10. Carta de oriente
Cuando la tía Cemile abrió la puerta y vio ante ella a Nazlı, que volvía de la facultad, emitió un sonido de felicidad indescriptible. Cada tarde recibía a su sobrina al regresar de clase con aquel trino. Luego profirió otros sonidos y palabras que Nazlı, ya acostumbrada, podía diferenciar.
—¿Has vuelto? ¿Has vuelto, hija? Me daba tanto miedo que te enfriaras…
—No he pasado frío —contestó Nazlı quitándose el abrigo y los zapatos.
Abrió el armario de la entrada para coger las zapatillas.
—Esta mañana se me ocurrió ir a Taksim para comprar un repollo y pasé mucho frío. Va a nevar.
—¡Tampoco hace tanto frío, mujer! —dijo Nazlı, y luego pensó: «Soy como un hombre. La consuelo, la calmo».
—Y esta mañana casi te pones esa gabardina tan fina.
Nazlı no le contestó. Se estaba cambiando de ropa pasando revista al medio día que había pasado en la facultad. La facultad de Letras estaba en Vezneciler, en el palacio de Zeynep Hanım. Las dos primeras clases pasaron sin interés, en una charlaron un poco y en la otra hicieron una traducción. Luego salió del palacio y caminó hasta la fuente de Beyazıt con unos compañeros a los que les gustaba adoptar actitudes de hermano mayor, subió al tranvía y mientras se bamboleaba estuvo pensando.
Después de lavarse y cambiarse, pasó al salón. Todavía la seguía la tía Cemile. Le hizo un resumen de los acontecimientos mientras tomaban el té que había traído. El gato se había metido en el armario de los zapatos, nadie se había dado cuenta y el pobre animalito se había pasado horas encerrado allí. En un periódico se hablaba de su padre. Había llegado otra carta de Ömer. Mientras decía esto último, la voz y la cara de Cemile Hanım tomaron color.
Nazlı abrió el periódico y leyó: «Actividades culturales en Manisa … Los alrededores de la Casa del Pueblo de Manisa se han convertido en un espacio cultural. Se ha abierto una biblioteca junto a la sala de cine en la que el año pasado se representaron obras de teatro y en primavera se celebraron funciones y asambleas. La biblioteca ha sido inaugurada por el diputado por Manisa Muhtar Laçin».
—¿Lo has leído?
—¡Sí!
—¡Ah! ¿Ves?
Cemile Hanım sacudía la cabeza a izquierda y derecha como maravillada. Probablemente pretendía iniciar una breve conversación sobre la noticia del periódico. Quizá pensaba que, de la misma forma que hablarían de la noticia, podrían hablar de la carta de Ömer.
—¡Y cuando llegue El Correo de Manisa podremos ver las fotos! —dijo Nazlı.
—Pues sí que han animado la plaza. ¡Qué pena! Hace años que no puedo ir.
—Puede ir si quiere, tiíta. —Luego Nazlı preguntó teniendo cuidado con que la voz no la delatara—: ¿Dónde está la carta?
—Te la he puesto en tu cuarto. Espera, espera, te la traigo.
—Ya voy yo —dijo Nazlı, pero no se levantó.
No quería que su tía la mirara mientras leía la carta. Se tomó el té hojeando los periódicos.
La tía Cemile intentó hablar de las travesuras del gato, pero aquello no podía animar a nadie. Habían perdido la alegría. Era como si hubiera ocurrido algo desagradable y estuvieran esperando a que alguien se disculpara para volver a estar contentas. A Nazlı se le pasó por la cabeza que su tía estaría pensando en la carta, como ella.
Ömer llevaba escribiendo continuamente a Nazlı desde abril, o sea, desde hacía siete meses. Poco antes de finales de verano le escribió que iría a Estambul en otoño, pero luego le hizo saber con otra carta que se pasaría el invierno entero trabajando en el túnel y que no podría ir por falta de tiempo. En sus primeras cartas sobre todo le hablaba, con tono irónico, del lugar en que vivía y trabajaba, de la gente, de lo que veía. A mediados de verano, en una de las cartas que le escribió a Ankara, le explicó sus ideas sobre lo de ser un conquistador, algo que ya le había mencionado antes. También le hablaba de un ingeniero alemán que trabajaba en una obra cercana y a quien iba a visitar a veces. Además, le escribió otra carta a Cemile Hanım, a quien había pedido ayuda en el asunto de la venta de las tiendas y los solares de los que habían hablado antes de que dejara Estambul. Gracias también a la ayuda de su tío de Bakırköy había vendido todas sus posesiones y la tía Cemile no fue capaz de ocultar su asombro y su aprensión al ver que todo lo convertía en dinero contante y sonante.
Nazlı se fue a su cuarto después de tomar el té. Cogió la carta, que estaba encima de la mesa. Se sentó en la cama. La carta era más ligera que las que había recibido últimamente. Debía de contener una única hojita. Sintió un escalofrío, preocupada por lo que se le pasó por la cabeza.
