7. Antes de salir de viaje
Ömer se despertó de la siesta y miró el reloj. «¡Cuánto he dormido! —pensó—. Llego tarde a ver a Nazlı». Bajó las escaleras. Por la ventana vio el jardín de atrás de la mansión y la luz primaveral que alegraba la vegetación. A lo lejos se veía el mar. Por delante de Bakırköy pasaba una gabarra. «¡Voy a ir a Kemah!». Había decidido trabajar en la línea férrea Sivas-Erzurum, había llegado a un acuerdo con una empresa y firmado un contrato para trabajar en un túnel en el tramo entre Kemah y Erzincan. Según el contrato, colaboraría también con capital en el proyecto. Por el momento, tenía suficiente dinero como para cubrir la inversión, pero pensaba que después tendría que apretarse el cinturón, así que quería vender la casa cuyas rentas le había dado la tía Cemile, un solar en el mismo sitio y una tienda en el Gran Bazar. Para todo ello, tenía que ir a casa de la tía Cemile.
Su tío jugaba al bezique con un vecino en un extremo del salón.
—¿Ya te has despertado? —le preguntó a Ömer cuando le vio. Luego se volvió hacia el vecino—: Veo su envite, señor mío.
Su tía estaba haciendo punto y de vez en cuando miraba por la ventana. También ella le preguntó:
—¿Ya te has despertado?
—Me voy, ¡llego tarde! —dijo Ömer.
«No hay que aletargarse —pensó desperezándose—. No hay que dejarse llevar por el ambiente, ¡hay que tener mucho cuidado!».
—¿A casa de Cemile Hanım?
—Sí, quiero hablar con ella de lo de la casa y los solares.
—Tu tío podría haberse ocupado de eso —dijo su tía—. En fin, dale recuerdos. ¿Cómo está la sobrina de Cemile? ¿Cómo se llamaba?
—Nazlı. Bueno, tiíta, que llego tarde. ¡Volveré esta noche a la hora de la cena!
Su tía, feliz de tener la oportunidad, le besó en la mejilla, exactamente donde antes también le besaba su difunta madre. Ömer fue consciente del paso del tiempo. Cruzó el jardín caminando a toda prisa. Subió a un faetón. Luego paró un taxi al llegar a la estación. Por el camino lamentó tener que ausentarse de Estambul, pero se tranquilizó repitiéndose sus proyectos. Pensando en su tío, que jugaba al bezique con el vecino todos los días y no solo los de fiesta, y en su tía, que tejía sin cesar, se susurró: «No puedo ser como ellos. Tampoco como Refik. Y teniendo en cuenta que no soy capaz de tener tanta paciencia como Muhittin…». Pensó en Nazlı mientras el coche cruzaba el puente. Recordó lo que habían hablado cuando se vieron hacía un mes. «¿Por qué se sonrojaría cada dos por tres? —pensó—. Es hija de un diputado. ¿Qué no podrá conseguirte un diputado en tu camino para convertirte en conquistador?». Se imaginó como marido de Nazlı y yerno del diputado. Conseguiría continuas licitaciones en Ankara, ganaría mucho dinero, todos le admirarían a él y a su esposa y a sus espaldas dirían: «Ese Ömer Bey no se conforma con nada». De repente, avergonzado por sus pensamientos, se susurró «¡Qué vergüenza! ¡Qué tonterías!», y se echó a reír. Luego comenzó a planear lo que iba a decirle a la tía Cemile con respecto a las tiendas y los solares.
Le abrió la tía Cemile. Recibió alegre a Ömer, como siempre, le regañó por no haber ido antes, le preguntó por sus tíos, quiso saber si no había pasado frío por el camino, a pesar de que hacía un sol espléndido, y cómo quería el café. Escuchó atentamente las respuestas de Ömer, le dijo que era la tarde libre de la criada y se quejó un poco de ella antes de ir a la cocina para preparar el café. Ömer, mirándola mientras ella le daba la espalda, se preguntó: «¿Y Nazlı, no está?».
Hablaron de nimiedades mientras tomaban el café. Ömer describió el estado de salud y la vida cotidiana de sus tíos en respuesta a las preguntas de Cemile Hanım. Ella se quejó de su salud. Mostrándole los brazos regordetes le contó lo que la hacía sufrir el reumatismo. Luego, tal y como Ömer esperaba, se inició un silencio. Su tía dio un largo suspiro.
Entonces Ömer comenzó a hablar a toda prisa. Se iba a Kemah y antes de que pasara un año necesitaría una cantidad de dinero considerable. Le pedía a la tía Cemile que le ayudara a encontrar comprador para la casa que compartían y los solares.
—Por Dios, ¿cómo lo vas a vender todo, así, de repente? —le preguntó ella.
—No lo vamos a vender ahora, tiíta. ¡Pero habrá que venderlo luego!
