43. Las autoridades

Llevado por la costumbre, Refik se interesó por la salud de la criada. Como siempre que la veía, le recordó la casa de Nişantaşı, a Emine Hanım, a su madre, a Perihan y demás. Mientras subía las escaleras pensó al oír las risas que llegaban de arriba: «Ahora les voy a aguar la fiesta». Cada vez que entraba en aquella casa se veía como un aguafiestas, como si pusiera triste a la gente. Recordó la cena que había ofrecido Muhtar Bey para presentarle a otros diputados. Refik había explicado sus proyectos a los parlamentarios, todos habían mostrado su interés, pero luego se habían enfrascado en lo que verdaderamente les importaba, el cotilleo político. «Sí, para ellos debo ser alguien patético y que les despierta cierta sensación de culpabilidad… Por eso pierden el buen humor cuando me ven». Lo había meditado con anterioridad y había hecho planes para no amargarles, pero al final vio que, a pesar de todo, el resultado era el mismo. Al salvar los últimos escalones vio a Muhtar Bey mirándole con un elegante frac y actitud paternal.

—¡Por fin ha llegado! —dijo Muhtar Bey—. Tenemos entre nosotros al joven revolucionario. —estrechó con fuerza la mano que le ofrecía Refik—. ¿Dónde estabas? Has ido a pasear y a echar un vistazo, ¿no? ¿Qué tal ha ido todo? ¿Bien? Estupendo. Y ¿qué te parezco, eh?

—También usted está estupendo —contestó Refik.

Luego miró a su alrededor; notaba un ambiente desacostumbrado.

Refet Bey y Nazlı sonreían. En el rostro de Nazlı había algo extraño. Ömer también sonreía, pero no parecía estar allí sino en alguna otra parte.

—¿Veis? El joven me encuentra hecho un chaval —dijo Muhtar Bey—. Hala, pasemos a la mesa y me cuentas lo que has visto. ¿Para qué me habré quedado toda la mañana encerrado en casa? Pasa aquí, y tú ahí… ¿Dónde está la comida? Hatice Hanım, ¿y la comida?

La criada respondió que había sacado la carne del horno, pero que todavía no se había enfriado y no podía servirla. Así pues, Muhtar Bey le pidió que trajera otra botella de vino. Nazlı y Refet Bey se opusieron. Muhtar Bey le contó a Refik que ya se habían tomado un par de copas. Luego, frunciendo el ceño, le preguntó si había visto al hombre del balcón. Como Refik no entendía nada, se lo explicó: su vecino el coronel andaba por el jardín con una barba de un palmo y una ropa andrajosa demostrando una total falta de respeto. Muhtar Bey quería ir a reprenderle, pero su hija y Refet Bey no le dejaban. Luego volvió a pedirle a Refik que le contara lo que había visto.

Refik había vagado por las calles sin notar el entusiasmo que le habría gustado. Al separarse de Ömer esperaba ver militares y preparativos para las ceremonias, plazas bulliciosas, gente enfervorizada, y creía que la emoción le embargaría, pero no había sido así, sino que había recorrido las calles pensando en su casa, en Perihan, en sus proyectos y en qué podría hacer en Ankara. En lugar del entusiasmo que le habría gustado sentir, notaba la sensación de ser despreciable y estúpido. Por esa razón trató de contar algo que alegrara a Muhtar Bey, pero no lo logró. Luego, sospechando también del entusiasmo de Muhtar Bey, se dijo que en realidad era impaciencia e inquietud. Cuando la criada puso la carne en la mesa, le miró sin entender la alegría y el enardecimiento que volvía a reflejar la cara del diputado y de nuevo se vio como un aguafiestas. «Se ponen tristes cuando me ven —murmuró—. Y eso que estaba decidido a traer la luz de la Ilustración». De nuevo empezó a contarle al diputado lo que había visto. Le estaba describiendo a una familia campesina con banderas y gorras cuando Muhtar Bey exclamó de repente:

—Bueno, bueno, muy bien, pero ¿qué va a pasar ahora? ¿Se pondrá al frente un nuevo cuadro?

—¿Un nuevo cuadro?

Refik se sorprendió. Pensó en la revista Revolución y organización. Buscando un punto intermedio entre sus ideas y los deseos de Muhtar Bey, le dijo que creía que con un nuevo cuadro saldrían a la luz ideas y planes nuevos.

