16. Ambicioso y comprometido

Cemile Hanım Estaba relatando a unos parientes sentados en el rincón la historia de la mancha del vestido que ya le había contado a Ömer. Al llegar al final de la historia, unió las manos sobre el vientre para demostrar cómo había apretado contra su regazo al pequeño Ömer para que no se viera la mancha y soltó una risita tonta. Los que la escuchaban miraron a Ömer y movieron la cabeza a izquierda y derecha sonriendo.

—¡Qué contentas nos pusimos entonces porque se había abierto en Tünel un restaurante adecuado para nosotras! —dijo Cemile Hanım.

—Y también estaba aquel club tan famoso —apuntó Macide Hanım—, aunque había que tener valor para ir siendo mujer.

—¡Yo encontré una vez el valor! —dijo Cemile Hanım—. Pero luego me dio tanta vergüenza que en casa lloré. ¡Me llevó Muhtar!

Muhtar Bey bostezaba. Tras desperezarse se volvió a Ömer.

—Muchacho, ¿por qué no te sientas? —luego recordó algo—. ¿Sigues pensando lo mismo sobre la revolución?

—¡Muhtar, hoy vamos a dejarle tranquilo! —dijo Cemile Hanım.

—¡Hija, si no le estoy haciendo nada al chico!

Ömer, sonriendo e intentando decir con su sonrisa «¡Hoy nadie es capaz de molestarme!», regresó con las jóvenes, con las amigas de Nazlı.

Mientras tanto, alguien puso una canción alemana en el gramófono. Por un instante todo el mundo guardó silencio. Luego volvió a fluir la alegría. Una de las jóvenes empezó a contar un recuerdo de la infancia de Nazlı. Mientras lo contaba alentaba con la mirada a sus amigas para que se rieran cuando había que reírse, y de vez en cuando miraba a Ömer. También las otras lo hacían. Sus miradas decían: «¿Entiendes lo viejas y buenas amigas que somos de esa que tanto te gusta, con la que acabas de comprometerte, con quien has decidido casarte? Todo lo atrayente y simpática que es ella ahora, nosotras también lo fuimos, ¡y lo seguiremos siendo!». Mientras las escuchaba, Ömer acariciaba el gato, que había cogido en brazos, y se sentía como un rey. Cuando pusieron de nuevo en el gramófono la misma canción, le dio el gato a Nazlı sonriendo. Se puso en pie sin sentir la menor necesidad de ocultar que se aburría. Ese día se sentía tan largo como para que no le importaran esos pequeños detalles. Peinó con la mirada el zumbante salón: «¿Con quién podría ir?», pensó. Sabía que actuaba como el niño mimado que se pregunta «¿Qué dulce me como?», y se le pasaba por la cabeza que era lo más adecuado para él en aquel momento. «Voy a ir con mis amigos. ¿De qué estarán hablando Refik y Muhittin? ¡Muhittin tiene la misma cara horrible de siempre!».

—¡Muchacho, pues sí que estás guapetón!

Ömer no conocía a aquel señor mayor que debía de ser un pariente de Nazlı. Le sonrió como si hubiera oído algo agradable. Luego fue con Refik y Muhittin.

—¿Qué te ha dicho ese hombre? —preguntó Muhittin.

—Que hoy le parezco muy guapetón.

—¡Sí que lo estás, sí que lo estás! —Refik sonrió.

—Todos te aprecian mucho —dijo Muhittin.

—¿De verdad?

—Y… ¿cómo te sientes? ¿Te acuerdas de que eres Rastignac?

—Mira, se me había olvidado —se rió Ömer.

—No lo olvides, ¡Despreciabas la vida normal y corriente!

—Muhittin hoy está de muy mal humor —dijo Refik—. ¿Por qué estás así? Relájate un poco, hombre. Únete a la alegría. ¿Qué ganas con eso? Esta noche vamos a casa, ¿de acuerdo?

—¿Y qué vamos a hacer?

—Este quiere poner un samovar —dijo Muhittin riéndose—. Hojear las viejas carpetas, ponernos melancólicos, pasarlo bien…

—Pues no estaría mal. ¡Pondremos el samovar y nos sentaremos a charlar! —dijo Ömer.

Luego se emocionó al ver a Nazlı. «¡Estoy comprometido!», pensó. Se miró sorprendido el anillo de compromiso, como si lo acabara de notar.

—¡Ahora entras en la etapa en que verdaderamente tienes que andarte con cuidado! —Era un pariente de Nazlı recién casado—. La etapa más importante es la que hay entre el compromiso y el matrimonio.

—Sí, claro —contestó Ömer. Luego se volvió hacia Cemile Hanım, que les estaba diciendo a todos cómo tenían que sentarse—. ¡Pero si me ha reservado el rincón principal!

