17. Medio siglo de vida
empresarial
Cevdet Bey estaba sentado en un sillón de mimbre en el jardín de atrás, bajo el castaño y, sin inclinar lo más mínimo la cabeza ni el cuerpo, contemplaba una hormiga que paseaba a sus pies. Todavía no había empezado el verano, pero hacía calor. Era el 19 de mayo, la fiesta de la Juventud. Un sol decidido y tranquilo calentaba pacientemente el jardín de atrás. Habían almorzado poco antes. Toda la familia se reunía alrededor de Cevdet Bey en el jardín.
Como siempre, primero llegó Nigân Hanım, que se sentó en un sillón al lado de Cevdet Bey. Miraba a los pies de su marido para comprender qué estaba mirando él, pero al parecer no veía la hormiga porque le dijo a la criada que no le había lustrado los zapatos. Osman había oído lo que decía su madre y, mientras se dirigía hacia el árbol con su gesto orgulloso y pensativo de siempre, se miraba sus propios zapatos. En la boca llevaba uno de esos cigarrillos que podía fumar sin restricciones. Tras Osman llegó Nermin, que se sentó diciendo algo a los niños. Los nietos empezaron a pasear por el jardín mordisqueando unas ciruelas. Luego, por la puerta de la cocina, salieron Perihan y Refik. Perihan ponía nervioso a cualquiera que viese su vientre enorme e hinchado. Cuando la veía, Cevdet Bey se ponía tan puntilloso como si tuviera en las manos algo extremadamente frágil, y cuidaba el tono de su voz y los gestos. Una vez que Perihan se hubo sentado en el sillón de paja, Nigân Hanım, más tranquila, se volvió hacia Cevdet Bey:
—Ha florecido una de esas extrañas plantas suyas, ¿lo ha visto?
Asintiendo con la cabeza, Cevdet Bey pensó: «Ocimum, ¿qué?». Pero no lo pudo recordar.
—¡Ocimum granimus! —se inventó. Le tranquilizó comprobar que nadie se había dado cuenta de que se lo había inventado.
Por la mañana había ocurrido lo mismo: Nigân Hanım le había hecho una pregunta y Cevdet Bey se había inventado la respuesta. Memorizaba los nombres en latín de las plantas para demostrar que su memoria no se debilitaba. Todos lo admiraban, o aparentaban admirarle. Pero cuando, en determinados momentos, se olvidaba del nombre de su mujer o sus hijos, ya nadie se reía.
—¡Qué cansada estoy! —dijo Nermin suspirando. Miraba a Osman—. Me he pasado la mañana con los baúles.
Hacía mucho que habían llegado los calores de la primavera, pero todavía continuaban guardando la ropa de invierno en los baúles y sacando la de verano. Además, habían comenzado los preparativos para el traslado a la casa de verano, en la isla de Heybeli. Por primera vez en su vida, Cevdet Bey había contemplado la llegada de la primavera desde su casa. Habían sacado las macetas que no aguantaban el frío del invierno, habían reparado los sillones de paja, habían encalado algunos cuartos del piso de abajo, habían podado parte de la hiedra que envolvía la fachada posterior de la casa porque atraía los insectos, habían arreglado de arriba abajo el jardín, y la casa entera había apestado a un olor al que Cevdet Bey todavía no había podido acostumbrarse, el olor a naftalina.
Desde la casa llegó el sonido de un piano, mate, sin alegría.
—Cariño, ¿cómo es posible que toque justo después de comer? —dijo Nigân Hanım.
Había querido que Ayşe participara en la ceremonia de Taksim como todas sus compañeras, pero no había conseguido que su hija la escuchase, en parte porque Cevdet Bey la apoyaba.
«¡Déjala que toque!», estuvo a punto de decir Cevdet Bey, pero cambió de opinión. Buscó la hormiga de poco antes y no la encontró. Echó la cabeza hacia atrás apoyándola en el sillón, y escuchó lo que se decía, pero no entendió nada. Refik y Perihan susurraban y Osman refunfuñaba.
