34. El banquete
—¡Oh, bienvenido, herr! —dijo Kerim Bey. Guardó un momento de silencio, como si le diera pereza pronunciar el nombre que tenía en la punta de la lengua—. Herr Rudolph… Bienvenido. Ahí no, siéntese aquí, por favor. —Se estaban sentando a la mesa. Kerim Bey vio a Ömer—. Ah, y aquí está nuestro joven constructor, claro. Bienvenido. —Lo tomó de la mano y tiró de él hacia un hombre bajo con bigote en forma de almendra—. Este joven es el prometido de la hija de nuestro compañero Muhtar Bey, diputado por Manisa.
—Ah, ¿de Nazlı Hanım? —dijo el hombre del bigote de almendra—. Una muchacha muy mona, toda una señorita. ¡Enhorabuena!
Ömer sonrió. El hombre del bigote también lo hizo, como si pensara: «Ah, picarillo, picarillo». Era diputado por Amasya e inspector del partido en alguna de las provincias del este. Al invitar a sus amigos y a algunos constructores e ingenieros a la cena que ofrecía todos los años, Kerim Bey había difundido la noticia de que el inspector del partido İhsan Bey, de regreso de su viaje por el este, también se contaría entre los comensales.
—Este es otro joven ingeniero —dijo Kerim Bey al presentar a Refik al inspector del partido.
Luego, mirando sonriente a Refik y a Ömer, empezó una frase con un ingeniero y la terminó con el otro y a continuación se llevó del brazo a İhsan Bey al otro extremo de la mesa para presentarle a más gente.
Los invitados, que llevaban media hora dando vueltas alrededor de la mesa como gatos hambrientos, fueron sentándose poco a poco. Esperaron a que trocearan el cordero que acababan de retirar del fuego. Un cocinero vestido de blanco y un criado se inclinaban sobre el asado bajo un árbol un poco más allá. Los invitados, que poco antes susurraban en pequeños grupos alrededor del barracón de Kerim Bey y en el amplio salón iluminado gracias a la energía del generador, guardaron silencio para escuchar a Kerim Bey, sentado a la mesa. Estaba narrando un recuerdo sobre la construcción de la línea férrea Sivas-Samsun. A parte de su voz, solo se oía la de un ingeniero danés que de vez en cuando, con la aprobación de İhsan Bey, le traducía a su mujer lo que contaba.
Cuando la carne troceada llegó a la mesa, la atención de todos se concentró en el mismo punto. Entonces el cocinero del delantal blanco se puso a repartir la carne e İhsan Bey empezó a contar su viaje por el este: tras la intervención en Dersim el año anterior se había asegurado la paz en las provincias orientales. Ya nadie temía a los bandoleros, a nadie le preocupaba lo que pasaría el día siguiente. La fuerza militar no solo había asegurado la paz y el orden sino también las campañas de obras públicas y educación de la República. İhsan Bey se volvía a menudo a Kerim Bey, pero todos comprendían que en realidad el inspector del partido se dirigía a toda la mesa, especialmente a los constructores que no habían podido cobrar a tiempo a causa de la intervención del año anterior. Después, el inspector recordó un gracioso suceso que le había ocurrido durante la inauguración de un puente en Elaziğ. Hacía un sol abrasador, y el discurso del gobernador se había alargado bastante cuando, de repente un asno empezó a rebuznar y alguien a lo lejos dijo «¡Que se calle ese burro!», y uno de los funcionarios se rió. Esa misma tarde, el gobernador hizo que llevaran al cuartelillo al pequeño funcionario que se había reído y al propietario del asno, y ordenó que les dieran una somanta. Después de contarlo, el inspector del partido sonrió tolerante como si les dijera a los comensales: «En esta vida, junto a lo bueno, por desgracia existe lo malo, lo patético, incluso lo ridículo. ¡Y no me da vergüenza contárselo a ustedes!».
