45. Con el autor revolucionario
Refik estaba ante la puerta pero no llamaba al timbre, y pensaba: «Le voy a decir que… Primero le explicaré el principio de que solo nos parecemos a nosotros mismos, que constituye la esencia de mis proyectos. Luego, partiendo de ese principio, lo de la unificación de las aldeas y los caminos a las centrales y… —pulsó el timbre súbitamente—. Se lo diré… Luego, lo más importante, lo que quiero de él: “Señor Süleyman Ayçelik, quiero pedirle, en el marco de estos puntos en que hemos llegado a un acuerdo, que me ayude a crear un movimiento que influya en la revolución y en nuestro joven Estado. Eso es lo que le pido”».
Se abrió la puerta del piso. Una cara carnosa, saludable, redonda sonrió a Refik:
—Así que es usted. Bienvenido. ¿Lo ha encontrado con facilidad?
—Sí, sí, ¡con mucha facilidad, señor! —susurró Refik, y pensó que a partir de ese momento se vería obligado a llamar siempre «señor» al escritor de Organización.
—Vamos, deme el abrigo —dijo Süleyman Ayçelik—. ¡Oh, está usted helado! Hay té, acabo de prepararlo. Pase al cuarto al fondo del pasillo, ahora voy. No me imaginaba que tuviera esta cara. ¡Ay, Dios, no han dejado ni una percha!
Pasaron juntos a una habitación llena de libros y de techo bajo. Refik pensó que se había puesto nervioso. Examinó los libros que había sobre la mesa. Se sentó donde le indicaban, en un sillón a un extremo del escritorio.
—Yo me sentaré a la mesa, me disculpa, ¿verdad? —dijo Süleyman Ayçelik—. Si me siento a mi escritorio, pienso mejor. No es por ser más formal. En esos sillones uno está demasiado cómodo y…
—Claro, claro, adelante —murmuró Refik.
Miraba emocionado los libros, los cuadros de las paredes, los papeles, las plumas, los instrumentos de un hombre que piensa y que expone sus ideas, y le daba miedo no ser capaz de explicarle al escritor lo que pretendía de puros nervios. Cuando Süleyman Bey salió de la habitación en busca del té, se puso a pensar. Repasó mentalmente por última vez sus ideas. Luego se emocionó al ver en una de las fotografías de la pared a Atatürk y a İsmet Bajá juntos.
En eso entró Süleyman Bey y, al seguir la dirección de la mirada de Refik, dijo:
—Qué mala es la muerte, ¿no? —y añadió sin mirar a Refik a la cara—: Pero también ha tenido algo de bueno. La República ha sobrellevado su enorme pérdida con mucha dignidad. No nos hemos dejado llevar por la preocupación, por el miedo al qué pasará. Ha sido un gran logro… ¿Cuántos terrones?
Durante un rato estuvieron charlando de la vida, la muerte, la juventud y la vejez. Iniciaron el tipo de conversación que entablan para conocerse mejor dos hombres con la cabeza sobre los hombros, el uno maduro, el otro al final de la juventud. Süleyman Ayçelik mencionó a su hijo, que estudiaba el último año del bachillerato en Estambul.
—Quiere ser ingeniero. Ahora los jóvenes valoran sobre todo la técnica, la ingeniería… En mis tiempos, todo el mundo quería ser militar.
—Pero usted no quiso serlo, supongo —dijo Refik—. Si no me equivoco, estudió en la Universidad de Moscú…
—Sí, pero no estaba hablando de eso —le interrumpió Süleyman Ayçelik—. ¡Mi hijo quiere ser ingeniero! Que lo sea, no tengo nada que objetar. Y además, después de las cartas que he recibido de usted, he podido ver hasta qué punto un ingeniero tiene la capacidad de razonar con detalle. ¡Pero lo malo es que mi hijo carece de entusiasmo! Eso me da un poco de pena. ¿Acaso, me pregunto, no les ha proporcionado la revolución el suficiente entusiasmo a los jóvenes?
—Sí, el entusiasmo es importante, ¿no?
—Es importante, pero en la juventud…
—De joven era usted entusiasta, ¿no? —preguntó Refik.