Encendió su cigarrillo después de que llegara el café. En ese momento, Nigân Hanım le miró con dureza y cara de protesta y acusación. También querían arrebatarle los tres cigarrillos que fumaba al día. «¿Para qué querrán quitármelos? —pensó Cevdet Bey, y se rió para sí mismo—. Por mi salud. Bueno, ¿y para qué quiero la salud? Para vivir más tiempo… ¿Y para qué voy a vivir si no puedo ni fumar?».
—¿En qué piensas? —Era Nermin—. Pero ¿lo veis?
Primero Cevdet Bey adoptó una expresión triste y conmovedora intentando que creyeran que pensaba en algo profundo.
—En nada, en nada —contestó moviendo la cabeza. Luego, enfadado de tanto teatro, exclamó—: ¡No estoy pensando en nada!
Poco después, Nigân Hanım llamó a sus nietos, que seguían paseando por el jardín. Su madre les mandó arriba a dormir. Nigân Hanım se puso de mejor humor al besarlos. También se iban a acercar a su abuelo, pero al verlo tan pensativo no se atrevieron.
—Por favor, al menos no se fume la colilla —dijo Nigân Hanım señalando el cigarrillo que Cevdet Bey sostenía entre los dedos. Luego, al ver la cara irritada de su marido, quiso mostrarse agradable—. Se echará a dormir la siesta, ¿no?
—No, no voy a dormir, voy a trabajar.
—Usted sabrá.
«¡Por supuesto que lo sé!», pensó Cevdet Bey. En realidad, quería acostarse, pero, como le había molestado la demostración de afecto de su mujer, le habría apetecido contestarle algo desagradable. «Ahora, nada de dormir —pensó—. Una vez que lo he dicho… Caminaré un poco por el jardín para despejarme. Luego subiré a trabajar».
Cevdet Bey llevaba dos meses trabajando en sus memorias. Por fin había comprendido que era estúpido ir al despacho, a la empresa. Las decisiones se tomaban sin contar con él, ni siquiera acudían a preguntarle para salvaguardar su orgullo, y las ideas que ofrecía sin que se las pidieran siempre eran vistas como un estorbo. Cevdet Bey los alegró a todos anunciando, poco después de que Osmar pasara a controlar sus gastos, que a partir de ese momento prefería trabajar en casa. Y además, todos le aseguraban que era lo mejor para su salud. A Nigân Hanım le agradó que a su marido no le consumieran los problemas de la empresa, que no tuviera que subir cada día los seis pisos de un pasaje comercial sin ascensor y que se pasara el día entero a su lado. «Pero no me paso el día entero a su lado —pensó Cevdet Bey—: ¡trabajo! Trabajo, escribo mis memorias, transmito mi experiencia empresarial a los que vengan después». Animado, se puso en pie para dar un paseo. Echó a andar hacia el interior del jardín para librarse de las miradas de los demás, que seguían sentados en los sillones de paja bajo el árbol.
Algunas de las semillas que se había hecho traer del mercado egipcio, y cuyos nombres en latín había memorizado a base de rebuscar en diccionarios, habían florecido rápidamente. Se detuvo bajo el tilo, en el que había grabadas unas palabras. Se volvió para mirar el castaño. Allí se acababa el jardín en los años en que había comprado la casa. Inmediatamente después de que se proclamara la Constitución había comprado el jardín contiguo. «¡Cómo pasa el tiempo! ¿Cómo era yo entonces? Nigân también era muy jovencita. La casa era nueva, los muebles eran nuevos, nuestras almas… —le angustió acordarse de algo desagradable—. Y por la casa andaba aquel niño… ¡Ziya! Sí, él mismo lo pidió, y fue a la academia militar. —Luego, para tranquilizarse, se dijo—: En fin, últimamente no se le ve por aquí». Y caminó hasta el muro del jardín. En un rincón había hierbas sin cortar, trozos de madera apilados a un lado, latas y tiestos vacíos. «Y aquel otro chico no supo dejar el jardín como es debido», pensó. Lo había visto por primera vez con su padre mientras visitaba la casa. Luego lo había ayudado a abrir la verdulería. Y hacía poco el joven le había besado la mano, ¡pero no se ocupaba