15. El ingeniero poeta

en la fiesta de compromiso

La puerta se abrió de repente.

—Hijo mío, ¿por qué no tomas un poco el aire? —dijo Feride Hanım—. ¡El té está listo! ¿Por qué no sales un poco de tu cuarto? Te sientas un rato conmigo… Solo hay un domingo a la semana. ¿Cómo es posible pasarse el día entero en medio de este humo de tabaco, siempre entre libros? ¡Mira qué cara tienes! ¡Por Dios, pareces un alma en pena!

—Madre, me tomaré el té luego —dijo Muhittin—. La verdad es que voy a salir dentro de nada. Ömer celebra su compromiso.

—¡Ah! ¿Se casa Ömer? ¿Por qué no me lo has contado? ¿Con quién?

—¡Con una! —contestó Muhittin con voz fría, pero se arrepintió de haber contado incluso eso.

«Ahora me preguntará quién es la novia, qué hace su padre, querrá enterarse de los detalles», pensó. Puso cara larga para demostrar que le molestaban sus preguntas.

—El té está listo. Eso es lo que venía a decirte —replicó su madre.

«La he disgustado. He sido muy antipático —pensó Muhittin cuando su madre se fue—. Podría haber satisfecho su curiosidad, proporcionarle entretenimiento para un par de días aunque solo fuera con unas frases, darle una información que le mantuviera la mente ocupada». Pero luego pensó que su madre nunca se conformaría con sus explicaciones y, después de enterarse de lo feliz que sería Ömer, le hablaría de los demás conocidos felices que se comprometían y se casaban. Lo haría para demostrar lo mucho que lamentaba la infelicidad de su hijo y lo que Muhittin tendría que hacer para librarse de su desdicha. «¿Algo más? No estoy trabajando nada. ¡Vuelvo a gandulear!», pensó Muhittin. Seguía mirando a la puerta cerrada, sentado sin hacer nada.

Eran casi las cinco. Estaba sentado ante la mesa en aquel cuarto en la ladera de Beşiktaş desde la mañana. Había reservado los domingos para escribir poesía. También lo hacía algunas tardes entre semana, pero no lo aprovechaba mucho porque estaba demasiado cansado. Y tampoco ahora había aprovechado mucho. Llevaba horas dándole vueltas a lo mismo, sin conseguir darle la forma que quería a un antiguo poema que había dejado a medias. Se levantó de la mesa y se acercó a la ventana. Sobre Beşiktaş había una primavera nueva, jovencísima. Por la calle que daba a la cuesta de Serencebey pasaba una familia que regresaba de su paseo dominical. Dentro de poco se animarían las golondrinas que aturdían el cielo al atardecer. En el mar, que de lejos parecía tranquilo e inmóvil, se movían dos pequeñas gabarras; un milano daba vueltas por encima de una chimenea. «Otra vez no he podido trabajar a gusto», pensó Muhittin. En momentos así bajaba a Beşiktaş a tomar un trago, pero ahora tenía que ir a la fiesta del compromiso. Se sentía ahogado por la fría pesadez de la ceremonia. «Y así pasa otro día. ¡Había decidido suicidarme si a los treinta años no había conseguido ser un buen poeta!». Ahora la idea le parecía un exceso juvenil que había que tomarse con tolerancia, una broma pronunciada llevado por el entusiasmo, pero no pudo impedir sus cálculos habituales: «Treinta años… Así que en 1940… Ahora estamos en la primavera de 1937, tengo tres años por delante. Ese libro que todavía no me han publicado no vale demasiado. En estos tres años me queda mucho por hacer».

Le quedaban tres años. Había devorado con ansia siete de la década, sin conseguir saborearlos. En aquellos días no había pensado que llegaría hasta allí tan rápido. Era estudiante en la escuela de ingenieros. No ya esos siete años que habían pasado con tanta facilidad, por entonces ni siquiera creía que acabaría los estudios, para lo que solo le faltaban dos años. Miraba con un sentimiento de superioridad a sus compañeros de clase, que jugaban a la pelota en los pasillos en los intervalos entre clases o al fútbol con monedas en las mesas de diseño, que se iban al cine a Beyoğlu, y lo justificaba, muy complacido, afirmando que era un Dostoievski. Refik y Ömer parecían compartir sus principios: tenían una actitud sarcástica que se alimentaba continuamente de desprecio y odio. Creían en la inteligencia y la tolerancia, o esa impresión le daba a Muhittin. En cierta ocasión bebieron demasiado en una taberna de Beyoğlu y Muhittin les contó su decisión de suicidarse. La recibieron tal y como había esperado. Sobre la mesa se instaló un impreciso ambiente de respeto pero no se vio el menor indicio de sorpresa o admiración. Parecía fácil desprenderse de todo después de cumplir los treinta años. Ninguno pensaba que fuera a vivir más allá de los treinta.