Tras la alocución de İhsan Bey, un anciano interventor del estado, animado por el ambiente de tolerancia, se puso a contar algo que le había ocurrido en la línea de Filyos. También él miraba de vez en cuando a Kerim Bey mientras lo contaba y los comensales le escuchaban tomando el rakı de contrabando que les habían servido en jarros con hielo. Era una noche de junio tranquila y sin viento. A lo lejos brillaba la luz los barracones de los obreros que esparcían en la sosegada oscuridad.
Junto con la carne también llevaron a la mesa arroz en una enorme fuente. Pero tardaban en servir y la cena no acababa de empezar, por lo que la mayoría de los invitados se tomaron la primera copa con el estómago vacío. Ömer advirtió que aquella primera copa en ayunas había relajado a algunos y que el ambiente circunspecto y respetuoso de la mesa se iba disolviendo lentamente. Él también quería unirse a aquel ambiente, decir algo, hablar. No sabía si para demostrar que no le asustaba la personalidad de Kerim Bey, aplastante, poderosa, dueña de todo, y para sentir su propia presencia, o bien porque le apetecía estar alegre, solo comprendía que ese deseo iba en aumento según permanecía sentado a la mesa. Estuvo un rato hablando con Rudolph y Refik, pero lo que podían hablar entre ellos en aquella mesa era muy limitado, porque tampoco era cuestión de ponerse a susurrar. Además, tras meses de continuas conversaciones no les quedaba mucho que decirse. Después de que el anciano interventor del Estado terminara su historia de la línea de Filyos y todos se rieran, İhsan Bey inició un discurso resumiendo la moraleja que podía extraerse de la anécdota. Aprovechando la ocasión, Ömer, que quería contar algo y oír su propia voz fuera como fuese, fijó la vista en el ingeniero maduro y silencioso que tenía delante y empezó a contarle un suceso sin el menor interés que le había ocurrido el año anterior. Para no permitirle que volviera la cabeza a fin de observar a Kerim Bey, lo tuvo preso un buen rato clavándole la mirada. Pero cuando acabó la historia y llegó el momento de las carcajadas, el ingeniero, como si se disculpase, dirigió la mirada a la cabecera de la mesa, y Ömer comprendió que no hallaría la animación que buscaba. Le habría apetecido levantarse e irse, pero no lo hizo al ver que Refik se estaba llenando la tripa tranquilamente.
Refik no hablaba, escuchaba lo que se contaba en la mesa, contemplaba a la gente y comía en abundancia. Como si hubiera acudido a aquella cena para alimentar su cuerpo, largo tiempo sin saciar, y sus ojos con los rostros de gente distinta. Como todos los demás, sentía un interés superficial por lo que se decía, sonreía de vez en cuando, se servía arroz de nuevo, y no se preocupaba de nada. Parecía relajado y en paz, como un hombre que hubiera finalizado con éxito un trabajo largo y agotador y se sentara a la mesa del banquete, pero Ömer sabía que dormía mal, que estaba preocupado y que sufría por ese proyecto suyo de «desarrollo del campo» en el que llevaba meses trabajando, por su futuro, por su vida.
Kerim Bey e İhsan Bey prestaban atención a un anciano. Aquel hombre, a quien Ömer también conocía por asuntos de trabajo, había sido nombrado interventor oficial de Estado a pesar de no ser ingeniero. Las razones de que se le hubiera dado semejante cargo a alguien que no entendía de libros de cuentas eran su larga experiencia pero, sobre todo, una meticulosidad y una honradez enfermizas. Como el año anterior todavía no ocupaba el puesto, entonces no había sido invitado a la cena. Ahora probablemente estuviera muy nervioso por la presencia del inspector del partido en aquella cena a la que le invitaban por primera vez: hablaba acaloradamente, explicaba lo que había que hacer para corregir ciertas injusticias, la excitación le hacía confundir las frases, que probablemente había pensado y preparado con antelación, y se enfadaba consigo mismo por no aprovechar una ocasión que solo se presentaba una vez en la vida.
