3. Por la tarde

Cevdet Bey vio el gesto ofendido en la cara de Nigân Hanım, que se acercaba a él. «Querida, voy a dar una cabezadita aquí un momento —pensó como si hablara con ella—. Pero si no me voy a dormir… Es solo una cabezada. Cerraré un poco los ojos y me quedaré sentado sin moverme. Puede que me quede un poco transpuesto…». Sentado en su sillón habitual, disfrutaba del mejor momento del día después del almuerzo de la fiesta, pero sentía que le faltaba algo para poder echarse una siesta decidida y completa. «¡Me queda poco para fumar!», pensó para consolarse. Pensó en el sonido de la cerilla al prender y en el aroma del cigarrillo, de los que solo podía fumar tres al día. Luego se dio cuenta de que se le habían cerrado los ojos porque solo había sonidos, olores y calor.

Se oían con todo su estruendo conocido y acostumbrado los ruidos que llenaban la habitación, hacían temblar las ventanas y tintinear los cristales, procedentes de la mesa del comedor, y junto con ellos, de la puerta que daba a la estrecha y diminuta escalera que bajaba a la cocina, de los cuartos interiores, de las escaleras, del jardín, de los árboles y de la calle. Oía a Nermin hablar con los niños, el rumor de las zapatillas de Emine Hanım deslizándose sobre el parquet, al cocinero Nuri abriendo y cerrando el grifo en la cocina, a Ayşe, a quien le gustaba beber agua después de comer, sirviéndose un vaso de la jarra, a Refik pasando las páginas del periódico, un tranvía aproximándose lentamente a la esquina. Todas aquellas vibraciones, conocidas y que le proporcionaban una sensación de tranquilidad, invitaban al sueño. «¡Pero no me dormiré! —pensó Cevdet Bey—. ¡Va a venir Fuat! Nos sentaremos a charlar, recordaremos el pasado… El pasado… Esta casa… La historia de toda la albórbola de la familia con la que he llenado esta casa… Me acuerdo de las fechas de todo. Compré la casa en 1905. Me casé, le pusieron una bomba a Abdülhamit. Luego lo del período constitucional estuvo bien. Compré también el jardín de al lado. Pude apañarlo todo como es debido con el dinero que gané durante la guerra con el comercio del azúcar. La empresa creció. Cuando Osman quiso casarse, nos mudamos al piso de arriba. Cuatro años después de la República… Luego llegaron los nietos. La estufa a la que ahora le están echando carbón la compramos hace seis años. Me sé las fechas de todo porque lo he hecho yo. ¿En qué año empezó a funcionar ese tranvía que va a Maçka? Esa bombonera de cristal a la que se le abre la tapa la trajo Nigân con el ajuar. ¿De qué están hablando?».

—¡Vamos, arriba, a la cama! —decía Nermin.

—¡Pero si íbamos a comer caramelos! —decía uno de sus nietos.

—Ahora traigo el café del señor. ¿Y usted, señorito?

Esa era Emine Hanım, la criada.

—Chsss…, no hagáis ruido —susurraba Nigân Hanım.

Alguien caminaba de puntillas.

—¿Vas a subir ahora mismo al cuarto?

Era Perihan.

—No juguéis arriba —decía Osman—. ¡A dormir enseguida!

—Han llegado los serenos. Están esperando —decía el cocinero Nuri.

—¡Bajarás cuando llegue el tío Fuat! ¡Ahora a dormir como un niño bueno, vamos!

—Iremos a visitar a la tía Mebrure pasado mañana. Mañana le toca a la tía Şükran.

«Eso es —pensó Cevdet Bey—. Todo ha sido para esto: un calor que inspira confianza, una estufa que resopla, sonidos que acarician el oído, una casa que funciona como un reloj». Todo tan generoso y atractivo como el sueño. «¡Ahora se han dado más cuenta de que estoy aquí!», pensó Cevdet Bey escuchando un breve silencio. Comprendió que no podría dormir aunque quisiera. Se le había ido la mano con la comida, le apetecía fumar, al cabo de poco le traerían el café. Era como si hubiera cerrado los ojos y les hubiera cedido su cuerpo para permitir que le contemplaran, para que le demostraran respeto, para que vivieran girando a su alrededor. «Pasean, bostezan, hablan, comen caramelos, me miran de reojo sentado en el sillón… Luego se dormirán e irán a la ronda de visitas de la fiesta… ¡Ah! No quiero ir mañana con Nigân a ese antiguo caserón del bajá. Tampoco quiero ver a esos hijos de bajá… Pero ahora no quiero pensar en eso. Ahora escuchemos esos movimientos, esos olores, esos ruidos…».

