41. Una hija de la república

Cantó el gallo. Volvió a cantar. Nazlı se despertó y pensó: «La fiesta de la República». Miró la hora: las siete. Se levantó de la cama cuando el gallo cantaba por segunda vez. Encontró fría la habitación. Miró por la ventana. En el jardín de atrás de la casa contigua había gallinas. Pensó de nuevo: «La fiesta de la República». Se emocionó. Las primeras luces del día daban en el gallinero. Por el jardín donde había cantado el gallo, andaba en zapatillas y fumando un hombre con abrigo sobre el pijama. Era el coronel Muzaffer Bey, que trabajaba en el Ministerio de Defensa Nacional. Antes, hacía diez años, cuando a su padre lo eligieron diputado y vinieron a Ankara, siempre acudía a visitarlos con su esposa para felicitarles la fiesta de la República. Pero en los últimos años no venía. Ahora tenía todo el aspecto de que no le importaba la fiesta. Sin afeitar y con el pijama descolorido, más que un militar que celebra el decimoquinto aniversario de la república parecía un tísico que pasea por el jardín del sanatorio. Nazlı no quiso perder más el tiempo con aquel triste espectáculo. Era temprano, nadie debía de haberse levantado todavía. Decidió dar un paseo hasta Kızılay y volver.

Se lavó y se vistió a toda prisa. No tuvo que pensar en qué vestido se pondría porque la noche anterior, antes de acostarse, lo había pensado como solía hacer la víspera de la fiesta. Se contempló en el espejo del tocador con el vestido rojo con rayas blancas y se gustó. Luego encendió las estufas. Pronto se despertarían, encontrarían la casa caliente y agradable e imaginarían que Nazlı se había despertado antes que nadie. En ese momento, ella estaría caminando por Kızılay. Le agradó pensar en todo aquello. Se encontró saludable, inteligente y simpática. Luego acarició al gato. Le habría dado de comer, pero quería salir a la calle cuanto antes. Bajó las escaleras, cerró con cuidado la puerta para que nadie la oyera. El cielo seco y brumoso olía a la fiesta que pendía sobre Ankara. Echó a andar.

Aquella caminata de las mañanas de fiesta era una tradición familiar que empezaba a ser olvidada. Cuando su madre vivía, no solo el día de la fiesta de la República, sino en todas las fiestas nacionales, poco después del amanecer caminaban juntos hasta Yenişehir y regresaban. Su padre pronunciaba discursos educativos y entusiastas y su difunta madre sobre todo les gastaba bromas. Nazlı pensaba que sus padres la querían y que era muy hermoso pasear así todos juntos. Su padre señalaba y criticaba las casas sin bandera y Nazlı lamentaba que existiera gente tan mala. Ahora, andando entre casas ajardinadas e idénticas, miraba las banderas y, llevada por la antigua costumbre, se alegraba de no ver ninguna sin bandera.

Caminaba muy rápido, como si tuviera prisa por llegar a algún sitio, pero aún faltaba rato para que todos se despertasen; el día la esperaba larguísimo e impoluto. Por la mañana vendrían Ömer y su amigo Refik. Luego seguro que llegaría el tío Refet, comerían, y después su padre acudiría a las celebraciones del parlamento, luego irían todos juntos al estadio y por la tarde puede que pasearan, también todos juntos, hasta Yenişehir y subieran a Ulus a ver los fuegos artificiales. Intentaba pensar en todo aquello, enfadarse con los propietarios de casas sin bandera, recordar las agradables fiestas del pasado, pero otra cosa ocupaba su mente, y sabía que no se libraría de ella con facilidad: «¿Qué va a ser de Ömer y de mí?», pensó, y, asustada por las ideas que le acudían a la cabeza, contempló las ventanas de la escuela junto a la que estaba pasando. Habían pegado en ellas papel pinocho, retratos de Atatürk, banderas con su efigie, farolillos. Pensó en las fiestas de su niñez, que había transcurrido en Manisa. Entonces su padre era el centro de todo. Mientras el gobernador Muhtar Bey pronunciaba su discurso de la fiesta de la República, los demás notables de la ciudad se felicitaban unos a otros y luego acariciaban las cintas blancas del pelo trenzado de la hija del gobernador con su vestido rojo. Y su madre sonreía como si lo encontrara todo un poco ridículo y un poco triste mientras la enfermedad de sus pulmones se agravaba inexorablemente, y con palabras dulces le recordaba a su hija la línea absoluta que separaba lo que había que hacer y lo que no. Atatürk, de quien por entonces esperaban que visitara la provincia, ahora estaba enfermo. Su madre había muerto. Nazlı había ido a Estambul a estudiar y había regresado. Se decía que Atatürk estaba como había estado su madre y que no se recuperaría. La noche anterior su padre le había comentado que se había reservado un lugar para él en el estadio y que la fiesta, más que con entusiasmo, transcurriría con temor y expectación.

