11. Un día de fiesta
en Beşiktaş
—¡Tiene gracia que Ömer vaya a casarse! —dijo Muhittin.
—¿Por qué? —le preguntó Refik con la mirada vacía.
«Es verdad, a él no puedo decirle eso —pensó Muhittin—. Él se casó a sabiendas, queriendo. ¿Cómo podría explicárselo a un marido feliz que cada día que pasa se vuelve más tonto?». Miró de reojo a Perihan, sentada a su lado.
—En serio, ¿por qué tiene gracia?
Estaban tomando té en un café en Beşiktaş, junto al embarcadero. Era el primer domingo de 1937. Como hacía buen tiempo, el dueño del café había sacado unas mesas fuera. En la que tenían justo al lado había un tipo calvorota leyendo el periódico. Había además una familia de clase media.
—No sé —respondió Muhittin—. Es algo que se me ha venido a la cabeza.
—No, no, querías decir algo.
Contemplaban el mar y hablaban. Era un domingo para charlar mirando el mar, para contemplar a los paseantes, para comer pipas. Y sobre ellos había un cielo y un sol esplendorosos.
—¡Qué sé yo, me resulta raro eso que llaman matrimonio!
Refik puso cara larga. Probablemente temía que la conversación acabara en algo desagradable. No le gustaba que se hablara de cosas así con Perihan presente. Ella miraba las barcas que venían de Üsküdar y a los pasajeros que se bajaban.
—Te entiendo, pero ¿no te parece que le das demasiada importancia? —dijo Refik.
—Puede… Pero al pensar en los años en la escuela de ingenieros…
—¿Qué?
—Entonces me parecía que nunca nos casaríamos.
—¿De verdad?
«No, no, no puedo explicárselo —pensó Muhittin contemplando a los pasajeros que abandonaban una barca—. Sobre todo, siendo como era alguien que estaba a punto de casarse y desaparecer en una familia. ¿Por qué no lo pensé?». De repente le apeteció apretarle un poco las tuercas a Refik. Se dio cuenta de que era malvado e innecesario, pero no pudo contenerse.
—En realidad, tú no eras como Ömer ni como yo. Te tiraban más la familia y la vida doméstica. Ahora que lo pienso, tu amistad con nosotros solo… —De repente guardó silencio, avergonzado. Luego dijo a toda prisa—: ¡Olvídalo, olvídalo!
—Cásate tú también, intégrate un poco en la vida y acaba de una vez —dijo Refik.
—¡No pienso hacerlo con tanta facilidad!
—¿Cómo va tu libro de poemas?
—Bien, por fin lo van a publicar.
—¿No te estará dando largas ese tipo otra vez?
—¡No, no!
Guardaron silencio de nuevo. Se volvieron hacia el mar a mirar el embarcadero. Los pasajeros que bajaban de las barcas no se daban prisa, estiraban las piernas y, dando pequeños pasos, sentían la tierra bajo sus suelas. El relumbrante sol de invierno les bañaba poco a poco. Nadie, nada tenía prisa. La naturaleza y los seres humanos vivían la vida saboreándola, sin impetuosidad, sin pensar demasiado en el valor de lo que se les había concedido, esperaban la muerte dejando que el tiempo fluyera con ligereza. «Ömer tiene razón —pensó Muhittin—. ¡Hay que hacer algo!». Pero luego decidió que había un matiz feo en la ambición de Ömer. «¡No sé, no sé! —susurró cayendo de nuevo en la duda—. Yo solo quiero ser un buen poeta. Mi único fallo es estar aquí holgazaneando en lugar de estar sentado en casa trabajando». La mañana del domingo había estado escribiendo un poema. De nuevo volvió a ponerle nervioso la distancia entre las palabras y su furia, escribió, escribió, tachó, y cuando empezó a romper hojas en lugar de tachar, salió de casa bajo la mirada preocupada de su madre y llamó por teléfono a Refik. «Perihan y yo estábamos hablando de salir a dar un paseo», le dijo Refik. A Muhittin no le gustaban expresiones como «salir a dar un paseo», que apestaban a orden familiar e institucional de días concretos. Llegaron caminando a Beşiktaş y Muhittin les esperó en el embarcadero. «Debería haberme quedado pacientemente a escribir», pensó irritándose consigo mismo otra vez.
Perihan bostezó, aunque se tapó la boca en el último momento. Refik se volvió hacia ella y sonrió. Luego ambos se pusieron a contemplar el mar.
—¿Y qué hicisteis en fin de año? —preguntó Muhittin por decir algo.
—Estuvimos en casa pasándolo bien en familia.
—¿Qué hicisteis?
—Cenar y jugar a la lotería. —Refik miró a Perihan—. ¡Perihan ganó un espejito! —Rió—. Mi madre compró regalos para la lotería. Le gustan mucho los entretenimientos de fin de año. Y mi padre estuvo gastando bromas. ¿Tienes el espejo?
—¡Claro, en el bolso!
Perihan lo abrió, alegre.