«¡Treinta años! ¡Dentro de tres!», pensó Muhittin. Por la calle pasaba un anciano con sombrero. Parecía sesentón. Se había encajado el periódico bajo el brazo. Seguro que había ido a uno de los cafés del mercado, allí había leído su periódico entre el chasquido de los dados de chaquete, luego había intercambiado su periódico con los de los otros jubilados y se había pasado el día entero ojeando atentamente las noticias. Eso era lo que hacía el padre de Muhittin después de jubilarse del ejército. Y también iba a la mezquita, claro. Muhittin se preguntó si aquel anciano que pasaba por la calle iría a la mezquita o no, e intentó descubrir si lo había visto antes por el mercado. Luego se apartó de la ventana y volvió a sentarse. Sabía que ya no sería capaz de escribir nada, pero siempre era mejor estar sentado a la mesa que mirando por la ventana.

En la mesa había papeles en los que había emborronado poemas que le habían quedado a medias, periódicos, revistas, cigarrillos, lápices. Del cenicero, lleno a rebosar, llegaba un asqueroso olor a colilla. «Eso es todo —pensó Muhittin—. Un asqueroso olor a colilla. Pedazos de papel y revistas convertidos en pasta a fuerza de manosearlos… ¿Por qué me engaño? Eso es todo lo que me queda de ese mundo que tanto desprecio. Y, por supuesto, la ingeniería, a la que me dedico para tener dinero en el bolsillo». Abrió uno de los periódicos que tenía en la mesa. Seguro que el viejo que volvía del mercado se lo había leído de cabo a rabo. «Nuestro primer ministro se ha entrevistado con altos dignatarios del Estado en París… Se han alcanzado acuerdos aceptables para nuestra causa en Hatay… En Francia, el gabinete de Blum consigue 380 votos en la moción de confianza… Sesión doble en turco en el cine Saray… La carestía del jabón se atribuye a la escasez de aceituna… Consejos del doctor Lokman… Un rincón de Guernica, convertida en ruinas tras el bombardeo de la aviación franquista… Aparato refrigerante blindado de los hermanos Burla: el Frigider… Bolsa: libra esterlina, 620; dólar, 123; oro, 1059; consejos del doctor Lokman… Nervin: para los dolores nerviosos, la tos aguda, la debilidad y el insomnio…». «Y yo hago lo mismo, leyéndolo», pensó Muhittin. El padre de Muhittin también lo había hecho, de jubilado también se leía de cabo a rabo todos los periódicos porque en ellos encontraba material para la charla que habría de añadirle animación al día. «Bueno, ¿y qué hay que hacer? —murmuró Muhittin con una ausencia de sentimientos totalmente estéril—. ¿Cómo hay que vivir?». Pero eran solo palabras. Era incapaz de sentir la desesperación o la emoción de la búsqueda que requerían. Y encima era poeta; sabía que las palabras tenían un valor por sí mismas, pero no era capaz encontrar mucho tras ellas.

