21. Una taberna en Beşiktaş

—Bueno, como poeta, ¿es mejor Yahya Kemal que Tevfik Fikret?

—Tanto da el uno como el otro —contestó Muhittin—. Ninguno de ellos tiene la menor importancia… Al lado de Baudelaire, ¡todos son un cero a la izquierda!

Se produjo una pausa, pero Muhittin no le dio demasiada importancia. Se había acostumbrado a aquellos pequeños silencios. Pero, como este se alargaba, no pudo sino admitir que le gustaba. «Ahora están analizando mi frase —pensó—. Dos cadetes de la academia militar aficionados a la poesía están analizando mi frase, lamentan no ser capaces de parir algo tan brillante y me admiran aún más». Estaban sentados en una taberna en el interior del mercado de Beşiktaş. La que había enfrente de la barbería. Estaba llena de funcionarios, tenderos, pescaderos y chóferes. Muhittin se veía con aquellos jóvenes militares que se escapaban un par de veces por semana de la Academia Militar de Yıldız, y ejercía de hermano mayor con ellos.

—Ah, ¡qué pena! —dijo uno de los jóvenes—. ¡Qué pena que no hayamos sido capaces de aprender francés de ninguna manera! ¡Ni siquiera podemos leer a Baudelaire!

—¡Tenéis que aprenderlo! —les reconvino Muhittin—. ¡Sois unos perezosos! En Turquía, un poeta joven tiene que conocer alguna lengua extranjera.

De nuevo se produjo una pausa. Muhittin se dio cuenta de que volvían a analizar su frase.

—Yo puedo encontrar un rato por las tardes antes de retirarnos a nuestro dormitorio. ¡Pero no basta!

Era Turgay. En comparación con su compañero Barbaros, era más atrevido y más apuesto, pero tenía menos cabeza. Llevaba una camisa fina. Los domingos por la tarde, antes de regresar a la academia, se quitaban esa ropa de domingo y se ponían los uniformes.

Muhittin no dijo nada. Así les castigaba por su pereza y su falta de decisión respecto a estudiar una lengua extranjera.

—Y además nadie nos ayuda. En cuanto preguntamos algo, nos echan la bronca.

Tampoco ahora contestó Muhittin. Con la mirada les decía: «Cada cual es responsable de sí mismo. ¡No pienso disculparme!».

—Amigo, ¿ha leído el poema de Cahit Sıtkı en Varlık? —preguntó Barbaros.

—No.

—Le iba a preguntar qué le parecía. —El cadete vaciló. Luego añadió—: ¡Todavía no ha salido nada de su libro!

Aquello angustió a Muhittin. Hacía un mes que se había publicado su libro de poemas, pero la prensa aún no había reaccionado. «¡Que digan algo de una vez, lo que sea!», pensaba.

—Todavía no pueden escribir nada —dijo—. ¡Mi libro es difícil de digerir! —acababa de decir una frase que habría que escribir aparte. Puso cara de orgullo, pero de repente se irritó consigo mismo. «¡Me estoy dando pisto con estos chavales!», pensó. Y se iba a enfurecer aún más consigo mismo cuando algo le vino a la cabeza—. ¡Chicos, dentro de un rato vamos a tener un invitado!

Iba a venir Refik. Había telefoneado a Muhittin a la oficina de la constructora en que trabajaba y le había dicho que quería hablar con él. La voz al teléfono era temblorosa, indecisa, preocupada. Muhittin no estaba acostumbrado a oír hablar así a Refik.

—¿Y este amigo suyo es escritor?

—Ah, no. Es ingeniero. Los escritores no vienen mucho por las tabernas de Beşiktaş. ¡Si queréis verlos, id a Beyoğlu! Este amigo es ingeniero. Compañero de clase en la escuela de ingeniería. La verdad es que tampoco él viene mucho por Beşiktaş, ¡es de Nişantaşı!

Se echó a reír. Luego se puso nervioso al ver que también los cadetes se reían. Se reían sin entender nada y, al mismo tiempo, con sus risas se burlaban un poco de Refik. Sin embargo, no tendrían que reírse tan alegremente de un amigo de Muhittin, fuera quien fuese. Si había que burlarse de Refik, eso le correspondía a Muhittin, no a ellos.

