24. La tormenta

—Venía a dejarle algo a Sait Bey —le dijo Refik a la criada que le abrió la puerta.

—No están en casa. Ha salido con Atiye Hanım. Solo está la señorita.

—Solo venía a dejar un sobre —contestó Refik.

Sacó del bolsillo de la chaqueta el sobre que le había entregado Osman.

—Espere, que llamo a la señorita —dijo la criada, al tiempo que intentaba despojar del abrigo a Refik.

Refik se lo dejó puesto, murmuró algo, pero tampoco se marchó después de entregar el sobre. De hecho, la criada se había ido. «¿Por qué no habré dejado el sobre y me habré largado?», pensó. Permanecía plantado en la puerta. Miró la hora: las seis pasadas. Había salido pronto de la oficina, pero se había entretenido en Beyoğlu.

La criada regresó.

—Ahora viene Güler Hanım. ¡Pase usted!

—¡No, no, que no se moleste! —dijo Refik—. No pensaba quedarme… Ojalá no la hubieran llamado.

Se quitó el abrigo y pasó.

Estaban a finales de verano. Aquella era la habitación en la que Sait Nedim Bey, con una copa de licor en la mano, había perdido el control. Refik contempló el mobiliario. Vio un espejo con un marco dorado y se miró tímidamente. Encontró su cara blanca y poco saludable, pero le gustó el bigote. Hacía tres días, después de la comida del día de fiesta y antes de ir al cementerio, se había afeitado la barba pero se había dejado ese bigote. Le daba un aire «arregladito» a su rostro, siempre descompuesto y absurdo. Eran palabras de Perihan. Refik pensó en ella mientras se miraba en el espejo. Luego se acordó preocupado de Güler. Oyó ruido de pasos en la escalera. «Estoy en la inopia», murmuró.

Güler entró en la sala. Refik volvió a murmurar: «Estoy en la inopia». Se saludaron e intercambiaron unas frases de cortesía. Refik se sacó el sobre del bolsillo y empezó a dar explicaciones: había traído el modelo de carta comercial que Sait Bey le había pedido a Osman; no habían podido enviársela aquella mañana porque no estaba lista. La carta, originalmente dirigida a Siemens, en Alemania, podía utilizarse para otras empresas. Mientras informaba cuidadosamente de todo aquello, pensaba que enseguida se iría de la casa. Güler empezó a decir algo sobre su hermano. Refik no la escuchaba, solo pensaba en entregarle cuanto antes el sobre que tenía en la mano y marcharse. Cuando en cierto momento Güler pareció callarse, se lo entregó y repitió lo que acababa de decir sobre la copia de carta comercial.

—¡Cómo! ¿Se va ya? —dijo Güler.

Luego corrió a llamar a la criada para que les trajera el té. Le rogó a Refik que se quedara un poco. Sin esperar respuesta, se sentó y le preguntó a Refik cómo estaba su hija.

Murmurando algo, Refik siguió a Güler como un corderito. Se sentó en un sillón enfrente del diván que ocupaba ella. Como no tenía nada más que decir, empezó a hablar de su hija con un entusiasmo artificial. La inteligencia de la niña era un motivo de orgullo para Perihan y para él. Y ya daba un buen montón de muestras de dicha inteligencia. Refik contó algunas y luego sintió una imprecisa culpabilidad. Le pesó hablarle a aquella mujer de Perihan y de su hija. Analizó la causa y pensó «¡Es porque está divorciada!» y, temiendo pensar más, repitió la información sobre el modelo de carta que le había dado. La criada trajo el té. Hubo un silencio, pero duró poco. Entró el perro. Al ver a Refik, el animal primero se quedó parado, suspicaz, luego se le acercó con precaución, lo olfateó y, comprendiendo que no era un extraño, se echó junto a la estufa.

—Le ha reconocido —dijo Güler.

—Sí.

Refik se tomaba el té a toda velocidad. «Tampoco queda nada de que hablar», pensaba. Además, le asustaba dejarse llevar por la sensación de culpabilidad, no miraba a Güler a la cara y no le gustaba nada la situación. Aquella habitación con el extraño brasero en medio despertaba en él una sensación de opresión y derrota a la que no estaba acostumbrado.

—¡Se ha dejado bigote! —dijo Güler—. ¡Y se ha afeitado la barba!