—¡Sí, sí, de joven! —Süleyman Bey hizo un gesto de impaciencia. Cambiando la posición de las piernas, dijo—: Pero la juventud actual es muy apática. ¡Y la apatía les aleja de la comunidad! Mi hijo no siente la menor preocupación ni el menor interés por lo que ocurre en la sociedad en que vive. Le interesan los artefactos eléctricos, las máquinas. Cómo funciona la radio, es en lo único que piensa… ¡Bueno! Yo defiendo que lo que de verdad necesitamos es técnica e industria, pero, de todas formas, me angustia que mi hijo sea así.
—Sí, también necesitamos industria para librarnos de la oscuridad medieval.
A Refik le pareció que había hablado simplemente por decir algo.
—¿Se ha interesado alguna vez por la pedagogía? —le preguntó de repente Süleyman Bey.
—Todavía no he podido dedicarle mucho tiempo —respondió Refik encontrando banales sus palabras.
—En un país como el nuestro, la pedagogía es absolutamente necesaria —dijo Süleyman Bey—. ¿Cómo educará a esos campesinos? ¡Y no solo para sus proyectos! Los campesinos no saben qué es lo mejor para ellos ni quiénes quieren dárselo.
—Yo soy partidario de que, ante todo, se tomen ciertas medidas económicas —comentó Refik comprendiendo que, de manera inesperada, la conversación había llegado a sus proyectos.
—Muy bien, pero ¿y si los campesinos se oponen a esas medidas?
—No creo que los campesinos se opongan a las medidas que he expuesto —replicó Refik, excitado—. En mi proyecto…
—Sí, sí, he leído su proyecto, amigo mío. —Süleyman Bey abrió un cajón de su escritorio. Tomó la carpeta que Refik le había enviado hacía diez días a través de un intermediario y la dejó a un lado de la mesa—. Pero ¿cómo se pondrá en práctica todo esto?
—De eso quería hablar con usted, señor —dijo Refik.
Luego se ruborizó pensando: «Le he llamado “señor”».
—Pero si a mí esto no me parece bien…
—¿Cómo?
—Que a mí esto no me parece bien. Usted quiere convertir Turquía en un paraíso campesino.
Comprendiendo por el tono de voz del escritor de Organización que la expresión «paraíso campesino» era despectiva, Refik replicó:
—¡Yo quiero que Turquía sea un paraíso para todo el mundo!
—Sí, por sus cartas he comprendido que esa es su aspiración. Es algo que quieren todos, o eso dicen. Usted lo llama «ilustración». Pero ¿a quién beneficiará esa ilustración? ¿A los campesinos, al pueblo, a los pobres y desheredados? ¡Estupendo! Pero ¿con qué harina vamos a amasar algo tan bonito? ¿Con la que tenemos? Eso tampoco está mal. No tenemos industria. O sea, ¡que cogeremos la harina de la agricultura y se la devolveremos a la agricultura! ¿No?
—Hasta cierto punto. Pero es misión de la revolución llevarlo a cabo. Unir a los campesinos a la luz de unos nuevos principios…
—Así que vamos a devolver la harina a la agricultura… —Süleyman Bey interrumpió el discurso de Refik—. Pero si esto no se diferencia en nada de lo que ya se ha hecho antes… Nuestro objetivo tendría que ser crear industria con esa harina. No se le ha ocurrido pensar en mi visión de una nación avanzada tecnológicamente, sin contradicciones. Y, sin embargo, en sus cartas me decía que meditaba sobre ello.
—¡Por supuesto! —respondió Refik nervioso.
—Si lo hubiera pensado, tendría que haber visto que el objetivo es que el estado encuentre el capital que los capitalistas son incapaces de encontrar y que cree una industria. ¿O es que usted entiende de otra manera el principio del estatismo?
—¡Yo también lo entiendo así!
Pero en ese instante Refik pensó que no tenía importancia cómo lo entendiera, que lo importante era que se pusieran en práctica aquellos proyectos para llevar la Ilustración al pueblo. «Tendría que haberle explicado que es necesario ponerlos en práctica», murmuró.
—Si entiende como yo el principio del estatismo, ¿cómo es posible que piense así? —continuó Süleyman Bey. Señaló la carpeta que había dejado sobre la mesa—: ¿Cómo es posible que haya llegado a la idea de un paraíso campesino, que se contradice absolutamente con esa forma de ver las cosas?