—Aunque se ponga al frente un nuevo cuadro, nosotros seguiremos siendo los mismos perros, y con los mismos collares —intervino Refet Bey y se echó a reír.

—Entonces ¿el kemalismo es un movimiento de ideas o de cuadros? —preguntó Muhtar Bey.

Refik contestó que algo entre ambos extremos, pero que eso no importaba, que lo realmente importante estaba en otra parte, en una nueva perspectiva sobre el campo. Muhtar Bey le preguntó cuál era aquella nueva perspectiva. Pero no prestó atención a su respuesta: protestó de lo dura que estaba la carne y luego se quejó de que estaba demasiado caliente. Parecía que quería enfadarse, pero que no encontraba una excusa. Refik prefirió no explicarle que la nueva perspectiva sobre el campo se originaba en ciertas tendencias que encontraban su expresión en el principio del «populismo» del Partido del Pueblo.

—La revolución ha sido obra de un cuadro, de un cuadro de una sola persona —dijo Refet Bey.

—Y ahora él yace en su lecho de muerte en Estambul —comentó excitado Muhtar Bey. Probablemente le asustó su propia franqueza—. ¿Y ahora qué? —preguntó.

—Ya sabes cuánto hay que esperar en nuestro país para que salgan plazas nuevas.

Refet Bey se rió mirándoles uno a uno para comprobar el efecto de su chiste.

—Así que crees que la revolución también ha muerto.

Muhtar Bey levantó las cejas como si amenazara al otro. Miraba a Refet Bey con cara inflexible y acusadora.

—Poned esos trozos en un plato y se los daremos al gato —dijo Nazlı, probablemente para cambiar de conversación. Luego se dirigió a Ömer, que no había abierto la boca ni una vez desde que se habían sentado a la mesa, y le preguntó señalando un trozo grasiento de carne que tenía a un lado del plato—: ¿Te vas a comer eso?

—Has vuelto a malinterpretarme, amigo Muhtar —dijo Refet Bey—. ¿Por qué estás así hoy? ¡Oh, espinacas en aceite!

—No, no, te he entendido perfectamente. Si el cuadro es solo él y se está muriendo, eso quiere decir que la revolución ha llegado a su fin. Pero no es así en absoluto. ¿Qué opináis de İsmet Bajá?

—¿Han oído lo que ha dicho Şükrü Kaya sobre İsmet Bajá?

Y Refet Bey empezó a contar una historia sobre la infección de la vesícula de İsmet Bajá. Según los médicos, montar a caballo le había provocado una infección en la vesícula. Le habían prohibido montar durante un tiempo. Cuando se enteró, Şükrü Kaya había estado pinchando a İsmet Bajá para que obedeciera la prohibición… En aquel punto de la historia, Refet Bey se detuvo y dijo que se había liado, pero todos comprendieron por su sonrisa que la anécdota no le interesaba y que quería cambiar de tema.

—Bueno, ¿y tú crees que todo se puede arreglar por la fuerza y con prohibiciones? —le preguntó Muhtar Bey a Refik.

—Todo el mundo sabe que la fuerza, la violencia ejercida por el estado, ha abierto el camino al progreso en nuestra historia.

—O sea, que tú eres partidario de que las cosas progresen mediante el uso de la fuerza por parte del estado, ¿no?

—Hombre, ¿no es eso lo que se ha hecho siempre? —dijo Refet Bey.

—Espera, espera, que me conteste él. ¡Que confiese que es partidario del uso de la fuerza!

Refik no podía admitir que era partidario del uso de la fuerza. Pero comprendió que tampoco era capaz de afirmar que estuviera por completo en contra. Al verse obligado a repetir lo mismo que aquellas personas incapaces de tomar partido en semejantes situaciones y mientras se preguntaba cómo habría caído en tal apuro, empezó a contar lo que sabía sobre el uso de la fuerza en nuestra historia. Por una parte explicaba las reformas de Mahmut II y por otra intentaba dilucidar por qué se sentía tan apurado.

