18. Funeral
—Ya está todo, ya está todo, todo listo para el funeral —dijo Osman.
Aflojándose la corbata que le apretaba en el cuello, buscó un sitio donde sentarse. «Voy a descansar, aunque solo sea unos minutos». Susurrando unas protestas imprecisas, se dejó caer en el sillón. Se echó hacia atrás apoyando la espalda, le pareció que la cabeza le caía hacia delante y de repente se dio cuenta de algo.
—¡Ay va, dónde me he sentado! —miró a Refik con una sensación de culpabilidad a la que no estaba en absoluto acostumbrado. Se rió con una mirada insensata y atónita. De inmediato pensó que se estaba riendo sin que hubiera pasado un día de la muerte de su padre y que posiblemente era bastante inoportuno, así que dijo con tono de disculpa—: ¡Qué cansado estoy! ¡Ni siquiera me he dado cuenta de que me he sentado en el sillón de papá!
—Sí, estás muy cansado —respondió Refik.
Él también se sentaba en el salón, frente a su hermano. Hacía un momento que entre ambos habían apartado de Cevdet Bey a Nigân Hanım arrastrándola del brazo. Tenían que sacar de la habitación a su madre, que se había pasado la noche llorando, porque era necesario desnudar y lavar el cadáver.
Cuando llegó a casa la tarde del día anterior, Refik comprendió que ocurría algo extraordinario, se preocupó y luego, furioso con la criada que no le contestaba a pesar de su insistencia, subió las escaleras y, al ver por la puerta abierta de la biblioteca a Ayşe llorando, sintió que algo le había pasado a su padre y tuvo miedo, luego lo descubrió encogido en la silla. Al verlo de aquella manera, sentado con el cuerpo hacia atrás, apoyado en el respaldo, primero le dio pena por lo pequeño, seco y miserable que tenía el cuerpo; entonces se dijo que antes su padre no era así, que la muerte lo había secado y empequeñecido en solo unas horas, y luego empezó a pensar en todo lo que habría que hacer.
Y lo hicieron: decidieron enterrarlo de inmediato, sin esperar a que acabara la fiesta, llamaron por teléfono al periódico para que publicaran la esquela, Osman y él avisaron al resto de la familia, intentaron mitigar el miedo y la inquietud que rondaban la casa como gatos aterrorizados, consolaron a Nigân Hanım y a Ayşe, ordenaron a los niños que se fueran a dormir, y luego, acompañados por sus mujeres, recibieron a los visitantes, que iban llegando uno tras otro, y corrieron de acá para allá toda la noche fumando sin parar. Era la primera vez que Refik había encontrado un instante para sí mismo en aquella larga e intensa noche y la mañana posterior, cuando llegó aún mucha más gente a dar el pésame; fumaba y pensaba, no en su padre, sino en el día que había pasado.
Osman también fumaba. Se había retrepado en el sillón. De repente levantó la cabeza, que tenía inclinada sobre el pecho, y preguntó:
—No se te habrá olvidado llamar a la familia de Sadi Bey, ¿verdad? ¡Luego Neslihan Hanım se ofende!
—Les llamé, pero no estaban en casa.
—¿Llamamos otra vez? —gruñó Osman.
Le dio una calada al cigarrillo e, inclinando la cabeza, volvió a la postura anterior.
De nuevo se produjo un silencio. Solo se oían el ruido de cazuelas que hacía Nuri en la cocina y el tictac del reloj del entresuelo. Nigân Hanım no lloraba con tanta fuerza como la noche anterior. Con los visitantes de la mañana comenzaron unos silencios que, aunque breves, parecieron ocupar el lugar de los largos suspiros y los temblorosos gemidos y lloriqueos.
Sonó la campanilla de la puerta del jardín. Osman levantó la cabeza y echó un vistazo hacia fuera a través de los visillos. Refik vio que su hermano hacía los gestos típicos de su padre y luego pensó que, al fin y al cabo, todo el que quisiera mirar a la puerta del jardín desde el sillón tendría que hacer más o menos los mismos movimientos.
—Ha venido la tía Mebrure —dijo Osman—. Y con ella viene uno de sus nietos.
