25. La habitación de Rastignac

—Si hubieses llegado un poco más tarde te habría pillado la noche —dijo Ömer.

—Sí —contestó Refik. Seguía notando la excitación del viaje—. No creía que cuarenta kilómetros pudieran llevar tanto rato.

Luego se puso a contar el viaje, que había durado tres días. Había ido en tren de Ankara a Sivas. De Sivas a Erzincan había tomado un autobús; y, después de aquel viaje aventurero que le había tomado un día completo, había pasado la noche en Erzincan y a la mañana siguiente había emprendido el trayecto Erzincan-Alp, de cuarenta kilómetros y medio día de duración. Hacía media hora que había llegado, se había quitado el abrigo cubierto de nieve y se había sentado junto a la gran estufa del barracón, pero a Ömer le parecía que del cuerpo delgaducho de su amigo seguía chorreando frío. El frío del este debía de haberse clavado bien en aquel delicado cuerpo de Nişantaşı.

—Me temo que tienes frío —dijo Ömer.

—Sí, pero no mucho.

—Enseguida cenaremos. Entrarás en calor con la sopa. Pero antes voy a enseñarte esto.

Se pusieron en pie a la vez. Ömer abrió la primera puerta que le salió al paso. Cambiando la voz como el propietario que quiere que la casa le guste al futuro inquilino, dijo:

—Aquí está el retrete. A la turca, pero te apañarás. Además, en vuestra casa de Nişantaşı teníais un retrete a la turca en el piso de abajo… Para el servicio…

—Pero también lo usaba mi padre —dijo Refik. Parecía estar disculpándose—. Además, cuando compraron la casa era a la europea. Mi padre lo cambió después.

«He hecho una broma de mal gusto», pensó Ömer. Y luego se acordó.

—Lamento mucho lo de tu padre. Lo siento de verdad.

Se produjo un silencio. Seguían mirando las frías piedras del retrete como si hubiera algo que ver.

—Lo siento de verdad —dijo de nuevo Ömer. Luego abrazó a Refik—: Me alegro de que hayas venido. ¡Qué contento me puse cuando recibí el telegrama, no me lo podía creer! —Se encontró demasiado sentimental y se volvió para que Refik no le viera la cara—. Espera, te voy a enseñar tu cuarto.

Abrió la puerta que había junto al retrete: era una habitación enorme y completamente vacía. Por el ventanuco se veía la nevisca.

—¡Qué grande es! —dijo Refik—. ¡Y qué fría!

—Sí, calentarla es un problema. Pensé que querrías un cuarto grande. En invierno los barracones están vacíos porque solo se puede trabajar en los túneles. Si quieres, ven a ver mi cuarto. Pero no sé si allí podrás encontrar un rincón para leer.

Sonriendo, abrió la puerta de su habitación.

Refik dio un tímido paso hacia dentro. Ömer contempló su propio cuarto por encima del hombro de Refik. Pensando en lo que vería el otro, observó con ojos de comprador los objetos cuya presencia había olvidado por la costumbre: una cama, algunos somieres vacíos, una mesa en la que había bocetos y cuentas, un armario tosco, una estufa enorme cuyo tubo daba vueltas por la habitación, cigarrillos que se secaban sobre una mesa pequeña, periódicos encajados en los marcos de las ventanas, en fin, un cuarto sucio y viejo con el suelo de madera.

—Esto está mejor —dijo Refik—. ¡Más caliente!

—Si quieres, instálate aquí.

—No quiero molestarte.

—¡Qué dices! Será mejor. Y podremos hablar mucho.

—Sí, hablar —dijo Refik—. ¡Tenemos mucho de que hablar!

Ömer asintió con la cabeza. «¿Hay mucho de que hablar? —pensó—. Ya he empezado a estar incómodo. ¿Por qué habrá venido? Pero me alegro de que lo haya hecho. Hablaré… Es verdad, hablaremos, ¡hablaremos!». De repente se volvió hacia Refik, que seguía examinando la habitación.

—¿Y? ¿Cómo andas? —le dijo, pero se quedó muy sorprendido al darse cuenta del tono tan raro con que lo había preguntado.

—Bien —contestó Refik.