del jardín! «Se llamaba… Pero ¿cómo se llamaba, hombre?», refunfuñó. Caminó a lo largo del muro lateral queriendo pensar en otras cosas, susurrando absurdas palabras en latín y otras inventadas que parecían latín y luego entonando una canción infantil que no logró saber de dónde sacaba. De repente sintió el aroma de la madreselva. «¡La tía Zeynep! ¿Quién era? Una mujer cualquiera. Mermelada de guindas… La señora Zeliha… ¡Señora, señora! Eso decía mi padre, señora Nigân». Miró el reloj: las dos y cuarto. Siguiendo la antigua costumbre, le añadió seis para comprender qué hora era, pero no pensó «Las ocho y cuarto», sino «¡Qué pena, no voy a poder dormir!». «Una vez que las palabras han salido de mi boca… El gran Cevdet Bey sigue en pie. ¿Va a retractarse de su palabra? Pero si durmiera, ¡qué hermosos sueños tendría!». Salió de entre los árboles. Caminó al pie del muro hasta el jardín frontal sin ver a los que estaban sentados bajo el castaño. El sol daba en la fachada lateral de la casa. Aquel era el lugar más tranquilo de todo el jardín, el más resguardado del viento. En la esquina de la cocina estaba el cubo de la basura, con un gato encima de la tapa. Huyó al ver a Cevdet Bey. «¡No huyas, gato! ¿Qué daño puedo hacerte? —murmuró—. Este cuerpo no puede correr, no sirve para movimientos exagerados…». Para comprobar los pulmones, hizo amago de toser. Escuchó su corazón. Le echó una ojeada a la plaza de Nişantaşı. «¡Hace treinta y dos años! —pensó. En las ventanas de pisos y casas había banderas—. ¡La fiesta de la Juventud! ¡Y lo mío es el desfile de la vejez!». Pasó al pie del otro muro, por debajo de su despacho, al que pronto subiría. Al sentir en la espalda una ligera brisa, pensó: «¡Se acabó la inspección! Se acabo la inspección, y el inspector jefe vuelve a la central. ¡Ja, ja, ja!». De repente le sorprendió sentir un dolor en el brazo. Aparentando palparse el músculo, se sujetó el brazo con la otra mano. «¿Me habré golpeado con algo?», se preguntó. Luego se acercó lentamente a Nigân Hanım, que miraba hacia el otro lado del jardín, contemplando su nuca ridícula. De repente, recordando una broma que le hacía a Nigân en los primeros años de casados y que a ella la enfurecía, colocó la mano en su hombro como si fuera una garra.
—¡Ay! ¡Casi me mata del susto, Cevdet Bey! —dijo Nigân Hanım—. Le juro por Dios que sigue siendo un niño.
A Cevdet Bey no le animó la broma.
—Voy a subir.
—¿Por qué no se echa un rato?
—He dicho que iba a trabajar.
Nigân Hanım se volvió hacia Osman, que se reía a carcajadas.
—¿Qué tiene de gracioso? —Luego gritó sin ni siquiera mirar hacia atrás—: Cevdet Bey, ¿a cuento de qué no quiere dormir? Se lo ruego, escúcheme y duerma aunque solo sea un poco…
Pero Cevdet Bey ya había entrado en la casa por la puerta de la cocina. Mirando al cocinero, inclinado sobre la palangana de la vajilla, como si se tratara de un héroe pensó: «Nadie entiende lo que estoy haciendo con mis memorias». Al salir de la cocina se volvió hacia Nuri:
—Quiero el té a las tres. ¡Tú sabrás lo que haces si te pasas de las tres!
Tenía sospechas de que Nigân Hanım estaba boicoteándole aquel nuevo horario del té para que no le afectara a los nervios.
Subió las escaleras muy despacio. A la altura del entresuelo pensó: «¡No tengo nada, gracias a Dios!». Pasando por el salón y por la puerta de comunicación, siguió subiendo hasta el principal. Se detuvo ante el enorme reloj con su tictac para recuperar un poco el aliento. «¿Con qué me habré golpeado el brazo?», se preguntó al entrar en el despacho. Se sentó a la mesa. Miró la tapa de la carpeta entre fotografías, documentos, papeles y cuadernos: «Medio siglo de vida empresarial». Era lo único que había podido escribir en dos meses. El resto del tiempo lo había pasado recopilando los materiales necesarios y tirando lo que escribía.
