13. Interrupción

El taxi que avanzaba con el olor de la pipa de su tío y el perfume de su tía dobló en una calleja de Yenişehir, avanzó por una serie de casas todas iguales y se detuvo ante la que Ömer le señaló. Este se alegró de ver, a través de los árboles, encendida la lámpara de la sala de estar. El día anterior también había ido y había visto a Nazlı. Ese día, tal y como habían decidido previamente, se haría aquella cosa llamada «petición de mano».

La puerta se abrió en cuanto llamaron.

—Soy Cüneyt y ella es mi esposa Macide —dijo su tío de golpe y porrazo, pero no era Muhtar Bey quien había abierto la puerta, sino un hombre alto y delgado.

—¡Y yo soy Refet Bey, señor mío! Sí, saben que iban a venir ustedes. Están arriba. Ha sido una casualidad. Yo había bajado… Y usted debe de ser Ömer Bey. Encantado. Soy una especie de tío de Nazlı, pasen, pasen…

La tía Macide arrugó el gesto como si pensara «¡Qué tipo más impertinente y charlatán!». Avanzaron en dirección a las escaleras.

De repente vieron a Muhtar Bey en lo alto de las escaleras. Bajó unos peldaños. Luego debió de pensar que estaba estorbando el paso porque retrocedió. Giró sobre sí mismo buscando algo. Se relajó al ver a Nazlı. Mientras hacía todo aquello no paraba de decir: «Pasen, pasen, por favor».

—Tío, esta es Nazlı —dijo Ömer—. Aunque, de hecho, ya estaban dándose la mano—. Esta es mi tía Macide.

—¿Te acuerdas de mí? —dijo la tía Macide.

—Me parece recordarla, señora —contestó Nazlı.

Ahora eran su tío y Muhtar Bey quienes se daban la mano. También ellos habían dejado de lado su forma de ser habitual. Era como si ninguno pudiera ser él mismo.

—Pasen, señores míos, pasen, ustedes primero —dijo Muhtar Bey. Y arrojó un chaparrón de órdenes sobre la doncella que estaba ocupándose de los abrigos.

Nazlı también intentaba ayudar a Macide Hanım a quitarse el abrigo, pero ella se resistía y ambas forcejeaban delante del perchero.

—No hemos llegado tarde, ¿verdad? —preguntó Macide Hanım mientras entraban en la sala de estar.

—No, no —contestó Muhtar Bey—. Se ha quedado usted en el rincón, venga para acá, si no le importa.

—No, por Dios —susurró su tía.

El sillón en el que se había sentado quedaba en el rincón, pero era el mejor sitio desde el que observar a Nazlı de cerca. Tan pronto como lo notó, Ömer se dio cuenta, preocupado, de que Muhtar Bey se había sentado cerca de él.

Hubo un silencio.

Luego Refet Bey completó la frase que se le había quedado a medias:

—Es la segunda casualidad que me ocurre hoy. Pasaba por aquí y me dije: «Voy a ver a Muhtar Bey». No sabía que iban a venir ustedes. —Parecía estar disculpándose.

—Oh, por favor —respondió el tío—. No les habremos hecho esperar, ¿no?

—No, no —contestó Muhtar Bey—. Lo mismo ha preguntado la señora. Y, de hecho, yo le estaba diciendo a Nazlı que…

La tía, al darse cuenta de que hablaban de ella, apartó la mirada de Nazlı, a quien estaba estudiando atentamente.

—¡Vaya, y nosotros preocupados porque llegábamos tarde!

Y volvió a su estudio de Nazlı.

Nazlı se había ruborizado un poco. Ömer evitó mirarla. Pareció enfadarse con su tía, que la miraba tan descaradamente. Luego se le pasó por la cabeza: «¿Qué estará pensando ahora?». Se dio cuenta de que sentía curiosidad por el juicio que se estaría formando la tía sobre su novia.

—¿Cómo quieren los cafés? —preguntó Muhtar Bey cuando entró la criada.

Los pidieron. Volvió a producirse un silencio.