Él también parecía sorprendido. Estaba pálido, había adelgazado, había perdido sus antiguas redondeces. En su mirada no se veían, como antes, la comodidad y la confianza que otorga la felicidad. Sobre todo, le envolvía la suspicacia de alguien que lucha con preocupaciones y malestares, pero Ömer veía en su mirada una buena voluntad que lo suavizaba y lo relajaba todo. Era su buena voluntad de siempre. Además, ahora se había reforzado tras una larga separación y sus ojos brillaban amistosos, dispersando toda la suciedad.

—Me alegro de que hayas venido, me alegro de verdad —dijo Ömer.

Ahora fue Refik quien se agobió con el excesivo sentimentalismo:

—Voy a buscar mi maleta para instalarme —dijo saliendo.

Ömer, mirando su habitación con ojos críticos, pensó: «¡Llevo aquí dos años!».

Refik entró con la maleta. Ömer trató de sonreír. Luego tiró de uno de los colchones que se apilaban doblados sobre un somier, lo olió y lo encontró sucio. Miró otro, percibió el mismo olor, sacó un tercero y le preguntó a Refik dónde quería dormir. Refik permaneció indeciso un rato. Hizo como si midiera aquel cuarto enorme del barracón, como el recién casado que está amueblando su casa. Luego tendieron el colchón. También había sábanas y cobertores de sobra. Hicieron la cama. Ömer pensó: «¡Cuántos años llevamos siendo amigos!». Se oía el borboteo de la estufa. «Diez años. En realidad ahora he olvidado, estoy olvidando, eso tan feo a lo que llamaba ambición». Aspiró el aroma a Estambul que brotaba de la maleta que Refik acababa de abrir. Examinó los libros y los objetos que salían de ella. Luego se sentó a un lado de la cama y, encendiendo un cigarrillo, se dedicó a contemplar a Refik. Este vaciaba la maleta y ponía sus cosas sobre un pequeño baúl. De repente, Ömer se sorprendió al comprender que le extrañaba ver a Refik. De la misma forma que uno mira sorprendido las piernas de un carnicero a quien se ha acostumbrado a ver detrás de un mostrador durante años cuando se lo encuentra por la calle, Ömer miraba a Refik, a quien nunca había visto en otro sitio que no fuera Nişantaşı, la escuela de ingenieros, Estambul. Súbitamente, como si no fuera Refik la persona que tenía delante y, emocionándose como si él mismo fuera otro y se encontrara en otro entorno, pensó: «¿Qué podría haber sido? ¿Qué podría haber hecho después de regresar de Inglaterra?». Doblando los dedos uno por uno, volvió a enumerar las mismas cosas que contaba desde hacía dos años: «La universidad, una empresa de ingeniería, pequeñas obras, la vida en Estambul… —De repente se enfureció consigo mismo—. ¡Nada de eso! —pensó—. ¡Estaba en lo cierto!». De repente Refik giró la cabeza y le preguntó:

—Oye, ¿cómo está Nazlı?

—Bien. Fui a Ankara a verla varias veces en verano y en otoño. Ahora nos escribimos. —Y, queriendo desahogarse, añadió repentinamente—: Nos escribimos, pero se nos van agotando las cosas que contarnos. Ella me escribe sobre su vida diaria y yo sobre la mía… Pero yo me digo: ¿qué sentido tiene?

Refik sonrió. Era como si con la mirada le dijera: «¿Que qué sentido tiene? El sentido es que es bueno que los novios se escriban. ¿Por qué lo preguntas?».

—Bueno, ¿y cómo está Perihan?

—Bien.

—Oye, no me has contado nada de tu hija. Se llama Melek, ¿no?

—Sí.

—¿Cómo es?

—Como un ángel, pero me temo que va a ser algo grandota —respondió Refik.

—¿A quién se le ocurrió el nombre?

—A mí —dijo tímidamente Refik—. ¡La verdad es que siempre quise tener una hija como un ángel!

Dejó la maleta vacía y se echó en la cama.

Ömer también se recostó. Fumaba, miraba al techo, intentaba saborear el momento del encuentro, cuyas migajas finales estaba viviendo. Al cabo de poco se apagarían las últimas chispas de fraternidad y de la amistad avivada tras largo tiempo, desaparecería la sensación de compañía que compartían hablando de una cama a otra como dos estudiantes internos o dos soldados en una litera, y su lugar lo ocuparía la frialdad de dos hombres maduros cuyas vidas se entrecruzan y que se juzgan el uno al otro.

