40. Ankara
Muhtar Bey se puso en pie, repentinamente furioso. Empezó a andar de un lado a otro por el pasillo de altos techos del ministerio.
—¡Nos lo prometió, pero llevamos media hora esperando! —protestó—. ¡Se ha hecho de noche! ¿Qué estarán hablando ahí dentro todavía? —lo preguntó mirando a Refik como si él pudiera ofrecerle una respuesta. Avergonzado, apartó la mirada—. ¡Deberíamos haber venido en otro momento, muchacho! —se dio media vuelta y con gesto decidido abrió la puerta del secretario del ministro—: Hijo, soy Muhtar, diputado por Manisa. ¿No habrá alguna confusión? —frunció el ceño al oír la respuesta del secretario. Luego, con una ira un tanto forzada, replicó—: Si él es de la misión comercial alemana, yo soy de las milicias de la misión turca. —Hizo como si fuera a cerrar de un portazo, pero cambió de opinión y tiró despacio del picaporte. Volvió a pasear de un lado a otro del pasillo. Luego se sentó junto a Refik—. ¡Ya lo ves, así es Ankara!
Estaban esperando a la puerta del ministro de agricultura. Cuando el diputado supo de los proyectos e intenciones de Refik, que había llegado a Ankara con Ömer, decidió ayudar a aquel amigo íntimo de su futuro yerno. Después de escuchar los proyectos de Refik, el diputado se comprometió a conseguirle una cita con un ministro, incluso con el mismo İsmet Bajá, pero la oportunidad que esperaba no acababa de surgir. Los ministros próximos al diputado estaban muy ocupados y la mayoría ni siquiera se encontraba en Ankara. La situación era confusa debido a la grave enfermedad de Atatürk y todo el mundo había empezado a esperar. Refik todavía no había podido ver a Süleyman Ayçelik, el escritor de Organización con quien se había carteado desde Kemah. Los primeros días después de su llegada a Ankara había estado trabajando en una conclusión definitiva de su proyecto y luego había sabido, sorprendido, que Ayçelik estaba disfrutando de sus vacaciones anuales. Llevaba veinte días en Ankara, pero todavía no había podido hablar con ninguna autoridad de sus proyectos.
—¡Ankara es así! Pero tú no te agobies —dijo el diputado—. Si no ayudamos a alguien como tú… —guardó silencio, pensativo. Luego se corrigió—: Si no aprovechamos a alguien como tú…
Hacía una hora había llamado al hotel en que se hospedaba Refik para decirle que había coincidido en el Parlamento con el ministro de agricultura, que había conseguido una cita para las cinco de la tarde y que fuera a toda prisa a Kızılay. Se encontraron allí y corrieron al ministerio, pero el secretario les informó de que el ministro estaba ocupado desde hacía media hora. Muhtar Laçin, diputado por Manisa, volvió a ponerse en pie furioso y empezó a pasear por el pasillo del ministerio su enorme y avejentado cuerpo, en nada parecido al diminuto de su hija Nazlı.
Luego se abrió la puerta. Se oyeron unos ruidos. Los hombres de dentro comenzaron a salir. Por el color de su piel, por su caminar orgulloso y erguido, Refik pensó que algunos eran alemanes. Tras ellos venían quienes supuso que serían el ministro y el intérprete. Juntos caminaron hasta el fondo del pasillo. Al pasar, el ministro saludó a Muhtar Bey, que poco después regresó a toda velocidad y entró en su despacho. El secretario iba a llamar a Muhtar Bey, pero este ya había cogido del brazo a Refik y tiraba furioso de él hacia el despacho del ministro. «Bueno, ¿y qué le voy a decir al ministro? —murmuraba Refik—. ¿Cómo puedo resumírselo todo? Le explicaré esa idea que es la esencia y la semilla de todo el proyecto».
Entraron a una habitación grande y amplia pero llena a rebosar de muebles y demás objetos. El ministro no estaba sentado a la mesa, sino que miraba por la ventana y, mientras, encendía un cigarrillo. Refik conocía al ministro por la prensa y no le parecía un hombre al que temer, ni al que hubiera que demostrarle un excesivo respeto. De hecho, no era de los que saltaban de un sillón de un ministerio a otro, ni formaba parte del reducido cuadro que ocupaba las posiciones importantes del partido. Debía de haber conseguido el nombramiento gracias a su cercanía a Celâl Bayar.