—¿Ves? —exclamó de repente Muhtar Bey—. ¡No eres capaz de oponerte al uso de la fuerza, a que el estado se aproveche de su poder! ¡Pero también has criticado las tasas por traslado y la intervención en Dersim! —luego añadió alegremente—: ¿Cómo ibas a oponerte? ¿Quién podría poner en práctica tus proyectos sin usar la fuerza? ¿Van a leerse tus propuestas los campesinos? Ja, ja, ja. ¡Sin fuerza no hay nada! ¡Nos hace falta alguien con un palo! Nazlı, hija, pásame el yogur.

«Pero eso no es verdad —pensaba Refik—. ¿Cómo va a llegar la Ilustración con el palo y el látigo? ¡Está equivocado! Pero ¿se equivoca en cuanto a poner en práctica mis proyectos? ¡Voy a responderle!».

—Sí, pero hay que ser comedido.

—¡Qué bueno está el yogur! —dijo Muhtar Bey fingiendo estar ocupado con otros asuntos para disimular su satisfacción—. Ya lo ves. Tú mismo dijiste que lo que se hizo en Dersim estaba mal. Pero si no se hubieran echado encima de ellos con el palo, la revolución habría peligrado. O estás con nosotros, con el estado y la revolución, agarras un palo y haces realidad las reformas y el progreso que pretendes, o te quedas solo, ¡y quizá vayas a la cárcel para nada! Por ejemplo, la clausura de las órdenes de derviches… Hay que liberar a la gente de esas estúpidas creencias. ¡Pero no tienen la menor intención de renunciar a ellas! ¿Qué se puede hacer?

«Azotando a la gente no se consigue corregir las cosas», pensaba Refik, pero también que en principio no podía oponerse a la fuerza que diera lugar al progreso.

—No tienen la menor intención de renunciar a ellas —repitió Muhtar Bey—. Refet, cuéntale todo lo que se ha hecho en Adana para asentar a las tribus… Cuántos años, cuántos siglos hace que se quiere asentar a los nómadas turcomanos. Pero ellos prefieren seguir siendo nómadas. Al final, los han asentado a la fuerza, a palos. ¿Qué ha pasado? ¡Ha aumentado la productividad! ¡El campo ha avanzado! ¡El país ha avanzado! ¡Ahora allí se siembra algodón para satisfacer al mundo entero! De ser por ellos, habrían preferido seguir con su antigua situación, atrasada y miserable… ¡Ahí tienes la importancia de la fuerza!

—¡Pero no se pueden traer la Ilustración y el progreso avasallando a la gente! —replicó Refik.

—¡Ay, hijo, no entiendo esas palabras que usas! —replicó Muhtar Bey encantado de liberar el rencor que había ido acumulando a lo largo de todas sus discusiones con Refik. Se rió—. ¿Qué es eso que llamas Ilustración? Entiendo lo del progreso. Progresar es importante. Que progrese el país, sí, pero que no lo enturbie eso que llamas Ilustración. Que siga la oscuridad. Que siga la oscuridad pero que progrese el país, que progrese el campo, que progrese la industria. En caso contrario, nunca habrá progreso, ¿no? ¡Porque lo que se ha hecho, se ha hecho a palos! —al ver la desesperación en la mirada de Refik, dijo—: Puede que no lo haya entendido. Puede que me equivoque. ¡Pero aquí no funciona lo de que todo el mundo sea libre! —luego se volvió, complacido, a Refet Bey—: Por eso me enfado con nuestro vecino el coronel. Lo importante es el progreso del país… Bueno, ¿por qué cuento todo esto? Porque veo que nadie hace caso a las ideas del tío Muhtar… Pues no. Puede que el cuadro de una única persona de la revolución se esté muriendo en Estambul, ¡pero hay otros que llevarán la bandera!

—¿La bandera o el palo? —preguntó divertido Refet Bey y soltó una carcajada.

Lo repitió una vez más, y de nuevo se rió como si quisiera demostrar que para él lo único importante era tomárselo todo a broma.

—Ríete, sigue riéndote —dijo Muhtar Bey—, pero no olvides que la generación revolucionaria continúa en pie con la cabeza bien alta. —Y, mirando a la criada, que entraba con un plato de fruta, repitió—: ¡Sí, seguimos en pie, con la cabeza bien alta! —luego miró de repente el reloj y gritó—: ¡Ay, ¿qué hago aquí sentado?! Llego tarde al parlamento. ¡Qué dirán luego!

Nervioso, se puso en pie de un salto, golpeó la mesa y volcó la jarra.

