37. Se tienden las vías

Un ruido despertó a Refik. Fuera, justo debajo de la ventana, ladraba un perro. Lo reconoció por el ladrido: era el pastor peludo de Hacı. Oyó la voz de este:

—¡Chsss…! ¡Cállate, Toraman!

Refik miró la hora: ¡Las doce pasadas! «Hoy se acaba —pensó—. Hoy, 8 de septiembre de 1938». Hoy llegaría al túnel de Ömer el tren al que llamaban «la locomotora de la foto» para tender las vías. Y Ömer, o bien le daría paso terminando así su concesión a tiempo, o bien intentaría compensar el retraso pagando mil liras por media jornada, pero Refik había comprendido antes de acostarse que Ömer acabaría a tiempo.

Hacía cuatro horas había subido al túnel, donde imperaban los nervios y el movimiento, y lo había comprendido. Y Ömer, consciente de ir quizá con medio día de retraso, le explicó que probablemente lo recuperarían. Ömer llevaba dos días sin dormir. Y la mayoría de los trabajadores hacía doble jornada. Refik se levantó de la cama. Paseó por la habitación desperezándose. La noche anterior no había pegado ojo. En parte porque le incomodaba el terrible trabajo del túnel, y en parte porque no sabía con claridad qué haría con su futuro, con ese proyecto de «desarrollo del campo» que ahora solo tenía que pasar a limpio. Había estado toda la noche sentado a la mesa, había leído todo lo que había escrito durante aquellos meses, había tachado y corregido aquí y allá, al final se había acostado y había intentado dormir, no había podido, luego se había ido al túnel al amanecer, había regresado y después lo había despertado el perro, que seguía ladrando.

Se levantó de la cama y fue al retrete. Cada vez que entraba allí recordaba el día de su llegada, lo que habían hablado Ömer y él contemplando la taza. Se miró en el espejo. Tenía buena cara. Si Perihan lo viera le diría: «Te ha vuelto el color a la cara». Y el día de su llegada se había afeitado el bigote. De eso hacía siete meses. Se echó agua fría en el rostro y volvió a la habitación. «¡Siete meses!», pensó. Se sentó en la esquina de la cama.

Sobre la mesa tenía todo aquello que llamaba «mis proyectos». Una pila de papeles cuyo peso sería difícil estimar a ojo. También estaban los libros a los que volvía una y otra vez. Junto a ellos había colocado un retrato enmarcado de Goethe. Se lo había dado herr Rudolph hacía un mes, al marcharse a América. Mientras cargaban en el camión los objetos personales y los libros que había conseguido embutir en dos maletas y un baúl, le había entregado el regalo a Refik, había tartamudeado un poco, se había ruborizado y luego, levantando ligeramente la cabeza con la actitud propia de un «von» y del hijo de un general, había expresado su preocupación por el futuro de Refik y Ömer, el de aquellos jóvenes y aquel país joven, el futuro de Turquía. Refik se levantó de la cama. «¿Qué pasará? —se dijo—. Bueno, ¿y qué hago ahora?». Había terminado de redactar sus proyectos. Durante los últimos diez días no había hecho otra cosa que releerlos. Iría a Ankara con Ömer. Allí se entrevistaría con Süleyman Ayçelik, autor del libro Revolución y organización y uno de los líderes del movimiento Organización, y, con la ayuda del suegro de Ömer, entraría en contacto con diputados y ministros. «¿Y ahora qué hago? —pensó—. Voy a escribirle una carta a Perihan. Lo que tenga que ocurrir, ¡ocurrirá en Ankara!».

Se sentó a la mesa para escribir a Perihan, pero fue incapaz de empezar. En todas sus cartas le decía que retrasaría su vuelta y que las echaba mucho de menos a ella y a la niña. De vez en cuando le hablaba de la vida y la gente de allí, pero siempre pensaba que esa información la irritaría. No obstante, se esforzó en escribir algo, pero fue incapaz. Luego su mirada se vio atraída por un libro que tenía en la mesa: había leído varias veces la novela Ankara, de Yakup Kadri, y se había dejado llevar por el entusiasmo del autor por la revolución y la nueva Turquía. Cada vez que leía el libro se decía que Ankara estaba llena de gente como él, deseosa de hacer cosas, y notaba que sus preocupaciones se desvanecían. Empezó a leer y, después de media página, se puso en pie, pensando: «¿Qué estará sucediendo ahora en el túnel? ¿Lo acabarán a tiempo?». Paseó un poco por el cuarto. Luego decidió ir al túnel y salió.