El marido de la tía Mebrure había fallecido hacía seis meses tras una larga dolencia del riñón. Refik pensó que la tía Mebrure y su madre llorarían juntas.
—¿Has leído la esquela del Último Correo? —preguntó Osman—. Lo han escrito todo mal. ¿Cuándo aprenderán a tener cuidado con estas cosas? Ser descuidados en una esquela, menuda falta de respeto.
Apagó nerviosamente el cigarrillo y se puso en pie. Los visitantes que habían entrado por la puerta del jardín ahora estaban llamando a la casa y Nuri salía de la cocina y corría hacia las escaleras.
Osman estuvo unos segundos de pie sin moverse, se agitó inquieto como si vacilara, miró al cocinero que corría hacia las escaleras, y luego al parecer se decidió a hablar.
—He cogido la llave de la caja de papá en el banco. ¡Será mejor que arreglemos eso entre nosotros en lugar de andar con notarios y funcionarios de Hacienda! —y mientras se dirigía hacia las escaleras, añadió—: He pensado que tenía que decírtelo.
Luego, sin poder contenerse, se dio media vuelta y volvió a mirar a Refik con cara culpable.
—Tú sabrás —contestó Refik, y luego pensó: «Estoy aquí sentado, fumando. Cree que debería sentirme culpable, pero no siento nada».
Hubo un ruido en las escaleras. Luego se oyeron gritos, suspiros, palabras incomprensibles. Aparentemente, la tía Mebrure había ido para renovar su propio dolor; y sin ver al difunto ni a Nigân Hanım, había empezado a llorar al pie de las escaleras que subían al principal. Cuando Refik llegó, vio que con sus suspiros señalaba algo que había sobre o dentro de un armario y comprendió que probablemente aquello, un recuerdo valioso para ella, los reforzaba, pero no pudo adivinar qué era. Tenía que ser alguno de los jarrones, de los platos o vasos de cristal tallado que había en el armario. Entre su hermano y él cogieron a la mujer del brazo y la subieron. Cuando Mebrure Hanım entró en el cuarto en el que Nigân Hanım sollozaba en silencio, primero miró a su alrededor como si buscara algo, luego tembló al encontrarlo y con un grito se abrazó a Nigân Hanım.
Refik salió de la habitación y se detuvo un rato ante la puerta tras la cual se hallaba el cadáver de su padre. Sabía que dentro estaban los dos ancianos que Osman había ido a buscar aquella mañana y que se dedicaban a lo que había que hacer en momentos así. No había pensado con claridad en lo que estarían haciendo, no había intentado imaginárselo. Ahora, ante la puerta, pensó receloso por primera vez: «Han desnudado a mi padre, lo han lavado ¡y lo están envolviendo en un sudario!». Temiendo volver a pensarlo, abrió la puerta. A la cabecera de la cama vio a dos hombres, inclinados sobre un objeto largo y blanco, que hacían algo a toda prisa. Uno de ellos se volvió al oír la puerta. Era un anciano de barba blanca que tenía un trozo de cuerda en la mano.
—De acuerdo, de acuerdo, ¡ahora mismo terminamos! —dijo rápidamente.
Refik cerró la puerta asintiendo con la cabeza. Pensó en Perihan. Subió al piso principal. Entró en el dormitorio. Perihan estaba echada boca arriba en la cama y a su lado Nermin ojeaba un periódico.
Lo dejó al ver a Refik. Señaló a Perihan:
—Creo que no se encuentra bien.
—No tengo nada, es que acabo de vomitar —dijo Perihan.
Como estaba tumbada cuan larga era, su vientre hinchado parecía más voluminoso de lo que probablemente era.
Como siempre, Refik se inquietó al ver aquella horrible prominencia. Luego se dio cuenta de que Perihan tenía los ojos enrojecidos.
—¡Has llorado! —le dijo con voz nerviosa, y sin darle tiempo a responder, añadió—: Te lo pido por favor, no vengas al funeral.
Miró a Nermin para que le apoyara.
—Le estoy diciendo lo mismo, que no venga. ¡Y mejor sería que tampoco viniera Ayşe! También está muy mal. He mandado a los niños con ella, pero ni por esas ha dejado de llorar.
—No vengas, ¿de acuerdo? No vas a venir —le dijo con dureza Refik a Perihan mientras salía del dormitorio.