Decidió levantarse de nuevo, pero cambió de opinión al ver frente a él el retrato de su padre en la biblioteca. Hacía cinco o seis años su madre había puesto allí aquel retrato de su padre con marco de plata y Muhittin no lo había tocado. En la fotografía se veía al teniente Haydar Bey con su uniforme y su sable. Su padre se había hecho la fotografía en Beyoğlu antes de jubilarse y poco después dejó el ejército diciéndole a todo el mundo que estaba cansado y que le había llegado el momento de retirarse, y no fue a Ankara, a la guerra. Haydar Bey había combatido con el séptimo ejército en Palestina y había ganado fama con su buena puntería, así que cuando hacía tres años se había promulgado la ley del apellido, Muhittin había recordado el talento de su padre y había pensado que el apellido Nişancı[4] era muy adecuado para un poeta. A Muhittin le parecía ridícula la pose pensativa que había adoptado Haydar Bey «el Tirador» para hacerse la fotografía. Haydar Bey tenía el aspecto de un hombre fuerte que confía en sí mismo, sonreía de manera apenas perceptible y todo en él parecía patético: los enormes bigotes con las puntas elevándose al cielo, el sable bastante hacia atrás a causa de su corta estatura, la mano de dedos cortos y regordetes que reposaba en una mesilla como si fuera una figurita… Cada vez que veía el retrato, Muhittin pensaba qué tendría que hacer para no ser como su padre, y a veces le invadía el pánico. Aquella cosa que tenía delante, en un estante de su biblioteca, metida en un marco de plata, había sido un soldado vulgar, una vida desperdiciada, siempre con la preocupación de estar esperando algo, un hombre patético que nunca había logrado pasar de la superficie. Y lo peor era que Muhittin había tenido que esperar a cumplir dieciocho años, cuatro después de la muerte de su padre, para comprenderlo y librarse de la admiración que sentía por él. «¿Qué tengo que hacer?», volvió a pensar Muhittin, pero seguía sin emocionarse, tan solo le pareció que se dejaba llevar por una inquietud que ya se había convertido en costumbre. Estuvo sentado un rato más, entreteniéndose en mirar el retrato, intuyendo que crecía ligeramente en su interior su preocupación por la vida y por los años que vendrían. Luego miró la hora y decidió que tenía que prepararse para la ceremonia del compromiso y que se afeitaría en el mercado de Beşiktaş.

Después de vestirse salió del cuarto y fue a la cocina. Su madre estaba asomada a la ventana, charlando con la vecina que acababa de mudarse.

—Señora —le decía la vecina—, ¡le han agarrado las plantas!

—Sí, pero estas no se han abierto —le contestó Feride Hanım señalando las macetas del alféizar. Luego se dio cuenta de que Muhittin había entrado y se apartó de la ventana. Observó atentamente a Muhittin y adoptó un gesto que demostraba que le gustaba cómo iba vestido su hijo—. Así que te vas —dijo con voz alegre—. ¡Que te lo pases bien, pues!

Muhittin sintió que su madre se alegraba de pensar que su hijo iría a una fiesta y que sería feliz, que le complacía pensar que esa noche ciertas personas serían felices en un salón en el que también se encontraría él, e imaginar vagamente dicha felicidad.

Mientras paseaba por el mercado, Muhittin se notaba despreocupado y tranquilo. Saludaba a los conocidos. «¿Servirán bebida allí? —pensaba—. ¿Qué cara tendrá Ömer cuando les pongan los anillos? Debo estar atento y sentarme en un sitio desde el que vea bien la cara de nuestro conquistador». Seguía saludando, caminando, pensando que iba muy elegante, notando que la gente apreciaba que fuera ingeniero, que ahora vistiera tan elegante, que fuera joven e inteligente. Luego estaban aquellos viejos que le querían porque habían conocido a su padre y lo habían visto de niño, aquellos militares jóvenes que admiraban su inteligencia, el viejo barbero al que trataba desde hacía años.

Como el barbero le escuchaba de mes en mes todas las noticias relativas a su vida, se conocía a la perfección la biografía del joven ingeniero. Al ver a Muhittin, sonrió con cariño.

—Afeitado, ¿no?

Y, mientras sacaba un delantal limpio del cajón, le preguntó cómo estaba su madre.

Muhittin recordaba los primeros años en que había ido allí de niño. Para que llegara a la altura del espejo el barbero, colocaba una tabla entre los brazos del sillón y un periódico en el asiento para que no lo manchara con los zapatos. Las primeras veces lloró y el barbero le consoló diciéndole: «El hijo de un soldado no llora». En las siguientes ocasiones, su madre lo entregaba al barbero y luego, moviendo a toda velocidad su diminuto cuerpo en el amplio charshaf, salía de compras al mercado. Después recordó que una vez había ido con su padre y que el barbero le había mostrado mucho respeto. El barbero concedía mucho valor al teniente Haydar Bey. Y ahora se lo concedía al ingeniero Muhittin Bey. Intentaba informarse sobre su profesión mientras le enjabonaba respetuosamente la cara y parecía haberse olvidado de que aquel ingeniero había sido pequeño en tiempos y había llorado en su establecimiento.