Refik buscó algo que decir, pero solo fue capaz de asentir con la cabeza. Temía que ella hiciera algún juicio sobre su aspecto, fuera con bigote o con barba. Luego se terminó el té y pensó que, aunque solo fuera por educación, tendría que decir algo antes de marcharse.

—Bueno, bueno… ¿Y usted qué hace?

—¡Nada! —respondió Güler. Meditó un poco como si no hubiera comprendido del todo la pregunta—. Me quedo en casa. Hoy he cambiado de sitio los muebles de mi habitación… Esto… ¿Qué más? Estaba pensando organizar algún entretenimiento.

—¿De verdad? ¡Qué interesante!

—Y usted, ¿qué hace? Aquel día en la esquina de Nişantaşı no le vi muy bien.

—Sí, estaba enfermo. Me he pasado mucho tiempo en cama. Hoy es la primera vez que he ido a la oficina desde no sé cuándo.

Luego a Refik le apeteció decir «No estoy bien, no estoy bien, mi vida se ha descarrilado y no sé qué hacer». Pero en cuanto lo pensó se puso en pie, asustado. Le sorprendió ver que se había levantado. Lo había hecho de un salto, repentinamente, sin siquiera terminarse el té. El perro también se había sorprendido y le miraba. Repitió una vez más las instrucciones sobre la carta solo por decir algo. Luego echó a andar en dirección a la puerta. Mientras lo hacía comprendió que nunca más encontraría aquel equilibrio del que durante años se había enorgullecido y del que había presumido en secreto. «Ahora es necesario que no meta la pata —pensó—. Salgamos de aquí y librémonos de la divorciada».

Estaban ante la puerta.

—¡Adiós! —dijo Refik—. Recuerdos a Sait Bey y a Atiye Hanım.

A Refik le pareció ver ironía en el rostro de ella. «La ex esposa de un militar insignificante y republicano —pensó—. Y yo el marido insignificante de la madre de mi hija».

—Si les invitamos a la fiesta, ¿vendrán Perihan y usted? —le dijo Güler cuando se disponía a salir.

—Claro que vendremos. ¿Por qué no íbamos a hacerlo? —dijo Refik, que no miraba a Güler sino al perro, que los había seguido hasta la puerta.

—Nos lo pasaríamos bien y charlaríamos.

«¡Charlaríamos! —pensó Refik—. ¡Charlaríamos, charlaríamos! Siento necesidad de charlar con una divorciada: mi vida se ha descarrilado». Luego, todavía mirando al perro, dijo:

—Estaría muy bien. De hecho, me gustaría hablar con una mujer como usted.

Seguía mirando al perro. «¿Qué he dicho?», pensó. Bajó las escaleras sin mirar a Güler a la cara. «Mi vida se ha descarrilado. ¡Lo que acabo de decir…!».

Fuera soplaba una brisa fría. Venía de la parte del Mármara. Refik conocía bien aquel suave frío invernal que precedía al ábrego. Nişantaşı olía a algas y a mar. El olor lo impregnaba todo, los tilos, las tiendas, los sucios y nuevos bloques de pisos, las casas antiguas, a los hombres encorbatados. Salió a la calle principal por delante de la comisaría. La gente regresaba a casa. Volvían a casa importadores, constructores, bajás de Abdülhamit que esperaban la muerte, mozos de colmados, jardineros, limpiadoras, banqueros, funcionarios, pasajeros del tranvía. Era como si nadie notara que el aire olía a algas, como si todos vivieran su vulgar vida cotidiana sin oler nada. Refik se detuvo en la esquina de Nişantaşı. «Voy a casa, a cenar —pensó—. Luego leeré. ¿Por qué iba a haberse descarrilado mi vida?». Ante él tenía las luces de la casa. En el aire aquel olor. El olor a cocina, a familia, al hogar, el olor a la piel de Perihan, el olor a sudor y a bebé de su hija, el olor a comida. Pensaba en Güler Hanım. Tenía miedo de sí mismo: «Me siento como un objeto sin pasado ni futuro, sin personalidad, como una maceta o el picaporte de una puerta». Se había afeitado la barba porque los hombres como él no se la dejaban. Pero siempre se encontraba una solución, un mínimo compromiso: no se había afeitado el bigote. Cruzó la calle, sonó la campanilla de la puerta del jardín. Entró en casa: en el interior había calor y vida. Subió. Perihan estaba con la niña, llevaba un vestido azul marino, se había maquillado.

