44. Las esperanzas del diputado
Muhtar Bey subió las escaleras a toda velocidad. Miró en la sala de estar y en su cuarto con la esperanza de encontrar a su hija, pero no la vio. Se metió en su dormitorio. Cerró la puerta. Se arrojó en la cama como un niño pequeño que está a punto de romper a llorar. «¡Se acabó todo! ¡Ahora empieza todo! —se dijo—. ¿Qué pasará ahora?». Mirando el blanco techo de la habitación, se dijo: «La muerte es muy mala. Y yo no soy nada. A su lado, no soy nada. —Casi se echa a llorar. Arrugó el gesto, avergonzado—. ¡Qué mal! Todo es inútil. Y ahora, ¿qué?», se preguntó.
Había ocurrido lo que todos esperaban y para lo que él se había estado preparando: Atatürk había fallecido hacía diez días en Estambul. Sus restos mortales habían sido depositados ese mismo día en el sepulcro provisional del Museo Etnográfico y se había oficiado una ceremonia en la que había participado toda Ankara. Muhtar Bey, que había participado en las exequias del parlamento llorando como todos los demás, pensó en no acudir a las que se iban a celebrar en la ciudad porque temía echarse a llorar de nuevo, pero después cambió de opinión y se dijo que lo más correcto era estar presente. La ceremonia, como la de Estambul y la del parlamento, había transcurrido entre un torrente de lágrimas, y Muhtar Bey, incapaz de aguantar escenas tan conmovedoras, había vuelto a llorar en público. «Bueno, ¿y por qué he llorado?», pensó. Se dio la vuelta en la amplia y blanda cama de matrimonio, volvió a preguntárselo y se contestó a sí mismo: «He llorado porque ha sido terrible. Sí, ¡terrible!». Con aquellas palabras revivió mentalmente lo que había sentido durante la ceremonia. Empezó a pensar de nuevo que todo era inútil, que nada tenía sentido ni valor. Luego analizó por qué lo creía: «Porque comparada con la muerte de alguien, cuya ausencia lloran todos, mi vida no tiene ningún valor… ¡Soy una hormiga al lado de esa montaña!». De repente se encendió en él una llama maliciosa: «Pero yo sigo vivo, veo lo que pasa en el mundo, ¡y se me pasarán otras cosas por la cabeza! Sí, ¿qué ocurrirá a partir de ahora?». Se avergonzó de su forma de pensar y, para castigarse, intentó concentrarse en la muerte de Atatürk. Pero se puso nervioso al darse cuenta de que, como siempre le ocurría cuando pensaba en aquel fallecimiento, había empezado a elucubrar sobre su propia muerte y sobre su vida.
Para librarse de aquellas ideas y del calor de la almohada, que se iba caldeando bajo su mejilla y su oreja, de nuevo se dio la vuelta en la cama resoplando. «Y ahora, ¿qué? —pensó—. ¡Ahora se irá por fin Celâl Bey! Celâl Bey se irá y tomarán el mando los seguidores de İsmet Bajá. ¿Cuándo será?». Muhtar Bey había pensado que sucedería inmediatamente después de la muerte de Atatürk, pero se había equivocado. Nadie se atrevía a decir que en el país habría grandes cambios, así que hacía cinco días el anterior gobierno de Celâl Bey había conseguido un voto de confianza del parlamento. Eso demostraba que el gobierno de antes seguiría funcionando al menos durante un par de meses. «¡Dos meses tirados a la basura por no preocupar al país! —pensó Muhtar Bey—. Y, sin embargo, lo que el país necesita de inmediato es una renovación, nuevos cuadros. Y los nuevos cuadros están impacientes por asumir sus funciones». Excitado y esperanzado, murmuró: «¡Yo también estoy impaciente!». Iba a reírse de sí mismo, pero cambió de idea: «¿Y qué tiene de gracioso? He esperado pacientemente, he trabajado. Tengo bastantes conocimientos, experiencia y valor como para asumir un cargo. Y, además, he sabido avanzar con decisión por el camino correcto. ¿Qué me falta? ¿Por qué me parece ridículo ese deseo mío?». Nervioso, levantó la cabeza de la almohada. «Por Dios, ¿qué me falta a mí que tengan otros? ¿Que Tevfik? ¿Que Faik?». Repasó mentalmente uno por uno los antiguos ministros y los ministrables, los contaba doblando los dedos, admitiendo con agrado su superioridad tras cada nombre: «¿Muhlis? ¿El doctor Hulusi? ¿Sacit, que sabe francés a medias? ¡Gracias a Dios, no me falta nada que tengan ellos! ¡Y además soy más valiente y decidido y, sí, he conseguido avanzar con coherencia siempre por el mismo camino!». Se excitó aún más al recordar con cuánta coherencia había avanzado por aquel camino y lo leal que era a İsmet Bajá. Convencido de que lo recordaría, de que lo llamaría para darle un puesto en el nuevo gobierno, se dijo: «Bueno, ¿y cuándo destituirán a Celâl Bey? Este gobierno no hace más que dar largas al país. Perdemos días más valiosos que el oro. ¡Qué pena, qué pena!». Seguro una vez más de que lo llamarían, apoyó la cabeza en la almohada.
