30. Dos amantes de la música
—¿Qué vais a hacer en las vacaciones de verano? —preguntó Cezmi mirando el árbol que había en medio de la calle como si tuviera algo que hubiera captado su atención.
Caminaban desde Taksim en dirección a Harbiye. Los árboles del centro de la amplia avenida habían echado hojas. Estaban a principios de mayo. Después de la clase de música de monsieur Balatzs iban andando juntos desde Tünel hasta Harbiye. Cezmi quería llegar hasta Nişantaşı, pero Ayşe no se lo permitía, y por ese motivo se enzarzaban en discusiones sobre el progreso y las relaciones entre hombre y mujer. Ese año, Nigân Hanım no iba a Beyoğlu a recoger a Ayşe a la clase de música. Hasta conseguir que tomara aquella decisión, Ayşe había iniciado en casa una guerra larga y silenciosa y por fin Nigân Hanım había comprendido que su hija nunca sería la joven que ella habría querido que fuera, y había puesto punto final al asunto con un fruncimiento de labios y un gesto de hartazgo que demostraban que también ella estaba cansada de aquella insoportable vida.
—¿Qué vais a hacer en las vacaciones de verano? —preguntó Cezmi de nuevo mientras balanceaba el estuche del violín.
En las vacaciones de verano irían a la isla Heybeli, adonde no habían podido ir el año anterior por la muerte de Cevdet Bey, pero su madre y su hermano mayor querían que Ayşe, que ese año terminaba el bachillerato, fuera a Suiza con su tía para perfeccionar el francés. Si iba a Suiza se acabarían las clases de música, las caminatas de Tünel a Harbiye y no estarían juntos. «¡No quiero ir a Suiza!», pensó Ayşe. Y luego, dándose cuenta de que Cezmi seguía balanceando inquieto el violín, dijo:
—No sé. ¿Tú qué piensas hacer? —Y enseguida se avergonzó de sus palabras porque en cierta ocasión Cezmi, para subrayar las profundas diferencias que existían entre ellos, le había dicho que él y la gente de su entorno formulaban aquella pregunta con un simple «¿Qué vas a hacer?», mientras que Ayşe y sus allegados, que podían escoger y hacer muchas cosas, siempre preguntaban: «¿Qué piensas hacer?».
—Probablemente iré a Trabzon con mis padres —contestó Cezmi.
Durante el invierno estudiaba derecho en Estambul.
—¡Qué bien! —contestó Ayşe. Intentó parecer animada—: Allí podrás leer las novelas que te gustan y bañarte en el mar.
—¡Ja! Allí nadie se baña en el mar. Bañarse solo se puede aquí, en las islas y en Suadiye. Y en Europa, claro.
Cuando Cezmi se enfadaba se olvidaba que era partidario del progreso y recordaba que era hijo de una familia pobre. Su padre era profesor de música en Trabzon.
Ayşe volvió a avergonzarse: «Dos veces en un minuto», pensó. Luego recordó algo y se alegró.
—¡Muy bien! —dijo—. Así les enseñarás los principios de la civilización. ¡Les enseñarás que no tiene nada de malo bañarse en el mar!
—¡Sí que se lo enseñaré! —replicó Cezmi con dureza.
Guardaron silencio. Caminaban lentamente hacia Harbiye. El sol de mayo, todavía oblicuo, solo iluminaba las copas de los árboles de la avenida y las fachadas traseras de algunos bloques de pisos a lo lejos. La calle, los troncos y los muros estaban en sombras. De vez en cuando, una ligera brisa primaveral que venía de Şişli llevaba a las sombras el aroma de tilos y madreselvas.
—No te habrás molestado conmigo, ¿verdad? —preguntó Cezmi de repente, preocupado.
«Sí, nunca se enfada», pensó Ayşe. Miró de reojo el cuerpo delgado, elegante y hermoso que tenía a su lado y se emocionó. La calle olía a tilos. Sintió cómo el cariño le brotaba del corazón, pero se contuvo.
—Hoy la clase ha estado bien, ¿verdad? —dijo deprisa—. ¡Y qué bien ha tocado monsieur Balatzs!
Como era habitual, en la clase el maestro húngaro se había ocupado uno por uno de sus alumnos, luego habían escuchado discos un rato y por fin, a petición de los estudiantes, había tocado unas piececitas con su violín.
—Lo mismo de siempre! —replicó Cezmi subiéndose las gafas, que se le deslizaban nariz abajo.
—¿No te gusta cómo toca el violín Balatzs?
—No mucho.
—A mí sí… ¡Y me encanta cuando acompaña el piano! En realidad, podría haber sido un gran músico.
—¡Yo también podría acompañarla a usted igual! —cuando se ponía muy nervioso y pasional pasaba del «tú» al «usted» al dirigirse a Ayşe—. Podríamos haber tocado juntos la Sonata a Kreutzer. ¿Ha leído la novela?
—No —contestó Ayşe notando que la poseían un miedo y una furia casi imperceptibles.