De aquellas palabras Refik dedujo que algunos detalles de su proyecto chocaban con ciertas ideas del escritor de Organización. En opinión de Refik, la contradicción a la que su interlocutor le daba tanta importancia no podía ser demasiado relevante. Porque, al fin y al cabo, ambos creían en la misma revolución y ambos tenían las mejores intenciones. Como las buenas intenciones y el amor a la revolución eran unos asideros que superaban las pequeñas diferencias, Refik escuchaba las palabras de Süleyman Ayçelik sin objetar nada y prestaba atención, más que a los detalles, a su entusiasmo.
Para sacar a la superficie los desacuerdos entre ambos, Süleyman Ayçelik le exponía el punto de vista que había defendido en su libro y en la revista Organización. Mientras le explicaba sus ideas, de vez en cuando se detenía y esperaba en silencio con el ceño fruncido y mirando con dureza a Refik como si pensara: «Vamos, señálame en qué no podemos estar de acuerdo». Después de resumir extensamente sus opiniones, fue a la cocina a buscar té.
Refik ni siquiera pensó en los puntos de vista del otro. Porque los había oído en varias ocasiones y le parecían bien. Mientras Süleyman Ayçelik hablaba, Refik solo prestaba atención a sus gestos, a su entusiasmo. «¡Sí, la Ilustración acabará por llegar!», murmuró, y se preguntó con curiosidad por qué Süleyman Ayçelik se pondría de tan mal humor de cuando en cuando.
Cuando el autor de Organización regresó llevando las tazas de té volvió a adoptar el mismo aspecto malhumorado.
—Dice que le parece bien todo lo que le estoy contando. Pero luego redacta proyectos que lo contradicen.
—¡Pero todavía sigo sin ver dónde está la contradicción! —dijo Refik intentando ser lo más amable posible, y sonrió.
Luego empezó a enumerar los puntos de vista comunes entre él y el escritor de Organización al tiempo que recordaba asimismo las cartas que se habían escrito.
Süleyman Ayçelik le interrumpió:
—Eso que llama puntos de vista comunes es solo un entusiasmo compartido. Le diré dónde está la contradicción entre usted y yo: usted es incapaz de comprender que la única fuerza de la revolución es el estado y sus cuadros. Usted solo proyecta darles ciertas facilidades a los campesinos, que vivan en mejores condiciones, llevarles las posibilidades técnicas del mundo. Algo que, al fin y al cabo, todos queremos. Pero usted pretende eso ante todo y solo eso. No lo entiende: es algo que no puede ocurrir en un primer paso, de inmediato, y nunca por sí solo. Primero hay que reforzar el estado, devolverle su antigua fuerza y con ella derribar los obstáculos que se oponen al progreso. ¡El estado ante todo! No ha comprendido que en este país el estado ocupa un lugar muy particular.
—Siempre he pensado que somos muy particulares —replicó Refik.
Se asustó al percatarse de que su voz sonaba desesperanzada. «¡Me está desconcertando!».
—¡Solo nos parecemos a nosotros mismos! —exclamó el autor de Organización.
—Sí, es lo mismo que yo defiendo —respondió, nervioso, Refik.
—Eso es lo que usted dice, ¡pero lo único que propone es cambiar la forma de vida de los campesinos!
—¡Viven en unas condiciones pésimas! ¡Lo pude ver en las obras del ferrocarril!
De repente, Süleyman Ayçelik se puso en pie. Sonrió intentando mantener la sangre fría.
—Fue allí y le dieron pena. A mí también me dan pena. Antes me esforzaba en ser marxista. Pero luego aprendí a no dejarme vencer por mis sentimientos. Apréndalo usted también. ¡Entonces tendrá algún valor lo que escriba! —Después de decir aquello, volvió a sentarse con una rudeza que ya no intentaba disimular—. La revolución y el estado se alzarán basándose en los campesinos. Si nos dejamos vencer por los sentimientos, si les volvemos a dar todo lo que tenemos, ¿cómo vamos a crear una industria? ¡Y si no podemos crear una industria, el imperialismo nos devorará!
—Sí, sería muy malo que no tuviéramos industria —afirmó Refik, y al hacerlo se encontró bastante tonto.
—Dice eso, pero también lo contrario. No pueden ser las dos cosas a la vez. Lo primero que hay que hacer es crear una industria estatal. Es un movimiento que se puso en marcha, pero que se ha detenido. No sé qué hará ahora İsmet Bajá, pero es absolutamente necesaria una industria estatal. ¡Y nos la procuraremos gracias al campo, a esos campesinos que tanta pena le dan!