Sí, cuando İsmet Bajá formara su nuevo gobierno, seguro que le recordaría y recomendaría al nuevo primer ministro a Muhtar Laçin, que le había sido fiel a lo largo de toda su carrera política. Muhtar Bey se imaginó con todo detalle la escena en el palacio de Çankaya. Muhtar Bey suponía que el nuevo presidente del gobierno sería un Refik Saydam o un Şükrü Saracoğlu, e İsmet Bajá le preguntaría «¿En quién piensa?», y luego, sin esperar la respuesta, él mismo se contestaría «¿Ha pensado en Muhtar Laçin Bey?». Mirando emocionado el techo del dormitorio, Muhtar Bey susurró: «Sí, sí, ¡Laçin!». Claro que İsmet Bajá recordaría el apellido que él mismo le había puesto. Hacía cuatro años de aquello. Todos andaban pidiéndoles a los grandes hombres que conocían que les escogieran un apellido. A Muhtar Bey lo invitaron a la Casa Rosada a jugar al ajedrez, después de la partida comentó que le gustaría recibir su apellido del primer ministro; İsmet Bajá se lo pensó un poco y respondió: «¡Laçin!»[8]. Muhtar Bey le pidió que le pusiera por escrito aquella palabra que no entendía del todo y más tarde supo cuál era su apellido por la temblorosa letra de aquel papel que llevaba la firma del bajá y que guardó durante años; decidió que aquella palabra un tanto absurda tenía un sonido tranquilo que recordaba a su propio carácter. Tenía una personalidad tranquila. Sabía esperar, observar con paciencia los acontecimientos: con paciencia, ¡no con una indecisión letárgica y estúpida! Con paciencia le había sido leal a İsmet Bajá. Y recordó cómo había sido el comienzo de su lealtad. Fue en los primeros meses de su llegada al parlamento. El bajá, que estaba conociendo a los nuevos diputados, inició la conversación preguntándoles por sus hábitos; les preguntó quién tenía por costumbre echarse la siesta después de almorzar, Muhtar Bey le contestó nervioso y con sumo respeto que él tenía esa costumbre, y así consiguió atraer su atención. Pero el bajá demostró verdadero interés por él cuando supo que jugaba al ajedrez. En el breve plazo de seis meses tras su designación como parlamentario consiguió establecer una relación muy difícil de conseguir cuando le llamaron a la Casa Rosada para jugar al ajedrez. Muhtar Bey se conmovió recordando aquellos años. Su esposa aún no había fallecido. En el parlamento luchaba contra los enemigos de la revolución, desenmascaraba a los falsos revolucionarios, le encantaba Ankara y creía que tenía un futuro brillante. Esperanzado, pensó: «Y ahora tengo a un paso ese futuro, fruto de mi paciencia y mi entusiasmo. ¡Me queda un paso para alcanzar el objetivo al que he orientado mi vida entera!».