Estaban sentados en una habitación de techo bajo con un pequeño saledizo que recordaba a un mirador. En la pared de enfrente había colgado un paisaje veneciano al óleo con un grueso marco. Desde donde estaba sentado, Ömer podía ver la caligrafía dorada que había tras la mesa de comedor. En la esquina del tabique que separaba ambas habitaciones había también un perchero para turbantes con incrustaciones de nácar. El mobiliario, todo, todos, estaban como debían estar, como si esperaran algo. Se oía el tictac profundo y decidido de un reloj de pared. Su tía examinaba cuidadosamente a Nazlı. «Al final he acabado sentado aquí como un corderito», pensó Ömer, pero se dio cuenta de que estaba encorvado en la silla.

—¿Qué les parece Ankara? —preguntó Muhtar Bey.

—¡Pero si todavía ni nos hemos enterado de que hemos llegado! —dijo la tía para caldear el ambiente de la habitación. Sonreía como si fuera un comentario muy simpático e ingenioso—. En realidad, llegamos ayer por la tarde. Pero lo cierto es que hace mucho frío.

—Sí, hace frío en nuestra Ankara —dijo Muhtar Bey—. Sobre todo estos días… Créanme, hoy los compañeros y yo nos quedamos helados en la asamblea.

—Perdone, ¿en qué asamblea? —preguntó la tía. Y en cuanto lo hizo, gritó notando su error—: ¡Ah, claro, claro!

—En la Asamblea del Pueblo, en el Parlamento, señora mía —contestó Muhtar Bey.

Había visto que la tía era consciente de su error, pero lo dijo de todas formas. Parecía no haberle sorprendido demasiado el momentáneo olvido de aquella lejana pariente.

—¡Lo sabía, por supuesto que lo sabía, querido!

La tía se había puesto rojísima. Luego, comprendiendo que le estaba dando demasiada importancia a algo evidente, intentó reírse.

Ömer vio que su futuro suegro también se reía. Su tía, relajada al ver que el diputado se lo tomaba de aquella manera, se rió aún más. Luego les acompañó su tío. La criada traía los cafés. Ömer sintió que se suavizaba y disolvía la imprecisa tensión que les hacía comportarse de manera distinta a como eran. El diputado ofreció a sus invitados unos cigarrillos para acompañar el café, pero no dirigió la mirada a Ömer. A este le alegró ver que su tío no rechazaba el cigarrillo. Temía que encendiera la pipa y con aquello enfriara aún más el ambiente reinante.

Todo se iba relajando, pues. Pronto se hablaría de lo que tenían que hablar, pero hacía falta un poco más de calor, charla y familiaridad. Y para todo ello venía muy bien el recuerdo de familiares lejanos.

Fue su tía la que sacó el tema a relucir. Recordó que la madre de Nazlı y ella eran hermanas. Pero no mencionó que no eran hijas de la misma madre ni el rencor de años a causa de una vieja y lejana herencia. Por eso había tardado en reconocer a Muhtar Bey. Con un discurso muy comedido, nombró uno por uno a todos los parientes comunes que podían mencionarse. Ömer pensó que la familia lejana era un tema de conversación más rico que la próxima. Recordaban nombres, enfermedades, fechas de muerte y nacimiento, desastres, alegrías, tomaban café. «Un día yo también seré como ellos —murmuró Ömer—. Un día yo también hablaré de la familia tomando café. Y además, después de tanta pasión… El matrimonio me va a embridar. De hecho, ya he mordido bastante el polvo con lo del ferrocarril. Así que estaba preparado para algo así. —De nuevo se estaba analizando, pero no encontraba dentro de sí ninguna fuerza capaz de ponerle en movimiento—. Un día, y no demasiado lejano, estaré en zapatillas con mi mujer tejiendo… ¿Mi mujer?». Miró sorprendido a Nazlı. ¡Aquella muchacha de allí, frente a él, su futuro marido, intentando estar cómoda bajo las miradas de su tía, esforzándose en no enrojecer y ruborizarse! De repente volvió en sí y murmuró: «Sí, ¿y qué? Mi mujer».