—¿Y de qué os reís, vamos a ver? —preguntó con la cara larga. Luego pensó que se había portado mal con ellos—. Sí, no viene por Beşiktaş. Es de Nişantaşı. Para que me entendáis, viene de arriba. De hecho, Beşiktaş siempre ha estado abajo. Antiguamente, nuestros señores estaban en el palacio de Yıldız, ¡ahora están en Nişantaşı!

Soltó una carcajada. «Me ha salido un aforismo», pensó, e investigó cómo podría expresarlo mejor: «Por ejemplo, así: “la República llegó cuando el señor de Yıldız se mudó a Nişantaşı”. No, no queda muy bien. ¿Cómo podría decirlo de otra manera?». De repente se detuvo, suspicaz.

—Os reís, pero ¿habéis entendido lo que he dicho, vamos a ver?

—Antes había sultanes, y ahora comerciantes. ¡Pero en Beşiktaş no ha cambiado nada!

Era Barbaros.

—Uf, lo has destrozado —dijo Muhittin—. Parece sacado de un libro de texto de bachillerato.

Vio que Barbaros miraba al suelo entristecido, pero no le hizo caso. Bebía su vino pensando en el aforismo: «“El cortesano de Yıldız, al marchar a Nişantaşı…”. ¡Ah, aquí está!».

Refik había entrado en la taberna y buscaba a Muhittin. Este lo observó un rato sin ser visto. El rostro de Refik reflejaba una repugnancia, una indecisión y una tristeza imprecisas. Muy probablemente estuviera enfadado consigo mismo por haber acudido a aquella taberna vulgar.

«Menos mal que le dije que nos viéramos aquí —pensó Muhittin—. ¡Que cante él también un poco en mi vertedero! Estoy harto de sus salones». Luego saludó con la mano a su amigo. Le sorprendió ver la cara de Refik cuando se acercó. «¡Le pasa algo! —se dijo, inquieto—: Ojalá hubiéramos quedado en otro sitio. ¿Qué le habrá pasado?».

Le señaló un asiento a Refik, le presentó a los jóvenes militares y le preguntó qué quería beber. Mientras, examinó de cerca su rostro. «Tiene algo. ¡Está muy angustiado!».

Durante un rato hablaron de naderías.

—¿Y? ¿No me ibas a traer tu libro? —dijo Refik cuando les llevaron el vino.

Lo habían hablado por teléfono el día anterior.

Muhittin se lo sacó del bolsillo de la chaqueta: Lluvia a destiempo. Abrió la primera página. «Ahora se lo firmaré —pensó—. Sienten curiosidad por saber lo que pondré. ¡Cuánta ceremonia!». Luego se le vino a la cabeza otra ceremonia de firma y la contó.

—A la editorial que me ha publicado el libro fue un funcionario anciano que había publicado el suyo pagándoselo de su propio bolsillo. Firmaba libros y los iba repartiendo a todo el mundo. Se volvió hacia mí y me preguntó: «Hijo, ¿usted qué hace?». Al saber que era poeta, me lo firmó así, todo fanfarrón: «Para Muhittin, el compañero poeta cuyos poemas he leído con gusto».

Muhittin lanzó una carcajada, pero se puso serio al ver el rostro abatido de Refik. «Hoy no está de humor y me toca a mí entretenerle», pensó, y le firmó el libro de poemas: «Para Refik, mi amigo, el joven empresario cuya vida sigo con tanto gusto». En cuanto lo escribió, la broma le pareció vulgar, pero le alargó el libro, impotente.

Refik miró la portada, dijo algo sobre la composición y las páginas y luego puso cara larga al leer la dedicatoria en la primera página.

—¡Ay, hermano, mi vida! ¡Mi vida se ha descarrilado!

—¿Qué dices? —gimió Muhittin.