Volvió a darse la vuelta en aquella cama con brillantes bolas de latón en las esquinas. «¡Un pasito!», se dijo. Daría un paso y toda su vida, no solo su futuro sino también su pasado, cobraría una dimensión completamente nueva. El entusiasmo y el progresismo de su juventud y su decisión de adulto serían coronados por las altas misiones de su madurez. ¿Con qué podía uno darle profundidad a su vida si no era con tales misiones? «¡Y sobre todo alguien como yo!», pensó angustiado Muhtar Bey. Nunca se había considerado una personalidad colorida, ni polifacética. Tampoco había obtenido de la vida el placer que conseguían la mayor parte de sus pares. Después de morir su esposa no había conocido a ninguna mujer excepto a una en Estambul una noche de fiesta en que había bebido bastante, había reprimido los deseos de su anciano cuerpo en parte por indecisión y en parte por pereza. Tampoco había sido hombre de salones, al contrario que otros como él. En sitios así siempre se quedaba al margen y pensaba que no era capaz de llenar, no ya el salón en cuestión, sino ni siquiera la butaca en la que se sentaba. Además, tampoco le gustaban las conversaciones vacías. Era verdad que se había descubierto a menudo diciendo tonterías, especialmente cuando siendo gobernador se había dejado arrastrar por el brillo del círculo de interés y admiración que se había formado a su alrededor, pero al llegar a Ankara comprendió que su personalidad no dominaba precisamente la charlatanería. Tampoco disfrutaba de la bebida. Se excitó enumerando sus cualidades: «Tampoco me entretengo con otros libros que no sean los de memorias —pensó—. Así que no puedo encontrar nada que le dé profundidad a mi vida aparte de la misión que espero. Para mí el sentido de la vida consiste en servir y ascender sirviendo a mi país. Me queda un paso para conseguir un cargo. ¡Un pasito de nada!». Pero luego se puso de mal humor porque no le correspondía a él dar ese paso, sino a İsmet Bajá, y se vio obligado a volverse una vez más en la cama.
Daba vueltas en la cama y murmuraba: «¡Un pasito de nada!». Pero ¡cuánto había sufrido para subir el peldaño de ese pasito! Siendo gobernador recibía anónimos con amenazas de muerte, insultos y calumnias. Con la excusa de poner en práctica la ley del sombrero y el vestuario, había incordiado a todos los pequeños tenderos y a los religiosos de la ciudad. Ese año, en la fiesta de la República, había anunciado a gritos que castigaría a los reaccionarios, sin que le importara atraer sobre sí todos los rayos. En eso consistía la juventud. Actuaba de acuerdo con lo que había aprendido de Namık Kemal y Fikret mientras estudiaba política. Y luego estaba su lucha en el parlamento, basada en el racionalismo y la decisión. Por supuesto, durante aquella lucha no había podido encontrar un puesto en las primeras líneas, aunque tampoco es que se hubiera quedado en la retaguardia, porque, antes que nada, era el más claro continuador de los diputados revolucionarios. Iba a cada sesión parlamentaria, escuchaba atentamente, deambulaba por los pasillos, se lanzaba a discutir en cualquier parte en cuanto veía la oportunidad, exponía sus ideas, pero nunca atraía la atención, nunca hacía ruido, rondaba como una sombra con su habitual actitud pausada. Sin duda, el motivo por el que hacía su presencia tan patente era, además de su devoción al cargo, que no tenía otro oficio que el de diputado. Aparte de los ministros o quienes tenían un puesto en el partido, la mayoría de los diputados poseían una segunda ocupación. Unos eran periodistas, otros abogados, otros terratenientes. De hecho, habían sido nombrados diputados por el éxito que habían alcanzado en su trabajo. En cuanto a Muhtar Bey, designado por su éxito como gobernador y por su fervor revolucionario, era imposible que se dedicara a otra cosa aparte de la cámara. Porque uno podía ser diputado y periodista, pero las normas no permitían ser diputado y, a la vez, gobernador. «Pero las normas sí permiten ser diputado y revolucionario, ¡y eso es lo que soy!», pensó de repente Muhtar Bey, se levantó de la cama excitado y empezó a pasear por la habitación.