—¡Papá, ya se ha manchado! —exclamó Nazlı.

Muhtar Bey se puso el abrigo corriendo. Sin necesidad alguna, besó a su hija en la mejilla. Miró a Refik como si le dijera «¿Lo ves? Así soy yo», y a Ömer con aspereza. Salió a la carrera diciendo que regresaría una hora más tarde, que todos estuvieran preparados para ir al estadio, y desapareció dejando tras de sí una gran estupefacción.

Para librarse de ella y poner en orden sus pensamientos, Refik, que sentía la necesidad de continuar la conversación de poco antes, preguntó:

—Pero bueno, ¿cómo es posible? ¿Cómo es posible llevar al pueblo la luz de la Ilustración a palos? Si pretendemos que en este país brillen la razón y el progreso, ¿no los queremos para el pueblo? —como nadie le respondió, formuló otra pregunta, ahora mirando a los ojos a Refet Bey—: ¿No le parece mal que una sociedad obligue por la fuerza al pueblo a que haga suyos el progreso y las reformas? Puede que en nuestra historia tengamos ejemplos de reformas efectuadas usando la fuerza contra el pueblo, pero eso no nos obliga a ser partidarios de que el Estado la use ahora.

Refet Bey escuchó a Refik buscando la oportunidad de hacer uno de sus chistes, por fin lo consiguió y soltó una carcajada, pero se sumió en sus propios pensamientos cuando vio que nadie se reía y que Refik incluso le miraba con odio.

Refik se volvió a Ömer y repitió sus palabras. Pero en el rostro de este solo vio la sonrisa sarcástica que ponía cuando discutían con herr Rudolph. Se sintió abatido como nunca después de una discusión y empezó a meditar las respuestas que le daría a Muhtar Bey. «Le diré que nunca apoyaré un punto de vista que vaya en contra del pueblo —pensó primero—. Y él me responderá que no es contra el pueblo, sino para el pueblo, pero a la fuerza. Y entonces le diré que eso es imposible. Y él, tan contento, primero me enumerará una serie de ejemplos históricos y luego me preguntará cómo pienso poner en práctica mis proyectos de desarrollo del campo. Yo le contestaré que con el poder del Parlamento. ¡Y él se reirá y me dirá que el pueblo no elige al Parlamento! Y me hará morder el polvo. Bueno, ¿quién está equivocado? ¡Ninguno! Él solo quiere demostrarme que usar la fuerza contra el pueblo no es nada malo. ¡Y yo me opongo! ¿Resultado? Cada cual expone su propia idea y él parece tener algo más de razón. Y el motivo por el que lo parece es ese proyecto mío. Sin embargo, lo he hecho para traer la Ilustración. ¿Y luego, qué? Dentro de poco llegará Muhtar Bey. Iremos al estadio. Luego puede que vea a Süleyman Ayçelik. Después regresaré a casa, a Estambul. Ömer y Nazlı llevan días con la cara larga… ¿Qué pinto yo aquí?». Bostezó y se desperezó por hacer algo, miró por la ventana, le habría gustado hablar con alguien, pero todos estaban sumidos en sus propios pensamientos y nadie quería romper el silencio. Volvió a sus reflexiones de poco antes: «Entonces le diré que el parlamento tendría que ser elegido por el pueblo. Y él me dirá que el pueblo no elegiría a quienes fueran los mejores para él, sino a quienes le pusieran una venda sobre los ojos, lo cual también es cierto. Si ahora hubiera unas elecciones libres, si se permitieran segundos y terceros partidos, entrarían en el parlamento todos los peregrinos, imanes y estafadores. En ese caso, deberían promulgarse leyes que les impidieran ser elegidos: por ejemplo, no se podrá usar la religión como instrumento político, solo serán diputados los licenciados universitarios, no podrán ser elegidos para el parlamento ni negociantes ni agás. ¡Y luego habría que educar al pueblo para que elija a los mejores! ¿Algo más? —se rió de sí mismo—. Entonces, ¿qué se puede hacer? Muhtar Bey no tiene razón. Y tampoco es que yo la tenga del todo. Pero sí tengo buenas intenciones. ¡Quiero hacer algo! ¿Qué quiero hacer? —y, recordando las discusiones con herr Rudolph, murmuró—: ¡Quiero traer la luz de la ilustración!». Se dio cuenta de que había comenzado a dar vueltas de nuevo en el habitual círculo vicioso de ideas y palabras imprecisas. Mientras tanto, había pasado bastante rato. Se tomó el café. Regresó al mismo círculo de ideas. Luego recordó su antigua vida, a Perihan, lo de siempre: «Entonces tenía un equilibrio. Después creí que lo había perdido. Fui a casa de esa Güler y volví a casa. Caminaba por Nişantaşı pensando que había perdido el equilibrio. ¿Cuántos meses hace de eso? ¡Ocho meses! ¿Y qué hago ahora? Estar aquí sentado, mirando. Veo que Nazlı lleva un vestido rojo y pienso en ello. Menos mal que se lo ha puesto. ¡Lo único alegre en esta habitación de caras largas es ese vestido del color de la bandera! Pero Muhtar Bey estaba contento —pensó observando el vestido—. Estaba tan contento que ni siquiera le importó hacerme la puñeta. ¿Qué piensa él? Quiere que İsmet Bajá tome el mando y le dé alguna tarea. Puede que espere un ministerio. ¿Por qué no? Es un hombre bueno y agradable. ¿Cómo seré yo cuando tenga su edad?». De repente bostezó y se dijo que había comido demasiado, se acordó de su padre, pensó en él un rato, luego advirtió que llamaban a la puerta y se sorprendió de lo rápido que pasa el tiempo.