—No está bien vender. Mi difunto padre siempre decía que, una vez que empiezas a vender, es el cuento de nunca acabar.
—¡Pero si no lo voy a vender para comer! —dijo Ömer—. Quiero venderlo para conseguir capital.
—¡No está bien, no está bien! —murmuró ella. Pero luego añadió que le ayudaría en lo que pudiera.
«¿Para qué habré venido? —se preguntó Ömer—. Esta mujer no me va a ayudar en la vida. Vine… No, ¿por qué no? Conoce bien Erenköy».
—Hijo, ¿dónde está Kemah?
—En Erzincan.
—Por allí hace frío.
—Tenemos por delante el verano.
—De todas formas, no olvides llevarte ropa gruesa —dijo Cemile Hanım.
Luego empezó a hablar de un pariente lejano de Erzurum. Le dijo que tomaban el té chupeteando un enorme trozo de azúcar que pasaban de mano en mano. Luego echó a correr a la cocina para preparar el té.
Ömer vio entrar en la habitación al gato color ceniza y se puso en pie. «¡Me voy de Estambul!», pensó, pero no se despertó en él la tristeza que había sentido en el coche. Se había desprendido del letargo del sueño, había vuelto a encontrar su ambición, había comprendido con toda claridad la necesidad de convertirse en un conquistador. El gato se le acercó observándole de reojo, se subió de un salto a un sillón, olfateó el cojín, se acostó haciéndose un ovillo. «Me voy de Estambul, sí, pero sin saborearlo a gusto». Paseaba arriba y abajo por la habitación. «¿Y qué gusto iba a sacarle? —se dijo impaciente por romper algo—. En Londres no tenía buena opinión de Estambul». Miraba por la ventana, al Bósforo. «Sí, no pensaba en Estambul con cariño, pero ahora veo que aquí tengo amigos, cierta gente, parientes, un olor familiar, un clima cálido que me envuelve». Eso era verdad. Caminaba a toda velocidad desde la ventana hacia la pared de enfrente. Vio una librería y libros apilados. «Por ejemplo, la tengo a ella. ¿Qué será lo que lee? —Vio al gato—. Pero si me quedo aquí puedo quedarme aletargado. ¡Necesito dinero!». Eso también era verdad. Dio media vuelta y se dirigió hacia la ventana. «Huyo de Estambul para ganar dinero, pero conquistaré la ciudad. —Sobre Üsküdar había dos cúmulos de nubes—. Puede que esté exagerando con esa manía de la conquista, que aspire a demasiado. Ojalá no, pero ¿no serán tonterías todo lo que digo que aprendí en Europa? —De nuevo caminaba hacia la pared—. ¡Ni hablar! Tengo mis pasiones. No me parezco a los demás. ¡Tengo valor! ¿Dónde estará esta mujer? —Dio media vuelta al oír unos pasos—. Trae el té. —Se volvió hacia la puerta y miró ensimismado—. ¡Ah, pero si es Nazlı!».
—Disculpa que no haya salido antes, pero no podía, le estoy enseñando inglés al hijo del vecino —dijo ella.
Ömer sonrió consciente de que se le había puesto cara de imbécil.
—Claro, claro. O sea, ¿que enseñas inglés?
—Parece que estabas dándote un paseo por la habitación.
—¡Me voy de Estambul dentro de tres días! —dijo Ömer sorprendido por lo largo que tenía Nazlı el cuello.
—¡Vaya! ¿Adónde vas?
—¡A Kemah!
Nazlı se sentó en el sillón donde estaba el gato y lo cogió en brazos.
—¿Así que te vas al este?
—¿Quieres que te escriba cartas de Oriente como Montesquieu? —dijo Ömer de repente. Dudó—. No, no, esas eran cartas persas, ¿no? No, tampoco. Eran cartas de un persa… ¿Las has leído?
—Sí —respondió Nazlı. Su rostro no desvelaba nada.
—¡Se ve que has leído mucho! —Pareció que Ömer recordaba algo súbitamente—. ¡Yo creo que hay que vivir!
Se puso en pie. Le dio la impresión de ser un estúpido.
—Sí, pero tú eres hombre —contestó Nazlı.
Mientras tanto, había entrado la tía. Al parecer, encontró algo admirable en que ambos jóvenes estuvieran hablando. Se sentó en silencio en un rincón, como una sombra, intentando que su presencia pasara desapercibida, pero Ömer la había notado. Comprendía que estaba escuchando atentamente sus palabras.
—¡Cierto! Sé lo difícil que es para ti. Esto es realmente un infierno en la tierra para las mujeres. ¡Se os tiene presas en casa! —lo dijo sin mirar a Cemile Hanım.
—Tampoco es para tanto. ¡Y una puede forzar esos límites! —replicó Nazlı.
«Dios mío, ¡qué inteligente es! —pensó Ömer—. Tiene una personalidad… Y esa frase: “Una puede forzar los límites”… No es algo que diga cualquiera. Y encima es tan agradable…». Se encontró vulgar.
