2. El almuerzo del día
de fiesta
Nigân Hanım, con los codos apoyados en el mantel bordado y las manos entrelazadas bajo la barbilla, pensaba observando el plato de porcelana que tenía ante ella: «¡He hecho bien sacando la vajilla con los dorados! La de años que llevaba en el aparador sin usarse. Y esta tarde tomaremos el té en las tazas con rosas azules que la abuela me dio para el ajuar. Qué pena que se hayan roto dos tazas del juego. ¿Y por qué en días así no saco el juego de plata y hago que lo abrillanten? ¿Cuándo se van a usar los juegos si no es en días así? Habría que usarlo todo lo antes posible». Había sacado el mantel bordado para la pasada fiesta del Sacrificio. Teniendo en cuenta que también formaba parte del ajuar, llevaba treinta años cuidadosamente guardado. Nigân Hanım se dio cuenta de que había nacido en ella un extraño deseo de usar y gastarlo todo, todo lo que guardaba en baúles, armarios, aparadores y cajas. «Es como si pretendiera usarlo todo, que los manteles se mancharan y se desgarrasen, que se rompieran platos y tazas, que se perdieran tenedores y cuchillos —pensó—. Hace treinta años que nos casamos. He pasado más de sesenta fiestas con Cevdet Bey. Y aquí estamos en la fiesta del Sacrificio de 1936. Todos juntos, mi marido, dos hijos como robles, mi hija, mis dos encantadoras nueras y mis dos nietos pequeños».
Estaban en la casa de Nişantaşı, sentados todos juntos a la mesa puesta delante de la ventana que daba a la famosa diana de piedra de la esquina y a los tilos, esperando el almuerzo que les traería el cocinero. Nigân Hanım sentía el calor que desprendía la enorme araña, encendida porque el día estaba oscuro y lluvioso. Enseguida aparecería en el comedor Nuri, el cocinero, llevando la «fuente de servir» grande como hacía todas las fiestas, sujetándola por los extremos y andando de puntillas. Todos lo esperaban y era como si sintieran curiosidad por verlo andar de nuevo de puntillas.
—¿Lo habéis visto? Le ha salido una piedra enorme de la panza a uno de los animales. ¡De este tamaño!
Refik, el hijo menor de Nigân Hanım, clavó el pulgar en la mesa y trazó un pequeño círculo con el índice.
«Mi hijo menor siempre ha sentido interés por todo —pensó Nigân Hanım—. ¡En eso ha salido a mí!».
Luego miró a su hijo mayor, Osman, que le respondía.
—Sí, del carnero, ¿no?
Hablaban de los animales que habían sacrificado aquella mañana en el jardín de atrás. Nigân Hanım empezó a pestañear a toda velocidad mientras pensaba que los dos corderos y el carnero que mandaba matar cada fiesta del Sacrificio le daban una sensación de poder.
—¿Y dónde está la comida?
Como siempre, Cevdet Bey se impacientaba.
Nigân Hanım vio que la mano manchada de su marido, sentado a su lado, agarraba el tenedor y se apuró pensando: «¡Otra vez va a picar la ensalada de la fuente!». Luego miró a Cemil, su nieto pequeño, que estaba hablando con su hermana. El pequeño Cemil, de seis años, le contaba a su hermana Lâle, de ocho, cómo temblaba el carnero después de que lo degollaran y su hermana le respondía que ella no había podido mirar del susto. Nigân Hanım pensó en lo sanos que estaban y en lo guapos que eran sus nietos. Su hija Ayşe estaba silenciosa y triste como siempre.
Nuri salió de la cocina llevando la fuente grande. Comprendiendo que lo veía salir antes que nadie, Nigân Hanım dijo que todo estaba listo con la voz de una mujer feliz que cuenta un cuento. Luego, a pesar de no estar mirándole los pies, pudo comprender por el movimiento de su cuerpo que el cocinero estaba andando de puntillas. Contempló pestañeando cómo dejaba la fuente en la mesa. Se produjo un breve silencio. Después empezó la alegría. Todos miraban la fuente en medio de la mesa.
En la fuente de filos dorados había carne cortada en dados y torrecitas de arroz decoradas con guisantes por encima. La carne no era de los animales sacrificados. Habían dejado de llevar a la mesa la carne recién sacrificada hacía nueve o diez años, cuando después de un almuerzo de fiesta, como el de ese día, Cevdet Bey había vomitado en el retrete a la turca de abajo, en parte también por efecto del mucho licor que había bebido aquella mañana. Cevdet Bey dijo que el culpable no había sido el licor, sino la carne, y luego dijo también otras cosas bastante desagradables, así que al día siguiente Nigân Hanım lloró abrazándose a sus hermanas Türkân y Şükran en casa de su padre el bajá, a la que fue sola. La carne fresca, como decía Cevdet Bey, tenía «un olor y una pesadez nauseabundos». Nigân Hanım se alegró de que hubieran tomado aquella decisión y luego cogió el cucharón y miró a sus nueras. Estaban sentadas justo frente a ella, una al lado de la otra. Después de pensar unos instantes complacida, Nigân Hanım le ofreció el cucharón a Perihan, la más joven:
—Sirve tú esta vez, vamos a ver.