Entró en la habitación de al lado.
Allí era Ayşe quien estaba en la cama. Tenía la cabeza enterrada en la almohada y estaba absolutamente inmóvil. Al parecer, se había quedado dormida a fuerza de llorar. Cemil y Lâle miraban por la ventana. Se movieron al ver a su tío, pero se veía claramente en su cara que estaban asustados y que habían llorado. Cemil empezó a arrugar la cara.
«¡Ay, Dios, que va a llorar!», pensó Refik. Intentó hacerles sonreír.
—Vamos, salid al jardín a jugar un rato.
Cemil arrugó la cara un poco más. Luego, con dos rápidos pasos, se tiró en la cama junto a Ayşe.
—¡No quiero morirme, no me voy a morir! —dijo echándose a llorar.
Emine Hanım entró en la habitación.
—No llores, señorito. Eres un niño, ¡todavía no te vas a morir! —dijo acariciándole la cabeza. Luego se volvió a Refik—: Osman Bey le llama. ¡Hay visitas abajo! —Y cuando Refik salía de la habitación, se echó a llorar y exclamó—: ¡Ay, lo que tenía que pasarnos!
Bajando las escaleras, Refik dijo para sí: «¿Lo que tenía que pasarnos?». Entró en el salón. Ante Osman había un hombre. Tenía la gorra en las manos, estaba incómodamente sentado en el filo del sillón, en una esquina, y miraba al suelo. Refik lo reconoció en cuanto se acercó: era uno de los obreros que trabajaban en el almacén. Junto a él había otro. Otros dos hombres con la gorra en la mano estaban sentados en el rincón. Debían de haberse enterado de la noticia porque los almacenes trabajaban incluso los días de fiesta.
Se pusieron en pie al ver a Refik. El que parecía más viejo se adelantó, lo abrazó y dijo algo que no entendió con voz conmovida y ronca. «Me emociono, pero no se me van a saltar las lágrimas», pensó. No recordaba la cara del segundo. Pensó que enseguida encenderían unos cigarrillos. Reconoció enseguida al tercero, de vez en cuando iba a ocuparse de los asuntos de la casa, olía a sudor y tabaco. Avergonzado por haber notado su olor, Refik se abrazó con más fuerza al cuarto y susurró algo. Luego, como ellos, se sentó en una silla del rincón.
—Los compañeros del almacén han escogido unos representantes —dijo Osman—, y han venido a darnos el pésame. Los demás vendrán a la mezquita.
—Cevdet Bey era un gran hombre —dijo el más anciano—. Cuidó de nosotros. En veinte años, nunca le vi que hiciera nada malo, nunca oí que fuera injusto.
—Mi padre también les apreciaba mucho a todos ustedes —contestó Osman.
Hubo un largo silencio. Luego Osman le preguntó a uno de los estibadores si habían cerrado las cajas que había que enviar a Ankara. El anciano le respondió en voz baja. Osman asintió con la cabeza para demostrar que estaba satisfecho con la respuesta. Luego hubo un nuevo silencio.
Los trabajadores se quedaron un rato más temiendo mirar el extraño mobiliario que les rodeaba o hacer algo inoportuno. Luego se fueron silenciosos y respetuosos, sin atreverse a pisar en el sitio equivocado o a tocar nada. Refik encendió el cigarrillo que tantas ganas tenía de fumar. Osman llamó a Emine Hanım y le pidió que abriera las ventanas para ventilar la habitación.