Vio a Hacı ante la puerta. Estaba pelando patatas con la tranquilidad y la parsimonia de siempre. Se le veía tan plácido como si pretendiera pasarse la vida allí pelando patatas, como si ese día no fuera a llegar la locomotora de la foto, como si en una semana no se fueran a liquidar las obras y a vaciar los barracones. Y el perro estaba tumbado a su lado, durmiendo al sol. Refik pasó silenciosamente a su lado para no perturbarlos y empezó a subir la colina. No iba por el sendero estrecho formado por las pisadas de la gente, sino al azar, por entre las rocas y las zarzas, contemplando lo que le rodeaba. La tierra, hacía siete meses cubierta de nieve, ahora estaba llena de zarzales y hierbas silvestres. Los barracones seguían abajo, entre la gente en movimiento, pero ahora las fachadas, con las maderas pintadas de amarillo, los tejados hechos de retales y las diminutas ventanas, no le parecían extraños a Refik. Lo mismo el río a lo lejos: se había acostumbrado a su rumor; para percibirlo tenía que pensar en él, escucharlo y mirarlo. Como de costumbre, levantó la mirada hacia el cielo, para habituar sus ojos a la luz. Era un cielo idéntico al que tanto le había entusiasmado el día de su llegada: brillante, amplio, sosegado, profundo… Pero ahora no sentía lo mismo al mirarlo. «¿Qué pasará con los proyectos de desarrollo del campo? ¿Qué estará haciendo Perihan? ¿A quién me presentará ese diputado? Me he quedado sin aliento, y eso que cuando llegué me prometí hacer gimnasia todos los días».

Al entrar en la boca del túnel le poseyó la sensación de arrepentimiento y vergüenza que le envolvía cada vez que iba allí, pero enseguida se dejó llevar por el movimiento del interior. En el túnel todo estaba terminado, solo faltaba disponer el balasto para tender las vías y mampostear los muros en algunos sitios. Ahora solo se trabajaba en dos lugares del túnel: en el centro, cubriendo las paredes, y cerca de la boca por la que había entrado Refik, echando balasto al suelo. Como habían cubierto las líneas de las vagonetas, tenían que transportar la grava con asnos, y ese método primitivo sacaba de quicio especialmente a los ingenieros. A pesar de que no les quedaba nada por hacer, con Ömer estaban sus dos socios, los ingenieros jóvenes. Para convencer a los obreros de la importancia del último día y de que no había tiempo que perder, corrían de acá para allá, gritaban a diestro y siniestro, ayudaban a descargar los asnos, transportaban grava. Ömer hacía lo mismo para animar a los trabajadores. Algunos obreros, avergonzados como si fueran personalmente responsables de que aquellos señores tuvieran que ensuciarse con el trabajo manual, corrían a donde estaban echando una mano y pretendían no dejarles hacer nada; en cambio otros eran incapaces de trabajar de puro cansancio, y cuando intentaban colaborar lo único que conseguían era estorbar y dificultar el trabajo. Cuando Ömer vio a Refik en medio de aquella confusión, le sonrió y movió la cabeza con aire sarcástico. En cierto momento, Refik se acercó para ayudarle a descargar un burro, pero en cuanto tocó el serón que cargaba al lomo se dio cuenta de lo absurdo, forzado y artificial de su gesto y se alejó de allí. Hasta salir del túnel por la otra boca estuvo oyendo aquí y allá los gritos y el ruido de vaciar las espuertas. También vio maestros canteros que trabajaban en silencio en los muros, pero, como otra vez le poseía la sensación de arrepentimiento y vergüenza, no se volvió a mirarlos.

Después de salir del túnel se dirigió hacia el oeste caminando sobre la grava dispuesta para el tendido de las vías. Quería ver la locomotora de la foto aproximándose al túnel, escudriñar por última vez desde arriba los alrededores y las otras obras. De nuevo se le pasaron por la cabeza sus proyectos, Perihan, su casa, el trabajo de Ömer, su propio futuro, pero caminaba sin detenerse a pensar detalladamente en nada en particular, sin llegar a ninguna conclusión, saltando de un tema a otro y de una idea a otra, distrayéndose de vez en cuando al ver algo que le llamaba la atención, el río, una planta extraña, los barracones, o una nube con la forma de un rostro.