Caminaba. Con entusiasmo, alegría, preocupación, salió a la avenida principal a las siete y veinte; caminaba. En la avenida había empezado la actividad. Un barrendero recogía las hojas caídas de los arbolillos del bulevar. Un alumno de las Aves Turcas se había refugiado en la puerta de un bloque de pisos como avergonzado de su uniforme azul y esperaba. Un niño con una banderita iba de la mano de su padre. El padre llevaba la cabeza inclinada, y miraba los periódicos esparcidos por el suelo. En ellos se podía leer «Decimoquinto aniversario». «Tengo veintidós años —pensó Nazlı—. Me voy a casar. ¿Cuándo?». A menudo Ömer ponía cara larga. Llegaba a casa, se sentaba en el sillón frente al paisaje veneciano y luego miraba a Nazlı, pero su mirada la atravesaba y se clavaba en un punto detrás de ella. Se suponía que ella tendría que decir algo para entretenerle, pero en la mayor parte de las ocasiones no se le ocurría nada. No pensaba en absoluto que fuera estúpida ni que no tuviera cualidades. También estaba convencida de que las cartas que le había escrito a Ömer reflejaban todas las cualidades de una joven «moderna». Era hija de un pionero que luchaba por el progreso y la revolución. No era vergonzosa, tenía ideas propias sobre cualquier tema, y puede que no fuera muy guapa, pero tampoco era fea.

Para librarse de aquellos pensamientos angustiosos cruzó de repente a la otra acera. Habían pegado carteles en las vallas de madera de un bloque de pisos recién construido. Eran de los mismos que habían fijado por todas las partes de la ciudad hacía unos días. Los miró de reojo: «Con el Pueblo, para el Pueblo». Sobre la leyenda se veía la imagen de una mujer cubierta con un pañuelo llevando a un niño en brazos. Nueva Educación en la Era de la República: sobre una multitud de campesinos con gorra se mostraba con años y cifras el aumento del número de personas que habían aprendido a leer y a escribir. Pensó en Refik. Le daba pena. Se había esforzado durante meses, había redactado proyectos para llevar un paso más allá lo que se había hecho hasta ahora, y todo para toparse con un muro de incomprensión. Muhtar Bey le había llevado a ver ministros, había invitado a cenar a algunos diputados para que le conocieran, pero siempre habían obtenido el mismo resultado. Puede que todos menos él supieran que aquello estaba condenado al fracaso. Sobre todo, a Nazlı le sorprendía que Refik no se diera cuenta: ¿cómo era posible que un ingeniero inteligente y culto como él estuviera tan alejado de la realidad? Se preguntó: «¿Y qué es la realidad?». Su padre decía que Refet Bey era realista. El tío Refet había dejado la política y se dedicaba a los negocios. Tenía un viñedo en Keçiören. Mientras Muhtar Bey recorría los pasillos del parlamento, él jugaba al chaquete ante la chimenea, bebía vino e invitaba a su antiguo compañero de lides políticas a ver la realidad. Su padre no era realista. Y ese Refik incapaz de ver lo que veía todo el mundo no era nada realista. Pensó en Ömer. Había ganado mucho dinero con el ferrocarril. Se preguntó si sería realista o no, pero cambió de idea al notar que el miedo se apoderaba de ella. Los malos pensamientos no la dejaban tranquila. Además, estaba cansada. Volvió a cambiar de acera y decidió regresar a casa. Luego pensó «Bueno, y yo, ¿soy realista? —dio unos pasos—. Ömer es inteligente, guapo, ¡y ahora bastante rico!», y al pensarlo enrojeció. Quiso ser tan pura e inocente como la niña pequeña del gobernador vestida de rojo. De repente decidió que tanto la República como ella estaban sumidas en el pecado. No supo cómo había llegado a esa conclusión, pero comprendió que los carteles de los muros eran ridículos y que su vecino el coronel, que fumaba en pijama la mañana de la fiesta, estaba en lo correcto. «¡Soy una hija de la República!», pensó entonces. Era algo que a veces le decía su padre después de la segunda copa de rakı. «La hija de la República pasea en su decimoquinto aniversario». No quiso pensar en ello.