Fue un instante extraordinario: Perihan contemplaba sonrojada el cucharón que sostenía en la mano, Cevdet Bey adelantaba el plato antes que nadie, como siempre, y todos reían de felicidad porque el almuerzo iba a comenzar de inmediato. Nigân Hanım se emocionó. «¡Qué guapa es! —pensó mirando a su nuera más joven—. Y el moño que se ha hecho demuestra que tiene buen gusto. Tiene voz de ratón, pero bueno. Y Refik está satisfecho con su vida. Yo también era así cuando vine por primera vez a esta casa con Cevdet. Alabado sea Dios, lo sigo siendo. Por aquellos días, buscábamos muebles para la casa. Era muy agradable vivir en una casa nueva, entre muebles nuevos».
—¿No hay fuente de ensalada? —gruñó Cevdet Bey.
«Ah, no han puesto la fuente de la ensalada —pensó Nigân Hanım—. ¡Y no me he dado cuenta!». Rápidamente llamó a la criada. Luego miró de reojo el plato de su marido y descubrió irritada que se lo había llenado a rebosar. «Luego le dará sueño y se sentirá mal», pensó. Miraba el pelo blanco y la nariz larga y afilada de Cevdet Bey, que se acercaban al plato que tenía delante a cada bocado. Un rato después notó que el cariño le llenaba el corazón y volvió a su propia comida. Después de tomar unos bocados se dio cuenta de que su hijo mayor, Osman, estaba contando algo.
—Para que haya guerra en Europa…
Nigân Hanım observó durante un rato a su hijo menor, Refik, contestar a su hermano mayor. Como siempre que hablaban de la guerra, le pareció que la poseía una desagradable sensación de soledad. Cada cuatro o cinco años estallaba una guerra, eso era seguro, que separaba el mundo de los hombres del suyo con una línea dura e infranqueable. Además, todas las guerras, como todas las disputas de los hombres, eran exactamente iguales. «No sé de qué están discutiendo. ¿Por qué no hablarán de otra cosa?», pensó.
Sus dos hijos discutían sin hacer demasiado caso a los deseos de su madre. Osman tenía la actitud del que sabe que a nadie le importa lo que están diciendo, a él mismo menos que a nadie. Y el tono de su voz era como su mirada. Parecía decir: «¡Qué le vamos a hacer, cosas así tienen que pasar de vez en cuando!». Refik, vestido con chaqueta y corbata, como su hermano, miraba a derecha e izquierda mientras respondía con pocas palabras; ocasionalmente hacía alguna broma, parecía querer disculparse ante todos los demás por aquella discusión. Pero, sea como fuere, al fin y al cabo, se trataba de una controversia seria entre hombres. A Nigân Hanım no le gustaban nada y pensó que cuando se discutía así nadie, ni ella ni nadie, podía decir lo que le apeteciera. Cuando se hablaba de temas parecidos, los hombres eran más hombres y las mujeres se convertían en floreros. «¡Pero yo también veo y pienso!», murmuró. Luego advirtió que su marido intervenía en la conversación.
—Bueno, Nermin, ¿y tú qué opinas de todo esto?
Cevdet Bey debía de haber satisfecho sus primeras ansias por la comida. Le gustaba pinchar a sus nueras, meterse con ellas. Nermin, la mayor, miró sorprendida y ruborizada a su marido y luego empezó a decir algo, pero Cevdet Bey la interrumpió sin escucharla:
—¡Bravo, muy buena la carne!
Nermin se calló. Hubo un silencio.
—Sí, estaba muy buena —dijo Nigân Hanım.
Se produjo otra pausa. Luego volvieron a comenzar los ruidos de tenedores y cuchillos, las risitas, las frases, el tintineo del cristal. Cuando todos se dedicaron a hablar de nimiedades, como hacían siempre en las grandes ocasiones, Nigân Hanım aspiró complacida el aire del día de fiesta parpadeando. «¡Otra vez vuelvo a pestañear!», pensó luego.
Hasta que llegó el segundo plato a la mesa, judías verdes en aceite, se habló un poco más de las guerras, de Alemania, de la situación en Alemania, de Ömer, un amigo de Refik que acababa de regresar de Europa, de una pastelería nueva abierta en Osmanbey y de la línea de tranvía Maçka-Tünel que se decía que el Ayuntamiento iba a poner en funcionamiento. Cuando Emine Hanım colocaba en medio de la mesa la fuente de judías verdes, Nigân Hanım se enfureció viendo el plato de su hija Ayşe: otra vez no había comido nada la dichosa niña.