Tras avanzar seiscientos metros, vio la locomotora de la foto en uno de los puentes construidos por Kerim Bey. Sin acercarse demasiado a la máquina ni a los trabajadores intentó distinguir aquel proceso llamado «tendido de los raíles» que en clase de ferrocarriles les enseñaban con todo detalle. Luego vio entre los obreros al famoso Bekir el Fotero, el único tendedor de raíles de Turquía, a quien también el profesor había mencionado en clase. Conocía de Nişantaşı a aquel hombre a quien odiaban todos los constructores de ferrocarril. Con las ganancias obtenidas con el tendido de raíles compraba solares en Nişantaşı, luego prestaba los servicios de su equipo competente y especializado a otra línea y volvía a comprar solares. En cierto momento en que sus miradas parecieron cruzarse mientras el otro paseaba fumando entre los obreros, murmuró: «¿Qué pinto aquí?». Luego, mientras miraba cómo tendían la vía, recordó la frase que decía hacía unos meses: «Mi vida ha descarrilado»; se rió de sí mismo y dio media vuelta.

Regresó al barracón. Al no ver delante de la puerta a Hacı ni al perro le pareció que faltaba algo. Se sentó a la mesa. Hojeó la novela Ankara. Cuando comprendió que no podría leer, se obligó a comenzar la carta que no había sido capaz de redactar. Después de escribir lo de siempre a toda velocidad, tras preguntar por la niña e interesarse por lo que hacían Perihan y los demás de la familia, añadió, de nuevo como siempre, que retrasaría su regreso. Se avergonzó mientras lo escribía, sintió que le corría el sudor por la espalda y empezó a pormenorizar los motivos. Mientras lo meditaba, se le vino a la cabeza el proyecto de «desarrollo del campo». Se animó imaginando el efecto que tendría sobre las buenas gentes que creían en la revolución y que la novela Ankara describía su idea de «solo nos parecemos a nosotros mismos», esencia de su proyecto, y, a partir de esa idea, los capítulos donde explicaba la manera de llevar por un mínimo presupuesto todas las posibilidades de las ciudades modernas a unas unidades campesinas integradas. «Seguro que harán suyo este proyecto, seguro, ¡estoy convencido!», dijo poniéndose en pie, entusiasmado. Miró el retrato de Goethe, paseó fumando por la habitación. Luego volvió a sentarse a la mesa, acabó la carta con rapidez y, como bostezó varias veces, comprendió que se estaba quedando dormido y se acostó.

Cuando se despertó había oscurecido. Miró la hora: ¡las diez! «He dormido siete horas», pensó. Se levantó de la cama. Leyó a la luz de la vela la carta que había dejado sobre la mesa y se quedó satisfecho. Desde la habitación central llegaban ruidos y risas. Fue hasta allí. Súbitamente le recibió un intenso olor a rakı.

—¡Vaya, ha llegado nuestro amigo! —dijo una voz—. ¿Dónde estabas, hombre?

—Me he quedado dormido —contestó Refik.

Luego advirtió que era Salih quien acababa de hablar. El otro era Enver.

—Pues sigue durmiendo. Nosotros hemos terminado el trabajo. Se acabó, se acabó —gritó Enver—. Ahora están tendiendo los raíles. Ha llegado la locomotora. Tocó el silbato. Nosotros le dimos el banderazo verde. Así es como ondeábamos la banderola. «¡Ven, hombre, ven!», le dijimos. «¡Tiende tus raíles, Bekir el Fotero!». —Soltó una carcajada. Movía la mano para mostrar cómo habían ondeado la bandera y se reía. Luego se puso serio de repente como si hubiera recordado algo—: ¿Quieres beber tú también? —le preguntó. Levantó la botella de rakı que había en la mesa y se la pasó.

Refik intentaba acomodar la vista a la luz de lámparas de queroseno encendidas sobre la mesa y en el rincón. «Se acabó, lo han conseguido», pensaba.

—¿Quieres beber tú también? —le volvió a preguntar Enver con aspereza.

—¿Dónde está Ömer? —preguntó Refik.

—El jefe está fuera, supongo —contestó Enver en tono sarcástico—. Hablando con uno de los funcionarios a los que ha untado.

Refik salió. Al cerrar la puerta oyó a sus espaldas unas carcajadas. Ante el barracón había una lámpara encima de una mesa. A ambos lados de la mesa estaban sentados Ömer y uno de los supervisores que había conocido en el banquete ofrecido por Kerim Bey hacía tres meses; hablaban. De los lejanos barracones de los obreros llegaba el sonido de un tamboril.

—Ah, ¿te has despertado? —dijo Ömer al ver a Refik.

Refik se disponía a felicitar a Ömer cuando el supervisor se puso en pie. Murmuró algo a toda prisa y le dio la mano a Ömer. Luego se la dio a Refik y también le felicitó.