—¡El café!

—¡Cevdet Bey, el café!

¡Vaya, de eso no se había enterado! Abrió los ojos rápidamente. La luz le deslumbró, pero se acostumbró enseguida. Ante él tenía a Emine Hanım. Dejaba la taza de café en la mesita que había justo a su lado. «¡Voy a fumar!», pensó Cevdet Bey. Cogió de la mesita, en el mismo lugar donde los había dejado esa mañana, el paquete de Yaka y las cerillas: ese cigarrillo era el mayor placer del día.

İzak, el médico familiar, le había prohibido que fumara más de tres cigarrillos al día. Hacía seis meses había sufrido un pequeño ataque al corazón, muy serio según el médico, pero al que no había que hacerle demasiado caso, según él. Iban a prohibirle por completo fumar, pero el médico no pudo resistir la insistencia de Cevdet Bey y al final le dio permiso para tres cigarrillos al día. Cevdet Bey se fumaba uno después del desayuno, otro después del almuerzo y el último después de la cena. Nigân Hanım le contaba los cigarrillos del paquete. Al principio, Cevdet Bey trató de hacer trampa, pero Nigân Hanım lo descubrió, lió la del fin del mundo y lloró. Ahora fumaba su segundo cigarrillo del día. «He reducido el tabaco, ¡pero nada ha cambiado! —pensó—. Sigo poniéndome fatal al subir las escaleras, sigo como si me asfixiara a veces, ¡sigo viviendo con miedo!». Volvió a sentirse angustiado porque no sería capaz de dormirse.

Cuando estaba acabando de fumar oyó que el gran reloj de péndulo del entresuelo daba las dos. Nigân Hanım comentó que Fuat Bey y su familia llegaban tarde.

—Ahora vendrán, ahora vendrán… —contestó Cevdet Bey.

Hubo un largo silencio. Un tranvía pasó por la esquina. Refik dobló el periódico y subió a su cuarto con su mujer. Emine Hanım vino a llevarse las tazas de café vacías. Nigân Hanım miró por la ventana. Cevdet Bey sintió como si se le cerraran los ojos de nuevo. Luego tintineó la campanilla con cuentas de cristal atada a la puerta del jardín.

—¡Han llegado! —dijo Nigân Hanım poniéndose en pie.

Cevdet Bey, atento a cada uno de sus movimientos, bajó lentamente tras su esposa al vestíbulo del espejo. Mientras Nigân Hanım abría la puerta, Cevdet Bey se contempló en el espejo de cuerpo entero y guarnecido por un grueso marco.

Su cuerpo le parecía familiar como una canción antigua y dulce. Tenía la corbata torcida, le colgaban los pantalones, el pelo estaba revuelto y la cara y la chaqueta arrugadas. Se pasó las grandes manos por el pelo como si se lo acariciara. Tenía sesenta y ocho años pero sus ojos todavía brillaban. «Me ha salido un poco de joroba, parece que he menguado, ¡pero eso es todo!». En la calle todos le miraban sonrientes y con afecto. Eso era lo más importante: no era un viejo feo y desagradable. Avanzó hacia la puerta sintiendo que le volvía el buen humor. Se animó al ver que Fuat Bey, su esposa y su hijo se acercaban con pasos rápidos por las escaleras.

—Alabado sea Dios, alabado sea Dios, alabado sea Dios —exclamó dando dos pasos en su dirección.

Abrazó a Fuat Bey. Le estrechó la mano a Leylâ Hanım y acarició la cabeza de Remzi, que le besó la mano. Se entristeció al acariciar el espeso pelo del muchacho. Se había hecho mayor.

Las ceremonias de saludo no duraron mucho. Después de abrazarse, las mujeres se besaron inclinando ligeramente la parte superior del cuerpo. Cevdet Bey pensó que nunca había llegado a acostumbrarse a aquella manía de los besos. Y probablemente las mujeres tampoco. Se miraban como si después de besarse pensaran: «Había que hacerlo y lo hemos hecho. ¿Qué pinta tendríamos dándonos besos?».