—¡Me he maquillado y me he puesto este vestido en honor a que has ido al trabajo! —dijo Perihan.

—¡Bien hecho! —contestó Refik. En ese momento se encontró muy sano.

Bajaron juntos a cenar. Durante la comida, Osman estuvo hablando sin parar. Estaba muy contento de que su hermano hubiera ido a la oficina después de meses. Nigân Hanım se sentía igualmente feliz. Y Nermin también hablaba, probablemente el enojo entre ella y su marido había llegado a su fin. Cuando estaban peleados no hablaban entre ellos, aunque sí lo hacían cuando era necesario delante de la familia y de los demás. En la cena, Nigân Hanım contó un recuerdo sobre Cevdet Bey. Los nietos se comportaron un poco como niños mimados, pero no les engañaron.

Después de la cena, Refik ayudó al pequeño Cemil con sus tareas de matemáticas. Luego subió al despacho. Le habría gustado escribir en su diario, pero no se le ocurría nada. Se sentó un rato a leer, pero no fue capaz de concentrarse en lo que leía. Paseó de un lado a otro de la habitación, fumando. Luego volvió a bajar a la sala de estar, abrió los periódicos y empezó a leerlos. De vez en cuando escuchaba la radio, miraba la prensa, prestaba oídos a Nigân Hanım y a Perihan, que hablaban de nimiedades. Por sus palabras y por el ruido de la calle comprendió que se había levantado el ábrego. Luego pretendió prestarle más atención al periódico que estaba leyendo. Mientras le echaba un vistazo, pensó de repente: «¡Perihan me está mirando!». Ignoraba cómo lo sabía, pero era consciente de que Perihan, mientras hablaba con Nigân Hanım o con los demás, de vez en cuando le miraba de reojo, observaba la sombra de su marido sentado en el sillón como si controlara si seguía allí o no. Notaba que a Perihan le alegraba que en los últimos días pareciera más alegre, que se hubiera afeitado la barba, que hubiera ido a la oficina. Pero ahora también comprendía que la mirada que sentía posarse sobre él contenía, más que alegría, preocupación. De repente cerró el periódico, levantó la vista y sorprendió a Perihan mirándole. Ella intentó sonreír. Refik abrió el periódico de nuevo, pero ahora no pudo concentrarse. Su madre estaba hablando con Nermin.

—¡El viento cada vez sopla más fuerte! —dijo Nigân Hanım.

—Sí, sí, se está levantando el ábrego —contestó Nermin.

Las escuchó mientras leía varias veces un artículo sobre Alemania y Austria. El artículo se preguntaba «¿Doblegará Alemania a Austria?». Afuera el viento se iba haciendo más fuerte. «¡Me voy a volver loco!», pensó Refik. Cogió los periódicos y salió de la sala. Mientras subía las escaleras, pensaba: «No funciona, nada es como antes. ¿Qué puedo hacer? No hago nada, es repugnante». Se metió en el dormitorio. La lamparita de la cómoda estaba encendida. La niña dormía en su cuna. Hacía diez días, cuando todos creyeron que la enfermedad de Refik había pasado, la habían llevado allí con su cuna desde el cuarto de Ayşe. Refik, con los periódicos en la mano, se quedó plantado al lado de la cuna contemplando a su hija dormida. La niña se movió en sueños, pareció murmurar algo, arrugó el gesto, luego se relajó y volvió a su anterior dormir despreocupado. Refik se sentó junto a la cabecera y se dedicó a leer la prensa. Poco después oyó unos pasos que subían las escaleras. Reconoció el blando y decidido sonido de esas zapatillas en particular: era Perihan. Refik quería que terminara, que se acabara de una vez ese día en que había ido a la oficina después de meses, en que se había obsesionado con la irritante divorciada, en que había pensado en profundidad en su vida, pero por los pasos de Perihan comprendió que no sería así: aún le quedaba día por delante. Perihan entró en el cuarto. Refik intentó seguir leyendo, pero estaba atento a ella, que paseaba por la habitación, cerraba los visillos, abría cajones, hurgaba en los armarios, se entretenía con el cesto de la costura. Por fin se sentó y empezó a coser un botón suelto a una camisa. Refik recordó que esa mañana había discutido con Perihan por aquello. Pensó que su mujer todavía no había cosido el botón que había dado lugar a la discusión y que acababa de coger la camisa. Luego, consciente de que no podría leer más, arrojó el periódico al suelo y se puso a observar a Perihan.