—¡Ese plato tiene que quedar vacío! —dijo apresuradamente.
—Pero, mamá —contestó Ayşe—. Esto… ¡Esto tiene mucha grasa!
—No, la carne no tiene nada. Mira cómo se la han comido todos.
Nigân Hanım agarró el plato de su hija, sentada a su lado, y empezó a apartar la grasa de los trozos de carne y a reunir en una esquina los granos de arroz dispersos acá y allá. «¡Siempre lo mismo! —pensaba—. Esta niña me va a amargar el día, como siempre. —Al empujar el plato ante su hija le cruzó el corazón un profundo hastío—. Das a luz a tus hijos, te pasas dieciséis años sufriendo, lo haces todo, y luego te sale alguno enfermizo, triste y con la cara larga».
—¿Crees que todo el mundo puede encontrar una carne así?
—Querida, déjala, no te metas con ella, que haga lo que quiera. ¿No estamos de fiesta hoy?
Era Cevdet Bey. Se trataba de un padre de esos que besan a su hija al volver del trabajo por la tarde: ¡un hombre irresponsable que sabía cómo hacerse querer por su hija pero que no pensaba en el precio que había que pagar! Nigân Hanım se limitó a arrugarle el ceño a su marido. Todo el mundo sabía que aquel pequeño gesto significaba: «Yo educo y tú mimas». «De no ser por mí, esta chica no habría aprendido ni a tocar el piano —pensó Nigân Hanım—. ¡Y que Perihan sirva las judías, a ver qué tal!».
Mientras comían, hablaron de las judías, de la nieve que llevaba dos días acumulándose en un rincón del jardín, la noche anterior también había nevado un poco, de que el año anterior por aquellas fechas, es decir a finales de marzo, el tiempo no había sido así en absoluto, y de que Cevdet Bey había pasado bastante frío en la mezquita de Teşvikiye cuando fue a la oración de la mañana. Mirando el plato que de nuevo Ayşe había sido incapaz de terminar, Nigân Hanım pensó: «Tampoco ahora he podido decir lo que quería. Bueno, ¿y de qué quería hablar?». No sabía exactamente de qué. «De la alegría», le habría apetecido decir, pero, de hecho, estaban alegres. Como era fiesta, la alegría llegaba por sí sola. «¡Lo mismo que mi madre!». Su difunta madre se sentaba en un sillón del harén de la mansión de Teşvikiye y, parpadeando, decía: «Nigân, cariño, me apetece comer algo, pero no sé qué, hija».
Emine Hanım estaba colocando en la mesa el dulce de pan con naranja, un invento de Nuri, el cocinero. «También se acaba este almuerzo», pensó Nigân Hanım. También se acababa aquel almuerzo que llevaba tanto tiempo esperando. También se acabaría ese día, y la fiesta, y luego esperaría otros días. Y vería con pesar que también esos se acababan. El tiempo, que fluía con pequeños estallidos de luz, tenía una vida a la que no cabía resistirse, como el agua. El dulce de naranja estaba muy bueno y la nata era fresca, pero solo seguirían así como mucho hasta la hora de la cena. Nigân Hanım volvió a pensar en sacar todos los juegos que guardaba en aparadores y baúles para usarlos, pero luego se concentró en disfrutar del postre.
Cevdet Bey fue el primero en dejar la mesa, como siempre. Cuando Refik se levantó inmediatamente después, Nigân Hanım pensó mirando el último bocado de dulce de naranja que le quedaba en el plato: «¡Ya está! Pero si por lo menos aprendieran a levantarse de la mesa con todos los demás…». Era consciente de que no podría enseñarle nada a Cevdet Bey, pero quizá Refik sí aprendiera. Solo tenía veintiséis años. Y cuando vio que Perihan se levantaba también, pensó: «¿Para qué voy a quedarme la última?». Se puso en pie con un movimiento ligero y grácil y echó a andar hacia Cevdet Bey. Él se había sentado en el sillón que había ante la ventana, había echado la cabeza hacia atrás y tenía los ojos entornados. ¿Iba a dormirse? «Ha comido mucho, se siente pesado y quiere dormir», pensó Nigân Hanım. Mientras miraba el pelo blanco de Cevdet Bey y los ojos que se resistían al sueño se dio cuenta de que sentía cariño por él, pero le habría gustado enfurecerse. «¡Se va a dormir! Pero no debería hacerlo. Esta tarde va a venir Fuat Bey con su familia…». La mesa y el almuerzo del día de fiesta habían quedado atrás. Podía oír el ruido de los platos siendo recogidos, avanzaba hacia Cevdet Bey y pensaba: «¡Esta tarde tomaremos el té en las tazas con las rosas azules!».