Estaba sorprendido, asombrado… Se había preparado un poco para algo parecido, pero no se esperaba tanto. Se concentró en el barullo de la taberna para no mirar a Refik a la cara. «Hermano, mi vida se ha descarrilado. Hermano… Hermano…». Ayer le había llamado así por teléfono: «Hermano». Cuánto tiempo hacía que no lo oía. «Me estoy emocionando demasiado —pensó—. Bueno, ¿y qué te ha pasado, hermano? ¡Eras feliz! No como yo. ¿Qué te ha pasado, hermano? Cuéntamelo. Hablemos. Pero no delante de estos muchachos».

—Bueno, ¿cómo está tu hijita? —preguntó por decir algo.

—Bien, bien… ¡Crece muy deprisa!

—Mira, me alegro. Yo he tomado una decisión. No me voy a casar. Esperaré a que crezca.

—¡No te cases! —replicó Refik—. No te cases, no te cases y harás bien.

Bebía vino a toda velocidad.

—No, me casaré con ella. Tu hija seguro que será preciosa. No tengo la menor duda.

Iba a decir algo más pero guardó silencio. «He estado a punto de decirle que Perihan me parece muy guapa», pensó.

—No, mi hija no es para ti. Va a ser enorme, altísima. Ya es así…

Muhittin se quedó sorprendido. «Si no le diera vergüenza me llamaría enano», pensó.

—Hombre, ¿tan bajo soy? —dijo entonces.

Inmediatamente se arrepintió y evitó mirar a los cadetes.

—No, hombre —contestó Refik—. ¿Quién te está diciendo que seas bajo?

A Muhittin le enfureció que siguiera con aquello. Miró la hora. Se volvió hacia los militares:

—Chicos, ¿no llegáis tarde?

—Todavía tenemos tiempo, llegaremos de sobra —respondió Turgay.

—Pero será mejor que nos vayamos levantando —gruñó Barbaros—. No sienta nada bien subir la cuesta a la carrera.

Muhittin no contestó. Los militares se levantaron. Irían a buscar sus uniformes a la casa del fotógrafo. Muhittin dijo un par de frases para congraciarse con ellos. Añadió que se verían allí el miércoles. Mientras salían, les advirtió:

—No lleguéis tarde, o el coronel os tirará de las orejas. Estudiad. Escribid a vuestros padres. ¡Sed buenos militares, buenos hijos, buenos ciudadanos!

Era lo que siempre les decía. Con todo, los muchachos se quedaron un poco abatidos, sonrieron y salieron cabizbajos.

—¿Qué te parecen? —le preguntó Muhittin a Refik.

—Me parece que querían quedarse un rato más.

—No podían —contestó Muhittin, un tanto harto—. Llegaban tarde. —Luego hizo un gesto con la mano—: ¡Por Dios, deja eso! Háblame de ti. ¿Pedimos un poco más de vino?

Refik asintió con la cabeza. Pidieron el vino y luego guardaron silencio. Fue un silencio muy largo.

—¡A ti te pasa algo! —dijo Muhittin cuando llegó el vino.

—Sí. Me pasa algo.

—¿Te ha ocurrido algo malo?

—Te lo he dicho: mi vida se ha descarrilado.

—Eso no es decir mucho.

—Tienes razón… Es lo que me digo siempre… Me he acostumbrado a la frasecita. ¿Cómo podría expresarlo de otra manera?

—Piensa un poco… ¿Qué ha ocurrido?

—Soy incapaz de ser como antes. Soy incapaz de vivir como antes. No, no es exactamente eso. —Refik buscó la palabra—. Quiero también otras cosas. ¡No puedo ser el mismo de antes, simplemente!

—Mmm… —gruñó Muhittin, como si quisiera dar a entender que le daba vueltas a sus palabras, pero que no entendía nada.

—Perihan dice que no me queda nada de mi antiguo equilibrio.

—¿Y tú crees que es verdad?

—Un poco… Si eso que llaman equilibrio consiste en dejarse llevar por el fluir de la vida… Si el equilibrio consiste en ser feliz con facilidad, entonces creo que lo he perdido hasta cierto punto.