«¿Qué llevará en el bolso? —pensó Muhittin—. Un peine, la billetera, puede que llaves, un pañuelo…».
Por una parte sentía curiosidad, y por otra le apetecía burlarse de todo aquello.
—Es muy mono, ¿verdad?
Perihan sonreía alargándole el espejo.
«No puedo ser tan inocente como ellos —pensó Muhittin—. ¡Quiero sumirme en el pecado! ¿Para qué habré venido?». Cogió el espejo. Tenía el marco de plata. En medio había la figura de una gacela. Le dio la vuelta y se vio a sí mismo. «¡Soy feo! —pensó—. ¡Pero menos mal que lo soy! En caso contrario, me conformaría con poco. Ni siquiera podría ser poeta».
—¿En qué piensas? —le preguntó Refik.
—¿Eh?
—¡Estabas en Babia! ¿En qué pensabas?
—En mí.
Refik movió la cabeza sonriendo. Sus miradas decían: «¡Ah, eres poeta! Piensas cosas interesantes, no te pareces a nosotros».
—¡Mirad qué sombrero lleva ese hombre! —dijo Perihan.
Los tres se volvieron juntos a mirar. Muhittin no vio nada interesante, giró la cabeza y vio de perfil el rostro de Perihan. «Guapa mujer», pensó de repente. Veía la nariz diminuta y la piel suave de Perihan. La miró así durante ocho o diez segundos. Volvió a pensar «Guapa mujer» y se asustó. «¿Qué estoy haciendo? ¡Parece que me he despistado un poco! No me gustaría verme mirándola así. ¡Una mujer guapa puede conseguir que te mates! —Había encontrado una idea nueva y entretenida. Se alegró, como antes, de ser feo—. Si fuera guapo, o si mi mujer fuera guapa, no sería capaz de escribir poesía. Saldría de paseo los domingos y jugaría a la lotería en el salón, como Refik». Ante sus ojos se le aparecieron el hogar feliz y la bulliciosa mesa de la familia Işıkçı. «No me gustan ni ese ambiente luminoso, ni esas almas tranquilas, pacíficas y desapasionadas, ni esa gente equilibrada —pensó—. Y Refik es uno de ellos. Sin embargo, antes…».
—¿Compramos pipas?
Llamaron por señas al vendedor. El anciano jorobado se les acercó con un saco colgado del hombro. Miraba a los jóvenes mientras les daba las pipas y la visión le regocijaba.
«Sin embargo, ¿era Refik así antes? Claro que sí… ¿O ha cambiado? ¿Podría cambiar yo como él? —Intentó recordar cómo era Refik hacía cinco o seis años—. Siempre andaba sonriendo por los pasillos de la escuela de ingenieros, le gustaban todo tipo de bromas. Jugaba al póquer hasta el amanecer con nosotros y luego le daba un poco de vergüenza. Una vez fue al burdel y luego tuvo un ataque de remordimientos. En realidad, parece cristiano. Pero tiene buen corazón… ¡Cuántos años llevamos siendo amigos!».
—¿Por qué me miras así, hombre?
—¿Cómo te miro?
—¡Así!
Refik remedó a Muhittin entornando los ojos y alargando el cuello.
Perihan lanzó una carcajada por primera vez. A Muhittin no le molestó, le hizo gracia. Estaba enterándose de cómo le veían los demás.
—¿Te está empeorando la vista?
—¡No!
Refik se volvió a Perihan:
—¿Sabes?, cuando estábamos en la escuela, a Muhittin le dio por decir: «Dentro de cinco años me quedaré ciego». Eso le daba ciertos derechos. «Acábame este boceto para que vea un poco de mundo», nos decía.
—La miopía me avanzaba con mucha rapidez —dijo Muhittin, y pensó: «Mis payasadas de entonces ahora se recuerdan con alegría». Se enfadó consigo mismo. Al ver que Perihan miraba los gruesos cristales de sus gafas, añadió—: ¡Pero ahora estoy bien!
Quiso demostrar lo sanos que tenía los ojos y miró a su alrededor.
El calvorota seguía leyendo el mismo periódico. Muhittin empezó a leer los titulares de lejos:
—«No puede dejarse Hatay al cautiverio de Siria… Atatürk, el presidente de la República, ayer en el Pera Palace… Los bombardeos de Madrid… El poeta Nazım Hikmet y doce compañeros… La nieve en Artvin alcanza el metro y medio… Fenerbahçe (B): cinco - Güneş (B): dos…».
—Bravo, ¡yo no puedo leerlos! —dijo Refik.
El calvorota al final se dio cuenta de que le estaban leyendo el periódico, les miró, les sonrió y volvió a su lectura.
—¿Qué habrá sido del partido? —preguntó Refik bostezando.
—¡Gana el Fener, gana el Fener! —contestó el calvo bajando el periódico.
Se rieron relajados por el ambiente del día de fiesta, la amistad y la intimidad. Refik le dio pipas a Muhittin.