El ministro se volvió al darse cuenta de que habían entrado. Le pidió disculpas a Muhtar Bey por haberle hecho esperar. Luego, señalando hacia abajo por la ventana, dijo:
—Estos alemanes… ¡Ahora toda Ankara anda detrás de estos alemanes! El presidente del Gobierno me pidió que me entrevistara con alguien de la misión para resolver algunos detalles técnicos. Les he hecho esperar a ustedes. Puede que firmemos un acuerdo comercial. Y querían que, por si acaso, trabajáramos en los detalles… ¡Oh, sí! ¿Es este el joven? —le dio la mano a Refik—. Muhtar Bey me ha hablado de usted. ¡Al parecer, es usted ingeniero!
—Sí —susurró Refik.
Luego pensó de nuevo: «La idea que es la esencia del proyecto».
—¿Sabe cuánta necesidad tiene la patria de hijos como usted, con ganas de hacer cosas, ansiosos por hacerlas? —el ministro se volvió hacia Muhtar Bey y puso cara de estar ejerciendo sus funciones en condiciones dificilísimas—: ¡Ese muchacho de hace un instante! Para traducir una frase del alemán, se está media hora pensando… ¡Qué vergüenza! —y de nuevo a Refik—: ¡El país necesita gente con conocimientos, gente preparada!
—El joven es ingeniero civil —dijo Muhtar Bey orgulloso.
—¡Ah, así que ingeniero civil! —comentó el ministro, que mientras tanto se había sentado a su mesa y hojeaba un expediente con la cabeza en otra cosa—. Muy interesante. Ingeniero civil, y acude a nuestro ministerio de Agricultura porque… porque… ¿Por qué? —de repente levantó la cabeza, sorprendido—. ¿Para qué era? —se dijo, y, sin esperar la respuesta de Refik, asintió con la cabeza con actitud tolerante—. ¡Ah, claro, claro!
—Tengo ciertos proyectos, señor —dijo Refik—. Le traigo algunos principios sobre el desarrollo del campo…
—Claro, claro —decía el ministro—. ¿Y quiere publicarlos?
—Me gustaría que se leyera y se discutiera, que hubiera otras opiniones al respecto y…
—Nuestro ministerio tiene presupuesto para un número limitado de publicaciones. ¿Es muy grueso su libro? Si lo ha traído, ¿puedo verlo?
—Todavía no lo he pasado a máquina —contestó Refik. Sudaba de la vergüenza.
—Bueno, si es muy grueso podría hacernos un resumen —dijo el ministro al ver la expresión de desconcierto de Refik.
—Si no me equivoco —dijo Muhtar Bey—, lo que el joven quiere es que se discuta.
—¡Que se lea y que se discuta! —intervino Refik.
—Por supuesto. ¡Seré el primero en leer el libro! —dijo el ministro—. ¡Le doy mucha importancia al desarrollo de nuestros pueblos y a todas las ideas nuevas sobre la agricultura! —luego volvió de nuevo al expediente que tenía ante él. Miró la hora y empezó a hurgar en los cajones—. Pero ¿por qué no se sientan? —les preguntó poniéndose en pie. Llamó al secretario.
«¿Qué más puedo decirle? —pensaba Refik—. Que para mí lo importante es que se discuta y que las unidades campesinas integradas disfruten de todas las comodidades modernas de las ciudades que… Por lo menos decirle que para mí no es lo más importante que se publique mi manuscrito… ¿Está hablando con el secretario? ¡Ay, no estoy en lo que debería estar!».
—Así pues —dijo el ministro después de cruzar unas palabras con el secretario—, usted entrega en el ministerio un breve resumen de su libro. Y yo hablaré con los miembros de la comisión de publicaciones. —Y, al ver la cara de Refik, añadió—: Existe otra posibilidad. Usted lo publica por sí mismo sin resumir. Y nosotros, como ministerio, compraremos un cierto número de ejemplares.