—¡Vamos, vamos, llegamos tarde! —dijo Muhtar Bey entrando poco después—. Pero, vaya cara que tenéis todos. ¡El coche nos está esperando abajo!

Subieron al coche a la carrera. Muhtar Bey les contó furioso el rumor que había oído en el parlamento. De nuevo ese Şükrü Kaya le había comentado a un periodista: «¿Qué piensan los intelectuales? Es a mí a quien ven más merecedor de la responsabilidad, ¿no?». Refet Bey hizo otro chiste con la intención de consolar a su amigo: Şükrü Kaya había jurado vengarse del poder cuando estaba exiliado en Malta, y se acordó de su juramento cuando él mismo llegó al poder… Por alguna razón, todos se rieron. Muhtar Bey se puso más contento y empezó a burlarse de la ceremonia del parlamento:

—Pero ¿a qué venía todo eso, hombre? «Enhorabuena; enhorabuena, señor mío; ¿cómo está usted? Gracias, señor mío». —Se inclinaba y se alzaba como si realmente le estuviera dando la mano a alguien y enrojecía más a cada inclinación. Luego levantó la cabeza de repente—. ¡Vaya, un embotellamiento! Lo que nos faltaba. Llegamos tarde. —El coche avanzaba a tirones y Muhtar Bey protestaba cada vez que se detenía. Al poco tiempo se vio el estadio, pagó al chófer, abrió la puerta y bajó diciendo—: ¡Nos bajamos y vamos andando!

Echó a andar dando largos pasos y metiendo prisa a los demás. Cuando se acercaban a la entrada del palco de honor, vio a otro diputado con su familia. De repente, saludó a un militar de alto rango. Luego se relajó al pensar que, como siempre, la ceremonia empezaría tarde. Se examinó con cuidado, como si reparara por primera vez en la ropa que llevaba, hizo como si se arreglara un poco, le tiró del pico de la falda a Nazlı y le preguntó si se le notaba la mancha del pantalón y luego se volvió a Refik y sonrió. Su sonrisa decía de nuevo: «Sí, sí, soy así. Y tú todo lo ves igual, ¿no?».

Refik pensaba «Cuando regresemos de la ceremonia le voy a decir que…», y miraba atentamente a su alrededor, pero, como en su paseo matutino, en su interior no se despertaba el sentimiento que habría deseado. Al contrario, como entonces, se encontraba despreciable y estúpido y además veía a todos los que le rodeaban con la misma sensación, y eso le asustaba. Mientras intentaba no desdeñar lo que veía y pensaba que los seres humanos eran valiosos e inteligentes, murmurando de vez en cuando para sí mismo las respuestas que le daría a Muhtar Bey, siguió a Ömer y a Nazlı. Subieron juntos las escaleras hasta llegar a un salón más allá de las tribunas reservadas para diputados, ministros, diplomáticos y militares y funcionarios de alto rango.