La alegría empezó en cuanto pasaron a la sala de estar. Cevdet Bey miraba con cariño a Fuat Bey. «Otra fiesta, otra fiesta más», susurraba. Nigân Hanım y Leylâ Hanım hablaban del frío. Leylâ Hanım dijo que venían andando desde la casa de su padre en Şişli y al echar hacia atrás los hombros con un gesto saludable, Cevdet Bey pensó que él no había podido dormir su siesta. Luego Nigân Hanım comentó que se había enfriado esa mañana mientras sacrificaban los animales. Cevdet Bey contó lo fría que estaba la mezquita. Seguía yendo a las oraciones de los días de fiesta. Leylâ Hanım dijo que su padre no se encontraba bien de salud. Cuando Cevdet Bey le preguntó qué tenía Mustafá Bey, Fuat Bey contestó que su suegro tenía problemas de riñón. Nigân Hanım contó que también el marido de la tía Mebrure tenía problemas de riñón y que habían ido a Çırçır. Luego añadió que Remzi había crecido muy rápido y que había dado un estirón de repente. Leylâ Hanım respondió que era verdad, su hijo estaba enorme y además tenía las muelas picadas. Mientras tanto, Nigân Hanım le pidió a Emine Hanım que subiera a llamar a sus hijos, a sus nueras, a su hija y a sus nietos.

«¡Todos se han dormido! —pensó Cevdet Bey—. ¡Y a nadie le importan las visitas! Nos hemos hecho viejos». Después de que sus hijos, nueras y nietos bajaran alegres del piso superior y se dispersaran por la sala como garbanzos tostados abrazando a los invitados, Cevdet Bey volvió a su pensamiento habitual con tristeza: «Tengo sueño… Todo el mundo está tan sano, tan animado…». Decidió escuchar la conversación al tiempo que se le pasaba por la cabeza que el café no le había despejado.

Leylâ Hanım hablaba de su hijo Remzi y explicaba, mirándole tanto a él como a los dueños de la casa, que últimamente no le hacía ningún caso. Como sonreía mientras lo contaba y su regordete hijo balanceaba ligeramente las piernas como un niño acostumbrado a esos asuntos, todos la escuchaban con agrado y sonrientes. Nigân Hanım respondía a las palabras de Leylâ Hanım con amabilidad explicando que a esas edades todos los niños se vuelven un poco ariscos, y daba ejemplos de sus propios hijos, ejemplos que eran recibidos con alegría e interés. En cierto momento Nigân Hanım le pidió a la criada que llamara a Ayşe. Leylâ Hanım explicó que hacía mucho tiempo que no la veía. Como ahora le llegaba el turno de las quejas a Nigân Hanım, escuchó con paciencia y amabilidad, como todos esperaban, las quejas sobre su hija y luego empezó a elogiar a Ayşe, a quien tenía mucho cariño. Luego estuvieron comentando el accidente de tranvía ocurrido hacía unos días en la cuesta de Şişhane, que había provocado la muerte de cuatro personas y del que se había hablado ampliamente en la prensa. Nigân Hanım mandó preguntar si el té estaba listo o no. Todos miraron sorprendidos la hora. Empezaron a decir que el tiempo pasaba muy rápido. En eso, Cevdet Bey miró a su viejo amigo pensando que tenía una nueva oportunidad para refrescar sus recuerdos comunes, pero vio que estaba ocupado en otra cosa: Osman y Fuat Bey estaban hablando de cosas demasiado serias como para siquiera mencionarlas en una visita de día de fiesta.

«Quieren mantenerme apartado», pensó Cevdet Bey. Sabía que estaban hablando de algo relacionado con el futuro de una empresa de importación-exportación que Fuat Bey y él habían creado hacía tiempo. La empresa, fundada después de la proclamación de la Constitución y de que Fuat Bey se mudara de Salónica a Estambul, había decaído después de la República, aunque en los últimos años parecía estar recuperándose. La dirigía un lechuguino que había estudiado en Europa. Osman defendía que había que quitarlo de allí y que tenían que integrarla directamente en su propia empresa. Cevdet Bey opinaba que Osman se equivocaba y que aquella empresa no tenía importancia. En cuanto a Fuat Bey, había adoptado como siempre la actitud de recibir con agrado cualquier novedad que fuera en su provecho. «Quieren mantenerme apartado, me he hecho viejo —pensó Cevdet Bey—. Fuat es de mi edad, pero se casó más tarde. Se casó después de que proclamaran la Constitución e hizo muy bien —miró de reojo a Leylâ Hanım—. Además no se ha consumido tanto como yo… ¡Está sano como un buey!». Decidió distraerse con algo distinto. Se obligó a pensar en otras cosas, como si hubiera tomado un trago de una medicina amarga y quisiera olvidar el mal sabor de boca.