«Aquí me siento como un niño», pensó Muhittin mientras metía las manos debajo del delantal. Por un rato le dejaba su cuerpo al barbero, y este exponía a la vista del mercado a un cliente colocado en el sillón delante de aquel amplio cristal que más parecía un escaparate, compartía información y cotilleos con él como hacía con los demás, y los que pasaban por allí los miraban de reojo. También el mismo Muhittin, cada vez que cruzaba el mercado, miraba el cristal de la barbería y pensaba: «Ah, el secretario Hüsamettin Bey se está afeitando». Ahora, muy probablemente, quienes pasaran por el mercado aquel domingo por la tarde dirían: «Ah, el ingeniero Muhittin se está afeitando».

«¡Sí, un ingeniero, el ingeniero Muhittin! ¡Ese soy yo!», pensó. Ingeniero, pero no demasiado apuesto: bajito, con gafas y una cara que podía despertar miedo o admiración, pero no cariño. Se miraba al espejo, examinaba los cristales de las gafas, que le gustaba comparar con culos de botella; le habría gustado tener una esencia propia y particular, y de vez en cuando contestaba a las preguntas del barbero. «Ese soy yo. Un ingeniero. En el año 1937, en una ciudad del mundo, aquí, en Estambul, en el sillón de una barbería en Beşiktaş, silencioso y tranquilo, dócil e inmóvil bajo un delantal blanco como cualquier cliente de un barbero, yo… Yo, Muhittin, ingeniero… Que intenta ser un buen poeta pero que sufre de falta de voluntad y de capacidad de trabajo, soltero e inteligente, disponiéndose a ir a la fiesta de compromiso de un amigo un día de primavera, impaciente por su libro de poemas todavía sin publicar, preocupado por el futuro, Muhittin Nişancı… —De repente apartó la mirada del espejo—. No, no, ahora no quiero pensar. Quiero ser un espectador de la ceremonia del compromiso y divertirme —se dijo—. ¡No quiero pensar en qué soy, quién soy, qué seré!». Súbitamente, se sobresaltó de tal manera que la navaja que susurraba por debajo de su oreja guardó silencio.

El barbero alzó los ojos al espejo con una mirada comprensiva e interrogante. Muhittin también miró, pero no quiso verse. Tampoco había mirado al espejo mientras le enjabonaba la cara. Se agitó en el sillón intentando no pensar en nada hasta salir de la barbería. Escuchó el susurro de la cuchilla deslizándose por su cara.

Tomó un taxi en cuanto salió. Conocía al taxista del mercado de Beşiktaş. Y el taxista conocía de vista a aquel ingeniero. Para no pensar, Muhittin estuvo charlando con el conductor durante el trayecto; hablaron de la carestía de la vida, de los partidos de fútbol, de los demás conductores, unos descuidados.

Refik le indicó el edificio correcto en Ayazpaşa. Mientras subía las escaleras, Muhittin pensaba: «Llego tarde». En su interior tenía una sensación de desastre, como si se estuviera perdiendo algo que había que ver, que vivir. Pero cuando llamó al timbre se desconcertó. «¡Dentro habrá mucha gente!», pensó. El gentío de dentro lo miraría, lo observaría, le sonreiría, y él haría lo mismo. Una mujer que no conocía le condujo al salón, se mezcló con la gente, buscó un lugar donde sentarse.

En el salón, las mujeres y las jóvenes se habían sentado a un lado, y los muchachos y los hombres mayores al otro. Probablemente nadie había pensado que debieran sentarse así, separados, y a muchos se les habría pasado por la cabeza que era más correcto y civilizado hacerlo juntos, pero nadie se había atrevido a quebrantar la norma. Sonaba un gramófono, todos hablaban en susurros, esperando. Muhittin vio a Refik y a Perihan, con el vientre hinchado. Luego por una puerta se asomó Ömer, que le saludó con la mano pero que no se le acercó. También pudo ver por un instante a Nazlı y decidió que era muy guapa. «Sí, he llegado tarde», pensó. Poco después apagaron el gramófono y se produjo un nerviosismo que demostraba que se acercaba lo que todos esperaban. «Teniendo en cuenta que van a entrar por esa puerta, podré verle bien la cara a Ömer», pensó Muhittin. Decidió que se había sentado en un buen sitio.