—¡Todos están pendientes de ti, hijo!

La criada entró de nuevo refunfuñando y colocó en medio de la mesa un plato enorme que más bien parecía una fuente. Alguien lanzó un chillido de mentirijillas, pero todos rieron porque no pretendió ocultarlo. Mientras llenaba los platos, la anfitriona, la tía de Nazlı, empezó a enumerar los defectos que veía en la comida. Todos la contradijeron: «La comida está estupenda, la mesa está estupenda, todo está estupendo».

Como los invitados insistieron en cierto momento de la cena, Ömer se vio obligado a explicar cómo era la vida que llevaba en Kemah, la vida cotidiana en los barracones de la obra. Hubo quien se sorprendió de que pudiera sobrellevar las frías noches del invierno y algunos dijeron que ahora el muchacho les caía aún mejor. Un anciano, opinando que tampoco era para tanto, empezó a hablar de Sarıkamış. Bebía y contaba detalles a los que nadie hacía el menor caso. Un rato después no le quedaba más audiencia que el joven que tenía sentado al lado, a quien miraba constantemente a la cara. Un muchacho bromista puso el himno de Esmirna en el gramófono para burlarse de él. Muhtar Bey empezó a tararear la melodía. Otros se le unieron. Entrechocaban las copas de rakı y se reían. Las jóvenes también se habían soltado, estaban relajadas y empezaron a hablar con los muchachos. No bebían, pero tampoco se ruborizaban hablando con ellos. Como los demás, también ellas miraban de vez en cuando a los prometidos en el centro de la mesa. Al ver que las miradas se posaban sobre él, Ömer volvió a sentirse como un rey, comprendía un tanto avergonzado que aquello era hasta cierto punto lo que buscaba, se le pasaba por la mente lo poco apropiado de sus sentimientos, tenía curiosidad por lo que pensaría Muhittin y cuando se le inflamaban aquellas ideas retorcidas, se abrazaba a la bebida.

Cuando terminó el himno que habían puesto en el gramófono, le dieron la vuelta al disco. Y cuando la otra cara también se acabó, Nazlı se puso en pie diciendo que le apetecía escuchar algo agradable. Ömer fue tras ella explicando que quería ayudarla. El gramófono estaba en un rincón del salón. Nazlı estaba rebuscando en el estante donde se encontraban los discos. «¡Es mi prometida!», pensó Ömer. A pesar de saber que el rincón donde estaba el gramófono no se veía desde la mesa, se volvió a mirar a su espalda. Luego, encontrando que tanto disimulo estaba feo, besó a Nazlı en la mejilla y de inmediato pensó «¡La he besado!» como si él tuviera una enfermedad sucia y humillante, se sintió culpable como si se la hubiera contagiado a ella con aquel beso y le desconcertó pensar que esa noche podría sentirse como un rey. Nazlı puso un disco en el gramófono. Se oyeron unos chasquidos y luego el sonido destartalado de un piano. La música no cambió nada. La gente seguía sin darse cuenta de nada, según ellos no había nada nuevo; aparte del vocerío habitual, solo se oía el entrechocar de los cubiertos.

Mientras se dirigía a la mesa, Ömer vio que Nazlı le seguía. De repente, en la mesa alguien empezó a aplaudir, se le unieron otros y luego todos los presentes. «¿Qué le voy a hacer? —pensó Ömer—. Esto es lo que soy. Así».

Después de cenar pusieron en el gramófono los últimos discos, que uno de los jóvenes había traído. Los jóvenes se animaron, gritaron, algunos empezaron a bailar, todos les miraron, las muchachas a las que nadie sacaba se retiraron a un rincón junto con los chicos demasiado vergonzosos como para bailar, contaron historias, se gastaron bromas, rieron. Los mayores, convencidos de que había que dejar solos a los jóvenes, se quedaron sentados a la mesa, tomaron el café, soportaron tolerantes las voces que llegaban del otro extremo del salón, y se pusieron al corriente de las respectivas vidas. Ömer, acompañado por Nazlı, estuvo yendo y viniendo entre la mesa y el rincón de los jóvenes. Intentando no pensar en nada, solo manteniendo en la mente el único pensamiento de que era feliz y que ese día se había comprometido, hacía sonreír a todo el mundo.

La fiesta comenzó a decaer después de que los mayores se levantaran de la mesa. Ya no sonaban los discos que al ponerlos se recibían con tanta alegría como un nuevo chiste. Un rato después, parte de los invitados se despidió felicitando de nuevo a los prometidos. Luego todos se pusieron en pie poco a poco. Muhtar Bey acompañaba a los invitados hasta la puerta entre bostezos. Cemile Hanım se disculpaba por los fallos. En la puerta todo el mundo se emocionaba y les decía cosas agradables a los novios.