—Enhorabuena —dijo Refik avergonzado en cuanto el supervisor se hubo marchado.

—Me he visto obligado a darle algo también a este sin la menor necesidad —comentó Ömer señalando al supervisor, que desaparecía en la oscuridad. Suspiró varias veces, aspirando profundamente—. ¡Malditos sean todos ellos!

—Sí, es horrible que acepte sobornos por las buenas.

—No, no me refiero a eso —contestó Ömer—. Maldito sea todo este trabajo, los contactos, los funcionarios de Ankara, Kerim Bey, todo, todo…

—En fin, ya se acabó —dijo Refik, preocupado.

—Sí, se acabó. He ganado mucho dinero. Se acabó.

Ambos guardaron silencio. Al sonido del tambor que llegaba de los barracones de los obreros se había añadido el de un violín. Una música agradable, alegre y bailable se esparció por la sosegada noche. De su barracón llegaban de vez en cuando carcajadas de borracho.

—Yo también voy a beber —dijo Ömer. Y señalando con la cabeza la dirección de la que procedía la música, añadió—: Mira, todos se divierten. Han venido los gitanos. Menuda juerga hay delante del café. A todo el mundo le encanta echar pestes del ferrocarril. Yo también voy a beber.

—¿Vamos a echar un vistazo? —dijo Refik.

—Muy bien, vamos a ver.

Se pusieron en pie y echaron a andar hacia los barracones de los obreros. En esa noche tranquila, aquella música, que se iba animando según se acercaban, le pareció a Refik algo desacostumbradamente lejano y ajeno. Ömer conocía de antes a aquella compañía de gitanos. Le contó a Refik que recorrían todas las obras de Sivas a Erzurum, que iban de una a otra tocando, cantando y bailando, que luego las mujeres pasaban la noche con los contratistas o los maestros de obras y que llevaban años así, alojándose aquí y allá desde la primavera hasta el otoño. Luego añadió con aspereza que el año anterior en la obra de Kerim Bey dos subcontratistas mayores se habían peleado por una de las chicas, una muchacha preciosa. Cuando estaban cerca del café se volvió de repente hacia Refik.

—¿Qué opinión tienes de mí? —probablemente se arrepintió al instante de haberlo preguntado, porque señaló a una de las muchachas en medio de la multitud—. Mírala, esa es de quien te hablaba. ¿Qué te parece? Es guapa, ¿verdad?

Delante del café había unos cincuenta o sesenta obreros. El tamborilero y el violinista estaban tocando en un rincón y en medio bailaban dos muchachas. Una de ellas no era guapa, tenía aspecto cansado y miraba a su alrededor sonriendo de mala gana. Tampoco parecían muy contentos los obreros que la rodeaban. Ocho o diez tocaban palmas, de vez en cuando alguno gritaba, la mayoría bostezaba con ojos cansados y adormilados como si pensaran «A ver si se larga de una vez y podemos irnos a dormir». Estaban allí de pie esperando algo, como soldados agotados que regresan a sus casas después de largos combates y de una victoria sangrienta que ha costado muy cara y que esperan cualquier cosa porque no acaban de creerse que la guerra haya terminado. Dentro del café unos hombres dormitaban con los codos apoyados en las mesas. Un borracho, apoyado en la puerta del café, palmeaba bamboleándose y gritaba de vez en cuando. En eso el tambor se calló. Hubo una pausa. Una de las muchachas le dio un empujón a un tipo que se estaba metiendo con ella mientras pasaba la gorra. Varios se rieron. La multitud se agitó. La puerta del café se abría y se cerraba. Cinco o seis hombres echaron a andar lentamente hacia los barracones, a dormir. Luego el tambor y el violín comenzaron de nuevo.

El tambor sonaba, la multitud observaba como esperando, Refik pensaba que habría que hacer algo por aquella gente y comprendió que de nuevo le embargaba la sensación de arrepentimiento y vergüenza que le envolvía cada vez que entraba en el túnel. «Nunca he pretendido integrarme con esta gente —pensó—, pero no está bien quedarme aparte. ¿Por qué les estoy mirando? Han terminado su trabajo, están cansados y se divierten un poco antes de irse a dormir. ¿Y yo? Ellos están ahí, y yo…».

—¿En qué piensas? —le preguntó Ömer.

—En nada.

—Yo sí —contestó Ömer—. Me vuelvo al barracón a beber.

—Bien, yo iré enseguida. Puede que dé un paseo.