Ömer y Nazlı entraron por donde esperaba Muhittin, por la puerta que daba al pasillo. Inmediatamente detrás de ellos apareció el diputado Muhtar Bey. Muhittin decidió que Nazlı no era tan guapa como le había parecido en un primer momento, e incluso le pareció ver algo feo en su cara. Luego el diputado, que les seguía, se situó entre ellos y tomó a ambos de la muñeca. Miró a izquierda y derecha, como buscando algo. Con mucha rapidez se metió la mano en el bolsillo y sacó dos anillos unidos por una cinta. Con movimientos torpes les puso en los dedos los brillantes anillos, pulidos por las miradas de la multitud. Muhittin no sabía que los anillos tuvieran que estar unidos por una cinta. El diputado la cortó con unas tijeras que alguien le ofreció. Luego se emocionó:

—Hemos asistido al compromiso de mi querida hija y de este hijo mío, este joven a quien tanto aprecio. Que el cariño y el respeto que se tengan nuestros hijos…

«¡Ahora se ha puesto pálido!», pensó Muhittin. Miraba cuidadosamente la cara blanca de Ömer. «¿Así es como debe tener la cara un conquistador? ¡Si parece un corderito! Avergonzado, probablemente aburrido, pero él se lo ha buscado. ¿Qué tipo de facilidades podrá asegurarle el diputado en su camino de conquista?».

Se inició un aplauso. «¡Qué pronto se ha terminado!», pensó Muhittin. Luego también él aplaudió varias veces junto con los que le rodeaban, sonriendo. «Lo hago porque es así como hay que comportarse», pero no le pareció que fuera un hipócrita.

El diputado besó la mano de los jóvenes y los novios la del diputado. Cuando se apartó a un lado, los novios quedaron a la vista de todos. Hubo un momento de sorpresa, de indecisión. Nazlı, nerviosa, miró largamente a Ömer. Con aquella mirada bisoña le demostraba a todo el mundo que a partir de ese instante adecuaría su comportamiento y sus decisiones al hombre que estaba a su lado. Luego, con un movimiento inesperado, se inclinó hacia el suelo y cogió en brazos un gato color ceniza que se paseaba entre sus piernas. Se oyó una risa feliz. Todos se levantaron y corrieron a besar y felicitar a los novios.

Muhittin se emocionó al besar a Ömer. No se lo esperaba; se sorprendió, pero fue capaz de decir lo que había preparado:

—Bueno, Rastignac, has empezado bien, ¡ahora que venga el resto!

—¿Que he empezado bien? ¡Ah, Muhittin! —gritó Ömer. Parecía haber bebido un poco—. Ah, sigues siendo el mismo Muhittin de siempre; en cambio, yo…

—No, no, tú también estás hecho un chaval —respondió Muhittin. Y al ver que Ömer, que abrazaba a un familiar, no le estaba escuchando, se volvió a Refik—: ¡Pues sí que está preñada Perihan!

Se le ocurrió que aquello era estúpido, que lo había dicho sin pensar.

—Vamos a casa esta noche, ¿de acuerdo? —dijo Refik—. Después de que se marchen todos. —Señaló a la multitud.

En el salón había un movimiento, un ondear, agradable y suave. La gente se levantaba de sus asientos, se besaba, reía, se miraba, se decía palabras amables. Era un ruido feliz. Todos estaban tan relajados como si lo que habían esperado no fuera la ceremonia del compromiso sino ese movimiento y ese ronroneo cálidos. Muhtar Bey hablaba en un rincón con los tíos de Ömer. Nazlı y Ömer se reían con unas muchachas que estaban junto a la ventana. En medio de ellas se encontraba el viejo gato; el malhumorado animal pasaba de mano en mano, se oían comedidas carcajadas, la tía de Nazlı, la anfitriona, corría de un lado a otro para establecer lazos entre los grupos y construir puentes de alegría, reía, hacía alguna broma de vez en cuando para avivar la felicidad, o se entristecía sin querer.

«Yo también debería ser uno de ellos, ¡yo también debería mezclarme con ellos!», pensó Muhittin. Pero no fue capaz de descubrir qué era lo primero que tenía que hacer para ser como ellos, para unirse al rumor. Luego, decidido a hacer un chiste, se volvió hacia Refik:

—Menuda función, ¿eh? —intentó reírse, pero no pudo.

—Sí, nos lo estamos pasando muy bien —contestó Refik.

—Cuando de verdad nos lo pasaremos bien será en la cena —replicó Muhittin por decir algo—. ¿Habrá bebida?

En eso, oyeron una carcajada. Cemile Hanım, la tía de Nazlı, estaba contando una historia.

«No, no puedo ser como ellos», pensó Muhittin.