46. Entre panturquistas
—¡Ha perdido el juicio! ¡Del todo! De ser por él, tendríamos que medirles el cráneo una por una a sesenta millones de personas para saber si son turcos —exclamó Mahir Altaylı.
«¡Cincuenta y nueve millones doscientas cincuenta mil!», pensó Muhittin. Le vinieron a la mente las cifras del último Mapa preciso del turquismo. Luego se enfadó consigo mismo porque su mente volvía a entretenerse con tonterías ridículas.
—¡Ha perdido el juicio, chochea! ¿Sabéis lo que me dijo? Que puede que Mustafá Kemal fuera rubio y tuviera los ojos azules, pero que tenía un buen melón. Pero que el melón de İsmet, porque dice «melón» en lugar de «cráneo», era un desastre. ¡En eso se entretiene!
A Muhittin le sorprendió no haberse fijado nunca en algo así.
—Puede que en un principio el cráneo de İsmet no estuviera mal, pero ahora es como si se lo hubieran hundido de un puñetazo por el lado. Trató de explicármelo con más detalle. Le escuché un rato por el respeto que le tengo a su edad y a su experiencia, pero luego no tuve más remedio que disentir. Le expuse mis ideas y le dije que el racismo y el nacionalismo no pueden basarse en las medidas del cráneo. Le mencioné el concepto de la Rassen Psychologie, le expliqué que la asumíamos y que tomábamos como equivalente la «espiritualidad racial». Ni me escuchó… Nos acusó, a mí y a los que opinan como yo, de falta de experiencia, de bisoñez.
—¿Nos acusó abiertamente? —preguntó Serhat Güloğlu.
—Dijo que no le gustaba la revista… Que enturbiábamos el concepto de nación turca con ideas equivocadas. Y yo le respondí que, en ese caso, ya no podríamos continuar juntos.
—¡Sí, continuar juntos significaría ceder! —exclamó Serhat, pero no consiguió entusiasmar a nadie.
—Cuando le dije que no podríamos seguir juntos, adoptó esa actitud de viejo baqueteado, que ha visto mucho, engreído, y me respondió que, en realidad, nunca lo habíamos estado. La verdad es que siempre respetaremos su experiencia y los servicios que ha prestado a la causa del turquismo. ¡Eso lo aceptamos! Nunca hemos negado todo lo que ha hecho, pero ¡esto es una insolencia! La única revista que ahora representa el movimiento turquista en el mundo entero es Ötüken. ¿Qué quiere decir con eso de que nunca hemos estado juntos?
—¿Que nunca ha estado con el movimiento turquista? —susurró uno de los jóvenes.
Mahir Altaylı volvió a mirarlo como si fuera un mueble. Movió un poco la cabeza y pareció hablar consigo mismo. Luego, con tono profético, declaró:
—Nuestros caminos se han separado. No estamos con él ni con los que piensan como él, nuestros caminos se han separado. Pero eso no quiere decir que el movimiento turquista se haya dividido. Al contrario, el movimiento turquista continuará siendo un todo y el punto de vista más correcto. Simplemente, nos hemos separado de esos elementos extremistas que conducían al movimiento en una dirección equivocada.
Se produjo un silencio. Todos callaban como si quisieran disfrutar del momento histórico. Estaban en la casa de Mahir Altaylı, en Vezneciler. Todos los domingos por la mañana se encontraban allí las cuatro o cinco personas que publicaban la revista Ötüken, y que eran sus únicos empleados, y hablaban de la revista, del movimiento turquista y de los asuntos pendientes. Habían terminado de almorzar poco antes, la esposa de Mahir Altaylı había recogido la mesa, y la hija, que a Muhittin le llamaba la atención, había traído los cafés, pero no se habían levantado de la mesa. Desde el principio del almuerzo, Mahir Altaylı les había estado contando su entrevista con el catedrático turquista que había regresado al país tras la muerte de Mustafá Kemal. Todos parecían alegres y decididos, pero también flotaban en el ambiente la suspicacia y la preocupación porque el encuentro no había dado el resultado que les habría gustado. Temían que el catedrático, que gozaba de gran prestigio e influencia en círculos nacionalistas y racistas, pudiera sacar una revista nueva.
—¿Y qué pensaba de la causa de Hatay? —preguntó Serhat.