—Y además estamos haciendo revoluciones —dijo Nazlı—. En algunos aspectos estamos muy avanzados.
—Sí.
—Pero me parece a mí que tú menosprecias las revoluciones.
—¡No, no! ¿Cómo se te ocurre creer eso? Tengo mis propias ambiciones y…
—¡Pero qué cosas le dices a nuestro invitado! —regañó Cemile Hanım a Nazlı.
De repente Ömer dijo:
—Yo me veo a mí mismo como un conquistador.
De nuevo le contestó Cemile Hanım:
—Pero cuando el Conquistador tomó Estambul todavía era muy joven. Qué guapo era, ¿verdad? ¡Y tú también lo eres, gracias a Dios!
Tocó madera con los nudillos.
Ömer se temió que la conversación se volviera aún más vulgar. «Sí, ¡inteligente y simpática!», pensó. No quería hablar más, le apetecía tomarse el té y escapar de allí cuanto antes.
—Ahora sois unos chicos tan mayores, habláis tan serios… ¡pero yo os conozco desde que erais así! —dijo Cemile Hanım, y se rió.
Contó un recuerdo de la infancia de Nazlı. Estaba empezando con otro cuando Nazlı se enfadó:
—Por Dios, tiíta, se lo va contando usted a cualquiera.
—Pero si Ömer no es cualquiera… Bueno, bueno, voy a traeros el té.
—Parece que la tienes muy encima de ti —dijo Ömer cuando se fue.
—¡Sí! —Nazlı hizo un gesto nervioso con la mano—. ¡Y ya está bien!
El gato, que dormitaba en su regazo, levantó la cabeza como consecuencia de su gesto.
—Ya ves, la revolución no ha podido entrar ni siquiera en la casa de un diputado —dijo Ömer.
—¡No! ¡Mi padre vive en Ankara!
Luego se hizo un silencio.
Poco después entró Cemile Hanım alegre como unas campanillas llevando la bandeja del té. Dijo que había preparado pan con mermelada, habló feliz de su propia juventud, luego discutió con Nazlı porque no se comía el pan y se volvió hacia Ömer.
—Esta chica no come nada. No sé qué va a ser de ella. Está muy flacucha, ¿verdad?
—No, ni hablar —respondió Ömer—. Está como tiene que estar.
Pensó que de nuevo había metido la pata.
—¡Come tú también! ¡También lo he preparado para ti!
Por hacer algo, Ömer cogió una de las rebanadas y le mordió una esquinita. Se sentía como un extraño indiscreto, casi como un imbécil. «En esta casa hay algo que me ata de pies y manos —pensó—. ¡En realidad ese es el ambiente que hay en todo Estambul! ¿Y para qué sigo aquí sentado? ¡Me voy!». Pero no se fue. Se quedó sentado como si quisiera dejar aún más clara aquella incapacidad a la que no estaba en absoluto acostumbrado. Era como si estuviera esperando algo pero no supiera qué y se quedara sentado para averiguarlo. «Me quedan tres días en Estambul —pensó en cierto momento—, y sigo holgazaneando en esta casa. Pero podría salir a Beyoğlu y divertirme o, por lo menos, animarme un poco». No obstante, siguió sentado sintiendo que allí había encontrado algo que no encontraría entre las diversiones de Beyoğlu. Escuchó a Cemile Hanım, que hablaba saltando de tema en tema. Luego se dijo de repente «¡Voy a ser un conquistador!», y se puso en pie.
—Será mejor que me vaya.
—Te vas. Te vas, ¿eh? —dijo Cemile Hanım—. A Kemah nada menos. ¿Cuándo volverás?
—¿Quién sabe? —respondió Ömer y se avergonzó al darse cuenta de que había vuelto a adoptar la apariencia de soltero sin familia que espera que le comprendan.
En aquella casa no hacía más que sentir vergüenza.
—Dale recuerdos a tus tíos.
Habían llegado a la puerta. Ömer miraba a Nazlı, intentaba leerle la cara, pero no encontraba lo que buscaba, o creía que no podía. En el último momento se le ocurrió una broma.
—¿Quieres que te escriba cartas desde Persia? —dijo.
—Sí, sí, escríbeme.
Por un instante pareció que en la cara de Nazlı asomaba lo que había estado buscando.
—¿También te vas a Persia? —preguntó Cemile Hanım.
—No, estaba de broma —dijo Ömer—. De hecho, tampoco se llamaba así el libro.
Se sentía tan relajado como si hubiera salido al aire libre.
—¡Qué lejos te vas! —dijo su tía con una voz que pretendía consolarle—. Que tengas buen viaje y que Dios te ayude.
—Os escribiré y os mandaré noticias —dijo Ömer.
Bajando las escaleras se sentía saludable y ocurrente.