Mientras caminaba susurraba para sí otra vez: «Un pasito de nada, ¡si İsmet Bajá diera ese pasito de nada!». Empezó a pasar revista a todo lo que había hecho por İsmet Bajá, quien con ese pasito de nada habría de coronar su vida… Le había apoyado con todo su ser mientras era primer ministro. Y cuando dejó de serlo se convirtió en su voz y en sus oídos en el parlamento. Entre bastidores siempre recordaba su nombre, hablaba bien de él a la menor ocasión y cuando visitaba la Casa Rosada le resumía los rumores de los pasillos. El bajá, que tras perder el favor del poder se dedicaba a mejorar su inglés y a estudiar la historia inglesa al completo con un profesor particular y luego a tomar clases de violín y a leer revistas de ajedrez, aparentaba recibir con admiración su entusiasmo, y de vez en cuando le seducía con palabras de elogio. En cierta ocasión, después de una partida de ajedrez en la que había salido victorioso, como siempre, el bajá le dijo: «Su defensa es buena; no obstante, al llegar el momento del ataque se espera usted y pierde la oportunidad». «Conque pierdo la oportunidad, ¿eh? —susurró ahora Muhtar Bey—. No, no, esta vez İsmet Bajá se acordará de mí. ¡Hará que me den un puesto! ¡Recordará lo fiel que le he sido!». De repente se avergonzó de sí mismo y murmuró: «¿Ese es mi mayor talento, la lealtad? —pero como le asustaba que le diera vergüenza, se dijo para apaciguarse—: ¡Tampoco eso es malo! Admito que no soy demasiado inteligente. No soy el hombre más listo del mundo. La gente como yo no asciende gracias a la inteligencia, sino a la lealtad y a la firmeza de sus creencias… Además, en nuestro país está feo ser terco y decidir por uno mismo. Uno debe consagrarse a alguien que sepa más que él, que piense más que él, debe ser fiel a alguien y adoptar unas creencias. ¡Sí, fidelidad y creencias! Yo le he sido fiel a İsmet Bajá y he creído en la revolución». De repente se encontró ridículo y se detuvo en el centro del dormitorio. Se dio media vuelta y miró apocado el espejo que había sobre la cómoda. «Dios mío, ¿soy ridículo? —murmuró—. No, no lo soy… Soy como todos. Mira qué cara y qué ideas… ¡Ah, todo da igual!». Recordó la ceremonia de los funerales. «Todo es vano, ridículo, sin sentido. Comparado con eso, todo es vano y sin sentido. ¡Cómo lloraban todos! Y yo aquí haciendo feos cálculos. Si los demás se enteraran de estas repugnantes ideas mías, ¿qué dirían? ¡Tonterías! Bueno, ¿qué hay que hacer en la vida? ¡Mira ese espejo! ¡Tengo un cuerpo enorme, pero una nariz diminuta! ¿Quién dijo eso? ¿Kâmil Bajá? El principal atributo de un hombre de un Estado majestuoso es una nariz majestuosa. Y, sin embargo, yo solo tengo estas ridículas orejas de soplillo». Decidió salir de la habitación y charlar con alguien para librarse de aquella soledad que lo arrastraba a pensamientos angustiosos.
Entró en la cocina con pasos rápidos e inquietos. La criada estaba hirviendo algo en el fogón. El cristal de la ventana estaba cubierto de vaho.
—¿Dónde está la niña, Hatice Hanım? —preguntó.
—Ha salido con Ömer Bey, iban al funeral.
—¿Y todavía no ha vuelto? —replicó Muhtar Bey.
Luego, enfurecido por la estupidez de una pregunta cuya respuesta era tan evidente, salió de la cocina. «¿Dónde andarán?», pensó. Se enfadó con su hija porque se le hubiera ocurrido salir de paseo a divertirse en un día así: «Quiérela, críala, que sea la reina de la casa, ¡y que luego vaya y le guste ese esnob creído y avaricioso y se marche con él!». Contemplaba el paisaje veneciano de la pared. Había comprado aquel cuadro que a su difunta esposa no le hacía mucha gracia, pero de todas formas lo habían colgado. Se entristeció al pensar en su mujer: «Es la única a la que he amado. Y se pasó la vida riéndose disimuladamente de mí y luego desapareció. Ahora Nazlı también me dejará. Y además con ese tipo desagradable y engreído… Por lo menos podría haberse buscado otro… —se acordó de Refik—. Sí, por ejemplo, con él. A pesar de toda su ingenuidad, tiene buenas intenciones y un alma pura». Se rió al recordar sus discusiones con él: «Pero es demasiado ingenuo… Uno puede ser idealista, incluso tiene que serlo, ¡pero lo suyo es demasiado!». Se alegró cuando se le vino a la memoria que el Ministerio de Agricultura había decidido publicar la obra de Refik. El ministro, posiblemente para quedar bien con los partidarios de İsmet Bajá, se había ocupado del asunto del muchacho que le había llevado Muhtar Bey. Uno de esos días, Refik se entrevistaría con aquel escritor de Organización, Süleyman Ayçelik, y probablemente luego regresara a Estambul. Muhtar Bey se preocupó cuando se le vinieron a la memoria Süleyman Ayçelik y la revista Organización: «¡No me gustan los soñadores! —murmuró—. Puede que yo también sea un soñador con mis anhelos de obtener un puesto… ¡Soy un soñador patético que alimenta esperanzas vanas! Y, además, comparado con ese funeral, no soy nada. ¡La muerte es terrible! Vives, te esfuerzas, haces algo, te conviertes en uno de los hombres más grandes de tu país y su historia, ¡y todo se acaba de repente! —abrió los brazos en cruz—. La muerte es muy mala. Y yo soy una diminuta hormiguita. Especialmente después de su muerte… ¡Ay, y no tengo a nadie con quien hablar y contarle mis preocupaciones!». De repente se le ocurrió que podría hablar con Hatice Hanım. Se dirigió a la cocina, esperanzado.