Cuando el anciano interventor acabó de hablar, İhsan Bey le preguntó al joven que había junto a él:
—Usted también es ingeniero, ¿no? ¿Qué cree que se debería hacer en esas circunstancias?
—En esas circunstancias, se empiezan a cuadrar las nóminas y las tablas con un mes de antelación y se llega a un acuerdo satisfactorio para todos —contestó el joven ingeniero.
Acto seguido el inspector del partido le dijo al anciano «¿Lo ve?» y, sin esperar la respuesta del nervioso interventor, le ordenó al cocinero, que revoloteaba alrededor de la mesa: «¡Ponme un poco más de arroz!». Luego apoyó en la copa de rakı sus diminutos labios, que parecían esconderse tras el bigote de almendra, tomó un trago, y mirando de reojo al anciano interventor, exclamó:
—¡Confíen en la revolución y en el estado! Por supuesto, no todo es perfecto… Pero al exagerar los pequeños defectos se acercaron a las líneas de los enemigos de la revolución. Sin embargo, todos debemos estar con el estado, aunque temamos cometer errores. Sobre todo ahora, cuando lo más importante es la cuestión de Hatay…
La alegría y el alboroto iban en aumento. Ahora el peso de la conversación ya no recaía en la cabecera de la mesa, sino en los grupitos que habían formado los invitados. De vez en cuando la voz de Kerim Bey apagaba a todas las demás, pero los comensales continuaban a lo suyo. En un extremo de la mesa había dos mujeres. Eran las esposas de los ingenieros daneses. Estaban sentadas juntas, hablando en su lengua, bebían rakı con moderación y se reían. Los hombres del otro extremo de la mesa las miraban de vez en cuando, fumaban y tomaban rakı, escuchaban la conversación y luego, en cuanto no cruzaban sus miradas con nadie, volvían de nuevo los ojos a las mujeres y aspiraban pensativos el humo de sus cigarrillos. Ömer imaginaba por sus caras que pensaban en aquellas extranjeras, en sus vidas y en sus deseos, y cuando alguno las observaba con actitud repulsiva, recordaba a Nazlı, le sorprendía que se le viniera a la cabeza, se enfadaba y luego, como todos aquellos tipos, daba un nuevo sorbo a su rakı, encendía un cigarrillo y prestaba atención a alguno de los grupitos de la mesa.
Había dos tipos de grupos. El primero, formado por hombres de edad, más serios y cautelosos, era el de los que se habían enriquecido durante la construcción del ferrocarril. Aquellos nuevos ricos, que al dictarse la ley de apellidos habían adoptado algunos como Demirağ, Yolaçan, Demiryolu o Kayadelen[7], hacía seis o siete años no eran sino pequeños subcontratistas, ingenieros recién licenciados, o funcionarios del estado. Se habían hecho ricos gracias a su inteligencia y su iniciativa durante la construcción del ferrocarril. Y, como a ellos mismos les sorprendía la fortuna que habían ganado en tres o cuatro años, eran cuidadosos, precavidos y meticulosos. No querían que nadie tuviera ninguna queja, que nadie sufriera una injusticia, que nadie estuviera insatisfecho con la construcción de la vía férrea. Como si temieran que de repente su fortuna se desvaneciese si alguien se quejaba, y por ese motivo recibían con alegría todo lo que se dijera sobre los logros de la República, la cuestión de Hatay, las revueltas kurdas reprimidas y los mensajes de fraternidad y unidad. El segundo grupo era el de los interventores del Estado, los funcionarios y los ingenieros asalariados. Como sabían la forma en que se habían enriquecido los del primer grupo, los despreciaban, pero como en su mayoría pretendían ser como ellos, su desprecio se mezclaba con envidia, admiración, rabia y repugnancia. Dependiendo del puesto, algunos eran extremadamente honrados, otros parecían odiarlo todo y a todos, algunos eran apresurados y educados porque pretendían ingresar en el primer grupo, otros eran simples espectadores aletargados porque comprendían que no podían hacer nada. Pero, al igual que los que se habían enriquecido con el ferrocarril, también ellos intuían que su fortuna y su futuro dependían de diputados como İhsan Bey o de tipos como Kerim Bey, de las autoridades. Por ese motivo, las verdaderas alegría y animación de la mesa, las únicas palabras sinceras, provenían de los ingenieros extranjeros y de algunos ingenieros jóvenes ebrios que de alguna manera habían quedado fuera de aquella red de relaciones y que eran los únicos que no se controlaban, que no estaban atados a Kerim Bey ni a İhsan Bey por los lazos del miedo y el respeto. Herr Rudolph no hablaba demasiado y Refik parecía ocuparse simplemente de los placeres de la vista y el cuerpo.