Muhittin las dejó en la mesa. «Están tan relajados, tan tranquilos y en paz… ¡porque no saben que van a morir! —pensó—. Claro que lo saben, pero no lo piensan. Nadie piensa en la muerte. Y cuando uno no piensa en la muerte, puede estar tan cómodo como ellos, no tiene miedo, no se preocupa, todo le parece normal, no se le ocurre que tiene que hacer algo. —Miraba las pipas que tenía ante sí. A primera vista, eran exactamente iguales, pero luego te dabas cuenta de las pequeñas diferencias—. Muy bien, y yo, ¿cómo he acabado así? —En sus poemas ocupaban un lugar muy importante la muerte y el temor a la muerte—. Supe por Baudelaire que iba a morir. Lo supe por los demás franceses y acabé así después de saberlo. Pero mejor será que me vaya a casa en lugar de entretenerme con pensamientos vacíos».
—¿Qué te escribe Ömer? —le preguntó Refik.
—¡Nada! La verdad es que recibo menos cartas suyas desde que decidió casarse. Quizá le asuste un poco. No, hombre, es broma… Pero tampoco es que escriba nada a lo que se le pueda hincar el diente. ¡Acabo de enterarme de que le pidió matrimonio a su novia por carta! ¿Y quién es ella?
—Una pariente suya. Una pariente muy lejana… ¿Sabías que su padre es diputado por Manisa?
—¡Madre mía! —gritó Muhittin—. Nuestro Rastignac ha dado justo en el blanco. ¡No lo sabía!
—Pues sí que estás… Pero ¿qué significa ser un diputado?
—¡Victoria o muerte!
—Uno de estos días, sus tíos irán a Ankara. Ellos han decidido casarse, pero, claro, el asunto tiene sus formalidades. Deben pedir la mano.
—Vaya, ¿y no te parece ridículo?
—¿Por qué? También mis padres fueron a pedir la mano de Perihan. Y mira lo bien que salió todo. —Se volvió hacia Perihan y sonrió—. Y además, ¿por qué va a ser ridículo? Los padres quieren conocerse. Se lo pasan bien cuando se juntan.
«No, no, ya no puedo explicárselo —pensó Muhittin—. Pero es una pena… También mueren las amistades… —Pensó asimismo en Ömer—: Me gustaba su aire sarcástico, pero sé que se convertirá en algo distinto. Ya se ha metido en el papel de ingeniero guapo y rico. No me gusta la gente que cae tan bien y es tan ostentosa. Me gustan los que se quedan al margen, los que odian. ¡Esos dos militares, por ejemplo!». Pensaba en los dos cadetes de la academia militar con los que tomaba copas en el mercado de Beşiktaş antes de que regresaran a la academia en Yıldız. Eran aficionados a la literatura y Muhittin creía haberles impresionado un poco. «¿Por qué sigo aquí sentado? Voy a irme de una vez… Por lo menos, podría charlar con los cadetes. Tenemos cosas en común. Afilaremos nuestros odios».
Un vapor procedente de Karaköy se acercaba al embarcadero. Todo el mundo miraba al mar, al vapor que se balanceaba adelante y atrás. Muhittin leyó de un vistazo el número y el nombre: «47, Halas».
—¿Cómo está tu madre? Nunca hablas de ella —preguntó Refik.
—Pues bien. Está en casa. Va de visita, vienen a visitarla, come, se ríe, duerme, respira. Se ocupa de las macetas…
—De salud, ¿está bien?
—Bien.
—Creo recordar que en tiempos tenía problemas de riñón.
—¡Te acuerdas de cada cosa…!
—Mi padre está mal —dijo Refik.
Puso una cara pensativa y triste y guardó silencio.
—¿Qué tiene?
—Sabes que tuvo un ataque al corazón. Y me parece que tampoco tiene los pulmones demasiado bien. Tose de una forma… Además, cada vez oye menos. En la oficina es incapaz de hacer nada. Y estos días anda peor. Se irrita, se enfada con su corazón, de repente empieza con los pulmones… Y tiene la cabeza tan mal como el cuerpo. Le aparecen vacíos en la memoria. Se olvida de cosas. Y se pone nervioso porque las olvida… Ya no puede dirigir el negocio. Y Osman se ha visto obligado a limitar su capacidad de decisión. Lo peor es que Osman también ha empezado a controlarle sus gastos personales. Te lo cuento porque me da muchísima pena. Tú cuida de tu madre.
—¡La edad! —exclamó Perihan.
«Malo, muy malo —murmuró Muhittin. Después pensó—: Yo también voy a acabar así. Lo mismo le pasó a mi padre; y luego, ¡chas!, desapareció. Todos vamos a morir. Si no consigo ser un buen poeta, me suicidaré a los treinta años. Es una buena decisión. Antes que retorcerme de miedo a morir, antes que vivir agobiado por si se me cae la dentadura postiza de la boca, prefiero vérmelas con la muerte. Vaya, ¡me he emocionado! Ha llegado la hora de la poesía, ¡pero sigo aquí sentado!».
—¡Ah, mirad ese niño! —dijo Perihan.
Se volvieron a mirar.