23. Una fiesta más
EL cocinero llevaba el plato con mucho cuidado. Nigân Hanım no miró, pero le pareció ver que Nuri andaba de puntillas de nuevo. En la mesa había movimiento, impaciencia, agitación. Nuri se inclinó y colocó el plato sobre la mesa. Era la fuente de servir con bordes dorados que a Nigân Hanım se le había ocurrido sacar del aparador hacía dos años. De nuevo tenía torres de arroz con guisantes en las almenas. No faltaba nada ni nadie, excepto Cevdet Bey. Pero su retrato estaba en la pared del comedor. También había uno en la sala de estar, en el salón del nácar y en el despacho. Osman le había dicho que en la oficina había colgado otro. Nigân Hanım acercó la cara al calor que se elevaba de la mesa. Era el calor del plato recién puesto, de la fiesta, del movimiento, de la salud, de la felicidad y el orden familiar que había que proteger con sumo cuidado. Nigân Hanım quería que todos lo notaran con ella, quería creer que todo estaba bien, buscaba ese momento inigualable en que pestañearía y se daba cuenta de que lo hacía, pero enfrente tenía la fea barba de Refik.
—¿Quién va a servir? —preguntó Osman. Luego enarcó las cejas hacia su mujer y se respondió a sí mismo—: ¡Vamos, hazlo tú!
Nermin sirvió la comida. Fuera hacía frío, pero era un día seco y soleado. Estaban en la primera semana de febrero. Nigân Hanım contemplaba a Nermin desde su asiento. Su nuera mayor tenía una expresión orgullosa y decidida en la cara. Y también parecía un poco angustiada y disgustada. El día anterior, Nermin y Osman habían discutido. Al lado de Nermin estaba Lâle; tenía diez años. Y junto a ella, Cemil, con ocho. A su lado, en el rincón, no había nadie; allí se sentaba antes Cevdet Bey y ahora no quedaba ni la silla. Junto al amplio hueco que antes ocupaba Cevdet Bey, estaba Ayşe. Nigân Hanım miró de reojo el arroz que se ponía en el plato y le pareció poco, aunque no dijo nada. Al otro lado de Nigân Hanım se encontraba Perihan. Y frente a ella estaba sentado Osman. Entre ambos se encontraba Refik. A Nigân Hanım su barba le parecía feísima.
Obsesionada con la barba de Refik, Nigân Hanım se decía: «No, no puedo encontrar feo a nadie, y menos a mi hijo, por el mero hecho de llevar barba. En casa de mi padre, el bajá, todos los hombres hechos y derechos la llevaban. Al cumplir los cuarenta todos se la dejaban, pero aquellos eran otros tiempos, otra gente, ¡ahora es distinto!». Lo pensaba continuamente los últimos días. Mientras erraba por la casa, mientras se tomaba el té de media tarde, mientras iba a Beyoğlu, mientras iba de visita a alguna casa, se ponía furiosa cada vez que se acordaba de la horrible barba. Ahora estaba a punto de enfurecerse de nuevo, y mientras pensaba que la comida del día de fiesta no era lugar para la fría ira sino para la cálida y dulce felicidad, notó el silencio de la mesa. Nadie decía nada. Todos se habían sumergido en sus platos y sus mundos. Antes, el difunto Cevdet Bey rompía el silencio con sus bromas traidoras y ladinas y nadie se quedaba ensimismado. Ahora esa misión le correspondía a Osman, pero él parecía ajeno a dichas responsabilidades. «Me pregunto en qué estará pensando —murmuró Nigân Hanım—. No es charlatán como su padre, no es bonachón y nunca lo será. Me pregunto en qué estará pensando ¡y me asusta!». Porque Osman tampoco había ido a la oración de la mañana. Nigân Hanım no era religiosa, pero era bueno que algún miembro de la familia fuera a la oración del día de fiesta. ¿Por qué no iba entonces si había ido a la de la fiesta de fin de Ramadán? Además, el día anterior había discutido con su mujer. Después de barajar aquellas preocupantes ideas sobre su hijo mayor, a Nigân Hanım se le pasó por la cabeza que su hijo pequeño era una fuente mayor de preocupaciones y se sintió al borde de la desesperación. No, la barba no podía ser lo que la enfurecía, tras la barba había algo más, pero no estaba bien que ahora se pusiera a indagarlo. Decidió romper el silencio.
—¿Qué os parece la carne? —preguntó después de tragar el bocado.
De nuevo se oyó el silencio. Luego una voz como un susurro:
—Muy grasa.
Era Ayşe. Como siempre, había encontrado algo desagradable para fastidiar a su madre. A Nigân Hanım le habría gustado regañarla, pero ella misma lo había preguntado. Además, había que darle una oportunidad de hablar a esa niñita, que no abría la boca desde la muerte de su padre. Nigân Hanım no le dijo nada a su hija. Ni nadie más. De nuevo solo se oía el ruido de la comida, de cuchillos, tenedores y platos.