También Ömer, como Refik, bebía mucho y quería sentir que no le amedrentaban la presencia del famoso diputado terrateniente ni la del constructor Kerim Naci Bey. Para ello, o bien tenía que forzarse a hablar e incluso a gritar, como había hecho poco antes, o bien debía excederse, incomodar su cuerpo, estar ocupado todo el rato, comer y beber. Pensó en todo aquello mientras se servía verduras rellenas por segunda vez y llamaba al cocinero para que trajera un nuevo jarro de rakı, y de repente volvió a apetecerle levantarse de la mesa y marcharse. Se disponía a hacerlo cuando pensó que estaba borracho. Luego se acordó del consuelo que siempre acompañaba a aquella idea: «¡La bebida solo me afecta al estómago!». Se puso en pie súbitamente. Al levantarse, su mirada se cruzó con la de herr Rudolph y, sin pensar, dijo:
—Voy al retrete.
Herr Rudolph sonrió comprensivo. También sonrió otro ingeniero sentado junto a él. Ömer se dirigió a los servicios. Sabía dónde estaban porque el año anterior también había cenado en el pabellón de Kerim Naci Bey; la puerta estaba abierta y la cerró. Al entrar pensó: «¡Me parece que voy a vomitar!». Luego se inclinó hacia el agujero y devolvió. Se lavó lentamente la cara en el grifo. Se miró al espejo. No estaba pálido, tenía buen color y aspecto saludable. Salió del retrete. Oyó el alboroto de la mesa, pero no quiso volver. A su lado se abría una puerta. Salió por allí a la noche inmóvil, a la plácida oscuridad. Aspiró profundamente el olor a tierra y hierba. Lejos del gentío, disfrutó de ser consciente de la noche. «Soy distinto. No soy uno de ellos. ¡No seré como ellos!», se dijo, y tuvo miedo de sí mismo. Encendió un cigarrillo y echó a andar alrededor del pabellón. En una esquina vio las luces de la cocina.
Se acercó a la ventana y miró al interior. El cocinero estaba echando algo sobre una fuente de baklava. Luego, como un pintor, dio un paso atrás y contempló su obra. Cogió un cuchillo, se acercó de nuevo a la fuente y empezó a cortar algo.
«Sí, no seré como ellos —pensó Ömer—. Y, por supuesto, tampoco como este ni como los de los barracones. —Avanzaba hacia las mesas—. Amos y esclavos… ¡Kerim Naci Bey! ¿Por qué le odio? —se respondió recordando las palabras de herr Rudolph—. ¡Porque lo ha acaparado todo, hasta el último rincón! ¿Será verdad? Si lo es, no hay nada que hacer contra el estado y sus asquerosos siervos. ¡Pero me gustaría hacer algo, romperlo todo! Quiero ser de los amos. Más… Más listo y más señor que ese Kerim Bey. —volvió a mirar hacia los barracones de los obreros—. Tampoco es que me admiren… Pero vienen a pedirme trabajo… ¿Qué puedo hacer? Ganar más dinero. Dejarme de ideas absurdas. ¡Ideales, moral! ¿Para qué sirven? Sí, iré a sentarme y no pensaré más que en lo que me interesa. Bueno, ¿y qué haré cuando todos le miren? No quiero pensarlo».
Se sentó a la mesa. El cocinero trajo la fuente de baklava. Todos se volvieron a mirarla.