27. El poeta en Beyoğlu

Muhittin se bajó del tranvía. Tendría que dar la vuelta lentamente a la plaza pasando por delante de los urinarios. Había pensado que rodearía la plaza despacito y que mientras avanzara con cara de satisfacción miraría a la gente y fumaría, como estaba haciendo ahora; que encontraría una amargura agradable en el veneno del tabaco en su boca; que después de pasarse el día en la oficina en la que trabajaba de ingeniero, por la noche iría a Beyoğlu; que pasearía por allí; que de paso se tomaría un trago; que luego iría a una casa de citas y después al cine. Mientras daba la vuelta a la plaza de Taksim, estaba contento porque todo aquello se acercaba. Sentía una excitación manifiesta, clara, humillante, infantil. «¡Como si fuera al cine con mi padre!», pensó. El teniente Haydar Bey era musulmán en extremo, pero a su manera también tenía momentos de tolerancia. En los pocos años que transcurrieron entre su jubilación y su muerte, una vez al mes llevaba a su hijo al cine a Beyoğlu. «Quizá no me llevara por condescendencia, sino simplemente porque le gustaba —pensó Muhittin, pero la idea no le puso de mejor humor—. El teniente Haydar Bey es un tema desagradable para el ingeniero Muhittin», se dijo. Tras caminar unos minutos más se relajó: «¡Querido Beyoğlu! Caras de gente que pasa sin cesar. He estado esperándolo todo el día. Querido, sucio, sanguinario, traidor Beyoğlu. ¡Soy poeta! ¡Camino mirando las caras enrojecidas por el frío!». Hacía un frío de marzo, intenso y consistente. De vez en cuando, en el centro de la calle, se levantaba el viento, que alzaba los faldones de los abrigos. Pero ya no se veían mujeres. Y las pocas que pasaban iban del brazo de hombres. Muhittin no siquiera se atrevía a mirar: le dolía ver a una mujer hermosa con un hombre. No obstante, miró a una a la altura de la mezquita del Agá. Le pareció guapa: caminaba del brazo de su hombre, obediente y atenta. Se acordó de Refik y Perihan. Le entraron ganas de reír: cuando había telefoneado se había enterado por Osman que Refik se había ido con Ömer. La voz de Osman sonaba preocupada y sorprendida al teléfono. Quiso arrancarle a Muhittin información sobre aquella locura de su hermano, pero a Muhittin no le apetecía contarle nada. ¿Y si le hubiera dicho: «Su hermano quiere darle sentido a su vida»? ¿O bien: «Su hermano está arrepentido de no ser poeta como yo, de no haber enfocado su vida hacia un objetivo, y eso es lo que busca»? Podría habérselo contado para hacer sufrir un poco a tan digno comerciante, incluso podría haber ido un poco más lejos y haberle ofrecido unos consejos, pero no le dio la gana. Además, si le hubiera dicho «Está arrepentido de no ser poeta», no habría podido ver la cara avergonzada y atontada de Osman por el hecho de que fuera de su familia alguien capaz de pensar de esa manera.

Le agradaba recordar que Refik había dicho: «¡Me gustaría ser poeta, como tú!». Si lo hubiera dicho otro, por ejemplo alguien que equiparara la poesía a los cuartetos que escribía su abuelo en sus ratos libres, Muhittin no le habría dado ninguna importancia. En el hecho de que Refik lo dijera había un lamento tan claro y evidente que, cada vez que se acordaba, Muhittin comprendía que su vida despertaba en Refik un deseo de emulación, y eso le suponía un consuelo. Y bien que necesitaba consuelo porque de nuevo pensaba que se había quedado al margen de la vida y que su carrera de poeta había terminado siendo un fracaso. Habían pasado seis meses y su libro no había despertado ninguna otra reacción aparte de un breve artículo publicado en un periódico, de aspecto bienintencionado pero en realidad redactado de forma hostil y retorcida. Cuando se le venía a la memoria el libro de poesía, del que hasta ahora solo se habían vendido doscientas cincuenta copias, se acordaba de aquel artículo hipócrita y despectivo, se preguntaba si habría hecho algo para enfurecer al veterano periodista, a quien había visto una vez en una taberna, y, como no llegaba a ninguna conclusión al respecto, asumía que su poesía y su vida eran un fracaso, y, según se intensificaba aquella idea que llevaba meses rumiando, lo único que se le ocurría era ir a Beyoğlu, tal y como se había pasado el día planeando. En marzo de 1938 tenía veintiocho años. Urgía meditar seriamente si se mantendría fiel a su antigua decisión sobre ser poeta o suicidarse.