En un rincón del amplio salón, al que Muhtar Bey llamó «buffet», había una barra para el té. A derecha e izquierda había mesitas, y en ellas gente sentada tomando té y café, pero la auténtica multitud estaba de pie. La mayoría de los hombres, que se movían en grupos dando breves pasitos, llevaba frac y sonreía, como Muhtar Bey. Hablaban unos con otros, asentían con la cabeza, se saludaban, si era necesario presentaban a la familia, o se detenían para interesarse por la salud de los conocidos y luego, mientras observaban atentamente a los demás y a sus familias, se unían expectantes al alboroto del salón esbozando la sonrisa nunca ausente de sus labios para nuevos saludos. Cuando Muhtar Bey supo que faltaba bastante para que empezara la ceremonia, les propuso que se tomaran un té y avanzó hacia la barra repartiendo sonrisas aquí y allí e inclinándose y quitándose el sombrero ante un hombre en concreto. Luego, mientras tomaban las tazas que les ofrecían, se volvió hacia Nazlı y le señaló a un padre y a una hija que se encontraban en un rincón y que parecían extranjeros.

—Mira, están ahí el embajador francés y su hija. No hay nadie igual. Vamos y hablas con ellos.

—¡Por Dios, papá! ¿De qué voy a hablarles? —protestó Nazlı.

—Pero si antes te encantaba hablar con extraños… —respondió Muhtar Bey, se rió y le susurró algo al oído a un hombre de su edad que pasaba por su lado. Luego se sonrojó como si hubiera estado feo que se riera.

—¡Ah! Piraye, ¿cómo estás?

Nazlı abrazó y besó a una muchacha que, como ella, lanzó un gritito. Le dijo algo, le enseñó el anillo de su dedo y miró sonriente a Ömer.

Ömer asentía con la cabeza para demostrar que había comprendido que hablaban de él; por un lado miraba a Nazlı con la expresión sarcástica y despectiva que tenía desde la mañana, y por otro parecía incapaz de dejar de sonreír a la amiga de Nazlı. Luego, decidiéndose, avanzó dos pasos. Se presentó a Piraye, se balanceó a izquierda y derecha con la mirada orgullosa de un novio consciente de gustar y se puso serio.

Mientras tanto, Muhtar Bey se acercó a Refik.

—Mira, mira, por ahí pasa el ministro de justicia, ¿te lo presento? —y, contemplando al ministro, que caminaba a toda velocidad sin volver la mirada a nadie, añadió—: Otro al que se le ha subido el cargo a la cabeza.

Refik miraba a la multitud con la esperanza de encontrar un rostro conocido. Desde la mañana le rondaba la idea de que quizá se encontraría a Süleyman Ayçelik. Porque estaba tan seguro como de llamarse Refik que el autor de Organización regresaría de sus vacaciones para participar en las ceremonias del decimoquinto aniversario. En cierto momento le pareció ver su cara entre el gentío, pero luego pensó que no era el escritor, a quien solo conocía por fotografías. Mientras pensaba en quién sería, la cara le sonrió. Y no se limitó a sonreír. Se apartó de un grupo y empezó a acercarse a Refik. Llevaba uniforme militar. Refik lo reconoció: era Ziya, su primo. Les enviaba tarjetas de felicitación en las fiestas. En vida de su padre les había pedido dinero y, tras su muerte, parte de la herencia. Lo saludó angustiado. Luego fue como si se avergonzara al ver la medalla que llevaba al pecho.

—¿Cómo estás? ¿Cómo tú por aquí? —le dijo Ziya.

—Estoy con un amigo. ¡He vuelto de un viaje por el este! —tartamudeó Refik.

—Un viaje por el este. Así que un viaje por el este, ¿eh? —Ziya tenía una actitud decidida que Refik nunca le había visto—. ¿Y cómo has encontrado el país? —lo preguntó mirando de arriba abajo a Muhtar Bey.

Refik los presentó.

—¿Y cómo has encontrado el este? —volvió a preguntar Ziya—. ¿Has ido también a Dersim? ¿Qué tal aquello? Una balsa de aceite, ¿no? Nuestro ejército los ha aplastado.

—No he ido a Dersim —contestó Refik.