El tío estaba contando su vida, su pasado de comerciante. Luego, con una actitud un tanto ruda y acusadora, dijo que la vida comercial estaba en una situación muy apurada y que nada era tan libre como antaño. Con eso, Muhtar Bey se vio obligado a resumir su propia vida también. Había sido funcionario, prefecto, gobernador. Llevaba ocho años en la política. Le parecía natural que el comercio, mejor dicho, las exportaciones y las importaciones, sufrieran apuros; probablemente todo empeoraría aún más si lo que pretendían era levantar el país. Y la situación estaba mucho mejor que hacía seis o siete años. El diputado dijo todo aquello de una manera tan convincente y con una voz tan dulce que incluso el tío, cuyas protestas habían sido en realidad un poco forzadas, empezó a darle la razón. Así, se intensificó todavía más el ambiente de felicidad en la habitación calentada por la estufa de loza. Y la tía había empezado a hablar con Nazlı. La observaba atentamente, le preguntaba, sonreía: ¿dónde había estudiado el bachillerato, qué lenguas extranjeras había aprendido, cómo había conseguido que le quedara tan bien el bonito vestido que llevaba?

Pero poco después se inició un silencio tenso. Era el silencio que parecían haber estado esperando tras todos sus gestos y palabras. Simplemente, había salido a la luz entonces. No se oía nada más que el tictac del reloj, como si todos pensaran: «Ahora vamos a hablar de lo que tenemos que hablar de verdad, ¡el tío va a tomar la palabra!».

—Señor mío, supongo que sabe para qué hemos venido aquí. —El tío no tenía una actitud insolente, sino que parecía modesto—. Su hija y mi sobrino se han estado viendo y han llegado a un acuerdo.

«Otra vez va a empezar con el realismo», pensó Ömer. En situaciones tensas como aquella, en las que serían más oportunas palabras suaves y comedidas, al contrario de lo que podría pensarse, adoptaba una actitud rígida y le gustaba decir cosas que pueden pensarse pero que no deberían decirse. En cierta ocasión le explicó a Ömer aquella actitud amparándose en el realismo y en su disgusto por la hipocresía, pero Ömer pensaba que su tío era verdaderamente hipócrita en cada uno de sus ataques de realismo.

—Se han estado viendo y han llegado a un acuerdo. Ambos tienen la cabeza sobre los hombros. Yo creo que nosotros no tendríamos ni que opinar. Y creo que es lo más correcto. No tenemos que opinar, ¿verdad? Puesto que tienen la cabeza sobre los hombros y… Y no nos corresponde a nosotros juzgar la decisión de dos personas que han gozado de tan buena educación. —Después de decir todo aquello con aspecto pensativo, como si lo estuviera discutiendo consigo mismo, probablemente decidió que había ido demasiado lejos con el realismo y añadió—: Así es como debe ser, así es como debe ser, ¿verdad, señor mío?

—¿Cómo? Por supuesto, por supuesto —contestó Muhtar Bey.

—Y por eso le pregunto lo siguiente: mi sobrino quiere casarse con su hija, ¿está usted de acuerdo?

Muhtar Bey se quedó estupefacto. Como si hubiera oído algo que no esperaba en absoluto. Se movía agitado en su sillón, se retorcía mirando a Nazlı como pidiéndole ayuda. Ömer se sentía culpable también. Le habría apetecido pedirle disculpas a aquel hombre que se agitaba inquieto por haberle metido en una situación tan desagradable.

—¡Ay!, después de su madre, ¿también ella me va a dejar? —murmuró Muhtar Bey por fin. Parecía triste y solitario.

—¡Pero todavía falta mucho para que se casen! —dijo el tío. Y luego, no como si quisiera consolar a Muhtar Bey, sino como si pensara que había llegado la hora de poner en marcha el plan, añadió a toda prisa—: Así pues, ¡que sean felices, señor mío, que sean felices!

Hubo una pausa que no duró mucho. La tía suspiró. El tío dijo lo que quedaba por decir:

—Como sabe, Ömer, nuestro hijo, trabaja en el ferrocarril. Han decidido comprometerse a principios de primavera, antes de que empiece la temporada de obras. Y supongo que ustedes también prefieren que el compromiso se celebre en Estambul.

—Yo no, yo no —susurró el diputado con aspecto exhausto—. A su difunta madre… No le gustaba nada Ankara. Su última voluntad fue que…

—¡Como usted quiera!

El tío refunfuñó como si tuviera que soportar una molestia. Luego dijo algunas frases más sobre la fecha y los detalles del compromiso y guardó silencio.

