12. El tío y el sobrino militar
—Hijo, no te entiendo —dijo Cevdet Bey—. De repente, y cuando estás a punto de llegar a una posición brillante, además, ¿cómo se te ocurre dejar el ejército? ¿Qué vas a hacer en cualquier otro sitio?
—¡Negocios! ¡Negocios, te digo, tío! —contestó Ziya.
Llevaba dos horas repitiendo lo mismo.
—Pero para los negocios hace falta experiencia. Luego, ya sabes, el mercado acaba de salir de un estancamiento. Y además se acerca una guerra.
Cevdet Bey también llevaba dos horas repitiendo lo mismo.
Ziya, su sobrino, que había hecho recordar su existencia con la felicitación que le enviara la pasada fiesta del Sacrificio, se había presentado de repente hacía dos horas en sus oficinas en Sirkeci para comunicarle que iba a dejar el ejército y dedicarse a los negocios. Le pidió dinero. Cevdet Bey intentaba comprender aquella decisión inesperada de su sobrino, cuya cara llevaba años sin ver.
—Pero ¿por qué? A tu edad…
—Yo todavía me veo joven, tío.
Sin embargo, no tenía pinta de joven. Como mucho, aspecto de niño. Todavía se le veía en la cara el recelo infantil de hacía treinta y dos años, la época en que murió su padre. Y además le había añadido un orgullo y una falta de consideración que Cevdet Bey no comprendía.
—Pero el mercado está estancado. Y, eso lo sabes tú mejor que yo, quizá estalle una guerra, ¿no? Para un militar, es justo el momento de que demuestre lo que vale. Los años de guerra son el momento de los militares.
—¿Y de los comerciantes?
—En esas circunstancias, a nosotros no nos corresponde hacer nada. Nos quedamos atados de pies y manos con las mujeres y los niños, y esperamos.
—Pero usted no se quedó esperando en la última guerra. Trajo azúcar, creo.
—¡No seas descarado! No te consiento que me faltes al respeto. ¿Quién te he contado esos rumores?
—No son rumores… Lo sabe todo el mundo.
—¡Te lo pido por favor, habla claro! ¿Qué es lo que sabe todo el mundo? ¿Sabe todo el mundo que comerciaba en azúcar y que coincidió con los años de la guerra? ¡Pero si no se lo oculto a nadie!
—Todo el mundo sabe que vendía el azúcar a un precio muy alto. —Ziya hizo un gesto con la mano—. En fin, no es asunto mío.
—Un momento, espera un momento —dijo Cevdet Bey—. Siento mucho que, como sobrino mío, hayas prestado atención a las calumnias que mis enemigos inventan en mi contra. Por supuesto, no sabes que esos rumores los han inventado los que traficaban a espuertas. Pero espera y entérate de la verdad. Yo no vendí nada a precios excesivos, ni lo vendo ahora. Yo me vi obligado a vender mi mercancía al precio del mercado. ¿Qué otra cosa puede hacer un comerciante? Pero a ti no te da la cabeza para eso. ¡Solo sabes faltarme al respeto!
Ziya no le contestó. Contemplaba el puente de Gálata, que se veía por encima de los tejados bajos, y un barco que se estaba acercando a él. A pesar de que ya se había fumado su cigarrillo de mediodía, Cevdet Bey se estiró hacia el paquete. De repente, Ziya se dio media vuelta.
—No fume más, tío. Se lo ha dicho Osman, y usted mismo sabe que no le sienta bien.
Cevdet Bey apartó la mano del paquete sintiéndose culpable.
—Muy bien, ¿y a qué negocios quieres dedicarte, vamos a ver?
—Todavía no lo he pensado. ¡Siempre se encuentra algo que comprar y vender una vez que se tiene el dinero!
—¡Así que esa es la idea que tienes de los negocios!
—Por supuesto… Traeré hierro de Alemania, y, si no puede ser, ¡azúcar de cualquier parte! —Se reía. Era desagradable y descarado. No parecía un sobrino pidiéndole ayuda a su tío—. Y si no hay azúcar, tela, y si no, coches… De todas maneras, en Turquía siempre falta algo. ¡No se preocupe!
—¡Estoy en mi derecho de preocuparme! —contestó Cevdet Bey con dureza.
—¡Ah, sí! ¡Se me había olvidado! —se rió Ziya.
—¿Cómo puedes olvidarlo? Tú padre me encargó que te protegiera.