La criada seguía ocupada con la misma cacerola de antes y comprobaba el punto de lo que estuviera cocinando con una cuchara de madera.
—¿Y? ¿Qué está cocinando, Hatice Hanım? Vamos a ver.
—¿Pues no quería ayer arroz con leche? —le respondió la criada con aspereza.
—¡Ah! ¿En serio? Arroz con leche, ¿eh? Por Dios, ten cuidado, no se vaya a pegar.
—Señor —dijo la criada con la misma aspereza—, ¿cuándo le he puesto arroz con leche pegado?
—¡Hija, era broma!
Por hacer algo, Muhtar Bey abrió la nevera y empezó a hurgar en su interior. Se puso triste al ver uno de los platos que había allí. Aquella vajilla, que a su esposa se le había ocurrido comprar tres meses antes de su fallecimiento, había sido motivo de discusiones en casa. Muhtar Bey opinaba que era mejor gastarse el dinero en otras cosas, en sillones, en muebles para el salón, en ropa. Ahora resultaba que todas aquellas discusiones habían sido estúpidas e inútiles. «Ay, ay, la vida, la muerte, todo es vano y estúpido», se dijo. Rebuscó por la nevera, pero solo le apeteció una aceituna. Y después de comérsela, le dio sed. Mientras bebía agua se preguntó cómo entablaría una conversación con la criada.
—¡Vaya! ¡Así que hay que removerlo sin parar! —dijo observando la mano que removía la cacerola con la cuchara a toda velocidad.
—¡Sí, hay que removerlo! —contestó la criada con la cara larga.
—Y si se remueve mucho, ¿no perderá sabor? Al final, esto… ¡Se le pasa el punto!
Como respuesta, la criada sacó la cuchara del borboteante arroz con leche y golpeó con fuerza el borde de la cazuela. Luego le puso la tapadera con los mismos gestos nerviosos y rudos.
Muhtar Bey se acercó a la ventana. Mientras dibujaba formas en el vaho con la punta del dedo, comentó:
—¿Y bien? ¿Qué me dices, Hatice Hanım? También ha muerto nada menos que Atatürk.
—Era un gran hombre —respondió ella—. Se nos fue. Todos nos iremos.
—Pero ¿qué pasará ahora? —preguntó Muhtar Bey—. Ya veremos qué hará İsmet Bajá, a quién pondrá al mando, ¿eh, qué me dices?
—Por Dios, señor, ¿cómo voy a decirle nada si no entiendo un pimiento de eso? —en los ojos de la criada brilló momentáneamente una chispa y su rostro tomó color—. ¡Ni entiendo de política, ni me meto! De la misma forma que usted no entiende de cocina, yo no entiendo de eso.
—Claro, claro.
A Muhtar Bey le resultó simpático el enfado de la criada. Salió de la cocina. Cuando entró en el salón ya había olvidado todas sus preocupaciones. Y también le parecía carente de importancia preguntarse si su vida tenía algún valor o no. «¡Lo importante es que estoy vivo! —murmuró—. ¡Estoy vivo, me río, hablo! ¡Espero con alegría la misión que me van a encomendar! En la cocina se está haciendo el arroz con leche… ¡Eso es!