—¡Yo tampoco, hombre! Pero ahora aquello es una balsa de aceite. Les hemos dado para el pelo. Por fin ha llegado la revolución allí también. A partir de ahora no levantarán cabeza porque allí está el puño de hierro de la revolución. —y mirando a Muhtar Bey, preguntó—: ¿Verdad que sí, señor mío?

—¡Claro, claro! —dijo Muhtar Bey.

—También eso lo ha resuelto nuestro ejército, que es la fuerza de la revolución y el estado. —El rostro de Ziya pareció ensombrecerse—: De no ser por el ejército, no habría revolución. Y el ejército siempre consigue lo que le pertenece por derecho… ¡Siempre acaba por conseguir lo que le pertenece por derecho! Pero también otros estamentos tienen que pensar en la revolución. También los empresarios. —La sombra de su rostro se hacía más oscura bajo sus párpados y en las comisuras de sus labios—. Y si ellos no piensan, el ejército sabrá arrebatarles por la fuerza lo que es suyo. No hay privilegios para nadie. Tampoco para los empresarios. ¿Cómo está Nigân Hanım?

Refik, basándose en la información que le proporcionaban las cartas, le contestó que todos en la familia estaban bien.

—Siento lo de tu padre —dijo Ziya—. Pero no debemos olvidar que en la vida hay cosas más importantes que los negocios. Mira, tú mismo lo has comprendido, estás viajando por el país. ¿O era un viaje de negocios?

Saludó a un militar que pasó junto a ellos.

—No, solo para ver —contestó Refik, y se avergonzó tanto que en lugar de enfurecerse con Ziya se irritó consigo mismo.

—¿Y lo has visto? Has ido a ver cómo penetra la revolución en estas tierras, ¿no? Y ahora vas a contemplar al ejército. ¡Una gran fuerza, este ejército! De no ser por esa fuerza, por ese puño de hierro, no habría ni revolución ni progreso, ¿verdad?

La mano con la que poco antes había saludado se había convertido en un puño.

—¡Qué casualidad! Esta mañana hablábamos de lo mismo —dijo Muhtar Bey.

—¡Por supuesto, por supuesto! —gritó alegremente Ziya—. El ejército lo es todo. El ejército custodia la revolución. Vigila todo tipo de injusticias e irregularidades. Y sabe conseguir lo que le corresponde, ¿verdad? Al final, algún día conseguirá lo que le corresponde. —Las últimas palabras las pronunció con una cara crispada por la ambición—. ¡Ah, ya ha llegado! —dijo entonces, y dándole la mano a toda prisa a Refik desapareció en un instante entre la multitud.

—¿Quién era ese? ¿Qué te pasa? —preguntó Muhtar Bey—. Parece un militar revolucionario y convencido. Bueno, alguien que ha luchado en la guerra de liberación nacional y ha sido condecorado no puede parecerse al imbécil de nuestro vecino, ¿no? Si supieras cuánto me alivia ver a gente como él… Ya no me preocupa en absoluto el futuro del país. ¡Ah! Acaban de decírmelo. Ha empeorado el estado del enfermo en Estambul… Por fin, parece que ya ha llegado.

La multitud del salón se abrió como si en medio hubiera caído un obús, se dispersó y volvió a juntarse estirándose en dirección a las escaleras que llevaban al palco de honor. Hubo algunos empujones. Una taza de té cayó al suelo y se rompió. A Refik le pareció ver entre la gente la nuca y las mejillas del presidente del gobierno Celâl Bayar. Estaba completamente al descubierto. También le vio la montura de las gafas, pero en ese momento alguien le pisó.

—¿No os había dicho que cogiéramos sitio con antelación? —exclamó un diputado anciano.

Saludó a Muhtar Bey con una inclinación y continuó reprendiendo a su mujer y a su hija.

—¡Señores, por favor, por el otro lado! —gritó entonces un encargado desde la puerta del palco de honor—. ¡Esto está lleno, por favor, por la otra puerta he dicho, hombre, háganme el favor!

Corrieron hacia la otra puerta junto con la multitud. Subieron las escaleras entre apretujones. El diputado se cogió de la mano de su hija y Nazlı de la de Ömer. De repente Refik tuvo ante sí el campo del estadio. En la tribuna de honor se agitaba un mar de fracs, chisteras, medallas y uniformes, ondeaban agradablemente los coloridos vestidos y los sombreritos de las mujeres y las banderolas colgadas aquí y allá, todo palpitaba en medio del bullicio, la curiosidad y la expectación.