En la esquina de una de las calles que daban al bulevar habían colocado un puesto de flores. Enfrente, una enorme bandera cubría toda la fachada del edificio de la Media Luna Roja. Un niño que se había despertado temprano a fin de prepararse para el día y la diversión paseaba en bicicleta por la avenida. Dos serenos caminaban comiendo roscas de pan con ajonjolí. Enfrente venía una adolescente con uniforme de exploradora. «También ella es una hija de la república», pensó Nazlı. Le entró tristeza. Recordó la sonrisa dolorida de su madre. «¿Cómo debe ser una hija de la república?». Meditó sobre la imagen de «chica joven y moderna» que tenían los hombres en la mente. Los periódicos realizaban encuestas al respecto. «En su opinión, ¿cómo tiene que ser una chica actual?». Respuesta: «No debe ser tímida en las relaciones con los hombres, Atatürk cree…». Se hartó de aquello. Se dio cuenta de que caminaba cada vez más rápido. Sus pasos parecían querer alcanzar la velocidad de su pensamiento. La adolescente del uniforme de exploradora pasó muy orgullosa a su lado. «También ella se casará y tendrá hijos», pensó. Recordó que Ömer había dicho eso mismo en cierta ocasión para expresar su desprecio. Luego añadió que también despreciaba el olor de la cocina. Se consideraba igual a un personaje de novela, a Rastignac, pero eso era muy infantil. Nazlı lo pasó muy mal hasta que comprendió que tenía que ser tolerante y comprensiva con aquella manía. Ver las debilidades de los hombres lograba que disminuyera tu confianza en el mundo. Probablemente por eso el tal Refik se ponía tan nervioso. «¡Desear ser un Rastignac, un conquistador! —se dijo de todas formas—. ¿Cómo se le ocurrirán esas cosas?». Pensó que Ömer habría traído semejante deseo de Europa. «¡Acabaremos casándonos! —murmuró furiosa—. Si odia el olor de la cocina, no dejará que su mujer la pise y contratará una criada… ¿Qué querrá un hombre joven?», se preguntó. No pudo encontrar una respuesta fácil y breve. «¿Qué quiero yo? No quiero ser como mi madre, pero veo que voy a acabar así». Luego comparó a Ömer con su padre. Ömer había aprendido en Europa que la vida tiene valor. También la República había aprendido mucho de Europa. Tanto el sombrero torcido que llevaba aquel hombre en la cabeza como el tipo de chica joven del que hablaban los periódicos… Luego se lo habían enseñado a todo el mundo. «¡Yo no me dejo llevar por manías como las de Ömer!», pensó. Cierta vez fue como si Ömer le insinuara una explicación, pero luego volvió a clavar la mirada en aquel punto lejano. Y en los últimos tiempos adoptaba a menudo una actitud que a Nazlı la ponía muy nerviosa: empezaba a sonreír con la condescendencia de quien lo ha visto todo, como si fuera un filósofo de la antigüedad o un sabio chino que ha alcanzado la verdad. Luego la sonrisa dejaba de ser la de un sabio y se transformaba en algo sarcástico y despectivo, y continuaba así hasta que Nazlı se sentía como si fuera alguien a quien hubiera que estar perdonándole continuamente sus estupideces y sus banalidades. De repente se enfadó por verse obligada a pensar en cosas parecidas la mañana de la fiesta. «¡Se lo preguntaré directamente! —pensó—. Si no me quiere, que lo diga. ¡Eso también se lo preguntaré!». Dobló por una calle lateral y después de dar unos pasos comprendió que no se lo preguntaría. Porque la respuesta de Ömer la haría sonrojarse.