—Bueno, creo que eso es un asunto cerrado, ¡pero de todas maneras le pregunté su opinión! —contestó Mahir Altaylı—. Se equivoca. Está de parte del pacifismo, de una paz que trajera la «anexión». Puede que los acontecimientos le hayan dado la razón, pero se equivoca… No entiende que los franceses nos han entregado Hatay porque nos estábamos acercando a los alemanes. Si hubiéramos recurrido a la fuerza en Hatay, nos habríamos enfrentado a franceses e ingleses y hoy ocuparíamos el lugar que nos corresponde junto a los alemanes. Hatay era una buena oportunidad, nos lo hemos quedado, pero hemos dejado que se nos escaparan otras cosas… Se lo expliqué y no me entendió, o no quiso entenderme. Además, dejó entrever que los alemanes le caen mal. Y añadió que si el nacionalismo turco tomaba demasiado del nacionalsocialismo, si nos parecíamos a ellos, nos llamarían fascistas y que por esa razón deberíamos andarnos con cuidado con los alemanes… Me habló como si tratara con un estudiante pardillo. No sé si él mismo se creerá lo que dice. Pero quise llamarle la atención sobre una contradicción: «Por una parte, mucha medida de cráneo y por otra una política moderada de andarse con cuidado con los alemanes, ¿cómo es posible?», le dije. Se picó, se enfadó, me habló de su experiencia, de su edad, de mi juventud, de los libros que acababa de leerse, de Blumchen y Gobineau. ¡Todavía sigue con Gobineau!
—Sí, sí, tenemos que hacer algo contra él —dijo Serhat. Era el más fogoso de los trabajadores de la revista.
—No sé, ¿valdrá la pena? —Mahir Altaylı parecía súbitamente modesto.
—Es verdad, no vale la pena —se aventuró Serhat—. Un catedrático anciano. Solo tiene el nombre: ¡Gıyasettin Kağan! Así que cría gallinas en el jardín de su casa de Üsküdar…
—¡Un nombre del que podríamos haber sacado provecho! —murmuró Mahir Altaylı—. No de su dueño, sino del nombre en sí. Pero no ha podido ser… No obstante, aún no he perdido la esperanza. Tendremos que seguir una política muy cuidadosa con respecto a él.
—¡Una política cuidadosa! —susurró uno de los jóvenes.
Mahir Altaylı sorbió su café como si no le diera la menor importancia a aquel indicio de admiración que había salido a la superficie.
—¡Vamos a ver los expedientes! —dijo.
Repasarían los artículos y los poemas que aparecerían en el número que iba a publicarse en enero.
Mahir Altaylı se disponía a levantarse de la silla, pero uno de los jóvenes reaccionó antes que él y tomó dos expedientes que había sobre la librería en un rincón de la habitación. Muhittin se volvió hacia el joven y le dijo que su propio expediente, el que le había enseñado esa mañana, estaba junto a la radio, pero el joven aparentó no oírle, o bien no estaba dispuesto a escucharle, de modo que se sentó sin coger la carpeta de Muhittin.
Muhittin se levantó furioso. Mahir Altaylı empezó a hablar como si su ausencia de la mesa no tuviera importancia. «¡Son sus discípulos!», pensó Muhittin. Cogió la carpeta repleta de poemas que estaba al lado de la radio. Le correspondía a él decidir cuáles se publicarían en la revista. De vuelta hacia la mesa vio cómo hablaba Mahir Altaylı y con cuánta atención le escuchaban los jóvenes. «Puede que se hayan olvidado de mí… Le admiran… Harían cualquier cosa por él… ¿Qué pinto yo entre ellos? No, no empecemos otra vez. ¡Creo con todo fervor!». Se sentó a la mesa.
No se hablaba de los expedientes ni de los artículos que se iban a publicar en la revista, sino de Gıyasettin Kağan de nuevo. Muhittin no tenía la menor duda de que aquello le molestaba. «¿De verdad puede hacernos daño? —pensó—. Si ha conseguido los derechos de publicación, sacará una revista y, quién sabe, quizá nos borre del mapa». Aquella idea despertó en él, más que una sensación de desastre, un entusiasmo como de fiesta y diversión. «La revista no vende, ¡y los respetables panturquistas excomulgan a Mahir Altaylı!». Le divertía pensar de aquella manera. De repente, se asustó. «¡No, no, tengo que centrarme! Bueno, ¿qué me toca hacer ahora?». Abrió la carpeta que tenía en las manos, pero luego la cerró pensando que lo mejor sería escuchar a Mahir Altaylı. Este aún seguía hablando del catedrático.