De repente se abrió la puerta y entró Refik.
—Ah, padre, ¿es usted? ¿No se ha acostado?
—He dicho que no me iba a acostar. ¿Qué buscas?
—Mi paquete de tabaco. Antes de comer he estado aquí…
—¿Vas a algún sitio? Mira, ahí tienes tu tabaco.
—Voy a salir un poco. Puede que vaya al club.
—¿Adónde? En fin… Déjame decirte solo una cosa: últimamente no te veo bien. Andas distraído. Y no te ocupas de la empresa. No olvides que, si algún día me pasa algo, Osman no será el único que tenga que dirigirla.
—¡Dios no lo quiera!
—¡Bueno, bueno! Sé que estás nervioso porque tu mujer va a dar a luz. Vamos, adiós, adiós. ¡No fumes mucho! ¡Y cierra despacio!
Después de que la puerta se cerrara, Cevdet Bey hojeó un cuaderno que le parecía necesario para la primera parte de sus memorias. Luego se entretuvo un rato con antiguos recortes de periódico. En los últimos años recortaba los artículos que más le gustaban. Quería aprovecharlos para sus memorias. Al leer uno de ellos, levantó de repente la cabeza… «¿Adónde ha ido Refik? De paseo, al club, ¡allí podrá fumar! —y, recordando algo que se le había ocurrido después del almuerzo, susurró—: ¿Para qué voy a vivir más si no puedo fumar? Si no puedo fumar… Si por lo menos le hubiera cogido un cigarrillo de su paquete, ahora podría fumármelo tranquilamente». Llevado por la costumbre, abrió la caja donde tenía las fotos antiguas. Empezó a sacarlas una a una. Escribiría sus recuerdos relacionados con las fotografías y luego, avergonzado al leerlo, rompería lo que había escrito. Intentó reorganizar sus ideas mirando una de las fotos de su viaje a Berlín. «Estuve allí con mi señora, no, mi esposa, Nigân. El viaje a Berlín fue muy instructivo para mí. En Alemania visité una de las gigantescas fábricas de Krupp. Es imprescindible que aquí también se construyan fábricas. Sí, eso es… ¿En qué más pienso cuando veo esta foto? La fotografía es algo bueno, la usaré… Pondré la fecha en una esquina… ¡Ah!, ¿así tenía que acabar? ¿Considerando trabajo estas tonterías? —de repente se entristeció tanto que se puso en pie—. ¿En qué me he convertido? ¿En qué me he convertido? —susurró—. No, yo quiero ir a la oficina. Iré a la oficina y lo dirigiré todo. Osman no se entera de nada, es tonto, y Refik tiene la cabeza en otra parte. ¿Quién dirigirá la empresa? —se había acercado a la ventana y miraba hacia fuera, a Nişantaşı—. Todo el mundo vive, corre, y yo aquí. Al menos podría salir a dar un paseo». De repente se asustó al acordarse de su hermano. En su lecho de muerte se había vuelto loco, había empezado a cantar himnos y canciones. Decía cosas raras. Cantaba La Marsellesa. «Por fin se proclamó su république. Y también oí La marsellesa, pero no a los revolucionarios, como él esperaba, y no, por supuesto, a los de la Unión y el Progreso; ¡se la oí al ejército de ocupación francés! —recordó el Estambul ocupado—. ¡Qué días aquellos! Traje azúcar. Cuando llegó la noticia de que el barco había pasado los Dardanelos, empezaron a correr detrás de mí. Pero, gracias a Dios, no me mezclé con el comercio de vagones. Ahí fue Fuat quien salió ganando. ¡Por fin pudo ver la utilidad de su amistad con İsmail Hakkı Bajá, de la Unión y el Progreso!». Se animó recordando aquellos días hermosos, llenos de movimiento, negocios y éxitos. Paseó de un lado a otro de la habitación. «¡Eso es la vida! Triunfar, hacer algo bueno, ganar… ¿Y ahora? ¡Ahí enredado con este pedazo de papel! ¡Me he convertido en mi hermano! ¡No, no quiero oír La Marsellesa! Sí, siempre he