De repente Cevdet Bey se dio cuenta de que había dicho algo equivocado y de que su sobrino se burlaba de él. «Estoy acabado —pensó—. Lo tengo delante de mí con el descaro más vulgar, ensartando los rumores más vulgares, y lo único que hago es intentar replicarle. —Atento a los latidos de su corazón, susurró—: ¿Qué debo hacer? ¿Qué debo hacer?».
—Sí, mi padre me dejó con usted. Recuerdo aquellos días horribles, el día en que vino en coche a recogerme de casa de Zeynep Hanım y me llevó a la pensión. De hecho, he venido confiando en el legado de mi padre y en su buena voluntad, tío.
—¿Ah, sí? ¿Ves? ¿Tienes otro apoyo en la vida aparte de mí?
Cevdet Bey estaba un poco furioso, pero también un poco emocionado.
—¡Nunca he tenido a nadie!
—¡Entonces aprecia lo que vale tu tío! ¡Mira en qué estado se encuentra! —Se llevó la mano al corazón—. Si supieras cómo me duele aquí… No te servirá de nada faltarle al respeto a tu tío.
—Sí, no lo había pensado. En fin, opino igual que usted, sé que es mi único apoyo y le pido dinero amparándome en eso. O sea, un préstamo, quiero decir. Un préstamo que le devolveré en cuanto gane lo suficiente.
Cevdet Bey se animó con una nueva idea que se le había venido a la cabeza.
—¿Por qué no esperas el retiro?
—¡Estoy harto de llevar este uniforme!
—¡Ah!, ¿qué forma de hablar es esa? ¡Y alguien condecorado, como tú! Has luchado durante años para ganarte ese uniforme. Y luego te hirieron en… esto… dónde era… ¡en Sakarya! Eres un veterano de guerra. ¿Es propio de un veterano lo que acabas de decir? ¡Espera el retiro!
—No puedo esperar tanto —dijo Ziya con gesto de desesperación—. Necesito dinero.
—¡Hijo, con qué facilidad lo dices! ¿Crees que es tan fácil ganar dinero?
De repente Ziya se puso en pie y gritó:
—¡No sé cómo se gana dinero! ¡Cómo lo voy a saber si he sido militar toda mi vida! ¡Pero quiero lo que me corresponde por derecho! ¡Es mi derecho y lo conseguiré!
—¿Qué derecho? ¿Qué derecho es ese?
—No sé qué derecho es. No, sí que lo sé. Lo que ganó usted gracias a la muerte de mi padre…
—Si tu difunto padre viera tanta insolencia se pondría muy triste. ¿Así iba a acabar su hijo? ¡Él era un idealista! No pensaba en el dinero. Qué vergüenza, qué vergüenza… Se estará retorciendo en su tumba.
—Pues sus derechos es lo que he venido a reclamar.
—¿Por qué? ¿Por qué todo esto? ¿Por qué ahora?
—Ahora, porque he estado pensando mucho. Tengo cuarenta y dos años. Me retiraré dentro de doce. Luego, con mi pensión de jubilado, plantaré flores en el balcón de una casa de alquiler. He comprendido que quiero vivir. He decidido mudarme a Estambul…
—Pero… esto… estabas viviendo en casa de tu mujer en Ankara.
«Se me olvidan los nombres, las palabras», pensó Cevdet Bey.
—Me voy a separar —dijo Ziya volviendo a sentarse en el sillón.
—¿Por qué? ¿Por qué, hijo? Además, estaba enferma, ¿no?
—¡Lo está!
—¿Y vas a abandonar a tu esposa enferma?
Cevdet Bey pensó que había vuelto a decir algo equivocado. No podía confiar en su inteligencia como antes.
—¡No creo que le interesen lo más mínimo ni mi familia ni mi mujer! —dijo Ziya—. Si le hubieran interesado las habría ayudado un poco mientras yo estaba en el frente.
—¿Que no las ayudé? Por Dios santo, ¿que no las ayudé?
—¡No! Aparte de cuatro cuartos que les dio para quitárselas de encima, claro.
Cevdet Bey iba a calcular cuánto eran aquellos cuatro cuartos, pero le dio reparo y no tuvo fuerzas. «Qué vergüenza, qué vergüenza…», murmuró. Luego empezó a toser. Por un lado tosía y por otro pensaba: «¿Qué derecho? ¿De dónde se saca todo esto? Yo cuidé de él cuando era niño. Le pagué la academia militar. En vacaciones venía de vez en cuando y se quedaba en casa. ¡Qué tos más mala!». Intentaba contenerla porque le abochornaba que su sobrino creyera que lo hacía adrede. Tras un rato de batalla, se libró por fin del pequeño ataque de tos, pero comprendió que tenía la cara completamente roja. Se sentía agotado y culpable. No se encontraba como para pensar mucho. Sentía curiosidad por saber cómo acabaría todo aquello.