Sonrió a Muhtar Bey levantando ligeramente la cabeza por la generosidad que demostraba al haber sugerido aquella otra solución. Luego empezó a meter en una gran cartera que sacó de un armario los expedientes de su mesa y algunos papeles de los cajones.
«¡No, no era eso lo que yo quería! —pensó Refik—. Pero este tipo puede ayudarme».
—¡Lo siento mucho! —dijo el ministro después de meter en la cartera otro expediente que el secretario le había traído a la carrera—. Les he hecho esperar y tengo que irme enseguida. ¡Hay una cena en la embajada alemana en honor del doctor Funk! —cerró la cartera, la asió, apagó el cigarrillo en el cenicero, dio unos pasos y se acercó a Refik. Luego, agarrándole por el brazo, se volvió hacia Muhtar Bey—: ¡Estoy muy contento de que me haya traído al joven! ¡Tenga por seguro que le ayudaremos!
—Gracias —replicó Refik comprendiendo que ya era hora de que dijera algo—, pero más que eso, me habría gustado que se abriera un espacio para la discusión.
El ministro apretaba el brazo de Refik como si pretendiera saber por la fuerza de su bíceps lo que le pasaba por la cabeza y qué tipo de hombre era aquel joven.
—¿Qué tipo de discusión?
—Por ejemplo, como la de la revista Organización.
Refik pudo ver que el ministro perdía su buen humor. Miró a Muhtar Bey: también él estaba desconcertado. El ministro soltó de repente el brazo de Refik.
—¡Ah, la revista Organización! El movimiento de la Organización. Pero eso está pasado de moda. —se volvió hacia Muhtar Bey—. Se ha pasado de moda, ¿verdad? —luego, como si hubiera recordado algo, le preguntó a Muhtar Bey—. ¿Cómo está İsmet Bajá?
—Sé tanto como usted —contestó Muhtar Bey. Se había sonrojado.
Nazlı le había contado a Refik que su padre había sido buen amigo de İsmet Bajá y que el propio bajá les había dado el apellido que llevaban. Comprendió que se había dicho algo incorrecto, pero no supo qué.
—Todos somos fieles a İsmet Bajá —dijo el ministro—. Pero ahora el presidente del Gobierno es Celâl Bey. Y además, ¿por qué no va nunca a Estambul en estos días en que el Gazi está tan enfermo? —avanzaba lentamente hacia la puerta. De repente se dio media vuelta. Le señaló a Muhtar Bey la cartera que llevaba en la mano—. Estoy hasta arriba de trabajo, señor mío. —pero no lo dijo furioso, sino sonriente—. Hoy es Funk, el ministro de economía alemán; mañana, para cuando quiera darse cuenta, será el ministro de economía inglés, sir no se cuántos. No haga caso de la conferencia de Munich: el mundo va a la guerra. Y todos nos quieren con ellos, ¿verdad? —de vez en cuando le gustaba que confirmaran sus palabras. Habían salido del despacho y los tres caminaban por el pasillo—. ¿Qué me dicen del accidente de ayer?
El día anterior había volcado el coche que llevaba a la esposa del ministro alemán de economía, el doctor Funk, de paseo por una granja, y la mujer se había hecho daño en un brazo.
—¡Y lo que dijeron el otro día en el banquete! —continuó el ministro mientras bajaban las escaleras—. Que comerciar con nosotros no era impedimento para que nosotros comerciáramos con otros países. Conque impedimentos, ¿eh? Qué pena que el Gazi esté enfermo. Todos estamos a la espera. ¿Cómo acabará esto? ¿Verdad? —de repente se detuvo en el umbral de la puerta. Miró a su alrededor como si buscara algo—. ¡Hijo, dame eso! —se puso el abrigo que le ofrecía un ordenanza. Luego, cogiendo de nuevo el brazo de Refik, se dirigió a Muhtar Bey—: ¡Gracias por haberme traído al joven! ¡Le ayudaré! —Observó a Refik con suspicacia—. Haré todo lo que esté en mi mano. —miró a Muhtar Bey—. Los deseos de nuestros diputados son órdenes para nosotros… ¿En qué dirección van? —lo preguntó señalando con la mano el coche oficial.