Ella advirtió que su marido la estaba mirando.

—¿Te vas a acostar? —le preguntó levantando la mirada de la camisa.

—¿Ahora? —contestó Refik. Miró la hora, eran casi las nueve y media—. No, no me voy a acostar. Saldré a dar un paseo. No me encuentro bien.

No lo había pensado con antelación, sino que había dicho lo primero que le había pasado por la cabeza, pero no se movió del sitio. Contemplaba los largos dedos de Perihan sosteniendo la aguja, la blanca mano subiendo y bajando. Sabía que no había terminado el día, que hacía falta que pasara algo para que acabara, y lo estaba esperando. Estuvo un rato aguardando aquel suceso impreciso. Hubo un largo silencio. Luego Refik quiso decir algo:

—Hoy he ido a casa de esa Güler Hanım. Está organizando una fiesta y nos invita.

Perihan cortó el hilo con los dientes y levantó la cabeza.

—Muy bien, ¡iremos!

—¿Que iremos? ¿Y que vamos a hacer allí?

—¿Cómo? Pues ir y pasarlo bien.

—No, no, no es eso, ¿qué pintamos nosotros allí?

—¿Por qué? ¡Nunca hacemos nada! Por lo menos veremos algunas caras nuevas.

—No, hija, no. Y menos esas caras. No me gustan. ¡Ese Sait Nedim Bey…! ¡Qué significaban todas las payasadas de aquella noche…! Qué mascarada montó como hijo sufrido de bajá que le pesaba en la conciencia ser comerciante. ¡Si su padre era bajá, el abuelo de su padre era pastor! Y luego su hermana, tan sabihonda… ¡Hay algo feo en ellos! ¡No iremos!

—Pero yo quiero ir… —dijo Perihan. Parecía decidida—. Son divertidos. ¡Estoy harta de estar encerrada en casa!

—Divertidos, ¿eh? —gritó Refik. Luego empezó a imitar a Sait Nedim Bey—. ¡Europa, oh, Europa! ¡Se lo ruego! ¡Por favor! ¡Ah, gracias! ¡Ah, París! ¡Ay, mi padre era bajá! ¡Ay, qué pena de mí!

Mientras lo decía se inclinaba y daba besos al aire como si les besara las manos a una señora con unos gestos afeminados que en realidad nunca le había visto a Sait Bey.

—Ese, más que a Sait Bey, se parece a ti —dijo Perihan lanzando de repente una carcajada nerviosa. Ahora fue ella quien empezó con las imitaciones—. ¡Ay, mi vida! ¡Ay, qué deprimido estoy! ¡Ay, no puedo ir a la oficina! —dejó de imitarlo y añadió con la misma determinación de antes—: ¡Quiero ir y pasármelo bien! —luego se volvió súbitamente hacia la niña en la cuna—. ¡Ya la hemos despertado!

—¡Así que eso es lo que piensas de mí! —gritó Refik. Era incapaz de pensar, no le venía a la cabeza otra cosa que la imitación de Perihan—. ¡Así que eso es lo que piensas de mí!

—¡Quiero ir a esa fiesta! —replicó Perihan.

Refik comprendió por la testarudez de aquella frase que Perihan lo decía por proteger su orgullo, pero gritó:

—De hecho, eso es lo único que has buscado hasta ahora: ¡diversión! ¡Solo piensas en divertirte, ni siquiera eres capaz de coserle un botón a una camisa! —Viendo que Perihan se esforzaba en no parecer afectada, gritó todavía más—: ¡Eres una criatura estúpida, superficial, patética! —se dio cuenta de que Perihan se había dado media vuelta y le estaba mirando, y continuó con sus gritos—: ¡Eres una criatura frívola, tonta e inútil! ¿Lo entiendes? Nunca me has comprendido, ni has intentado comprenderme.

Perihan miró a Refik con la preocupación de quien mira a un enfermo.