En situaciones parecidas, Cezmi le recordaba a Ayşe que ella nunca leía novelas, pero no dijo nada. Caminaron un rato sin hablar.
—Bueno, ¿y qué piensa usted de nuestra causa sobre Hatay? —preguntó Cezmi.
—Nada.
—Pero debe de tener alguna opinión…
Ayşe no dijo una palabra. Junto a ellos pasó un autobús levantando una nube de humo y polvo. Ayşe vio en la ventanilla a una mujer cubierta con un pañuelo que les observaba atentamente. Sintió curiosidad por lo que debía de estar pensando. «¡Un chico guapo con una caja extraña y acompañado de una chica fea!», se dijo, y aquella desagradable idea la amargó.
—Todavía no me has dicho qué vas a hacer en verano.
—¡Mi hermano y mi madre quieren que vaya a Suiza! —contestó Ayşe bruscamente.
—¿Y tú quieres ir?
—No lo sé.
Como siempre, Cezmi empezó a interrogarla: qué pensaba su hermano mayor, cuáles eran las intenciones de su madre, por qué querían enviarla, qué se decía en su casa al respecto, qué se decía en su casa respecto a otros asuntos, ¿había noticias de su hermano Refik? Ayşe daba respuestas breves y desganadas. La única manía desagradable que no aguantaba de su amigo era la curiosidad que demostraba por las interioridades de la familia Işıkçı. Escuchaba los detalles de todo con una cara ansiosa, ensombrecida por el odio y una curiosidad excesiva, a veces suspiraba como si soñase con un paraíso inalcanzable, y luego empezaba a hilar sus críticas y opiniones. Estas partían de dos supuestos: o bien criticaba abiertamente los aspectos de la familia que la alejaban de la gente de países civilizados, o bien comentaba que la vida y la fortuna familiares de Ayşe no tenían ninguna relación con las de la mayor parte de la población de Turquía. Después Ayşe se ponía a explicarle que en realidad ni su difunto padre, ni su hermano mayor, ni siquiera su madre eran malas personas.
Se acercaban a los cuarteles de Harbiye. Cezmi, siguiendo su costumbre de cuestionar a las palabras de Ayşe, dijo:
—¡Yo no digo que sean malas personas! Solo siento curiosidad por saber por qué son así. No entiendo por qué no adoptan una vida más razonable y lógica que se ajuste a los principios del progreso. En Trabzon hay un tal Hacı İlyas Efendi. Se dedica al comercio, es rico, muy religioso, ¡y también es un usurero! ¡Ah, sí, presta dinero a un alto interés! Puedo entender un poco que él se oponga a la revolución. Pero ¿tu familia? Por supuesto, no estoy diciendo que se opongan a la revolución, sé que aceptan con agrado todo lo que se está haciendo, sé cómo piensan. Pero también parece que lo miran con un poco de suspicacia. ¡O que no demuestran el suficiente entusiasmo! Sin embargo, yo creo que los ricos de las ciudades, es decir, los que conocen Europa, no sé si mi explico, o sea, los ricos buenos, tendrían que hacer suya la revolución. Pero no parecen muy entusiasmados. El pueblo ignorante no sabe nada de nada. Entonces, Ayşe, ¿quién, quién hará progresar la revolución? ¿Nosotros los funcionarios, mi pobre padre, de quien todos se burlan con pasión? ¿Yo, que también soy motivo de burla en la residencia de estudiantes porque me gusta la música y ando por ahí con este ridículo estuche? Encima ahora también los funcionarios envidian a esos ricachones vulgares y quieren ser como ellos. Bueno, ¿y tú qué opinas? —volvió hacia Ayşe la cara sudorosa y enrojecida por la excitación—. Tú también te burlas de mí cuando me dices que enseñe a los de Trabzon a bañarse en el mar. Cuando te respondo que allí la gente no se baña en el mar, crees que no me gustan los ricos. ¡No es que no me gusten los ricos! ¡Me opongo a que sean vulgares, ignorantes, incultos, que no piensen en su país, en la revolución y en cosas así!
—Así que crees que mi familia es vulgar, inculta e ignorante —replicó Ayşe sin creerse ella misma lo que había dicho.
—¡No, no, no me malinterpretes! No me estaba refiriendo a tu familia… Yo… Yo solo me pregunto por qué se comportan así… Por una parte quieren enviarte a Europa y por otra usted… Tú, sí, tú, no quieres que te acompañe hasta Nişantaşı…
De repente levantó la cabeza, que había agachado. Miró a su alrededor como si esperara algo.
Estaban delante de los cuarteles de Harbiye. Allí la avenida se dividía en dos. Ayşe miró preocupada una vez más a Cezmi, vio angustia y amargura en su cara y comprendió que ese día no se opondría a que la acompañara hasta Nişantaşı. Siguieron caminando juntos, como si aquel no fuera el lugar donde se separaban habitualmente. El olor a bosta y orina que se extendía desde las cuadras de los cuarteles y desde los urinarios de metal que había en medio de la calle se mezclaba con el de los tilos.