Se extendió una apatía por la habitación. Cada cual se hallaba sumido en sus pensamientos. «Piensan en sus propias vidas, en sus proyectos —se le pasó por la cabeza a Ömer—. ¡Saborean este momento tan raro de encontrar y se aprovechan de nosotros para pensar en ellos!». Sentía que todos estaban repasando un recuerdo relacionado con su vida o algún pequeño proyecto y que al hacerlo les veían a Nazlı y a él, y lo encontraba insoportable. «Están tan ensimismados —pensó, furioso—, que ni se les ocurre interrumpir este silencio tan violento».

—Veo que se ha emocionado mucho, señor mío; casi podría decir que le ha entristecido.

Era la tía quien lo decía. Miraba con curiosidad al diputado y parecía un poco ofendida.

Al parecer, a Muhtar Bey le gustó su interés:

—¿Qué puedo decirles, qué puedo decirles? —gimió—. Lo esperaba, pero, de todas maneras, me ha resultado raro. ¿Qué puedo decirles? Quizá no me lo esperara así. —Miró a Ömer—: Le he tomado cariño al joven. ¡Pero, de todas formas, me ha sorprendido!

—¡Así son las cosas en estos tiempos! —El tío parecía muy orgulloso de su ingenio—. El país también cambia, esto es lo que hay. Hablan entre ellos y llegan a un acuerdo. Mejor así, ¿no?

Muhtar Bey miraba a Ömer. «Muy bien, ahora es cuando han empezado a tomarme la medida», pensó este. El delgado Refet Bey, que estaba allí por casualidad, también le miraba. «¿En qué pensarán? ¿Qué les pareceré?». Le apetecía levantarse y marcharse.

El diputado apartó la mirada de Ömer y susurró:

—Sí, sí, hay que adaptarse a los tiempos. —Luego se animó de repente como si hubiera recordado algo agradable—: El matrimonio entre mi difunta esposa y yo fue concertado. —Pero inmediatamente después cayó una sombra sobre su rostro—: Pero no estoy sorprendido por esto… Porque yo siempre he sido partidario del progreso. —Se volvió, excitado, hacia Refet Bey y añadió—: Es por este motivo por el que Refet Bey y yo nos hemos atraído tantas tormentas en el Parlamento. ¡Estamos comprometidos con esa causa!

Luego, olvidando su tristeza, se lanzó a contar cómo había combatido a los fanáticos en su época de gobernador de Manisa para poner en práctica la ley del vestuario.

Aquellas repentinas penas y alegrías de Muhtar Bey parecieron sorprender a los tíos de Ömer. Durante un rato escucharon lo que el diputado contaba tan contento. Prestaban atención, más que a lo que decía, a sus actitudes y a sus alegres palabras y manoteos.

«¡Me da la impresión de que lo encuentran un poco loco!», pensó Ömer, pero luego le asombró darse cuenta de que él opinaba lo mismo de su futuro suegro. «¡Un tipo muy bonachón!», murmuró. Luego miró a Nazlı. Escuchaba con interés a su padre. Y Refet Bey estaba boquiabierto. «No debo pensar en mí mismo, tengo que ser como ellos, aunque solo sea un poco, ¡debo unirme yo también a la alegría!», pensó. Le apeteció olvidar sus ambiciones y pasiones, mezclarse con el ambiente feliz calentado por la estufa y hacer borrón y cuenta nueva con su conciencia y su orgullo. En cierto momento, creyendo que podría conseguirlo, paseó la mirada por la sala complacido, pero al ver que la criada le observaba por la puerta entreabierta recordó que era el pretendiente. Escuchó alicaído a Muhtar Bey contar su época de gobernador de Manisa. «Es lo que tenía que pasar», pensó, pero comprendió que no sería capaz de analizarse más.

—¿Ha ido alguna vez a Europa? —preguntó el tío con una actitud muy amistosa.

—¡Ah, no, no he tenido la oportunidad! —se lamentó Muhtar Bey—. Pero hay que ir y verla… Que vaya mi querida Nazlı, me gustaría tanto… —Luego, probablemente temiendo que sus palabras se malinterpretaran, señaló a la criada, que estaba entrando con una bandeja en las manos—: Parece que vamos a tener que ir pasando a la mesa.

Y fueron pasando a la mesa.