—Si por lo menos se pudiera evitar la opresión de los terratenientes… —protestó Refik, y de nuevo se encontró tonto.
—Sabe que la revolución no podrá hacerlo. —Süleyman Ayçelik sonrió—. Eso es lo que pretenden los bolcheviques. Pero ellos no tienen ni voz ni voto en Turquía. Nadie les apoya. ¡Y por eso son los que más critican! —sonrió como si sintiera lástima por sus antiguos camaradas. Luego, de nuevo irritado, prosiguió—: El idealismo es bueno, pero, en mi opinión, en la vida real es mejor hacer algo palpable. —Y preguntó furioso—: ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¡Sí, la revolución no puede tocar a los terratenientes!
—Así que la revolución no puede tocarlos, ¿eh? —murmuró Refik.
—No obstante, la revolución sí ha hecho algo —dijo Süleyman Bey—. Renunció a recaudar impuestos del campo. Ha traído la igualdad en el ejército. Quedaban las tasas de traslado: también eso lo suprimimos hace dos meses.
—Las tasas de traslado eran un impuesto horrible. Supongo que lo sabe: no podían pagar los aranceles y…
—Lo sé, señor mío, lo sé todo. Si quiere, cuénteme también lo de Dersim. Eso también lo sé —exclamó irritado el escritor—. Conozco todos los pecados y los asumo. ¡Porque creo que no hay otro camino! Y si usted quiere hacer algo, si quiere servir de algo al estado, tiene que ser lo bastante valiente como para asumir sus pecados… La verdad es que tampoco debería llamarles pecados… Nada que se haga por el estado es pecado. Pero usted, con ese punto de vista tan extraño, tan original, piensa que parte de lo que se hace es un crimen, y luego, claro, ¡se le ocurren esos proyectos tan erróneos! Medite sobre qué es la revolución. La revolución consiste en traer lo que es bueno para el pueblo, a pesar del pueblo, pero para él.
«Claramente, soy tonto —pensó de repente Refik. Se asustó—. He hecho todos estos proyectos para darle un sentido a mi vida. Sentí lástima de los campesinos para darle un sentido y un objetivo a mi vida. Y luego ha resultado que todo era estúpido e inútil». Permanecía sentado sintiéndose un criminal, un monstruo ajeno a la sociedad, un pervertido, sacudía ligeramente la cabeza inclinada hacia el suelo y se miraba la punta de los pies. «Resulta que mis ideas eran erróneas, que soy un soñador. He leído a Rousseau… Huí de Estambul. He visto la miseria de los campesinos… Pero me equivocaba». Por primera vez no le parecía terrible sentirse apartado de la sociedad. «¡He pretendido hacer algo! —pensó—. Y lo sigo pretendiendo».
—¿Y pues? ¿Qué puedo hacer? —le preguntó a Süleyman Ayçelik mirándole.
Luego pareció avergonzarse de aquella actitud tan poco formal.
—Puede hacer como yo —le respondió Süleyman Ayçelik.
«¿Y qué hace él? —pensó Refik—. Director general de Asuntos Económicos en Ankara. Funcionario del estado… Si también me hago funcionario del Estado, lo estaré asumiendo todo. Y si me niego a serlo, no podré hacer nada».
—Podemos encontrarle un buen puesto —dijo Süleyman Bey—. Tengo entendido que el Ministerio de Agricultura está publicando ese libro suyo. En mi opinión, es un error, ¡pero no importa! Al fin y al cabo, es una forma de servicio y demuestra sus buenas intenciones. Puede encontrar un puesto en la comisión de estudios industriales del Ministerio de Economía… Puede que yo también vaya allí. Porque, como sabe, el objetivo principal es que el estado posea una industria poderosa…
—¡Ay, no puedo estar con el estado y oponerme a él! —gimió Refik.