Muhtar Bey saludó a varias personas estirando la cabeza a izquierda y derecha, buscando sitio para sentarse. Se quitó el sombrero y volvió a ponérselo varias veces. Luego, tras elegir un rincón, echó a andar hacia allí entre la gente ya sentada. De vez en cuando se volvía, comprobaba si su hija y sus invitados le estaban siguiendo, luego saludaba de nuevo a su alrededor y le comentaba algo a Refet Bey.

Justo en ese momento se produjo un movimiento en las tribunas y las cabezas se giraron a la vez hacia el mismo punto. Luego se oyó un aplauso. Todos se pusieron en pie intentando ver por encima de los demás. El aplauso se hizo más intenso. Refik se volvió a mirar. De nuevo vio entre las cabezas la nuca y las mejillas que había visto poco antes. Por encima de la nuca había una mano que sostenía un sombrero balanceándolo lentamente como si acariciara a cada uno de los espectadores. Hacia dondequiera que se orientaran la mano y el sombrero, se elevaba un violento aplauso.

Poco después se sentaron, como todos los demás, pero tuvieron que levantarse de nuevo para escuchar el himno nacional. Mientras lo cantaba, Refik pensó otra vez que no era capaz de compartir el entusiasmo. Luego recordó que tampoco en los años del bachillerato había sido capaz de entonar el himno con los demás. Pensando en su incapacidad de integrarse en la masa, recordó a herr Rudolph. «Sobre mi corazón ha caído la luz de la razón, ¡por eso soy un extraño! —pensó, pero ese no era el motivo por el que no podía cantar el himno nacional—. Bueno, ¿y por qué es? Porque oigo mi propia voz y me resulta muy raro». Volvió a pensar en herr Rudolph. Recordó sus palabras sobre lo que opinaba Hölderlin con respecto a oriente. Repasó mentalmente su discusión con Muhtar Bey. «Le diré que…». Notó que el himno cantado al unísono hacía eco en las tribunas de enfrente, que las voces se seguían con un intervalo de unos dos segundos y que de aquella confusión resultaba algo parecido al «canon» que había aprendido en clase de música. Luego pensó en otras cosas que también le parecieron tonterías, se sentó con los demás cuando terminó el himno y escuchó el discurso de Atatürk leído por Celâl Bayar.

Después del discurso hubo movimiento de nuevo.

—¡Quien ha vencido a las potencias, vencerá también a la muerte! —gritó alguien desde las filas de atrás.

Todos se volvieron a mirar, y alguien exclamó:

—Muhtar Bey, ¿cómo está usted?

Muhtar Bey saludó de manera ostentosa.

Era Kerim Naci Bey quien le llamaba. A su lado estaba İhsan Bey, el inspector del partido al que Refik había visto en la obra. Ambos se encaminaban hacia el palco de honor. Saludaron también a Refik y a Ömer.

—¡Así que están con usted los jóvenes ingenieros! —dijo Kerim Bey.

—¡Sí, sí! —gruñó Muhtar Bey. Luego preguntó de repente—: ¿Qué? ¡No le he entendido!

Justo por encima del estadio pasaban unos aviones produciendo un terrible estruendo.

—¡He dicho que están con usted los jóvenes ingenieros! —contestó Kerim Bey agitando la cabeza con un gesto que dejaba claro que no tenía la menor intención de repetir sus palabras. Y luego, pasando los ojos medio cubiertos por los párpados sobre Ömer y Nazlı, preguntó—: ¿Os habéis casado?

Movió la cabeza con gesto paternal sin esperar su respuesta. Como siempre, parecía estar pensando: «En mi mundo, comparados conmigo, ¿qué valor podéis tener vosotros o vuestras palabras?».

—Un hombre como el estado. Terrateniente, constructor y diputado —comentó Refet Bey con el placer de haber aprovechado la oportunidad de hacer un chiste en cuanto Kerim Bey se alejó.

Pero Muhtar Bey no le entendió. Porque una segunda escuadrilla de aviones volvía a pasar volando bajo con un estruendo terrible, las tribunas les aplaudían y algunos incluso gritaban al cielo.