Poco antes del mediodía les avisaron de que había llegado el coche. Mientras transportaban el ataúd al coche que habría de llevarlo a la mezquita de Teşvikiye, hubo varias personas que corrieron a ayudarles. Vecinos, jardineros, jóvenes conocidos, algunos amigos del barrio. Se oyeron varios gimoteos y un par de muchachos abrazaron a Refik. Luego se llamó a un taxi porque Nigân Hanım no aguantaría los quinientos metros de trayecto. Era una brillante mañana de mayo. Era fiesta y habían colgado banderolas al frente de un tranvía que pasaba; allá arriba el cielo lucía alegre. Nigân Hanım se apoyó en el muro del jardín cubierto de hiedra y cogió del brazo a su hijo mayor. Llevaba un abrigo negro y un sombrero con un velo de tul también negro. En cierta ocasión le había respondido a un pariente, muy aficionado a discutir y a las tradiciones, que vestir de negro en los funerales no era un comportamiento cristiano, sino solo un signo de respeto y dignidad, y parpadeó orgullosa. Ahora Refik no podía ver qué expresión tenía el rostro de su madre. El velo que colgaba del sombrero se lo ocultaba. En el rostro de Osman se leía paciencia. Tenía la cabeza ligeramente alzada y los párpados caídos. Probablemente, mirando al cielo quería demostrarles a los habitantes de Nişantaşı, que les contemplaban por las ventanas abiertas, desde la acera de enfrente, desde las otras esquinas de la plaza, que pensaba en la muerte, el infinito, la vida. Luego, desde la puerta de la casa, llegó el sonido de un sollozo agudo; todo el mundo comprendió de quién procedía, pero nadie pudo hacer nada: era Ayşe. Salía al jardín del brazo de Emine Hanım junto con los niños. Se pusieron en marcha cuando el taxi, que se había retrasado, se acercó con estruendo a la acera.
Refik no cogió del brazo a su madre cuando bajó del taxi. Nigân Hanım se había quitado el sombrero, se había puesto un pañuelo e iba del brazo de Osman. Se encaminaban lentamente hacia la mezquita. El patio estaba lleno de gente. Los árboles habían echado hojas. La gente se dispersaba por el patio. A la entrada estaban los trabajadores. Probablemente se aburrieran porque no tenían gran cosa que hacer. Fumaban y miraban a su alrededor. Luego estaban los empleados de la oficina. Sadık el contable estaba al pie de un árbol con su mujer del brazo y se había traído también a los niños. Mientras Sadık besaba la mano de Nigân Hanım, su mujer examinó con atención y respeto a la esposa del patrón. Entre la multitud Refik vio a Muhittin. Estaba apoyado en el muro de la mezquita observando las coronas de flores. Detrás de él estaba la familia de Cevdet Bey de Haseki. No eran muchos y miraban aprensivos la mezquita de Teşvikiye, la multitud en torno y los nuevos bloques de pisos de los alrededores. En los balcones había banderas de fiesta y curiosos. Las ventanas se habían abierto al calor de la primavera y al día festivo. Por la calle pasaba otro tranvía. Por las ventanillas los pasajeros observaban a la multitud del patio. En la puerta de la mezquita estaba la familia de Nigân Hanım. Eran gente de chaqueta y corbata, todos de negro y serios. Al acercarse a ellos, Nigân Hanım se relajó, se soltó del brazo de su hijo, abrazó a una de sus hermanas mayores, a Türkân Hanım, y a su alrededor se produjo un silencio. Después llegó la otra hija de Şükrü Bajá, Şükran. Las tres hermanas se abrazaron. Osman fue junto a sus tías. Luego apareció Seyfi Bajá, que se acercó a Nigân Hanım tironeando de su mayordomo. Pareció que Nigân Hanım fuera a besarle la mano, pero comprendió que en un día como ese tenía derecho a no hacerlo. Cuando Seyfi Bajá vio a Refik puso la cara larga de costumbre y luego debió de comprender que tenía que demostrar algún afecto porque sonrió, pero con una sonrisa comedida, en absoluto fuera de lugar. Refik decidió apartarse un poco del gentío. Vio a Sait Nedim Bey. Con él estaba su hermana Güler. Refik sintió curiosidad por saber qué tipo de mujer sería. Hacía bastante calor y el sol ya no era de primavera, sino de verano. En las caras se veían gotas de sudor. También se veía paciencia. Mientras se acercaba al muro de la mezquita vio a Fuat Bey. Estaba con él su esposa Leylâ, y ambos parecían muy apenados. Refik habría querido decirles que le constaba lo tristes que estaban y que con su