«¡Dentro de dos años tendré treinta!», pensó Muhittin y, llevado por la fuerza de la costumbre, entró en la taberna a la que siempre iba a beber: adoptó una expresión de frialdad para no tener que saludar a las caras conocidas y no dejarse llevar por los vulgares ritos tabernarios. El camarero le sirvió el rakı y los garbanzos tostados que siempre le llevaba. Empezó a beber a toda velocidad sin levantar la cabeza.

Tenía veintiocho años. No había recibido lo que esperaba de la poesía, pero no encontraba otro refugio aparte de esta y Beyoğlu. No obstante, ahora mismo Beyoğlu había empezado a asquearle. Escuchaba lo que hablaban en las mesas de atrás y de los lados. Un periodista a quien reconoció por la voz hablaba de la severidad con que había tratado a una mujer que no debía de ser demasiado respetable. Otro, sentado a la misma mesa, hablaba de un tercero diciendo: «¡Qué tipo más avaricioso, qué tipo más avaricioso!». Alguien en una mesa de atrás contaba lo miserable que había sido de niño un político a quien conocía de cerca. No tendría que haber ido a Beyoğlu, sino a las humildes tabernas de Beşiktaş, pero las mujeres no se acercaban por allí. Además, allí quedaba con los cadetes.

Muhittin acabó la copa, pagó la cuenta y, mientras se levantaba de la mesa, pensó: «¡Me mataré al cumplir los treinta!». Estaba cruzando la puerta cuando se dio de frente con un anciano constructor que se pasaba a menudo por la oficina. Sin pensar, simplemente porque era lo que se hacía con los ancianos, sonrió con afecto a aquel viejo que le miraba cálida y amistosamente. Luego comprendió que quería castigarse por el sentimiento que despertaba en su corazón y recordó que en cierta ocasión Ömer le había dicho: «¡No eres capaz de matarte!».

De nuevo estaba en la calle. El rakı que había bebido a toda velocidad se mezclaba con su sangre. Los rostros humanos fluían y reflejaban las luces multicolores y muertas que brotaban de escaparates, carteleras de cine y lámparas de restaurantes. «¿Me suicidaré a los treinta?». Se metió por una calleja. Enseguida el asco y el dolor que le quemaban por dentro cada vez que entraba en ella, revivieron; mientras avanzaba observó los inmundos charcos que en las aceras y en el adoquinado reflejaban las luces rojas, y pensó en lo feo que era Beyoğlu, lo miserable, patético y cobarde que era él mismo y lo a punto que estaba de hundirse. Vio la vieja casa de tres pisos. Con su actitud habitual de despreocupación y desinterés, entró en ella como si cruzara la puerta de su propia casa. Miró con ojos vacíos a la anciana que le abrió, subió las escaleras, vio a las mujeres sentadas en sillones en un salón pequeño y bien iluminado, advirtió que ellas le habían visto y que una se alegraba y le hacía un gesto falsamente seductor, que las otras se reían; no quiso pensar. Tratando de no pensar, deseando que la bebida se mezclara cuanto antes con su sangre, le dio dinero a una y subió las escaleras. Entró en un cuarto asfixiante, sin ventanas, sucio, iluminado por una lámpara roja. Con la misma mirada insensible y apática, le dio una propina a otra mujer que le dijo que tendría que esperar un poco, y se sentó en el sillón que había a un lado. «¡Enseguida vendrá!», pensó.