—¡Muchas gracias! —dijo de repente Cezmi. Luego pareció arrepentirse de sus palabras—. No te has molestado conmigo, ¿verdad? —susurró, pero en su rostro se leía el rastro de la victoria.
Ayşe notó que de nuevo la dominaba un arrebato de cariño, pero esta vez fue más cauta al contestar:
—¿Por qué iba a estar molesta contigo?
—Por las tonterías que digo. Por lo que he dicho de tu familia. Quiero dejarte claro que, con independencia de su comportamiento, siento respeto por tu familia. Puede que te pinche porque son muy ricos y tú eres una de ellos, pero no pienses que… Porque creo en algunas cosas, las valoro… Pero ¿me estás escuchando?
—¡Te escucho! —respondió Ayşe.
Escrutaba la calle. En la esquina había un estanco que vendía prensa. Ante él había un coche parado.
—¡Este verano no iré a Trabzon! —tartamudeó Cezmi—. Me deprimo entre esa gente ignorante y tan poco comprensiva. He encontrado trabajo en un hotel. Este verano, Ayşe, ¿me escuchas? ¿Te aburro? Este verano…
«¡Mi hermano! —pensó Ayşe—. ¡Nuestro coche! ¡El coche nuevo color granate! ¿Cómo no me he dado cuenta antes?». Como los testigos de una catástrofe que se quedan petrificados por el miedo y la impresión, miraba el coche y al hombre que descendía de él, su hermano mayor.
—¡Ese es mi hermano! —susurró.
—¿Cuál? ¿El del periódico?
Entre ellos había apenas veinte pasos. Ayşe nunca hubiera pensado que fuera a sorprenderse y a asustarse tanto. Cuando habían doblado la esquina había intentado convencerse de que era una tontería tener miedo y que Cezmi tenía razón.
—¿El del periódico? —repitió Cezmi.
Luego comprendió por la cara de Ayşe que era él. Empezó a observar con curiosidad a aquel hombre sobre quien había oído hablar mucho y cuya vida familiar conocía con todo detalle.
—¡Vamos, vete! —dijo Ayşe, furiosa por la curiosidad de su amigo—. ¡Vete, vete, vete!
—¿Por qué? A mí no me da miedo nadie. No me voy. Ya es hora de que los tipos como él acepten que los hombres y las mujeres se relacionen…
Osman también los había visto. Justo cuando iba a subirse al coche levantó la cabeza para echar un vistazo a su alrededor y los vio. Se quedó parado, como si fuera incapaz de decidir si subir o no. Luego, en unos segundos, cruzó al otro lado de la calle. Echó a andar en su dirección. Ayşe, con miedo pero quizá con más curiosidad aún, esperó a su hermano delante del palacete del gobernador con los ojos fijos en él.
Osman llegó hasta ellos, y a unos pasos de Ayşe echó una mirada a Cezmi.
—¿Ibas a casa? —le preguntó a Ayşe. Y sin esperar la respuesta de su hermana, gruñó—: ¡Vamos, sube al coche, te llevo! —Fingió no ver la estupefacción en la cara de Ayşe. Luego volvió a examinar a Cezmi con una mirada de desprecio—. ¿Este muchacho está contigo?
—¡Sí, señor! —contestó Cezmi con una actitud entre airada y respetuosa pero decidida y firme.
Dio un paso al frente como si confiara mucho en sí mismo, pero Osman no le tendió la mano.
—Muchacho, esto que hacéis… —dijo Osman. Luego se fijó en el estuche de violín que llevaba Cezmi. Arrugó el gesto como si hubiera visto algo desagradable—. En fin… ¿Usted también se dedica a la música?
—Me llamo Cezmi, señor. Estudio derecho.
—Ha acompañado hasta aquí a mi hermana. ¡Pero no vuelva a molestarse! —Osman dijo aquellas sonrojantes palabras arrugando de nuevo el gesto mientras miraba el estuche del violín como si fuera el culpable de todo—. ¡Ya la llevo yo!
Luego, como si quisiera permitirles que se despidieran, miró a su alrededor unos segundos. Probablemente también estuviera indagando si les había visto alguien.
Ayşe miró al joven atentamente a la cara, como si intentara decirle: «Ya lo ves, la culpa es tuya. ¿Qué podría hacer yo?».
Cezmi se esforzaba en adoptar un gesto orgulloso y altanero, pero estaba perplejo. Él también le decía con la mirada a Ayşe: «A mí no me da miedo nadie. ¿Así que este era tu hermano? ¿Qué te parece cómo me he portado con él?».
Osman agarró del brazo a Ayşe:
—¡Vámonos! —dijo.
Luego, con una actitud que recordaba los gestos bonachones del difunto Cevdet Bey pero mucho más fría y postiza, acarició la cabeza de Ayşe y empezó a hacerle preguntas sobre el colegio y las clases de música. Le dieron la espalda al muchacho y echaron a andar bajo los castaños en dirección al coche.