aspecto descorazonado demostraban cuánto habían querido a Cevdet Bey, pero no supo encontrar las palabras Simplemente les saludó con un movimiento de cabeza que quería decirles: «He comprendido cuánto nos quieren y cuánto querían a mi padre, ahora basta, ¡no estén tristes!». Luego vio a varios de los colegas de su padre. Algunos de ellos hablaban con un anciano barbudo y respetable. Probablemente también fuera un bajá, pero sería algún pariente lejano y Refik no pudo recordar quién. Había otros comerciantes y banqueros que conocía de Sirkeci. También parecían aburridos y sus caras tenían expresión de «¡Para qué habré leído esa esquela en el periódico en esta mañana de fiesta!». El sol abrasaba el patio de la mezquita. Detrás de los comerciantes estaban las coronas. Pensó que había visto allí a Muhittin hacía un instante y leyó las cintas: «Fuat Güvenç y familia»… «Compañía Eléctrica»… «Banco del Trabajo, Sucursal de Sirkeci»… «Bazaar de Levant S. A.» … «Familia Anavi…». Luego apareció Muhittin y abrazó a Refik, pero era imposible saber si lo sentía mucho ni si lo abrazaba en serio. Se volvieron juntos a mirar de nuevo las coronas. Parecían estar incómodos el uno con el otro. Probablemente Muhittin estaba buscando algo que decir, pero no lo encontraba. Por fin comentó que enviar coronas había acabado por convertirse en una costumbre. Lo dijo sin más, sin que le pareciera ni bien ni mal. Refik le contestó que, aprovechando aquella costumbre, se había abierto una floristería hacía dos años en Nişantaşı. Luego guardaron silencio escuchando el rumor de la multitud, el rumor de una multitud que hablaba en susurros, nerviosa como si hubiera ocurrido una catástrofe o hubiera estallado una guerra y que se comunicaba más con las miradas, los gestos y la ropa que con palabras. Pensando que era lo más adecuado, Refik se apartó de Muhittin y se encaminó hacia la entrada de la mezquita. De nuevo se mezcló con bajás y embajadores: familia de su madre. Nigân Hanım había llevado de pequeño a su hijo a las mansiones en que vivía aquella gente y ellos habían besado, acariciado y sonreído a Refik, pero ninguno había devuelto la visita. Ahora volvían a sonreír a Refik, o a mirarle con cariño. «Me encontraban muy simpático de pequeño —pensó—. ¿Qué les pareceré ahora?». Durante un rato permaneció quieto contemplando a su madre del brazo de sus hermanas. También estaban inmóviles los trabajadores, apostados junto a los árboles, a la entrada del patio. Dio media vuelta y se acercó un poco más a la mezquita. Luego, a través de columnas, vio un emblema del sultán colgando del tímpano de mármol. Era el emblema de Abdülmecit. Hubo un movimiento.
Osman se acercó a su hermano y le preguntó:
—¿Vienes a la oración?
«¿La oración?», pensó Refik. Asintió con la cabeza. Pensó en que tendría que quitarse los zapatos. Antes siempre pensaba en eso cuando iba a la mezquita. Antiguamente acudía allí con los criados y, los días de fiesta, con su padre. Se sacó los zapatos rápidamente, sin pensarlo. El interior era fresco y sombrío y olía a moho y alfombras. «¡Tendría que haber hecho las abluciones!», pensó, pero al parecer Osman tampoco las había hecho. Luego el gentío se reunió a toda velocidad. Todos esperaban con las manos unidas sobre el vientre. Refik vio que Osman estaba a su lado. De nuevo tenía una expresión orgullosa; la cabeza alta, mirando no a la gente sino un punto por encima de ellos, los relieves de mármol del mihrab, pero como no llevaba zapatos y se le veían los calcetines, aquella actitud orgullosa resultaba extraña. Refik miró hacia atrás: los pies en calcetines de los jardineros y porteros que formaban las hileras del fondo no parecían extraños. «Ellos sí que pegan aquí», pensó. Luego comenzó la oración. Refik pensó «Mi padre ha muerto» y, mirando la nuca del que tenía delante, empezó a repetir todo lo que hacía. Pensó que era incorrecto que hiciera todos esos movimientos, que se inclinara hacia el suelo y se levantara aunque no fuese creyente, luego no quiso pensar más y susurró:
—Mi padre ha muerto.
Después de repetírselo varias veces, terminó la oración. De nuevo salieron al sol. Refik se unió a la multitud ondeante que se ponía en marcha en dirección al ataúd. El sol prendía como la yesca el patio de la mezquita, y allí estaba el ataúd.