Luego levantó la cabeza. Clavó la mirada en los relieves de escayola del rincón que tanto le habían llamado la atención cuando visitaba la casa antes de comprarla. Unos ángeles regordetes revoloteaban entre ramas de laurel y rosas grandes y pequeñas. «Quería formar una familia a la europea, pero luego todo me salió a la turca», pensó. Se rió recordando un chiste que en tiempos solía decir su difunto hermano: «Al final, todos los que quieren ser a la europea acaban siendo a la turca, ¡lo cual es una forma particular de ser a la turca!». Bajó la mirada de los ángeles a los humanos: seguían con la conversación. Fuat Bey contaba algo y Osman asentía con la cabeza. Mirándoles con dureza quiso demostrarles que no le agradaba tanta intimidad. «A ver si aprenden a separar los negocios de la familia». Volvió a levantar la cabeza. Uno de los ángeles parecía estar sonriéndole. Volvió los ojos al mundo real: «¡Y siguen hablando! —murmuró—. Se han pasado la mañana besándome la mano, pero nadie me hace ni caso». Llegó música desde el cuarto en el que habían colocado el tresillo de nácar y el piano. Se dio cuenta de que Ayşe había entrado hacía poco. La música era delicada, desequilibrada y fría: no cubría nada. «En tiempos, Nigân también tocaba. La primera vez que la oí me emocioné y lo fui contando orgulloso, pero nunca acabó de convencerme ese estrépito del piano». Emine Hanım estaba trayendo el té.

Mientras lo tomaban, Nigân Hanım contó que las tazas de porcelana con rosas azules eran un regalo de su difunta abuela. Había contado sus recuerdos al respecto en fiestas anteriores y en otras ocasiones, aun así, los demás encontraban la historia atractiva y escuchaban con atención. Perihan intervino para comentar que también su madre tenía una bombonera de plata como la que se describía. Nigân Hanım se volvió hacia su hija y le dijo que tomara más hojaldritos. Mientras hablaban de cómo los preparaba el cocinero Nuri, llegó él en persona y le entregó dos sobres a Cevdet Bey comunicándole que le había dado el aguinaldo al cartero.

Cevdet Bey reconoció de inmediato la letra del primer sobre. Sadık, el contable de la empresa, tenía la costumbre de enviarle todas las fiestas una de las tarjetas de felicitación de la Asociación Turca de Aviación. Cevdet Bey abrió el sobre y vio la imagen de un avión abriéndose camino entre las nubes. «¡Siempre lo mismo! —suspiró, aunque sin entristecerse—. ¡No me arrepiento! —murmuró—. Simplemente, me he hecho viejo». El otro sobre lo abrió lentamente, sin ganas. Le dio miedo recordar aquella firma que le presentaba sus respetos a él y a toda su familia. «¿Qué es esto? ¿Quién era? —se dijo—. Ziya Işıkçı. ¡Claro, Ziya Işıkçı!». Cuando se proclamó la ley, hacía dos años, Ziya había tomado el mismo apellido. Movía la cabeza hacia delante y hacia atrás, como si no pudiera ver el papel que sostenía, como si intentara distinguir las letras. «Lo mandé fuera y se hizo militar. ¡Sí, militar!». Ziya Işıkçı era militar, pero no un recuerdo agradable. Cevdet Bey volvió a meter el papel en el sobre. «¿Por qué se habrá acordado de nosotros de repente después de tantos años?», pensó. Ahora no balanceaba la cabeza adelante y atrás, sino a izquierda y derecha, como cuando pensaba en algo una y otra vez. Decidió pensar en otras cosas, en apartar de su mirada aquellas estupideces.

—¿De quién son las felicitaciones? —preguntó Fuat Bey.

—De unos amigos de Vefa —contestó Cevdet Bey. Tenía la cara larga.

—Oh, ¿conocéis a alguien en Vefa?

—¡No, no! Y sabes bien que ya no tengo ninguna relación con Vefa —replicó Cevdet Bey. Frunció el ceño enrojeciendo por el estúpido juego de palabras[3]. Encontró algo agradable que decir y su rostro se relajó—: ¡Están terminando nuestra casa de la isla de Heybeli! —No era un tema nuevo, pero era algo—. Si Dios quiere, a finales de mes terminarán el tejado… Estábamos hablando de ir en primavera. ¡Por supuesto, vosotros también vendréis! Han puesto un vapor nuevo. ¡Llega en dos horas desde el puente!

—Me alegro —dijo Fuat Bey.

—Sí, así hemos acabado con el asunto de la casa de veraneo.

Cevdet Bey le echó un vistazo a Nigân Hanım. Luego, avergonzado, miró por la ventana, a la plaza de Nişantaşı.

Cuando oscurecía, la campanilla de la puerta de fuera sonó una vez más. Luego, desde el vestíbulo del espejo y desde las escaleras se oyeron gritos y voces. Uno de los nietos lanzó una carcajada.