sido realista. Y ser realista, poder ser realista siempre, es algo muy difícil, pero lo conseguí. ¿Con qué me habré golpeado el brazo, o será…?». Se sentó a la mesa, poseído repentinamente por el pánico. «Me duele el brazo aquí —pensó—. Como si tuviera dentro un escorpión que se me fuera metiendo poco a poco en el corazón. —Y para no ponerse nervioso se dijo—: No es nada, no es nada». Empezó a mirar las fotografías para distraerse. Vio una de la boda de Refik. «Refik quiso algo sin mucho gasto. ¿Cómo dirigirán la empresa cuando yo ya no esté? Sí, las fábricas son imprescindibles. Que lleguen a un acuerdo con Siemens, por ejemplo, y construyan aquí una. Es imprescindible. Porque, si no lo hacemos nosotros, ¡lo hará otro! Pero qué raro es este dolor. ¿Y esta foto? Hecha en el piso de abajo el año en que se casó Osman. ¡Nermin! Nunca me ha gustado mucho esa mujer. Siempre se ha aprovechado de nosotros, y me da la impresión de que no nos quiere. ¿Nosotros? Nigân, yo, Osman, Refik, Ayşe… Los nietos… —Observó atentamente la fotografía—. ¡Qué distintos eran por entonces los muebles del piso de abajo! Qué rápido cambia todo y no nos damos ni cuenta. Los muebles del piso de abajo. El cuarto del nácar… Ahora Nigân quiere cambiar el dormitorio. Con el trabajo que me ha costado acostumbrarme a esa cama en estos treinta años, ¿y me voy a acostumbrar a una nueva a mi edad? ¡Voy a mirar otra foto!». En esa había una multitud. Al frente, sentados en el suelo, acuclillados, apoyados unos en otros, tumbados, había obreros, porteadores y dependientes. Atrás, Cevdet Bey de pie con Osman, Sadık el contable y un miembro de la familia de comerciantes Anavi con su hija. Cevdet Bey recordó, emocionado: «La inauguración de la tienda y el depósito de la calle Voyvoda. Y nuestro nuevo vecino, Anavi, vino con su hija. ¡Qué sorpresa me llevé al verla!». Quiso coger otra fotografía, pero se dio cuenta de que no podía levantar el brazo que alargaba hacia la caja. «¿Por qué no se levanta?», pensó. Recordó cierta ocasión en que por la noche le dolía el brazo porque había estado ayudando a los porteadores. «¡Es el corazón!», pensó, y comprendió que estaba a punto de sufrir otro ataque y que tenía que tomarse la medicina para evitarlo. «Sí, me voy a acostar en la cama —pensó acordándose del ataque anterior—. ¡Me acostaré esta tarde!». Luego comprendió que no podía respirar. De pequeño lo habían encerrado en una habitación. Habían cerrado la puerta con llave. «¿La puerta o el edredón?». Tenía el edredón encima, creía, y sobre él estaba su hermano Nusret; apretaba el edredón para que Cevdet no pudiera salir. Y Cevdet no podía respirar. «¡Tengo que respirar!», pensó. De repente recordó su medicina. Luego oyó los pasos que subían las escaleras. «Me traen el té… Si hubiera podido dormir… Respirar… ¿Respirar? Esto es un ataque… Se enfadarán conmigo cuando se me pase… Me voy a acostar en la cama. Dormiré, dormiré…». Pensaba en cómo se quedaría en la cama después de superar el ataque y en cómo todos lo rodearían cuando de repente fue como si la silla se elevara en el aire y él acercara la cara a la mesa. Comprendió que golpeaba la mesa con la cabeza, que aquello no era bueno, que no podía respirar, que se asfixiaba como debajo del edredón. Se contrajo haciendo un enorme esfuerzo para no golpearse otra vez en la cabeza y, comprendiendo que no le quedaban más fuerzas, pensó: «Es como estar debajo del edredón. Me mira, grita, la bandeja de té… ¡Silencioso y oscuro como debajo del edredón!».