Se produjo un largo silencio. Cevdet Bey no se atrevía a hablar primero y pensaba que a su sobrino le ocurría lo mismo.
Poco después, Ziya se puso en pie. Apoyó las manos en el gran escritorio al que estaba sentado Cevdet Bey y estiró la cabeza hacia delante. Cevdet Bey se inquietó.
—Ahora dígame, tío: ¿me va a dar el dinero o me va a dar largas? No me ayudó lo bastante de niño. Ahora está en deuda conmigo.
—Siempre he pensado que he cumplido mis obligaciones contigo —dijo Cevdet Bey vocalizando lentamente las palabras—. No me siento en deuda. ¡He hecho más de lo que me correspondía!
—Conque sí, ¿eh? La verdad es que me pregunto cómo habría podido montar su negocio de no ser por mi padre.
—¿En qué ha podido colaborar tu padre?
—De no ser por hombres como mi padre y yo, no habrían existido ni la Constitución ni la República.
—Pero ¿qué dices? ¿Quién te ha metido esas tonterías en la cabeza? ¿O se te ha olvidado que tu padre murió tres años antes de que se proclamara la Constitución? ¡Ten un poco de sentido común! Y además, te lo ruego, tampoco confundas lo que pasó. Yo siempre ayudé a tu padre. Y no olvides que el difunto era aficionado a divertirse un poco más de la cuenta. La causa de su temprana muerte fue la bebida. Y además, ¿sabes todo lo que he tenido que hacer para llegar hasta aquí desde la maderería? Te callas, ¿no? Porque se te ha metido algo en la cabeza y estás dispuesto a cualquier sinvergonzonería para conseguirlo. —Era agotador hablar tan rápido. Sin aliento, Cevdet Bey le preguntó súbitamente—: ¿A cuento de qué viene todo esto? ¿Te has enredado con otra mujer?
—Sí —contestó Ziya sorprendido. Probablemente avergonzado. Aquello no se lo esperaba.
Se sentó. Hubo un momento de silencio.
Cevdet Bey también estaba sorprendido. «Me parece que al final voy a decir que le den el dinero que quiere», pensó. Miraba a aquel joven que, harto de su mujer, del ejército y de la vida que llevaba, intentaba sacarle dinero a su tío, y pensaba que ya nadie le hacía demasiado caso a las normas morales ni a las costumbres antiguas. Pero también podía ver claramente que estaba pensando con una amargura y un rencor propios de los viejos.
—Ahora, ¿me va a dar el dinero? —preguntó Ziya.
No le quedaba nada de su anterior aspecto culpable.
—No sé cuánto quieres —respondió Cevdet Bey, incómodo de nuevo—. Además, ya no estoy en situación de dar nada.
—No me haga perder más el tiempo —dijo Ziya poniéndose en pie—. ¡No crea que se va a deshacer de mí con tanta facilidad! —gritó.
—¡No grites! ¡No grites, te lo ruego!
—Siempre ha buscado la forma de deshacerse de mí. ¡Para eso me mandó a la academia militar!
—Pero si tú querías ser militar…
—Y le vino muy bien, por supuesto. Quería librarse de mí. Yo no quedaba demasiado bien junto a esa hija de bajá que se encontró, ¿no? ¡Así que me despachó a la academia militar! Espere, espere y déjeme acabar aunque solo sea por una vez. Debí de ir como mucho una vez al mes de Kuleli a Nişantaşı, y usted me metía cuatro cuartos en el bolsillo arrugando la cara. Siempre me sentí incómodo como un jornalero delante de aquel plato que me ponía en un extremo de la mesa. Y luego hice un juramento y no volví a poner el pie en su casa.
—Siempre he pensado en ti como un hijo —susurró como un muerto Cevdet Bey.
—¡Mentira! Entonces, ¿por qué no me envió a Galatasaray como a ellos? Bien que podría haber ido a esa escuela de señoritos elegantes. ¡Me despachó a la academia militar!
—No sabía que pensaras así del ejército…
—¿Y cómo voy a pensar? Mientras se me congelaban los dedos de los pies en Sarıkamış, usted estaba aquí traficando con azúcar. Casi me muero en Sakarya. ¡Y usted ampliaba su negocio! —Acercó la cara gimoteante a la de Cevdet Bey—. Y ahora me ha salido al paso esa mujer. Es mi última oportunidad, tío, ¿lo entiende? No me volverá a pasar algo así.