—¡Iremos andando! —contestó de nuevo con voz áspera Muhtar Bey.
—En ese caso, hablaré del joven a los miembros de la comisión de publicaciones —dijo el ministro.
Luego subió al coche de una forma muy distinguida pero al mismo tiempo con una sonrisa con que despreciaba toda distinción. El automóvil se puso en marcha con estruendo.
Muhtar Bey contempló cómo el coche desaparecía en la oscuridad y luego gritó:
—¡Payaso, charlatán, sinvergüenza!
Echaron a caminar en dirección a Kızılay. Hacía un tiempo frío, seco y muerto. En Yenişehir, en la avenida, había una multitud formada por los funcionarios que salían de las oficinas, gente que hacía la compra de la tarde, y los que se tomaban un tentempié antes de regresar a sus casas. «Estamos a la espera», había dicho el ministro. Todo el mundo estaba esperando, delante de los escaparates, en las diminutas tabernas, ante las floristerías, en las paradas de autobús. «¡Y yo también espero!», pensó Refik.
—Un tipo que se supone que es ministro, ¡y sale corriendo detrás de un funcionarillo alemán! —protestó Muhtar Bey—. ¿Dónde queda la dignidad del Estado? Y luego se atreve a criticar a İsmet Bajá.
«Perihan también me está esperando en el dormitorio —pensó Refik—. Y mi hermano en la oficina, y mi madre en la sala de estar». Se sentía avergonzado y no quería pensar.
—Ya ves —seguía protestando Muhtar Bey—, se creía que le pedíamos dinero, que queríamos venderle libros. Porque estos tipos no tienen ni una pizca de eso que llaman idealismo. Pero todavía sigue al frente el mismo cuadro. ¡Dentro de poco cambiará todo! —suspiró—. ¡Dentro de poco, si Dios quiere, cambiará todo!
«Bueno, ¿y qué será de mí?», pensó Refik. La gente y las luces de la avenida parecían muertas, débiles, agotadas. Se rió al recordar la novela Ankara, que tenía a la cabecera de su cama en la habitación del hotel. Estaba a punto de burlarse de sí mismo, pero se asustó: «¡No quiero pensar en nada!», susurró.
—Ah, no me pongas cara larga, vamos a ver —dijo Muhtar Bey—. Todo se arreglará. Te llevaré a ver al ministro de hacienda y al de justicia. Lo que has escrito también tiene que ver con eso, ¿no? ¡No pongas cara larga! Hay que saber esperar. Y hay que andarse con cuidado. ¿Por qué has mencionado la revista Organización? En fin, en fin. Y hay otra cosa, has venido en unos días muy malos. Todo está cambiando y va a cambiar más. En momentos así siempre sale ganando quien sabe esperar. Pero este tipo era muy ramplón. ¿Ves en manos de quién está la República? İsmet Bajá no le habría dado un ministerio, ¡ni siquiera la cartera para que se la llevara! —habían llegado a la esquina de Kızılay. El diputado le puso la mano en el hombro a Refik—: Mañana por la noche os esperamos a cenar a Ömer y a ti.
Refik regresó a Ulus, a su hotel. Subió a la habitación. Miró el pequeño retrato de Goethe que había colocado en la mesilla. «¿Qué soy?», se dijo. Se echó en la cama. Pensó en la conversación con el ministro, en los veinte días que llevaba allí esperando, en los siete meses en la obra del ferrocarril, en Estambul, en Perihan. Hacía un año le había preguntado a Muhittin en Beşiktaş si era el mismo de antes. «¿Y ahora cómo soy?», murmuró, pero en la cabeza no tenía ideas, sino las palabras del ministro, algunos recuerdos, Perihan, la casa de Nişantaşı, su antigua vida. Durante un buen rato estuvo echado mirando la sucia lámpara de la habitación del hotel sin pensar en nada. Luego abrió Ankara, la novela de Yakup Kadri. Como siempre, al principio lo que leía le pareció ridículo y patético, pero luego, haciendo un esfuerzo, logró creer en el entusiasmo del autor.