—¡Malo! —dijo Muhittin. Luego meditó un poco y añadió—: ¡Tú antes presumías de ese equilibrio! Te hacía saludable y feliz, pero, la verdad, también un poco mezquino. No, no tiene por qué ser tan malo que lo hayas perdido.

—¿Cómo puedo ponerme en movimiento? ¿Cómo? ¿Qué hago?

«Pues sí que está mal este —pensó Muhittin—. Pero no entiendo qué problema tiene». En su boca se iba acumulando una ira imprecisa.

—No entiendo tu problema. ¡Explícate un poco más!

—¿Qué más se puede decir? —Refik pensó un poco y luego dijo, avergonzado—: Tampoco me apetece ir a trabajar. Estoy pensando en no volver a la oficina.

—¿Y qué vas a hacer, entonces?

—No lo sé… Pensaba que lo hablaríamos tú y yo.

—¡Mira! —dijo de repente Muhittin—. Estás casado. Tienes una hija. Eres ingeniero. No tienes un trabajo que te agobie demasiado. Vives en un hogar feliz. Lo tienes todo, una mujer encantadora, un puñado de amigos, un ambiente, una vida cotidiana tranquila… ¿Voy a ser yo quien tenga que recordártelo? Supongo que eres consciente de todo eso.

—¡Lo soy! —dijo Refik—. ¡Y demasiado! —tenía una sonrisa extraña y amarga—. Y me parece que precisamente eso es la causa de todo —añadió de repente.

—¿Estás seguro…? ¿Estás seguro de que no es otra cosa? —preguntó Muhittin sintiendo que la ira de su boca iba en aumento—. ¿Ese es el origen de tu malestar? ¿Te ha pasado algo desagradable?

—No, si me hubiera pasado algo, te lo contaría.

—Mmm. Bueno, quizá te hayan alterado un poco la muerte de tu padre y el nacimiento de tu hija.

—Puede ser.

—Bien, si nada es como antes, ¿cómo es? ¿Qué hacías antes y ahora no haces?

—Antes tenía equilibrio. Es posible que Perihan esté en lo cierto. Tú me estás diciendo lo mismo, más o menos. Al perder el equilibrio, ya no puedo encontrar mi antigua armonía. Puedo hacer lo mismo que antes, las mismas cosas, pero no existe armonía entre el mundo y yo. Intentaré seguir un poco, pero al final no podré continuar con lo que hacía ni con mi vida diaria.

—¡Ay, ay, ay! —Muhittin temió parecer sarcástico—. Mira tú, tampoco quieres ir a la oficina.

—Lo ves, ¿no?

—O sea, que no eres feliz…

—No soy feliz, hermano, no creo serlo, y además, ¡es algo muy raro!

Otra vez le había llamado hermano, pero ahora no le había afectado tanto. La ira que intentaba tragar se le acumuló de nuevo en la boca.

—Quizá te fuera bien salir de viaje. De todas maneras, ¡tienes dinero y tiempo de sobra!

—¡No, no! No es que no lo haya pensado, pero es imposible. —Y añadió, un tanto reacio—: Estaba pensando en irme con Ömer al ferrocarril.

—Quizá la casa os haya quedado pequeña. —Muhittin dejó de sonreír—. Y está la niña. Mudaos a otra casa Perihan y tú.

—¿Y eso qué cambiaría? ¿Pedimos más vino?

—Bueno. Iba a decir que a lo mejor tus problemas se deben al calor, pero estamos entrando en octubre.

—¿Te ríes de mí? —dijo Refik—. Te digo que no soy feliz, que he perdido el equilibrio…

—¡Mira! —le respondió súbitamente Muhittin. Esta vez comprendió que no podría tragarse la ira que se le acumulaba en la boca como sangre, como veneno—. No tienes ningún derecho a ser infeliz. ¿Me entiendes? Ningún derecho. Mira de qué me he acordado: hace dos años, un día de septiembre como este, fui a verte. Estaba borracho. Me aconsejaste. Me reprochaste mi orgullo. Espera y escúchame: ahora me toca a mí. Sí, no tienes derecho a ser infeliz. La desdicha es cosa de esos chicos que se entretienen con la poesía, de los poetas, de esos pescaderos, de esos chóferes. Nosotros disfrutamos con la desdicha. ¿Qué, estoy diciendo tonterías? Muy bien, muy bien, digo tonterías, pero tú también, porque no entiendo nada.

