tomó el primer trago—: Si hubiese ido a casa de Samim habría intentado olvidarme de mí mismo con su charla vacía y al final no habría hecho más que engañarme. Sin embargo, ahora quiero pensar en todo, ¡entenderlo todo!». Tomó otro trago. «Bien, ahora veamos por qué discutí con Nazlı —se dijo—. ¿Por qué nos peleamos? Dado que esta pelea tiene que ver con otras, habría que preguntarse lo siguiente: ¿por qué estamos siempre discutiendo?». De repente comprendió que le asustaban sus pensamientos y, decidiendo que no había bebido lo bastante como para pensar, vació la copa de un trago. «¿Qué espera Nazlı de mí? Que sea un buen marido y un constructor de éxito. Que la quiera, que la proteja, que tengamos un hogar… ¿Eso es todo? —negó con la cabeza—. Nunca acabaría de contarlo, pero me digo que eso es todo para que resulte más fácil. Bueno, ¿qué espero yo de ella?». Durante un rato miró la copa. Luego llamó al camarero y le pidió otra. «¿Qué quiero de ella?». Comprendiendo que nunca llegaría a darse una respuesta definitiva, se preguntó: «Bueno, ¿qué esperaría alguien en mi situación, alguien como yo? ¡Nada! ¡Nada! ¡Solo la quiero a ella! —se detuvo en lo que acababa de decirse mientras sentía que el alcohol se mezclaba con su sangre—. ¡La quiero a ella!». Hizo un chiste para que no rebosara la ira que de repente espumeaba en su interior: «Yo la quiero a ella, ¡y ella quiere comprar muebles para la casa!». En un instante vio con claridad la pelea del día anterior y otras discusiones previas: mientras Nazlı decía que habían de ocuparse de los preparativos de la boda, que debían ir a Estambul para comprar los muebles y buscar casa, Ömer insistía en que tenía asuntos que resolver en Ankara. Sin embargo, ambos sabían que no tenía nada que hacer allí. «Pero es necesario que vaya a Kemah para vender de una vez el material que quedó allí», susurró, aunque comprendía que aquella idea no añadía ningún argumento a la discusión. «¡No quiero ir a Estambul! No quiero ir a Estambul porque… —se dijo, y de repente se puso en pie—: Porque yo…». Tomó la copa vacía y se dirigió a la puerta. Al ver al camarero le dio la copa y le pidió que le trajera otra. Volviendo al sillón su mirada se cruzó con la del extranjero sentado junto a la maceta. El extranjero sonreía, o eso le pareció a Ömer por un instante, así que él le sonrió a su vez. «Inglés… Inglaterra… —murmuró—. ¿Y si me hubiera quedado en Inglaterra? ¿O alemán? ¡Herr Rudolph! ¿Qué estará haciendo Refik? Ir a Estambul solo, como un conquistador… ¡Tengo que calmarme! —pensó sentándose de nuevo en el sillón—. Esta no es forma de pensar». Miró, hostil, la copa que le traía el camarero. «Nazlı y yo discutimos porque ella sabe lo que quiere y yo no. ¿Qué quiero yo? ¡Está muy claro! Lo que digo siempre. Ser un conquistador. Bueno, ¿y qué quiere decir eso exactamente? O sea, ¿qué significa o qué debería significar para los demás? Simple: no quiero ser como todo el mundo ni conformarme con poco. No quiero ser un padre de familia normal y corriente, alguien que se contenta con muebles nuevos, una casa nueva, niños y una familia. Bueno, ¿y qué quiero en su lugar? ¡Yo! ¡Yo! Siempre yo, yo. Sé que está feo. Yo… —de repente se detuvo, asustado—. Sé lo que no quiero ser, pero no sé lo que quiero ser. Soy joven. Pero ¡ya he empezado a pensar! Me niego a pensar. Pensar no es lo mío. ¿Para qué habré empezado a beber?». Se puso en pie, asqueado de todos aquellos pensamientos y de la bebida. «¿Qué puedo hacer, hombre, qué puedo hacer? —susurró—. Estoy borracho. Voy a ir a ver a Nazlı. No voy a pensar en cosas tan feas. Hablaré con ella. Me casaré con ella. Que me entienda…».
Salió del hotel. Estaba contento de ir a ver a Nazlı, de hablar con ella fuera como fuese, pero le dio miedo pensar que se encontraría con Muhtar Bey y que era posible que Nazlı no le recibiera con el cariño que esperaba. Decidió telefonear para saber si Muhtar Bey estaba en casa.