Refik salió de la habitación dando un portazo. Se quedó un rato delante de la puerta esperando algún sonido que llegara de dentro, pero no oyó nada. Luego bajó al despacho. Cogió el libro que había estado leyendo poco antes. Haciendo un esfuerzo, controlando todos sus movimientos, sus manos y sus brazos, intentó concentrarse en el libro, las Confesiones de Rousseau, de leerlo y entenderlo, pero no pudo sino repetir una y otra vez la misma frase. Se levantó y encendió un cigarrillo. Se dio cuenta de que le temblaban las manos. Empezó a dar vueltas por la habitación mientras fumaba. Pensaba en lo que se habían dicho poco antes, Perihan y él, en la imitación de su mujer. Si alguien le hubiera contado que su esposa se burlaría así de él y que él le dirigiría palabras tan ruines y brutales, no le habría creído y le habría contestado que eso solo ocurría en los matrimonios de gente débil e inmoral. Eso era lo que más le sorprendía: ¿cómo se habían introducido en su vida actos propios de la gente débil? «¿Cómo ha ocurrido todo esto, cómo le dije aquello a Güler Hanım, cómo le he soltado eso a Perihan?», murmuró, pero no se encontraba en un estado como para reflexionar y comprenderlo con todo detalle. La ira le atenazaba la garganta. La rabia le impedía pensar en nada, en su interior crecía una sensación de desastre, quería hacer algo. Mientras caminaba por el despacho tropezó con el sillón, volcó el cenicero, que estaba al borde de la mesa, intentó controlar sus nervios y detener el temblor de sus manos. Luego salió del cuarto. Trepó por las escaleras a toda velocidad sin querer pensar en nada. Entró en el dormitorio como si estuviera borracho. Perihan lloraba sentada en una esquina de la cama. Y lloraba como una niña.

—¡Nunca me has comprendido! ¡Nunca te has interesado por mí!

Abrió el armario con un gesto brusco y empezó a arrojar sobre la cama chaquetas, jerséis y calcetines. Quería que Perihan viera lo que estaba haciendo, pero ella lloraba tapándose la cara con las manos.

—¡Nunca me has comprendido! —gritó una vez más, pero la voz le sonó tan ronca como si se estuviera ahogando. Y añadió a toda velocidad, en voz baja—: No puedo quedarme más en esta casa, ¡me voy!

—¡Dios mío, Dios mío!, pero ¿qué he hecho yo? —dijo Perihan.

Refik embutía calzoncillos y calcetines en la maleta que había sacado del armario y de vez en cuando repetía:

—¡Nunca me has comprendido!

Luego se detuvo por un instante. «¿Y adónde voy a ir?», pensó, y le apeteció abrazar a Perihan, pero se asustó y volvió a decir:

—¡No puedo quedarme más en esta casa!

Lo repitió varias veces más, como si quisiera convencerse a sí mismo, cerró la maleta y sacó todo el dinero de un cajón. Salió del dormitorio temiendo mirar a Perihan a la cara. Bajó las escaleras, entró en el despacho y metió en la maleta los libros y cuadernos que tenía sobre la mesa. Los libros no le parecieron suficientes y miró en los estantes de la biblioteca. Tomó varios más. Se habría llevado otros, pero no pudo meterlos en la maleta. Y mientras intentaba embutirlos a la fuerza, se enfureció consigo mismo, cerró la maleta y salió de la habitación. Bajó las escaleras a toda velocidad.

En la sala de estar sonaba la radio. Su madre charlaba con Nermin, Osman estaba fumando. Refik avanzó hasta el centro de la sala con pasos decididos y rápidos y dejó la maleta en el suelo.

Hubo una pausa.

—¿Qué ocurre? —preguntó Osman poniéndose en pie—. ¿Qué es esto?

—¡Me voy! —repitió Refik.

Era una situación muy violenta. No sabía cómo salir de ella, se había quedado allí plantado. Estaba furioso con ellos porque no habían entendido de inmediato la situación, porque querían comprenderle, que les convenciera.

—¿Qué pasa? —dijo Nigân Hanım.

—Perihan y yo nos hemos peleado —contestó Refik mirando a Osman.

—¿Y por eso haces la maleta y te largas de casa? —dijo Osman—. Duerme abajo esta noche. Ven a mi habitación y que Nermin vaya arriba.

—No, no —respondió Refik—. En realidad, no me encuentro bien.

—¿Adónde vas a ir, adónde? —gritó Nigân Hanım.

Era una voz acostumbrada a las catástrofes, preparada para aquello. Enseguida se echaría a llorar.

Refik, cabizbajo, era incapaz de decir nada. Del cuarto del nácar salieron Ayşe y los niños. Contemplaban con curiosidad lo que estaba pasando.