Poco después entró un joven grandullón, de anchos hombros y apuesto.

El cocinero, asomando la cabeza por la puerta entreabierta, dijo:

—He sido el primero en ver a Ömer Bey y lo he reconocido.

«Era Ömer, ¿cómo no lo habré reconocido?», pensó Cevdet Bey mirando al joven, inquieto como el azogue. Mientras le ofrecía la mano para que se la besara, le sorprendió el brillo de sus ojos. Le concedió algo de tiempo para que estrechara la mano de los demás y les felicitara las fiestas. Luego le señaló la silla que había justo a su lado pidiéndole a aquel muchacho que rebosaba juventud y salud que se sentara cerca de él.

—Ven aquí, ven y cuéntame. ¿Qué has hecho por esos mundos? ¿Qué vas a hacer ahora, cómo es aquello? Cuenta, vamos.

—Ahora estoy pensando en trabajar en la línea férrea Sivas-Erzurum.

—¿En Sivas? —Cevdet Bey asintió con la cabeza—. ¡Bravo, bravo! Bueno, ¿y qué has hecho en Europa? ¿Cómo es aquello? Cuenta que te oigamos.

Ömer empezó a hablar de lo que había estudiado allí, de las ciudades en las que había vivido y de cómo era la vida cotidiana, pero poco después comprendió que Cevdet Bey no le escuchaba, que lo que le atraía no era lo que contaba sino el movimiento y la juventud que esparcía por la habitación. Todos estaban atentos a aquel muchacho sano e inteligente que había llegado de Europa y les explicaba cómo era, y parecían atrapados no por sus palabras sino por la juventud con que llenaba la sala. Le miraban como si intentasen descubrir unos valores ocultos de los que ellos carecían y los cuales Ömer poseía en abundancia pero que eran imposibles de precisar. Encontrarían y sacarían a la luz dichos valores y luego los usarían en su propio provecho. «Los jóvenes… Los jóvenes son distintos —murmuró Cevdet Bey poco después—. Hace un momento me ha besado la mano. Pero no me ha mirado como los demás, como si fuera una figurita de adorno, como si me fuera a romper si no se me demuestra respeto… ¿Dónde lo habrá aprendido? ¿Allí?». Suspiró profundamente.

Él también había ido allí una vez con Nigân Hanım. El segundo año de su matrimonio viajaron por Europa. Se quedaron un tiempo en Berlín, pero no volvieron a salir nunca. A pesar de haber estado en tratos con el extranjero durante toda su vida comercial, Cevdet Bey consideraba los viajes un gasto inútil. Pensaba que, si tenía que gastarse el dinero, mejor hacerlo en algo permanente como la empresa o la casa de Heybeli. Ahora, por primera vez, sus convicciones se tambaleaban, pero no insistió demasiado en la idea. Porque esas migajas de recuerdos e ideas nuevas ahora no despertaban en él sino un cansancio inútil e innecesario. «Yo quería dormir», se dijo. Luego, decidió escuchar de nuevo a Ömer, pero ya no estaba contando nada divertido: se había vuelto hacia Nigân Hanım y le hablaba de su tía y su marido; decía que en el tren había visto a Sait Bey, y Nigân Hanım le explicaba que habían celebrado la boda en su casa. Era como si las mujeres hubieran comprendido que no iban a encontrar los valores secretos que buscaban hacía un instante y, para matar su embrujo, hubieran decidido hacerle preguntas vulgares a Ömer a fin de conseguir que se pareciera a ellas.

Mientras servían más té, Ömer y Refik se levantaron diciendo que iban al despacho de arriba. Cevdet Bey se sintió ofendido porque le dejaran allí solo y se llevaran aquella juventud animada y saludable que se difundía por toda la habitación. Mirando a Ömer, que le daba la espalda, pensó: «¿Cómo me habrá encontrado?». Se sintió cansado cuando el ruidoso reloj del entresuelo dio las seis. Aquella mañana se había levantado temprano, había ido a la mezquita de Teşvikiye para la oración de la fiesta siguiendo la costumbre procedente de los tiempos de Akhisar, había pasado frío, poco antes de mediodía había tomado licor, había comido demasiado, no había podido dormir, no había participado en exceso en las conversaciones sino que había escuchado a los demás y a sí mismo. Ahora era la tarde del día de fiesta, no le faltaba de nada. Si acaso, le sobraba una pesada sensación de disgusto pegajosa como la humedad. «Ahora lo único que quiero es dormir», pensó Cevdet Bey; bostezó a placer dejando caer la mandíbula pero sin abrir los labios y le brotaron lágrimas de los ojos.