—¡Yo no! —exclamó Refik. Parecía asustado por la rabia de Muhittin—. ¡La verdad es que me sorprende lo que dices!

—¡Y a mí lo que tú has dicho! —contestó Muhittin. La ira seguía ahí, borboteando ardiente en su boca—. Ayer, cuando oí tu voz por teléfono, me quedé sorprendido. Y lo mismo en cuanto entraste aquí y te vi la cara. Creía que te había pasado algo desagradable, algo malo, un desastre. ¡Pero resulta que no ha pasado nada!

—¿Y qué esperabas? —susurró Refik.

—No te pasa nada. Creía que te había ocurrido algo que realmente podría hacerte desdichado. Qué sé yo, la niña enferma, que te habías enamorado de otra mujer, que la empresa estaba en la ruina, que tu mujer te engañaba… Algo así. Pero no tienes una verdadera excusa para no ser feliz. Tu voz de ayer por teléfono, la cara que he visto hoy, parecían las de un hombre desgraciado. No me cabe ninguna duda. Pero la tuya es una vida sin dificultades y feliz. Disfrutas de una vida cómoda, sin problemas ni obstáculos… En un caso así… —Muhittin estaba decidido a decir lo que tenía en la punta de la lengua. Durante un instante guardó silencio pero al final lo soltó—: ¿Qué quieres que te diga? ¿Que dejes de mirarte el ombligo?

Refik tenía la cara descompuesta.

—Así que era eso lo que te estabas guardando.

—¡Y qué le voy a hacer, ya lo he dicho! Pero te lo dirán otros también. Porque una actitud como la tuya no gusta a nadie. Todo el mundo querría ser tan feliz como tú. Nadie te entenderá. «Lo tiene todo y se queja»: nadie lo entenderá, es una historia que no le interesa a nadie…

—¿Quieres decir que a ti tampoco te interesa?

—¿Cómo dices eso? —gritó Muhittin, pero le dio miedo no parecer sincero—. ¡Con la de años que llevamos siendo amigos!

—Pero no me has dicho nada a lo que se le pueda hincar el diente. Antes de venir a verte pensaba: «Muhittin es poeta, algo me dirá».

—Haz cosas nuevas —respondió Muhittin, desesperado.

—¡Las hago! Leo. Estos días estoy leyendo a Rousseau. Las Confesiones me han impresionado. —Se calló un poco y luego añadió, avergonzado—: ¡Estoy llevando un diario!

Muhittin intentó no reírse. «¡Un diario! —pensó—. Y luego toda esa tristeza, la vida descarrilada, la armonía… ¿Qué está diciendo? He comprendido su problema. Se casó, tuvo una hija, su padre murió. Probablemente piensa que se está haciendo viejo. Piensa que la vida se le va en nada».

—Quizá piensas que te estás haciendo viejo.

—Quizá… Me habría gustado ser poeta como tú.

—¿Y? Nadie te lo impide.

—¡Tienes razón!

Muhittin notó que volvía a conmoverse. Miró a Refik con cariño, pero comprendió que a partir de ese instante ya no podría verlo de ese modo. La imagen de Refik que tenía en la mente estaba contaminada, manchada. «Busca profundidad en la vida sin pagar el precio por ello», pensó. Le apetecía castigarle.

—Mira, Refik, lo tuyo es puro aburrimiento. Puedes encontrar otros pasatiempos aparte de los libros. Colecciona sellos, juega al ajedrez, organiza partidas de póquer con amigos, ve al fútbol, dedícate a la fotografía, qué sé yo, colecciona algo, ¡haz algo!

—Así que eso es todo lo que tenías que decir, ¿eh? —dijo Refik, furioso—. Que coleccione sellos. ¿Algo más?

—No. ¡Tomémonos otra copa! Jefe, otras dos aquí…