—¡Eso sí que es verdad! —dijo el escritor. Por primera vez, pareció entristecerse—. Pero tiene que elegir. O con nosotros, o contra nosotros. ¡Y ya sabe lo que le ocurre a quienes están en nuestra contra! —con una mano se señaló el lado izquierdo del pecho—. Por un lado, los comunistas. No tienen ninguna influencia. Y algunos, por desgracia, están en la cárcel. —Con la misma mano se señaló el lado derecho—. Por otra parte, los partidarios del liberalismo, el grupo del Banco del Trabajo, los falsos liberales… Ha leído Estado e individuo de Ahmet Ağaoğlu, ¿no? Pero ni ellos ni los otros fueron capaces de representar un obstáculo para nuestro movimiento de la Organización. Han sido los reaccionarios y los enemigos de la revolución. En una noche nos disolvieron. ¿Se ha enterado de cómo enviaron a Tirana al autor de Ankara, esa novela que tanto le gusta? Ahora, con İsmet Bajá, quizá seamos capaces de continuar el trabajo que habíamos comenzado. Puede unirse a nosotros…
Refik estaba estupefacto. El escritor se lo proponía como si le dijera: «Puede sentarse en ese sillón». «¿Sería capaz de unirme a ellos? —pensó—. Convertirme en funcionario después de tanto entusiasmo…». La mera idea le pareció horrible.
—¡No, no puedo!
Luego pensó en cómo las palabras se le habían escapado de los labios.
Se produjo un silencio.
—Lo siento —susurró Süleyman Ayçelik. Se calló un instante—. ¡Pero usted tiene un entusiasmo que no podemos encontrar en la juventud! Bien, ¿qué piensa hacer?
—Regresaré a Estambul.
—Ah, claro, llevaba usted mucho tiempo en ese ferrocarril, ¿no?
«Regresaré a Estambul —pensó Refik—. ¿Tan blando soy? Estar con el estado, ¿eh? No soy tan blando. ¡Me niego a participar en el mal! O sea, ¿que soy mejor persona que este Süleyman Bey? No, no lo soy; además, soy un poco más imbécil… Quiero volver a casa. ¿Y qué voy a hacer allí? ¿Será todo igual que antes? En ese caso, me opondré al estado… Y, aunque me atreva, ¿qué?».
—Puede seguir escribiéndome desde Estambul —dijo Süleyman Ayçelik—. ¡Quizá algún día lleguemos a entendernos!
—Yo no pretendo el bien del estado, sino del país —dijo Refik.
—¡Lo sé, lo sé! Lo que usted no sabe es que no se pueden separar, y que el estado tiene prioridad.
—Posiblemente sea cierto, pero eso no dicta mi forma de actuar.
Hubo una pausa, y luego se sonrieron con la tranquilidad de las personas que se entienden profundamente. Con aquella sonrisa todo salió a la superficie y fue como si cada uno de sus desacuerdos se pusieran de manifiesto.
Süleyman Ayçelik se levantó y empezó a pasear arriba y abajo por la habitación. Con una expresión tímida que Refik nunca se habría esperado de él, sonrió como un niño y de repente dijo:
—Muchacho, ¡me ha caído usted muy bien! Sus cartas me animaban y me hacían pensar. Cuando leí los proyectos que me envió, me puse furioso. Pero ahora no tengo más remedio que decírselo: ¡me cae usted muy bien! —palmeó varias veces el hombro de Refik—. Nunca habría sospechado que su cara era así. Ahora lo entiendo. Tan redonda, inocente y tranquila… —la vergüenza le impidió terminar. Miró a otro lado y continuó—: Vamos, cuénteme lo que vio en la construcción del ferrocarril. Le pido disculpas si he sido maleducado con usted. Sí, sí, traigo más té, ¿no?
Salió de la habitación con pasos diminutos y rápidos.