Cevdet Bey se dio cuenta de que estaba empezando a preocuparse. A su sobrino le olía el aliento a alcohol. «¡Ha bebido para darse valor! —pensó—. Así pues, ¡todo es para gastárselo en una mujer! ¡Y ha puesto los ojos en mí!». Pensaba que tendría que darle pena, pero era incapaz de sentirla, e incluso le despertaba un ligero asco. Tenía delante de él a alguien capaz de dejar en la estacada a su familia, a su hijo, sin la menor vergüenza. «Si fuera mi difunto padre, le diría que le pidiera perdón a Dios —susurró—. Pero yo no estoy como para decirle nada».
—¡Si no me da nada, no le dejaré tranquilo! —siguió gritando Ziya.
—¡Hijo mío, siéntate! ¡Siéntate! —Y, viendo que Ziya continuaba delante de él tambaleándose con la cara descompuesta, dijo de repente—: ¡Te daré lo que me pides! Pero componte un poco, tú también. ¿Para esto has pensado en tu tío después de tantos años?
—¿Me permite que encienda un cigarrillo?
Ziya parecía sorprendido, y cogió el paquete de la mesa sin esperar la respuesta de su tío. Le temblaban las manos. Tenía un aspecto lamentable.
Cevdet Bey se hallaba agotado. Mientras observaba como fumaba su sobrino, no era capaz de encontrar dentro de sí mismo fuerzas para pensar ni decir nada. Le apetecía dormir mucho y profundamente. Poco después le preguntó:
—¿Cuánto quieres?
—No mucho. Lo bastante para abrir un local en Karaköy, para empezar un negocio… O como para comprar un piso en Taksim.
Intentaba parecer decidido, daba caladas al cigarrillo con gestos nerviosos.
—¡Oh! ¿Cómo voy a encontrar tanto? Yo pensaba…
Ziya, irritado, empezó a decir algo. Pero Cevdet Bey se llevó la mano al oído para demostrar que no le oía.
—No le dejaré tranquilo. Le seguiré como un fantasma.
Ziya había vuelto a ponerse en pie y acercaba a Cevdet Bey su cara nada airosa y su boca apestando a alcohol.
A Cevdet Bey le poseyó un nuevo ataque de tos. Tosió violentamente durante varios minutos encogiéndose y sacudiendo el cuerpo hacia delante. Luego estuvo en silencio unos segundos. Entonces volvió a toser con fuerza. Al toser acercaba la cara a la mesa como si quisiera golpearla con la barbilla, la sangre se le agolpaba en la cara y los ojos le dolían como si se le fuesen a salir de las cuencas. En cierto momento pensó prestando atención a su corazón: «Me parece que me estoy muriendo». Luego comprendió que no le ocurriría nada, pero le resultó tan insoportable la idea de morirse retorciéndose delante de aquel sobrino que intentaba sacarle dinero, que no pudo contenerse. Le señaló la puerta a Ziya, que le miraba asustado.
—¡Fuera! ¡Fuera! —gimió entre dos toses. Le miró de reojo—. ¡Hablaremos en otro momento!
Su sobrino permanecía en pie, tembloroso, a un lado de la mesa. Parecía querer decir algo, pero Cevdet Bey no era consciente de nada más que del movimiento de sus labios. Ziya intentó ocultar el cigarrillo que tenía en la mano como si le estuvieran reprendiendo, no por la falta de respeto que demostraba a su tío, sino por haberse atrevido a fumar delante de él.
—¡Vamos, fuera te digo, sinvergüenza! —gimió Cevdet Bey, ahora con voz más fuerte.
Luego, comprendiendo que estaba intentando en vano controlar la tos, se dejó llevar. Vio que Ziya salía de la habitación. Le habría gustado decir algo pero no encontraba fuerzas suficientes. Era como si en sus pulmones y en sus bronquios hubiera un fuego y tuviera que avivar las llamas gimiendo y tosiendo. Cuando pareció volver un poco en sí, sacó el pañuelo y se secó las gotas de sudor de la frente. Estaba solo en aquel cuarto y se encontraba viejo y débil. «Un fantasma —susurró—. Bien que sabe lo que es… Un fantasma. —Luego se recobró—. ¡Un fantasma!». Su mente intentaba organizarlo todo de nuevo, rehacer todo lo que había quedado patas arriba en aquella media hora.