«¿Por qué hemos acabado así? —pensó Nigân Hanım—. ¡Estamos así desde que se nos fue Cevdet Bey! —no encontró satisfactoria la respuesta—. ¿Por qué hemos acabado tan silenciosos? ¿Por qué todos nos retiramos a nuestro mundo interior?». Aunque no miraba a Refik a la cara, sentía la inquietante presencia de aquella mancha negra que subía y bajaba siguiendo los lentos movimientos de la mandíbula. «¿Por qué lleva este muchacho un montón de días sin ir al trabajo, por qué sigue con la cara larga, sin vivir? Se puso enfermo, pero se recuperó… ¿Estará bien ahora? ¿Y si después de la fiesta no se afeita la barba y sigue sin ir al trabajo?».
—Refik mío, estás bien, ¿no? —se obligó a decir.
Luego pensó que no era algo que debiera preguntarse en el almuerzo del día de fiesta.
—¡Estoy bien, estoy bien, mamá! —respondió Refik con aspereza.
Movió la barba arriba y abajo.
«Irá a trabajar», pensó Nigân Hanım. Vio que se acercaban lentamente a la mesa las espinacas en aceite y que ocupaban el lugar de la fuente con bordes dorados, que era retirada. Les cambiaron los platos. Escucharon el sonido de un tranvía que giraba lentamente por la plaza. Nigân Hanım volvió a pensar: «¡Ahora siempre estamos callados!». Luego se dijo que quizá le diera más importancia de la necesaria al silencio y se sumergió en sus propias meditaciones. Se le pasó por la cabeza que esa tarde iría a visitar la tumba de Cevdet Bey y que al día siguiente vería a sus hermanas. Todas las fiestas, las tres hermanas se encontraban en la mansión de su difunto padre. A aquellos encuentros también acudían las familias de Şükran y Türkân, pero Nigân Hanım no llevaba a Cevdet Bey. En varias ocasiones él, refunfuñando, le había dicho que no le gustaba aquella mansión de bajá y que a la mansión no le gustaba él. Y un día de fiesta, después de beber mucho licor y antes de vomitar, exclamó «Soy un simple comerciante, ¡me niego a ir!», y Nigân Hanım, asqueada por su marido el comerciante borracho, que vomitaba después del almuerzo y le echaba la culpa a la carne fresca que había comido, fue corriendo a casa de su padre, con su propia familia, y lloró. Al darse cuenta de lo que estaba pensando se angustió y de nuevo quiso que en su vida hubiera algo divertido y excitante. Y, bueno, estaba dispuesta a conformarse con que no lo hubiera, solo con la esperanza de algo divertido y excitante, de felicidad. Puede que la espera, que el tiempo hacía fluir con la eficiencia de un reloj, fuera mejor de lo previsto, pero una no puede simular que espera como si tal cosa. Y en ese momento estaba esperando. Callaba y esperaba que alguien hablara, que alguien dijera algo bonito y agradable, y también aguardaba el dulce de naranja que pronto traería Nuri el cocinero. Siguiendo un poco con aquella manera de pensar, esperó mientras se decía que había hecho bien poniéndose el vestido que llevaba ese día y que ese año también se había roto una taza del juego de té de rosas azules, hasta que oyó los pasos de Nuri el cocinero. Se volvió para ver el dulce, pero Nuri había traído dos sobres y se los tendía.
Abrió uno de ellos a toda velocidad: era la tarjeta de cumplido de la Asociación Turca de Aviación de Sadık el contable. Se la pasó a Osman sin leerla. Abrió el otro sobre suponiendo que sería de aquel sobrino militar y leyó la nota:
«Querida tía, aún no me han enviado el dinero que me consta que me legó mi difunto tío. No he recibido noticias ni de dinero ni de propiedades. Se trata de un derecho que siempre ha sido mío. Les deseo unas felices fiestas. Les beso las manos a usted y al resto de la familia».
De repente se enfureció: «¡Este chico está loco!», pensó. La anterior fiesta de fin de Ramadán también les había enviado una tarjeta parecida y en aquella ocasión se habían quedado estupefactos. El testamento de Cevdet Bey estaba claro: no había nada para su sobrino. Y, de hecho, no podía haberlo. Con todo, Osman le escribió a Ziya una carta muy educada preguntándole cuál era el origen de sus derechos y, por supuesto, el otro no pudo darle ninguna razón. «¡Este chico está loco!». Lo leyó una vez más. En la carta anterior solo hablaba de dinero. Y ahora se sacaba de la manga unas propiedades. Estaba claro que se lo inventaba, pero ¿dónde encontraba el valor para tanto descaro? Nigân Hanım le pasó el sobre a Osman. Luego observó la cara de su hijo mientras la leía. Y al ver que Osman también se enfurecía, pensó: «¡He perdido el apetito!». Pero el dulce de naranja les esperaba en la mesa.
Osman leyó las cartas. No se las pasó a Refik, como habría sido de esperar. Súbitamente, rompió los papeles que apretaba entre las manos. Mientras le entregaba los trozos al cocinero Nuri, dijo:
—¡Ha perdido la cabeza! ¡Este tío ha perdido la cabeza del todo!