—¿Por qué le tenemos tanto miedo? —dijo Serhat—. Por lo que se ve, ese viejecito se ha retirado a su rincón en Üsküdar y se dedica a sus gallinas y a sus libros. Si no nos metemos con él…
—¡Tenemos que aprovecharlo! —exclamó Mahir Altaylı poniéndose en pie—. ¡Mejor será que le escribamos un panegírico! Atraeremos el interés de sus admiradores. Todos los que están bajo su influencia confiarán en nuestra revista. Pero yo soy incapaz de escribir algo así… Alguien tiene que dedicarle un artículo elogioso, pero que demuestre que ya está viejo y acabado. Nuestra actitud con respecto a él debe ser el respeto que se le muestra a un difunto.
Seguro de que todas las miradas le seguían, caminaba como si no estuviera hablando en voz alta.
Muhittin no quiso mirarlo. Abrió la carpeta que tenía ante él. Leía todos los poemas que llegaban a la revista, y le daban asco. Todos contenían las mismas palabras, «heroísmo», «valentía», «coraje»; el mismo deseo de luchar; los mismos nombres tomados de epopeyas. De cada diez palabras se repetía una. Mahir Altaylı quería que publicaran mucha poesía para animar a los jóvenes, para estimularles, para ligarles a la revista. Muhittin seleccionó algunas. También puso en la carpeta un poema de uno de los cadetes que frecuentaba en la taberna de Beşiktaş. En tres meses había logrado reclutarles para el panturquismo. «¡Y ellos son mis discípulos!», pensó. Quiso leer uno de los poemas para no escuchar más la voz de Mahir Altaylı y vio una poesía suya encima de las demás. De repente se dejó llevar por la curiosidad habitual que le impedía entregarse por completo a la causa y empezó a pensar: «¿Cómo acaban convirtiéndose en algo así? ¿Cómo escriben estos poemas? ¿Qué sienten?». Luego se dio cuenta de que Mahir Altaylı le estaba dirigiendo la palabra.
—Quizá tú podrías escribir un artículo así, Muhittin.
—Pero si apenas le conozco…
—Para escribir un elogio de alguien así, es mejor no conocerlo mucho. ¿No has leído ninguna de las obras del maestro?
—He leído la Introducción a la historia turca y Folclore de Turquistán.
—Con eso te basta… De hecho, al maestro le gusta hablar de sí mismo, y en esos libros ofrece su autobiografía… Úsalos y, si quieres, pregúntame. Que sean un par de páginas…
Muhittin buscó la manera de dejar claro que no quería hacerlo, pero de repente intuyó que todos le miraban y que cada cual tenía una opinión sobre él, así que, recordando que en tiempos había escrito poemas sobre la soledad y la muerte, respondió:
—Dos páginas, ¡enseguida las escribo!
—¡Pero ándate con cuidado! —Mahir Altaylı estaba quisquilloso, como si algo escapara a su control.
—Lo tendré —gruñó Muhittin, molesto porque sentía que sus palabras, más que rabia, transmitían sometimiento.
«Yo también soy su discípulo… Se cree que a mí también me tiene en un puño. ¡Y de vez en cuando me recuerda que en tiempos escribía poemas influidos por Baudelaire! No, está muy feo que piense eso. Aquí intentamos darle vida a un movimiento… —y, haciendo un esfuerzo, pensó—: El movimiento turquista ha estado dormido cuatro años… Ha empezado a despertar y a recuperarse con la revista Ötüken. Gıyasettin Kağan ha resultado ser un peligro. Si no queremos dividirnos…».
—Sí, un elogio comedido. El primero en sorprenderse será el propio maestro. ¡Ja, ja, ja! No se dará cuenta. De hecho, está enfermo… Está pasando la gripe… También le desearemos un pronto restablecimiento. «¿Me estoy muriendo?», eso es lo que pensará. Bien, pasemos a los expedientes.
Mahir Altaylı se sentó a la mesa y se alargó hacia la carpeta que Muhittin tenía delante.