En las últimas cartas, Ömer hablaba sobre todo de sí mismo. Puede que lo hiciera porque en los meses de invierno solo se trabajaba en los túneles, había desaparecido el gentío de los alrededores y no se encontraba nada nuevo, pero existía algo en su forma de hablar de sí mismo que preocupaba a Nazlı. Le escribía que se sentía solo y que no le colmaba su amistad con el ingeniero alemán. Era como si quisiera desahogarse pero al mismo tiempo la preparara porque sabía que al hacerlo podían salir cosas muy feas o terribles. Como a Nazlı le asustaba tanta precaución, en sus últimas cartas le dio respuestas muy cuidadosas. Le aconsejó que no empezara a beber. Más tarde se enorgullecería, pero también se avergonzaría un poco, de haber sido capaz de escribir eso. Como tenía cierta idea al menos de la literatura y de la vida, podía imaginarse con facilidad que en las noches campesinas un ingeniero recién vuelto de Europa podría hallar consuelo en la bebida.
Abrió la carta con la punta de un lápiz y empezó a leerla.
30 de octubre de 1936
Querida Nazlı:
Te escribo esto rápidamente sin esperar respuesta a mi última carta. Probablemente te sorprenda lo que vas a leer. Me he cansado de tanto preparar borradores y romperlos. Ahora te lo voy a enviar como esté. También he bebido algo de vino y me encuentro un poco achispado. Tengo encendido el quinqué en mi habitación. La estufa borbotea. ¡Alguien ronca en el cuarto de al lado! En fin, lo que quería escribirte es lo siguiente: he estado pensando y dándole vueltas y he decidido casarme contigo. ¿Qué te parece? Creo que estaría muy bien. ¡Me da la impresión de que no se contradice con mis grandes proyectos! Escríbeme con tu respuesta. No te des prisa, pero tampoco te lo tomes con demasiada tranquilidad. No volveré a escribirte mientras no la reciba, esperaré. ¡Puedes imaginarte lo aburrido y horrible que será! Pero, ya ves, de nuevo intento darte pena. Me ha salido una carta feísima, espantosa. Pero, qué le voy a hacer, la mandaré porque me he jurado mil veces mandarla, quién sabe cuántas veces no me habré repetido lo estúpido que era escribir una carta tras otra que luego tiraba a la papelera. ¡En fin! Escríbeme como te salga de dentro, pero, por favor, hazlo deprisa. Como siempre, no te olvides de presentarle mis respetos a tu tía, te lo ruego.
Ömer
Leyó la carta una vez más. En su segunda lectura intentó imaginarse el estado de Ömer mientras la escribía. Luego pensó: «¿Qué voy a hacer?». No la poseyó el pánico, como esperaba. Se echó hacia atrás apoyándose en la almohada. «¡Probablemente me case con él!», murmuró. Le dio valor que no la asustara tampoco esa idea. Empezó a investigar las razones por las que había comprendido enseguida que aquello ocurriría.
«He comprendido enseguida que esto sería lo que ocurriría porque él me gusta —pensó—. Comprendí que me gustaba ya cuando vino el día de la fiesta del Sacrificio. —Pero eran pensamientos vulgares, demasiados manidos, impropios de ella—. Es inteligente, ambicioso, atrevido, guapo…». Empezó a enumerar sus virtudes. Se excitó pensando en cada una de ellas. Se sentía orgullosa de gustarle a un hombre con todas esas cualidades. Luego pensó de repente: «¿Qué dirá mi padre?». Su padre no le había dicho una palabra sobre Ömer. Simplemente, en Ankara, una vez le había subido del piso de abajo una carta de Ömer que habían echado por debajo de la puerta y al darle el sobre a su hija tenía el rostro sombrío. ¿Y qué diría mi madre si estuviera viva? Se le ocurrió que su madre sonreiría y le aconsejaría que se lo pensara bien. También le diría que tenía suerte de no verse obligada a aceptar un matrimonio concertado. Su mismo padre nunca dejaba pasar la oportunidad de elogiar a los revolucionarios en cuestiones similares y luego contaba lo que había hecho él cuando era gobernador de Manisa. «¿En qué estoy pensando?», se dijo. Se llevó las piernas hacia el vientre acurrucándose en la cama como una mariquita. «Amor», susurró. Era una palabra humillante, no se decía en familia, y si alguien, un extraño, la pronunciaba, aparentaban no haberla oído. En su familia todos se querían, pero a todos les repelía el feo sonido de la palabra, que recordaba a algo que raspaba. Un sonido que a Nazlı le traía a la memoria novelas leídas a solas en el dormitorio, escenas de besos de las películas que una querría que acabaran cuanto antes y a ciertas mujeres que todo el mundo despreciaba. De repente, olvidó todas aquellas cosas tan bochornosas, repitió la palabra y se quedó sorprendida. Luego, ante sus ojos se le apareció su propia boda. Pensó que El correo de Manisa le daría una amplia cobertura. «¿Qué dirán de Ömer? —pensó—. Un joven ingeniero que ha realizado estudios en Europa…». Le dio vergüenza aquella idea. Luego pensó lo que dirían sus compañeras de clase. «Un chico agradable, un ingeniero muy guapo». Una vez más se dijo que todas tenían la cabeza vacía. «No iré más a la facultad —pensó—. No me gustan todas esas clases que pasan sin hacer nada, el ambiente vulgar que hay. Bueno, ¿y qué es lo que me gusta? —susurró—. ¡Que todo el mundo sea feliz, esté bien, se ría contento, que sea inteligente! Y él es así. Estoy convencida de que esa será la vida que me dará. Así pues, le voy a escribir de inmediato, no vaya a darse a la bebida». Se levantó de la cama. Le apeteció abrir el armario y mirarse al espejo. Lo abrió sin comprender por qué le apetecía y se encontró saludable y alegre. «¡Qué fácil ha sido!», pensó.