—¡Siempre quise tener una hija como un ángel! —volvió a decir Refik. Luego lanzó una carcajada nerviosa, enfermiza.

Ömer se quedó estupefacto. No se lo esperaba, no estaba acostumbrado a oír a Refik reírse de ese modo.

—Vaya, te veo muy nervioso.

—Estoy cansado. ¡llevo muchos días de camino!

—Si quieres, duerme un poco. Cenaremos dentro de una hora. Te vendría bien dormir.

—No, no… De todas formas, voy a pasarme un mes durmiendo un montón. Ahora prefiero que hablemos.

—¿Tienes intención de quedarte un mes?

—Un mes, sí… ¡Me fui de casa por un mes!

«Se fue de casa por un mes —pensó Ömer—. Se fue por un mes, como si tal cosa, y se vino aquí. Aquí dormirá, leerá los libros que se ha traído, desplegará por la habitación su espíritu feliz y equilibrado de siempre y yo volveré a pensar que soy un tipo ambicioso, apasionado, inquieto y malvado… ¡Es fácil parecer honrado, parecer feliz y moral si no te mezclas con nada! Pero ahora también él tiene un aspecto nervioso. ¡Otra vez vuelvo a pensar! Por lo menos, voy a leer los periódicos que ha traído… Vamos a ver lo que pasa en el mundo mientras intento convertirme en un conquistador y ganar dinero». No es que no estuviera al tanto de lo que ocurría en el mundo. Un ingeniero alemán tenía una potente radio que sintonizaba con toda Europa. De vez en cuando, Ömer iba a escucharla, pero los periódicos nacionales recién llegados de Ankara eran algo distinto: «Declaración de nuestro primer ministro Celâl Bayar: el gobierno abre un nuevo camino en lo que respecta a las leyes… En Hatay, Francia y Siria… El viaje del rey Faruk a Turquía… Días de crisis en Europa… Ultimátum de Hitler a Austria… Stalin declara que contra las violaciones de…». Le habría apetecido leer más, pero dejó el periódico. «¿Qué hace Refik?», pensó. Comprendió de nuevo que la presencia de Refik había impregnado su conciencia, y levantando ligeramente la cabeza de la almohada vio la mancha acostada en la cama al otro extremo de la habitación. «Bueno —pensó—. Estaré incómodo un mes. ¡Durante un mes estaré expuesto a las miradas inquisitivas de este hombre feliz, pero correcto y atento! ¡Empezaré yo, ya puestos!».

—Bien, bien, ¿y qué más? —preguntó levantando la cabeza, que había dejado caer sobre la almohada de nuevo—. ¿Qué más has hecho desde la última vez que nos vimos?

—Dejemos eso por ahora —contestó Refik apresuradamente—. Háblame de la vida aquí.

—¿La vida aquí?

—Cómo vives, el túnel, cómo pasas el tiempo libre que te deja el trabajo, la gente… ¡La vida, hombre!

—Ha oscurecido… Cuando oscurece, cenamos, encendemos las lámparas de petróleo. Te escribí sobre todo eso. Conmigo trabajan dos ingenieros que estaban cuatro cursos detrás de nosotros… Juegan un poco a las cartas… A la brisca o al sesenta y seis… Y ese Hacı sobre el que te escribí… Cocina, barre los barracones, lava la ropa, hace los recados… Este invierno somos cuatro en este enorme barracón. La obra grande está en el camino de Kemah, a dos kilómetros al oeste… Allí tienen grandes residencias, un ingeniero alemán y generadores. Voy de vez en cuando a pegar la hebra. Luego llega la hora de acostarse. ¡Así se me van las tardes! Y el tiempo pasa muy despacio, muy lento… Nieva… Por la mañana miras por la ventana y se te quitan las ganas de levantarte… Fumo… De vez en cuando bebemos una copa… Cosas así… Así es la vida aquí. Dentro de poco nos levantaremos y nos tomaremos la sopa… Y este es el cuarto de Rastignac, del conquistador… Vamos, levántate, que nos tomaremos la sopa… ¡Luego podrás dormir tranquilamente!