—¿Quién? —preguntó Refik—. ¿Ziya?
—Si tuviéramos que darle algo a todos los soldados piojosos —dijo Osman—, ¡a duras penas habríamos creado esta familia, esta empresa, esta armonía!
A Nigân Hanım le gustaron la furia y las palabras de su hijo. De pronto, inesperadamente, habían aparecido las frases hermosas y la felicidad que buscaba. «Tendrá el carácter que tenga, pero mi hijo mayor es tan fiel a la familia y a nuestra forma de vida como su padre», pensó. Luego meditó sobre Ziya y el tiempo en que vivía en la casa. Era el tercer año de su matrimonio. Abdülhamit había sido destronado. Y resultó que Cevdet Bey tenía buenas relaciones con los opositores a Abdülhamit. Un día vino a la casa un militar y político. Mientras almorzaban, Ziya había estado sentado en un rincón observando al militar y luego había decidido serlo él también. Entonces Nigân Hanım se había alegrado de que por fin se fuera de su hogar aquel niño tímido y asustadizo que siempre la miraba con miedo, aquel niño incapaz de aprender a ser señor en la casa, siempre apartado de los amos como un sirviente, un criado, un peón, pero continuamente a su alrededor mirándoles sumiso de abajo arriba. Probablemente también Cevdet Bey se alegró. Pero Nigân Hanım no quería pensar en eso entonces. Porque no le gustaba pensar en aquello ni en aquel niño, aquel niño ahora convertido en todo un militarote. Y además en la mesa seguía intacto el dulce de naranja.
—¡Si tuviéramos que darle algo a todos los soldados piojosos! —repitió Osman, pero ahora en voz baja, como si temiera que le oyese alguien. Luego guardó silencio un rato. Probablemente comprendió que todos le escuchaban atentamente y que aceptaban con respeto su decisión y su ira, y añadió—: Se creen que es fácil ganar dinero… No saben todo lo que hemos sufrido para ganarlo, para estar sentados a esta mesa, para mantener en pie este hogar…
«¡Es más decidido que su padre! —pensó Nigân Hanım—. Al punto de que se excita como si él lo hubiera hecho todo. Pero, bueno, acabemos de una vez con este tema tan desagradable».
—¡Nadie sabe cuánto cuesta ganar dinero! —continuó Osman, y de repente se volvió hacia Refik—: Después de la fiesta vendrás a la oficina, ¿no?
—Sí, claro que iré, claro que iré —respondió Refik, sorprendido.
Nigân Hanım se alegró de que aquello hubiera acabado bien. Había algo más, y ahora era el momento exacto de decirlo. Pensó un instante y, sin dejar que pasara demasiado tiempo, exclamó:
—¡Y a ver si te afeitas esa barba antes de ir a la tumba de tu padre esta tarde! —y añadió con su voz más dulce y maternal—: Anda, Refik mío, ¿por qué no te afeitas esa barba?
—¡Me afeitaré! —respondió Refik con una voz fría como el hielo.
«¡Bien! —pensó Nigân Hanım—. Ahora todo está bien. ¡Y el dulce nos espera!».
—¿Por qué no comemos el dulce?
Tomaron el postre, pero de nuevo Nigân Hanım pensó que faltaba algo. Sabía que no se trataba de Cevdet Bey, pero no acertaba a adivinar qué era. Como decía su difunta madre: «Nigân, hija mía, me apetece comer algo, pero no sé qué». Nigân Hanım no sabía qué faltaba, quería disfrutar del postre, pero se le venían a la cabeza ideas angustiosas. Luego se dijo que siempre estaba pensando en lo mismo. Miró a los comensales uno a uno: un almuerzo de día de fiesta, ni mejor ni peor. Habían llegado al final. Esa tarde visitarían a Cevdet Bey, al cabo de poco tomarían café. «Pero ¡este silencio! —pensó—. Cada cual a lo suyo… ¡Este silencio tan horrible!».
De repente se oyó un grito agudo. Emine Hanım entró a la carrera. Dijo que la niña estaba llorando arriba y que era incapaz de hacer que se callara. Perihan se levantó de la mesa pidiendo disculpas. Pero puso cara larga. Probablemente creía que tenía derecho a irritarse porque su hija pequeña le fastidiaba el almuerzo de la fiesta.
«¡Yo he dado a luz a tres hijos —murmuró Nigân Hanım—, pero nunca he pretendido tener tales derechos!».
Luego se acabó el postre. Todos se levantaron de la mesa, indiferentes a los demás, ajenos al resto. A nadie le importaba el silencio.
—Vamos, tócanos algo —le dijo Nigân Hanım a Ayşe, que se estaba levantando de la mesa—. Está todo tan silencioso… —vio que Ayşe ponía mala cara—. Vamos, tócanos algo… ¿O es que no tengo derecho a pedírtelo? Toca por lo menos algo a la turca de lo que le gustaba a tu difunto padre, vamos.