Echó la cabeza hacia atrás, dejó caer sus cortos brazos a los costados y atento a sus sensaciones como el anciano que sufre un ataque cardíaco, se puso a mirar la bombilla roja que colgaba del alto techo de aquel cuarto caluroso y maloliente. La bombilla era roja y estaba sucia. A pesar de estar encendida, daba la impresión de estar fría. En cierta ocasión, Muhittin había empezado un poema titulado «La bombilla roja», pero lo había dejado a medias al comprender que requería franqueza y una sinceridad que era necesario llevar hasta el final. En su momento se dijo que lo había dejado a medias no porque fuera un hipócrita ni porque quisiera permanecer oculto, sino porque estaba convencido de que su ambiente habría considerado una aberración tanta sinceridad y habría interpretado el poema como un capricho escrito con la única intención de escandalizar y llamar la atención de ese mismo ambiente. Pero ahora, sentado allí solo, se obligó a ser despiadado consigo mismo y pensó que, a su pesar, no había terminado aquel poema por puras cobardía e hipocresía. Ahora sí que estaba siendo despiadado consigo mismo: se dijo que no sería capaz de suicidarse a los treinta años, que era un hipócrita, que era un mal poeta y un farsante, y que le daba miedo que la mujer que pronto llegaría le contagiase alguna enfermedad. Pero tenía la suficiente inteligencia como para atenuar la idea de la enfermedad. En cuanto se dejaba llevar por aquel miedo, recordaba a Baudelaire. Lo que hacía que aquel francés miserable y mediocre alejado de la sociedad fuera Baudelaire eran dos cosas: ¡la soledad y la sífilis! «Como Baudelaire, soy un poeta solitario, pesimista, inteligente, sediento de amor —pensó—. Como Baudelaire, mis únicas amigas son las putas; lo único que me falta es la sífilis. ¡Si la pillo estaré completo! ¡Completo!». Se dijo aquello a toda velocidad, mirando la bombilla roja para sacudirse la preocupación de lo que se le acercaba. Luego oyó que una mujer subía las escaleras tarareando una canción. Escuchó el sonido de los pasos, pero la canción se acabó antes de que se detuvieran ante su puerta. Luego se abrió con un chirrido la puerta de la habitación contigua. Allí debía de haber alguien como él. «¡Son mis únicas amistades!», pensó Muhittin. Intentó visualizar la cara de la mujer que esperaba, pero no la recordaba demasiado. Le acudieron a la mente los rostros de otras mujeres. Ese día había ido a la oficina la esposa de su socio, que volvía de hacer compras. Era una mujer de unos treinta años, morena, vulgar y corriente. De repente se despertó en él una sensación de desprecio. «Pienso en la mujer de mi socio ¡porque no se parece a la princesa de mis sueños!», se dijo, y se rió. Despreciaba a todas las que no se parecían a la princesa de sus sueños. Su socio, que hacía irritantes esfuerzos por casar a Muhittin, había tratado de decirle entre bromas y veras que era un misógino. Recordando el respeto que sentía por la princesa de sus sueños, se había puesto a discutir con todas sus fuerzas la opinión de su socio, le había contestado mal y luego se había enfadado consigo mismo. «¡Son mis únicas amistades!». A veces pensaba que sentía más respeto por ellas que por todas las demás mujeres. Y cuando se dejaba llevar por aquella idea creía que no habían acabado en aquella situación por pobreza o desesperación, sino como consecuencia de una elección consciente, porque no querían hacer lo que las demás no le daban importancia a las normas de la sociedad. Se excitó al oír que alguien subía las escaleras. Y, junto con la excitación, le poseyó el nerviosismo. Luego se dijo precipitadamente lo de siempre: «¡No volveré por aquí nunca más! ¡Trabajaré más! ¡No tendría que volver nunca más!».

Los pasos se detuvieron un poco más allá de su puerta. Sin el más mínimo disimulo, la voz ronca y ahogada de la mujer que Muhittin conocía tan de cerca preguntó:

—¿Está aquí mi ojito derecho?

Respondió un hombre. Muhittin se había acostumbrado a esa situación y no le importaba. Ya lo había oído antes. La primera vez que había ido allí, hacía seis meses… Y no es que no le importara, sino que incluso le gustaba; en la voz de la mujer encontraba un afecto impreciso, una intimidad maternal. «Mi ojito derecho».

Se abrió la puerta. La luz roja iluminó el rostro de la mujer. Con su expresión falsa de siempre le dijo a Muhittin: «¡Ah, picarón!». Y Muhittin adoptó un gesto avergonzado. En breve ella empezaría a hablar, se interesaría por su salud y, mientras se quitaba el vestido, le preguntaría: «¿Te he hecho esperar?». Muhittin se puso en pie de repente y la agarró por los hombros:

—¿Soy capaz de matarme? —le preguntó.

—¿Vas a matarme? —le respondió ella sorprendida. Se sacudió el miedo y se zafó de Muhittin—. Pero ¿qué forma de hablar es esa?

Le miraba como si estuviera loco, pero al parecer no se había asustado demasiado. Debía de estar acostumbrada a cosas parecidas.

Muhittin no fue capaz de decirle: «No, a ti no, ¡a mí!». Inclinó la cabeza.