Osman se volvió a Nermin.

—Vamos, acuesta a los niños.

Y mirando a Ayşe le recordó que también ella debía subir. Nermin y los niños se fueron.

Nigân Hanım se echó a llorar. En cierto momento, dijo:

—Lo sabía, lo sabía.

—Madre, un momento, vamos a ver si nos enteramos de lo que está pasando —intervino Osman—. De momento no hay nada por lo que llorar. —Se volvió a Refik—: Bueno, ¿a cuento de qué habéis discutido Perihan y tú? Mira, puede que la culpa sea tuya. Últimamente estás un poco raro.

Refik no le contestó. Se volvió hacia su madre y dijo:

—Madre, no llore.

—Bueno, ven y siéntate un momento, por el amor de Dios —le pidió Osman comprendiendo que había dicho algo que tendría que haber callado.

—¡No, me voy! —replicó Refik.

—¡No entiendo nada! ¡No entiendo nada! —exclamó Osman.

Refik seguía de pie junto a la maleta que había dejado en el suelo, no era capaz ni de cogerla y marcharse ni de ir a sentarse junto a su madre. De fuera llegaba el ruido de las ramas de los árboles que el viento, cada vez más intenso, hacía entrechocar. Los cristales de la ventana que daba al jardín se encorvaban de vez en cuando alterando la imagen de la habitación que se reflejaba en el vidrio oscuro.

—No vas a ningún lado —dijo de repente Nigân Hanım—. ¿Adónde vas a ir con esta tormenta?

Pero, como hablaba por pura desesperación, lo único que consiguió fue acentuar el ambiente de catástrofe.

—Me voy, me voy —dijo Refik, y luego pensó: «¡Ojalá que a Perihan no se le ocurra bajar!».

Osman dio dos pasos en dirección a Refik. Intentando adoptar una pose paternal, le puso la mano en el hombro a su hermano, pero fue un gesto impostado.

—En serio, ¿adónde vas a ir, Refik?

Refik sentía la mano de su hermano mayor sobre el hombro:

—¡Me iré con Ömer!

—¿Con Ömer? ¿Ha vuelto a Estambul?

—No, no ha vuelto.

—Entonces, ¿estás diciéndonos que vas a…? —Osman apartó la mano—. ¿Donde estaban construyendo ese ferrocarril? ¿Estás diciendo que te vas allí?

—¡Sí, me voy allí! —contestó Refik. Tampoco él quiso nombrar Kemah. «Hecho», pensó. Cogió la maleta del suelo—. Madre, me voy. —Enrojeció intentando parecer satisfecho y tranquilo—. Me voy, ¡volveré dentro de un mes! Por Dios, ¿a qué viene llorar ahora? Estoy diciendo que volveré dentro de un mes. Déjeme que la bese.

Soltó la maleta, abrazó a su madre y la besó en las mejillas. Luego se detuvo, indeciso por un instante, y con un súbito movimiento le besó también la mano. En cuanto lo hubo hecho, se arrepintió. Besar la mano era algo reservado para las grandes ocasiones, ceremoniosas y conmovedoras. Acababa de demostrar que allí ocurría algo serio.

—Muy bien, ¿y adónde vas a ir? —preguntó Nigân Hanım.

—Iré a un hotel. No os levantéis. Por favor, no os levantéis.

—¿A un hotel? —exclamó Nigân Hanım, pero Refik había cogido la maleta y había salido. Oyó que su madre le preguntaba de nuevo a Osman—: ¿Va a ir a un hotel?

Osman fue hasta la puerta.

—¡Estás cometiendo un error, estás cometiendo un error! Mañana llámame por teléfono a la oficina. No saldrás de viaje enseguida, ¿verdad? Piénsatelo un poco. —Luego probablemente le salió la vena de hermano mayor y añadió con dureza—: ¡A ver si sientas la cabeza!

—¡Mañana te llamo! —contestó Refik, y salió.

Sonó la campanilla de la puerta. Se había desatado una tormenta, pero Nişantaşı estaba tranquila. Los árboles aullaban. Ya no quedaba nada del olor a algas y a mar de hacía unas horas. También habían desaparecido la multitud y el bullicio vespertinos. La tormenta hacía temblar las tranquilas luces de Nişantaşı y la paz y el orden que se filtraba por las ventanas se desvanecía en el aire.