—¡Gracias a Dios! —exclamó Muhtar Bey bostezando una vez que todos se hubieron marchado.

—Ha estado bien, ¿verdad? ¡Ha estado bien! —dijo Cemile Hanım.

—Ha estado bien, tiíta —respondió Nazlı.

Y luego se volvió hacia Perihan y empezó a contarle algo.

Luego también se levantaron Refik y Perihan. Muhtar Bey pareció preocupado al ver el vientre hinchado de ella. Y cuando vio a Muhittin, se habría dicho que estaba molesto. Pero miraba también a Ömer con la misma inquietud.

—Señor, nosotros nos vamos —dijo Ömer intentando parecerle simpático—. ¡Vamos a charlar un rato en casa de mi amigo!

—¿Por qué? ¡Podríais charlar aquí! —contestó el diputado, pero sus ojos, chorreando sueño, decían lo contrario.

Ömer, pensando que era lo que tenía que hacer, de repente besó las manos del diputado y luego de Cemile Hanım, y el diputado, muy emocionado, lo abrazó. A continuación, con la tranquilidad de un padre acostumbrado a besar y acariciar a su hija, besó a Nazlı. Después se volvió hacia Ömer:

—Mañana vienes, ¿no? Yo vuelvo rápidamente a Ankara. Me gustaría verte antes de que te vayas al ferrocarril.

—Por supuesto que vendré, señor.

Luego Ömer miró a Nazlı. Le habría gustado que hubieran desarrollado entre ambos una señal de intimidad y cariño para poder despedirse sin que nadie lo notara, pero no existía tal cosa. Solo se miraron mutuamente. A Ömer le asustó encontrar ridículo el vestido largo y verde de Nazlı. Después le asustaron otras cosas, perder su ambición, extraviarse en la vida familiar, conformarse con la vida cotidiana.

Fueron andando de Ayazpaşa a Taksim. Muhittin caminaba delante observando atentamente a su alrededor. Refik y Perihan iban del brazo. Ömer iba un paso más atrás, mirando a aquella pareja del brazo y al ancho cielo azul marino. A mitad de la cuesta el cielo se fragmentaba entre las ramas de los árboles, que acababan de echar hojas. «¿Sigo siendo ambicioso? ¿He perdido algo de mis antiguas pasiones?», pensó Ömer.

Se lo preguntó a Muhittin después de que se instalaran en el salón vacío de la casa de Nişantaşı y Perihan subiera al piso de arriba.

—Sí, eso estaba pensando yo también hoy —le respondió Muhittin—. No te encuentro tan ambicioso como antes. Hace un año, antes de irte a Kemah, eras otro hombre.

—¡Vaya! ¿Y cómo te has dado cuenta?

—Te lo juro, no sé cómo sabe uno esas cosas. Puede que por tu compromiso, por tu actitud, tu aspecto…

—¡No, te equivocas! —gritó Ömer—. Soy más ambicioso que nunca. Tanto que no presumo de mi ambición, como antes… Incluso, me resulta excesivo… Por eso trato de disimularlo. ¡Te equivocas!

—Creo que no me equivoco. —La voz de Muhiitn sonaba fría y desinteresada.

—¡Pues sí que te equivocas! ¿Sabes cuánto he ganado en este año? Cuarenta mil. ¡Sí! ¡Más de cuarenta mil! Y el año próximo ganaré el doble. He llegado a un acuerdo con dos chicos que acaban de terminar la escuela de ingenieros. Luego…

—¿De qué habláis?

Refik había sacado el samovar del piso de abajo y lo estaba encendiendo.

—Me cuenta que es muy ambicioso.

—Sí, eso le contaba. ¡Y luego le voy a pedir cuentas a Muhittin! Le voy a pedir cuentas de si se suicidará o no cuando tenga treinta años.

—Esperad un minuto que vuelva —dijo Refik—. Voy a buscar las tazas de té.

Estaba contento de que todo fuera bien, de que hubiera empezado una discusión tal y como pretendía.

—¡Ya verás! —replicó Muhittin—. ¡Ya verás si lo hago o no, si no consigo ser un buen poeta!

—No serás capaz —dijo Ömer—. Te conozco muy bien. Te darás un poco de tiempo. Encontrarás cualquier excusa. Por ejemplo, que en Turquía no aprecian con facilidad lo que uno vale, o para darte una prórroga de un par de años pensarás que conviene no hacer locuras.

—¡Un momento, un momento, ahora mismo vuelvo y entonces podéis seguir! —dijo Refik. Bajó corriendo a la cocina para no perderse ni una palabra de la discusión—. ¿Qué decíais? —preguntó en cuanto regresó a la misma velocidad trayendo las tazas.