«¡Me ha engañado! —pensó Muhittin viendo uno de los dedos regordetes que agarraban la carpeta. Luego sintió un escalofrío—: No, ¡nadie es capaz de engañarme!». Recordó el día en que había conocido a Mahir Altaylı en la taberna: «Por aquel entonces parecía un viejecito tranquilo… ¡Y ahora, el demonio!». Se acordó de su madre y de sus compañeros de estudios: «Yo nunca representaré el papel de descarriado. Siempre seré el que descarría a otros. ¡Soy el diablo! Y los poemas de mis víctimas están en la carpeta que tengo en las manos. Pero la tiene él…».
Mahir Altaylı abrió la carpeta de los poemas y vio el que estaba encima. Muhittin le miró a la cara con atención, pero el otro no era profesor en vano: su rostro no le delató y empezó a ojear las demás poesías. Muhittin había marcado las que merecían publicarse. Mahir Altaylı las miraba como le había mirado a él la noche en que Muhittin lo conoció en la taberna, como si pensara: «¡Puedo leer lo que te pasa por la mente!».
—¿De dónde ha salido esta firmada «Barbaros»? —preguntó de repente.
—Es un militar —respondió Muhittin—. Sus sentimientos nacionalistas son cada vez más fuertes. Le dije que no pusiera el apellido.
—¡Ah, así que le conoces! Un militar nacionalista… ¿Sigue nuestra revista? ¡Me gustaría conocerle!
—¡Todavía es muy joven! —exclamó Muhittin a toda velocidad, como si no quisiera que se lo arrebataran de las manos.
—¡Todos somos jóvenes! —sonrió Mahir Altaylı, pero comprendió por la cara de Muhittin que no conseguiría tan rápido lo que pretendía—. No tenemos prisa, muchacho. El movimiento turquista ha logrado ser paciente durante años ante todo tipo de presiones y conspiraciones insidiosas. Sabe esperar… Esta firma la reconozco, y esta también… —le echó un vistazo apresurado a los demás poemas. Luego, mientras cerraba la carpeta, volvió a mirar la poesía de Muhittin, que había dejado a un lado—: Vamos a ver qué has escrito tú, Baudelaire.
Serhat se rió. También uno de los jóvenes, pero el otro sentía respeto por Muhittin. Hubo un silencio tenso. Probablemente estaban incómodos porque Muhittin no se unía a la alegría general.
—Bien, basta de bromas —dijo Mahir Altaylı—. Nos hemos tomado el café, ahora a la revista…
Se abrió la puerta y entró la hija de Mahir Altaylı. Su padre guardó silencio mientras ella recogía las tazas. Nadie la miraba, pero probablemente todos pensaban en ella. No era una joven bonita. De repente, Muhittin se volvió sintiendo que en su interior se inflamaba un desafío y la miró abiertamente, de manera ostentosa, sin ocultarlo. Clavó la mirada en ella con tanta atención como para llegar a molestarla. Luego se dio cuenta de que se enorgullecía de ser capaz de un desafío así. «¡Qué pensarán ahora de mí! ¡Me encuentran repulsivo! Me encuentran demasiado culto. O demasiado insolente… Para ellos ambas cosas llevan a lo mismo… ¿Ellos? ¿Quiénes son “ellos”? No, yo también soy uno de ellos. ¡No puedo dejarme vencer por la suspicacia, la asquerosa suspicacia, por la charlatanería de mi mente! Y no lo haré, tendré fe. Tendré fe, fe en Dios y acallaré la charlatanería de mi mente. ¿De qué están hablando? ¡Hoy es Ramadán! ¿Qué estará haciendo Refik? Mahir Altaylı está explicando otra vez el concepto de Rassen Psychologie, que ya ha explicado cuarenta veces. Dice que las características fisiológicas no son suficientes para determinar la raza y que hay que tener en cuenta también las circunstancias históricas. Y los demás le escuchan. Teniendo en cuenta que comprendo el concepto, no hace falta que yo le escuche. Voy a pensar: “Hoy es Ramadán, Refik…”. No, voy a escuchar… Bien, ¿cómo puedo escribir esas poesías? ¿Esas poesías? ¡No! Lo que he hecho está bien… El poema de Barbaros se publicará en el número de enero… No, voy a escuchar y a unirme a ellos. ¿Qué dice? Por ejemplo, si los españoles son extremos en sus sentimientos y tienen un espíritu lascivo y aristocrático, esa es su psicología racial… Bueno, ¿y la nuestra, la de los turcos? La explicaremos con el coraje, el valor y el espíritu combativo… Los extranjeros creen que la hospitalidad y el şiş kebab… ¡Basta!».