«¡Así que tengo una cara redonda y tranquila! —pensó Refik. Se sentía estúpido—. ¡Un estúpido bienintencionado! ¿Por qué le ha llamado la atención mi cara? ¡Porque seguro que delata mi estupidez! —intentó mirarse en los cristales con pestillo de la biblioteca. Se puso en pie. Le pareció distinguir su rostro—: ¡Una cara redonda y tranquila!». Pensó en Perihan. Recordó su antigua vida. «Esta cara redonda y tranquila se sentaba a almorzar los días de la fiesta del Sacrificio, y en Nochevieja sonreía jugando a la lotería». Recordó su último día en Estambul, de donde se había marchado hacía nueve meses. Había paseado por Beyoğlu convencido de que le asqueaba la vida cotidiana, se había comparado con los cristianos, había decidido que era una criatura extraña por la que nadie podría sentir el menor interés. «¿Por qué ha pasado todo esto? —susurró—. ¿Cómo ha ocurrido? ¿Qué soy? ¿Por qué me he descarrilado? ¡Soy una buena persona! —pensó—. Así es como me ven… Bueno, inocente, honesto…». Cuando uno no tiene ninguna otra cualidad así es como le llaman: buena persona. De la cocina llegaba un tintineo de tazas. «Por ejemplo, este les dirá de mí a los demás: “¿Refik Işıkçı? ¡Ah, sí! ¡Una buena persona! Tiene buenas intenciones…”. Y los otros pensarán: “O sea, ¡un poco tonto!”. Y Süleyman Ayçelik continuará: “A este muchacho le asusta ir a la par con el estado”… Y luego moverán la cabeza alzando las cejas: “Ay, Dios, qué gente hay bajo el sol”». Repasó la tormentosa conversación. En un primer momento no había comprendido nada y sonreía estúpidamente. Sin embargo, debería haberlo entendido antes. «¡En realidad, lo entendí!», pensó súbitamente. Al ver a Ziya, al ver al ministro de agricultura, no, no. ¡Lo había entendido al ver a Kerim Bey! Se acordó de herr Rudolph. «¡Me ha poseído el diablo! ¡Y me he convertido en un extraño en mi propio país!». Pero ahora le complacía la conciencia culpable de estar alejado de la sociedad, disfrutaba de ella aspirándola ligeramente como un cigarrillo y haciéndola correr por sus venas. «Así pues, nada depende de mis buenas intenciones, de mis deseos ni de mis decisiones. Estoy condenado a permanecer aparte. ¡Porque dentro de mí ha caído para siempre la luz de la razón y la Ilustración! Estamos cercados por eso que llaman estado, revolución, República. ¡No me dejan salida!». Se acordó de las palabras de Hölderlin. «Bueno, ¿cómo llegará la Ilustración?», murmuró. Se enfureció recordando la alegría con la que Muhtar Bey hablaba con toda tranquilidad de la fuerza del estado: «¿Cómo llegará la Ilustración? Yo creía en ella. ¿Luz u oscuridad? Si es la oscuridad, eso quiere decir que estoy condenado para siempre. Si es la oscuridad, ¿quiere decir que me someto y renuncio a la libertad? Pero ¿por qué, por quién, qué libertad? Si hacemos caso a lo que dice Muhtar Bey, renunciar a la libertad, o a la Ilustración, nos hará progresar… ¿De veras? Bueno, ¿y quién quiere libertad? ¡El Estado no! Tampoco a los empresarios les interesa mucho. ¡Los terratenientes la odian! Los campesinos no han oído hablar de ella. ¿Quién queda? ¿Los obreros? ¡Y yo! Ja, ja, ja… ¡Yo quiero que haya libertad!». Caminaba arriba y abajo por la habitación, miraba los retratos de las grandes personalidades del estado en las paredes. Los hombres de las fotografías, duros pero compasivos, parecían sorprendidos: «Joven, ¡quién te crees que eres! —le decían—. Nosotros lo organizamos todo. Así pues, nosotros lo apañaremos, cualquier cosa que a ti te parezca lo mejor, ¡la haremos nosotros! ¡A un mortal como tú no le corresponden esos asuntos! Que si oscuridad, que si luz, que si libertad, ¿de dónde lo sacas? Recuerda que eres un súbdito y sométete». Todo aquello lo pensó sonriendo. Someterse también tenía su parte agradable. Uno se somete, le echa la culpa a la Historia y a la presencia constante que le rodea, y se dedica a vivir… Y si de vez en cuando se siente incómodo, se responde con orgullo: «Conozco todos los pecados, asumo todos los pecados…». Y añadió alegre: «¡Soy consciente de ser un súbdito!». Pero luego, furioso, volvió a recordar a Hölderlin. De repente se dijo «¡No, es un error!», y se dio cuenta de que, siguiendo su costumbre, había trazado un círculo vicioso mental. Como no quería dar más vueltas por él ni por la habitación, se sentó. Miró lo que el escritor de Organización tenía sobre la mesa: todos aquellos lápices, papeles, cigarrillos y ceniceros, carpetas y libros que tanto le habían emocionado al entrar en la habitación, ahora le parecían ridículos. También era ridícula la carpeta con sus propios proyectos. Luego recordó que los iban a publicar y olvidó de repente todo lo que acababa de pensar: «¡Cuando se publique puede que haya alguien que lo haga suyo!», susurró y súbitamente se sintió listo para echarle la culpa a la Historia y a la presencia constante que le rodeaba.