Caminaba de nuevo por detrás de casas idénticas, las de la cooperativa de Yenişehir. La forma de los edificios, las chimeneas pequeñas, los balcones estrechos, las banderas que colgaban de los balcones, todo era igual, pero los jardines, los árboles y las flores eran distintos. También había diferencias entre los funcionarios. Uno era aficionado a los árboles, otro plantaba flores extrañas, otro rodeaba su jardín con muros, otro, como su vecino el coronel, criaba gallinas. Había hablado de aquello con Ömer de manera muy destemplada. Pensó en la vida en el interior de las casas: «Ahora se están despertando, dentro de poco desayunarán, leerán el periódico, luego encenderán la radio, se prepararán para ir a las celebraciones». Meditaba cosas similares cuando paseaba por aquellas calles después de que oscureciera. Por las ventanas se filtraban hacia la noche las luces pálidas de la vida cotidiana, todas parecidas, todas repitiendo lo mismo. «Nosotros viviremos en Estambul», pensó, pero comprendió que se estaba engañando un poco. Su madre también se consolaba pensando en Estambul. Se dio cuenta, sorprendida, de que la casa sin bandera le proporcionaba paz. «¿En qué creo? ¿Qué tiene valor para mí en la vida? —se dijo—. Se lo preguntaré: “¿Quieres casarte conmigo o no?”. Que me responda claramente». Pensó que Ömer se iría por la tangente. Pero esta vez ni se le pasó por la cabeza que se sonrojaría. «Seré como todas las demás. —Luego añadió a toda velocidad—: ¡Puede que incluso un poco mejor!».

Entró en su calle. Ahora no miraba alegre a su alrededor, sino que tenía la mirada en el suelo, absorta. Ni el paseo, ni sus pensamientos, ni el día ante ella le parecían demasiado alentadores. Su vecino el coronel había salido con la misma ropa triste al jardín delantero. Por primera vez en años lo encontró simpático. Luego abrió la puerta con su llave y entró en casa. Al subir las escaleras pensó que le gustaría estar alegre de nuevo. Por los ruidos comprendió que su padre se había despertado y había bajado. Fue a la sala de estar.

En la mesa estaba servido un desayuno para dos. El té estaba en su punto, resoplando sobre la estufa encendida. Del interior llegaba el sonido de un cuchillo raspando el pan demasiado tostado. De repente pensó que solo aquello, aquellas pequeñas cosas, era lo que le daba alegría, que lo que realmente valoraba en la vida eran aquella habitación cálida y el desayuno para dos, y se asustó cuando cayó en la cuenta de que Ömer no se conformaría con eso. «¿Qué lo envenena?», murmuró, y miró contenta la mesa. Se dio media vuelta al notar que su padre estaba sentado en el sillón.

Muhtar Bey bajó el periódico que sostenía y, mirando a la mesa y a su hija, intentó adivinar qué alegraba tanto a Nazlı. Luego sonrió viendo que su hija también lo hacía.

—Como diputado, anuncio oficialmente que he empezado a aceptar felicitaciones.

Nazlı se acercó a él y lo besó en ambas mejillas.

—¿Has ido de paseo? —le preguntó el diputado después de corresponder a sus besos—. ¿Por qué no me has avisado? Te habría acompañado.

—He dado un paseo. Ha sido muy bonito —contestó Nazlı.

—¡Claro, claro! —suspiró el diputado—. Bueno, vamos a desayunar y me cuentas lo que has visto y lo que has pensado.